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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (96 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Ayla desató el saquito fabricado por Barzec que llevaba a la cintura, para sacar la yesca, la pirita ferrosa y el pedernal. Luego hizo una pausa y, por primera vez en muchos ciclos lunares, dirigió una silenciosa petición a su tótem; necesitaba una chispa grande, impresionante y rápida, para lograr el efecto deseado por Mamut. Cuando golpeó con el pedernal la pirita de hierro, surgió un relámpago brillante que se apagó de inmediato. Al segundo intento, la chispa prendió en las hierbas secas. Un instante después, un segundo fuego ardía en el hogar.

Los Mamutoi eran expertos en materia de artificios y estaban habituados a crear efectos. Se enorgullecían de saber inmediatamente cómo se lograban y rara vez se sorprendían, pero la demostración de Ayla los dejó mudos.

–La magia está en la piedra de fuego –dijo el viejo Mamut, mientras Ayla guardaba los materiales en el saquito para entregárselos a Lomie. Entonces cambió el tono de su voz–: Sin embargo, el modo de sacarle llama le fue desvelado a Ayla. No hizo falta que yo la adoptara, Lomie. Ella nació para el Hogar del Mamut, elegida por la Madre. No puede por menos de seguir su destino, pero ahora sé que yo debía formar parte de él, y por eso me fueron concedidos tantos años de vida.

Sus palabras provocaron escalofríos y erizaron los cabellos de todos los presentes. Mamut acababa de tocar el verdadero misterio, la profunda atracción que sentía cada uno de ellos, más allá de las charlas superficiales y del cinismo aparente. El viejo Mamut era un fenómeno; su misma longevidad era en sí un acto de magia, pues nadie había vivido nunca tanto tiempo. Hasta su nombre se había perdido en el transcurso de los años. Cada uno de ellos era un Mamut, el chamán de su propio Campamento, pero él era, simplemente, Mamut. Su nombre y su vocación se habían convertido en una sola cosa. Nadie dudaba de que su larga existencia tenía una finalidad. Si él decía que esa finalidad era Ayla, la muchacha debía de estar impregnada de los inexplicables misterios de la vida y del mundo que les rodeaba, esos misterios con los que cada uno de ellos tenía que enfrentarse.

Cuando ambos abandonaron la tienda, Ayla seguía preocupada por las palabras de Mamut. También ella había experimentado una repentina tensión y un erizamiento del vello cuando le oyó hablar de su destino. No le hacía ninguna gracia sentirse objeto de un interés tan marcado por parte de unas fuerzas que no podía controlar. El simple hecho de que Mamut hubiera hablado de su destino la hacía estremecerse. No se consideraba tan distinta de los demás y no quería serlo. Tampoco le gustaban los comentarios sobre su forma de hablar. En el Campamento del León nadie se fijaba ya en aquel detalle. Ella misma había terminado por olvidarse de que algunas palabras le fallaban a pesar de sus esfuerzos.

–¡Ayla! ¿Estás ahí? Te estaba buscando.

Levantó la vista y se encontró con los ojos rutilantes y la ancha sonrisa del hombre moreno con el cual estaba comprometida, sonriendo a su vez. Él era quien le hacía falta para librarse de aquellos pensamientos obsesivos. Cuando se volvió hacia Mamut, para ver si él todavía la necesitaba, el anciano sonrió, diciéndole que fuera a dar una vuelta con Ranec.

–Quiero presentarte a algunos tallistas. Hay aquí varios que están haciendo obras muy buenas –Ranec se la llevó abrazada por la cintura–. Siempre instalamos nuestro campamento cerca del Hogar del Mamut. Está reservado a los escultores: en él se dan cita todos los artistas.

Estaba entusiasmado. Ayla comprendió que era el mismo entusiasmo experimentado por ella al darse cuenta de que Lomie era curandera. Si bien podían establecerse ciertas rivalidades con respecto a la habilidad de cada uno, sólo con alguien que practicara el mismo oficio era posible discutir detalles de la especialidad. Si quería controlar las virtudes del verbasco y de la vincapervinca para el tramiento de la tos, por ejemplo, sólo podía hacerlo con una Mujer Que Cura, cosa que ella no podía hacer. Había observado que Jondalar, Wymez y Danug pasaban horas enteras discutiendo sobre el sílex y la elaboración de herramientas y se daba cuenta de que al propio Ranec le encantaba encontrarse con quienes, lo mismo que él, trabajaban el marfil.

Mientras cruzaban una parte de la zona despejada, Ayla notó que Danug y Druwez, en medio de un grupo de jóvenes, sonreían nerviosos ante una pies-rojos con quien estaban conversando. Danug, al verla, se disculpó rápidamente y cruzó a toda prisa la hierba seca y pisoteada para reunirse con la pareja.

–Te he visto discutir con Latie, Ayla; quería presentarte a algunos amigos, pero no podemos acercarnos mucho al Campamento de las Risitas..., ejem..., quiero decir...

Danug se interrumpió y se ruborizó al darse cuenta de que acababa de emplear el apodo puesto al espacio cuya entrada estaba vedada.

–Está bien, Danug. Desde luego, hay muchas risitas por allí.

El corpulento joven se relajó.

–Bueno, eso no tiene nada de malo. ¿Llevas mucha prisa? ¿No puedes venir ahora para que te presente a mis amigos?

Ayla consultó a Ranec con la mirada.

–Yo también quería presentarla a algunas personas –dijo el hombre moreno–. Pero no hay prisa. Podemos empezar por tus amigos.

Al acercarse al grupo de jóvenes, Ayla vio que la pies-rojos seguía allí.

–Quería conocerte, Ayla –dijo ésta, cuando Danug les hubo presentado–. Todo el mundo habla de ti, preguntándose de dónde vienes y por qué esos animales te obedecen. Todo eso es tan misterioso que dará que hablar durante años –sonrió, guiñándole un ojo–. Acepta un consejo: no digas a nadie de dónde vienes. Mantén la incertidumbre, es más divertido.

Ranec se echó a reír.

–Es posible que tenga razón, Ayla –dijo–. Cuenta, Mygie, ¿por qué estás de pies-rojos este año?

–Cuando Zacanen y yo deshicimos el hogar no quise quedarme en su Campamento, pero tampoco tenía muchos deseos de volver al de mi madre. Esto me pareció lo mejor. Así tengo un sitio en donde alojarme por algún tiempo, y si la Madre quiere darme un hijo, no lo lamentaré. ¡Oh! Ahora que me acuerdo: ¿Sabías que la Madre dio a otra mujer un bebé de tu espíritu, Ranec? ¿Recuerdas a Tricie, la hija de Marlie? ¿La que vive aquí, en el Campamento del Lobo? El año pasado estuvo de pies-rojos. Este año tiene un varoncito. La niñita de Toralie era morena, como tú, pero éste no. Le he visto. Tiene la piel clara y el pelo rojo como ella, pero se te parece mucho. La misma nariz que tú y los mismos rasgos. Le ha llamado Ralev.

Ayla miró a Ranec con una sonrisa peculiar, notando que su color se acentuaba. «Está ruborizado», pensó, «pero hay que conocerle bien para darse cuenta. Estoy segura de que recuerda a Tricie.»

–Será mejor que nos vayamos, Ayla –dijo el joven, rodeándole de nuevo la cintura con un brazo para instarla a cruzar la zona despejada. Pero ella se resistió unos instantes.

–Ha sido muy interesante conversar contigo, Mygie. Espero que volvamos a encontrarnos–. Después se volvió hacia el hijo de Nezzie–. Me alegra que me hayas presentado a tus amigos, Danug –dedicó a los jóvenes de su Campamento una de sus arrebatadoras sonrisas y agregó, mirando a cada uno por separado–: Y ha sido un placer conocer a todos los amigos de Danug.

Luego se marchó con Ranec. Danug la siguió con la mirada, ahogando un gran suspiro.

–Cómo lamento que Ayla no esté de pies-rojos –comentó.

Hubo varias exclamaciones de asentimiento.

Cuando Ranec y Ayla pasaron frente al albergue grande, rodeado por la zona despejada en tres de sus costados, un redoble de tambores surgió del interior, acompañado de otros sonidos interesantes que la joven no había oído hasta entonces. La entrada estaba cerrada. En el momento en que iban a penetrar en otro Campamento instalado al borde de la zona despejada, una mujer se atravesó en su camino.

–Ranec –dijo deteniéndose.

Era más baja de lo normal, de piel muy blanca, salpicada de pecas. Sus ojos, pardos, con motas verdes y doradas, brillaban de enojo.

–Conque has llegado acompañado al Campamento del León. ¿Por qué no pasaste por nuesto albergue para saludarnos? Pensé que te habrías caído al río o habrías muerto aplastado por una desbandada de animales.

Su tono era venenoso.

–¡Tricie! Yo..., eh..., iba a..., teníamos que montar el campamento.

Ayla nunca había visto tan aturdido al parlanchín de Ranec. Parecía que le habían comido la lengua. De no ser por la piel oscura, su rostro se habría puesto tan rojo como los pies de Mygie.

–¿No vas a presentarme a tu amiga, Ranec? –pregunto Tricie, sarcástica.

Era obvio que estaba alterada.

–Sí, por supuesto. Ayla, te presento a Tricie, una..., una... amiga.

–Tenía algo para mostrarte, Ranec –dijo Tricie, ignorando groseramente las presentaciones–, pero supongo que ya no te importa. Una Promesa que no es oficial no significa gran cosa. Supongo que ésta es la mujer con quien vas a unirte en la Ceremonia de la Unión de esta temporada.

Su voz denotaba no solamente irritación, sino dolor. Ayla adivinó cuál era el problema y se solidarizó con ella, pero no sabía bien cómo enfrentarse a la delicada situación. Por fin dio un paso hacia delante, con las manos extendidas.

–Tricie, soy Ayla de los Mamutoi, hija del Hogar del Mamut del Campamento del León, protegida del León Cavernario.

La formalidad del saludo recordó a Tricie que ella era hija de una jefa y que el Campamento del Lobo actuaba de anfitrión. En consecuencia, a ella le cabía también cierta responsabilidad.

–En nombre de Mut, la Gran Madre, el Campamento del Lobo te da la bienvenida, Ayla de los Mamutoi –dijo.

–Me han dicho que tu madre es Marlie.

–Sí, soy hija de Marlie.

–Ya me la han presentado. Es una mujer notable. Es un placer conocerte.

Ayla percibió que Ranec daba un suspiro de alivio. Por encima del hombro, vio que Deegie se encaminaba hacia el albergue donde había oído los tambores y, dejándose llevar por un impulso, decidió dejar que Ranec resolviera a solas sus asuntos con Tricie.

–Ranec, allí veo a Deegie. Me gustaría discutir algunas cosas con ella. Más tarde vendré a conocer a los tallistas –y se alejó presurosa.

Ranec se quedó atónito ante su inesperada desaparición. De pronto comprendió que estaba condenado a dar algunas explicaciones a Tricie, le gustara o no. La bonita joven aguardaba, furiosa y lastimada. Fijó la mirada en aquella joven que estaba de pie frente a él: a pesar de su cólera, parecía muy vulnerable. Su cabello rojo, de un matiz vibrante poco usual, junto con sus pies rojos, hicieron que el pasado verano resultase doblemente atractiva. Ella también era artista y a Ranec le impresionaba la calidad de su obra: sus cestos eran de una belleza exquisita, y la espléndida esterilla de su hogar era igualmente obra suya. El verano anterior había tomado tan en serio su papel de pies-rojos que, en un principio, no quiso dedicarse a un hombre experimentado; fue precisamente su resistencia lo que inflamó los deseos de Ranec.

Pero en realidad no se habían comprometido. Fue ella quien rechazó la posibilidad de una Promesa formal, temiendo que eso enfadara a Mut, privándola de su bendición. Ranec pensó que, por lo visto, la Madre no debía de haberse enfadado gran cosa, puesto que extrajo su esencia para hacer el hijo de Tracie. Adivinó que era eso lo que ella quería enseñarle, tenía ya un hijo que aportar al hogar, un hijo de ambos. Esto la hubiera hecho irresistible en otras circunstancias, pero Ranec amaba a Ayla. De haber tenido mucho que ofrecer, habría pedido a las dos; pero era preciso escoger, y el asunto no admitía discusión. Con sólo pensar en vivir sin Ayla se le hacía un nudo de pánico en el estómago. La deseaba más que a ninguna otra mujer.

Ayla llamó a Deegie y, cuando la alcanzó, caminaron juntas.

–Veo que ya conoces a Tricie –dijo Deegie.

–Sí, pero, al parecer, necesitaba hablar con Ranec; por eso me ha alegrado verte. Así he tenido una excusa para dejarlos solos.

–¡Ya lo creo que quiere hablar con él! El verano pasado todo el mundo comentaba que iban a comprometerse.

–Tiene un hijo, ¿sabes?

–¡No lo sabía! Apenas he podido saludar a unos cuantos y nadie me lo ha dicho. Eso va a aumentar su Precio Nupcial. ¿Quién te lo ha contado?

–Mygie, una de las pies-rojos. Dice que el niño es del espíritu de Ranec.

–¡Cómo se mueve ese espíritu! Ya hay un par de críos con su esencia. Con los otros hombres nunca se sabe con certeza, pero tratándose de él, sí. Se nota por el color –comentó Deegie.

–Dice Mygie que este pequeño es de piel clara y pelirrojo, pero que se parece a él.

–¡Eso sí que es interesante! Más tarde tendré que visitar a Tricie –decidió Deegie, con una sonrisa–. La hija de una Mujer Que Manda tiene que visitar a la hija de otra Mujer Que Manda, sobre todo a la del Campamento anfitrión. ¿Me acompañarás?

–No estoy segura... Sí, creo que sí.

Habían llegado a la entrada del albergue de cuyo interior brotaban los sonidos extraños.

–Iba a pasar un rato por aquí. Esto es el Albergue de la Música. Tal vez te guste –sugirió Deegie, y arañó la cobertura de cuero. Mientras esperaban a que alguien la desatara por dentro, Ayla echó un vistazo en derredor.

Al sudoeste de la entrada había una empalizada, hecha con siete colmillos de mamut y otros huesos. Posiblemente un cortavientos, dedujo Ayla. El campamento estaba situado en una hondonada y el viento sólo podía soplar desde el valle por donde corría el río. Al nordeste había cuatro grandes hogares al aire libre y dos zonas de trabajo bien delimitadas: una para la fabricación de herramientas de hueso y marfil, otra para la talla del pedernal. Allí estaban Jondalar y Wymez, con varias personas más, hombres y mujeres, todos ellos expertos en el oficio. Debería de haber imaginado que le encontraría allí.

Cuando retiraron la cortina, Deegie indicó a Ayla que la siguiera, pero alguien la detuvo.

–Deegie, sabes que no se permite la entrada a los visitantes. Estamos practicando.

–Pero es una hija del Hogar del Mamut, Kylie –dijo la muchacha, sorprendida.

–No veo ningún tatuaje. ¿Cómo puede ser Mamutoi sin tatuajes?

–Es Ayla, hija del viejo Mamut. Él la adoptó para su hogar.

–Espera un momento. Voy a preguntar.

Deegie se mostraba impaciente, pero Ayla aprovechó para observar el albergue con más detenimiento. Daba la impresión de haberse derrumbado en parte.

–¿Por qué no me dijiste que era la de los animales? –protestó Kylie, cuando Ayla volvió–. Pasad.

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