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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (29 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—¡Celebraremos un banquete! —oí decir a Marlenus, a lo que sus hombres respondieron con vítores.

—Túmbate en el bote, Capitán —susurró Thurnock.

—No —respondí.

—Libera a las mujeres —gritó Marlenus—. Nos servirán durante el festín.

Oí los gritos de las muchachas. Sabía que servirían durante el banquete a la manera en que lo hacen las esclavas goreanas. No las envidiaba. Oí cerrarse la puerta de la empalizada. Oí las risas de los hombres.

—Ven, Capitán —dijo Thurnock.

Junto con él y ocho hombres más, empujamos el bote hasta el agua. Thurnock se subió en él, y me ayudó a hacer lo mismo.

Mis ocho hombres comenzaron a remar.

—Descansa, Capitán —repitió Thurnock.

—No —contesté. Tomé el timón—. Remad.

Los remos cortaban el agua. Las lunas se vislumbraban entre las nubes. De repente, el Thassa apareció radiante, como un millón de diamantes. Ante nosotros, oscuros y sombríos aparecieron los cascos del
Rhoda
, barco de Tyros, y el
Tesephone
, la galera de Puerto Kar.

Detrás de mí pude oír, procedente de la empalizada, la canción de las victorias de Ar, entonada por Marlenus, Ubar de Ubares.

Habría un festín, y brillarían todas las luces de la empalizada.

Mientras guiaba el bote, me empapé de agua salada. Mi costado y mi brazo izquierdo escocían al contacto con la sal.

Reí amargamente. La victoria era de Marlenus, no mía. Yo solo había obtenido heridas y frío.

Comencé a sentir rigidez en mi pierna izquierda. No podía moverme.

Contemplé el Thassa. La reluciente superficie del mar, rota por el golpe de los remos, parecía arremolinarse.

—¿Capitán? —preguntó Thurnock.

Me desplomé sobre el timón.

22. SOPLAN VIENTOS DE BONANZA EN PUERTO KAR

El viento que barría la playa era frío. Los hombres resistían envueltos en sus mantos. Yo reposaba cubierto con mantas en mi silla de capitán, traída desde el
Tesephone
. El Thassa aparecía verde y frío. El cielo era gris. Anclado, a un cuarto de pasang de la costa, oscilaba el
Rhoda
.

Desde mi abrigo contemplé la playa y la empalizada que fuera de Sarus. La puerta se abrió, dejando paso a Marlenus seguido de sus hombres, ochenta y cinco guerreros de Ar. Vestían pieles y ropajes de Tyros. Algunos iban provistos de armas que habían arrebatado a los hombres de Tyros. Otros sólo llevaban cuchillos o sencillas lanzas, arrebatadas a las mujeres de Hura. Con ellos, avanzando lentamente también, a través de la arena, hacia donde nosotros les esperábamos, iban Sarus y sus hombres, encadenados, y atadas en hilera las mujeres de Hura. Cerca de ellas, y de modo muy similar, aunque todavía vestidas con sus pieles de pantera, caminaban las mujeres de Verna, capturadas hacía tiempo en el campamento de Marlenus. Grenna, que había sido lugarteniente de Hura, iba en el mismo grupo. Su vestido blanco de esclava estaba hecho jirones. Entre los hombres, vestidas como las mujeres de Verna, aparecían las esclavas del propio Marlenus, aquellas que él había conducido hasta el bosque y que, como las otras, habían sido capturadas en su campamento, no llevaban cadenas alrededor de su cuerpo pero sí, en torno a su cuello, el collar de su amo.

Hoy la empalizada sería destruida.

Lo que había ocurrido en aquel lugar sería olvidado.

No podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo.

Habían transcurrido cuatro días desde la noche de la empalizada.

Había permanecido sumido en el dolor y la fiebre, en mi cabina, en la austera torre del
Tesephone
.

Al parecer Sheera me había cuidado y en algunos momentos de conciencia había visto su rostro y sentido su mano y su calor cerca de mí.

Y había gritado, intentando incorporarme, pero las fuertes manos de Rim y Arn me lo habían impedido.

—¡Vella! —había gritado.

Me convendría pasar unos días en las Montañas Blancas de New Hampshire. Deseaba estar solo.

¡No en la arena de Tharna!

Oí los gritos de las mujeres.

Eran las mujeres de Hura.

Busqué mi espada, pero había desaparecido.

El rostro grisáceo de Pa-Kur, y sus ojos inexpresivos, me miraban. Llevaba una ballesta.

—¡Estás muerto! —le grité.

—¡Thurnock! —gritó Sheera.

Luego se oyó el rugido del Thassa, pero no era el Thassa, sino la multitud en el Estadio de Tarns, en Ar.

—¡Gladius de Cos! ¡Gladius de Cos, huye! —oí gritar.

—¡Ubar de los Cielos! —grité.

—Por favor, Capitán —dijo Thurnock. Estaba llorando.

Volví mi cabeza a un lado. Lara era muy hermosa. Misk me observaba con curiosidad. Sus antenas doradas, con sus filamentos sensoriales, me vigilaban. Intenté tocarlas con las manos, pero no lo conseguí. Misk se había dado la vuelta y, delicadamente, había desaparecido.

—¡Vella! —sollocé—. ¡Vella!

No abriría el sobre azul. No lo haría. No debía hacerlo.

La tierra tiembla con la llegada de los Pueblos del Carro.

—¡Huye, extranjero, huye!

—¡Vienen hacia aquí!

—Dale paga —dijo Thurnock.

Y Sandra, adornada con joyas, me hacía reproches en la taberna de paga de Puerto Kar.

Bebí el paga.

—¡Todos aclaman a Bosko, Almirante de Puerto Kar! —dije borracho, intentando ponerme de pie.

¿Dónde estaba Midice, para compartir mi triunfo?

—¡Vella! ¡Ámame! —grité.

—Bebe esto —dijo Arn. Obedecí y me acosté.

Y el pequeño Torm, con sus ropajes azules, levantó su vaso, para saludar a la belleza de Talena.

—Te niego el pan, el hogar y la sal —dijo Marlenus—. Hacia el anochecer deberás abandonar el reino de Ar.

—¡La victoria es nuestra! —gritaron mis remeros, alzando sus vasos.

—Y los hombres, mientras vivan, y los padres relatarán a sus hijos las hazañas y lo que ocurrió en el resplandeciente Thassa el veinticinco de Se'Kara.

—¡La victoria es nuestra!

—Cacemos Tumits —sugirió Kamchak—. Estoy cansado de los asuntos del estado.

Harold ya estaba en su silla de montar.

Me puse la correa del Ubar de los Cielos y soltamos el gran pájaro, gigante depredador, en los brillantes y soleados cielos de Gor.

Permanecí al borde del cilindro de justicia de Ar y miré hacia abajo.

Pa-Kur había saltado desde lo alto. Pude ver una multitud apiñada al pie del cilindro.

El cuerpo del maestro de los asesinos nunca fue recuperado. Sin duda lo destrozó la muchedumbre.

En Ar, años después, con Mip detrás de mí, una noche vigilé los faros de Ar, la gloriosa Ar. Había alzado la vista para contemplar la altura del cilindro. Sería posible, aunque peligroso, saltar hasta la tapia.

Pa-Kur estaba muerto.

—¿Recuperasteis el cuerpo? —preguntó Kamchak.

—No —le había dicho yo—. No importa.

—A un tuchuk sí le importa —dijo él.

Me eché a reír.

Sheera sollozaba.

—Cubridle con más pieles —dijo Arn—. Mantenedlo abrigado.

Me acordé de Elizabeth Cardwell.

El que la había examinado en la Tierra, para saber si era idónea para el collar del mensaje, la había asustado. Su acento era extraño. Era grande, de manos fuertes. Ella había dicho que su rostro era grisáceo, y su ojos como el vidrio.

Saphrar, un mercader de Tyros residente en Turia, había descrito de una forma muy similar al hombre que había reclamado sus servicios en nombre de aquellos que se disputaban mundos con los Reyes Sacerdotes. Se trataba de un hombre corpulento. Sus ojos eran inexpresivos, como piedras.

Pa-Kur me miró.

—¡Pa-Kur está vivo! —grité, levantándome, deshaciéndome de las pieles—. ¡Está vivo! ¡Vivo!

Alguien me detuvo.

—Descansa, Capitán —dijo Thurnock.

Abrí los ojos y la cabina, al principio borrosa, fue tomando forma. Lo que parecía un sueño, una llama en la oscuridad, se convirtió en el faro de un barco, balanceándose en su anilla metálica.

—¿Vella? —pregunté.

—La fiebre ha bajado —dijo Sheera, posando su mano en mi frente.

De nuevo me cubrieron con las mantas. Había lágrimas en los ojos de Sheera. Creí que había escapado. Mi collar aún rodeaba su cuello. Llevaba una túnica de lana blanca, limpia.

—Descansa, dulce Bosko de Puerto Kar —dijo.

—Descansa, Capitán —dijo Thurnock.

Cerré los ojos y me dormí.

—Saludos, Bosko de Puerto Kar —dijo Marlenus de Ar.

Estaba delante de mí, rodeado de sus hombres. Llevaba la túnica amarilla de Tyros y cubriéndole los hombros, una capa, hecha de piel de pantera. Alrededor del cuello llevaba un colgante de cuero y garras arrebatado a las mujeres pantera.

Su cabeza estaba descubierta.

—Saludos, Marlenus, Ubar de Ar —contesté.

Los dos nos volvimos de cara al bosque y esperamos. En seguida, entre los árboles, apareció Hura. Su larga melena negra estaba recogida alrededor de su cuello. Tenía atadas las muñecas. Estaba desnuda. Llevaba una rama gruesa con muescas en cada extremo, con flexibles zarcillos que encajaban en las muñecas.

Tropezó con las piedras, pero se incorporó y siguió acercándose. Detrás de ella, desnuda y erguida, orgullosa, con pendientes dorados, llevando un palo afilado a modo de lanza improvisada, iba la rubia Verna, alta y hermosa.

Hura se arrodilló, entre Marlenus y yo, con la cabeza baja. La líder de las mujeres pantera no había huido.

—Encontré esta esclava en el bosque —dijo Verna—. Todavía llevaba el collar de Marlenus.

Él la miró. Ella hizo lo mismo asustada, como una mujer descubierta, no como una esclava.

Verna había capturado a Hura el día anterior, pero no había querido llevarla a la empalizada. La había retenido prisionera en el bosque.

Ahora como uno más entre nosotros a pesar del collar, trajo a Hura a nuestro encuentro.

Miré a Hura. Antes orgullosa mujer pantera, ahora asustada esclava, no osaba alzar su rostro.

—¿Así que esta esclava intentó escapar? —preguntó Marlenus.

—Por favor, no me azotéis, amos —susurró Hura. Ya había sentido el látigo antes. Ninguna mujer lo olvida.

—Las esclavas me gustan. ¡Arrodíllate!

Hura obedeció, temblando.

—¿Dónde está la otra esclava fugitiva? —preguntó Marlenus.

Mira, con las manos atadas a la espalda, fue arrojada nuestros pies.

Estaba aterrorizada.

Sheera, vestida con su túnica blanca, permaneció junte mí. Apoyó su mejilla en mi hombro.

Ella y Verna, como Hura y Mira, habían abandonado la empalizada.

Sheera, tras capturar a Mira, la había conducido hasta los hombres. Luego Mira había sido encadenada en el
Tesephone
. Aquella mañana, yo había ordenado que la trajeran a la playa para disponer de ella.

Marlenus contempló a Hura y a Mira. Ésta me miró. Estaba llorando.

—Recuerda, amo —dijo—. Soy tu esclava. Me sometí a ti en el bosque.

Hacía frío. No podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo. Me sentía desanimado. Todo para nada. Contemplé a Sarus, encadenado y a sus hombres. Eran diez, pero dos de ellos estaban gravemente heridos y no habían sido encadenados. Yacían de costado sobre la arena. En la bodega del
Rhoda
yacían los hombres de Tyros que habían tripulado el
Rhoda
y el
Tesephone
. En este último también permanecían encadenadas, salvo una de ellas, todas las mujeres a las que yo había hecho esclavas. La única excepción era Rissia, una de las mujeres de Hura, que capturé en el campamento de Sarus. Permanecía a un lado, encadenada. También llevaba el collar. Estaba vigilada por llene que ya no vestía seda de esclava, sino una túnica de lana blanca, como la de Sheera.

A un lado vi a Cara, en los brazos de Rim. Todavía llevaba una túnica blanca, pero no el collar. La preciosa esclava había sido liberada. En Puerto Kar no existían los Compañeros Libres, pero acompañaría a Rim a la ciudad. Él la besó con delicadeza en el hombro, y ella volvió su rostro hacia él.

—No soy una esclava —dijo Verna a Marlenus, pese a llevar aún el collar.

—Quitadle el collar —dijo Marlenus, mirando a su alrededor—. Esta mujer no es una esclava.

Verna llevaba la llave del collar colgada de su cuello. Se dirigió a Marlenus.

—Libera a mis mujeres —le dijo.

—Liberadlas —ordenó Marlenus.

Las mujeres de Verna, asustadas, fueron liberadas de sus cadenas. Permanecían en la playa, entre las piedras, frotándose las muñecas. Uno por uno, los collares fueron retirados. Miraron a Verna.

—Me habéis defraudado —dijo ella—. Cuando me arrodillé como una esclava os burlasteis de mí y lo mismo hicisteis cuando me colocaron los pendientes dorados —las miró—. ¿Hay alguna entre vosotras que quiera retarme a muerte?

Ellas negaron con la cabeza.

Verna se dirigió a mí.

—Perfora sus orejas y vístelas con seda de esclavas —dijo.

—Haced lo que Verna ha dicho —ordené a Thurnock.

—Seríais unas hermosas esclavas —dijo Verna.

Me fijé en la muchacha llamada Rena, a la cual utilicé en el campamento de Marlenus, antes de partir, pues era especialmente hermosa.

Me senté en la silla de Capitán con autoridad, pero cansado, arropado con mantas, resentido. Sabía que era un hombre importante, pero seguía sin poder mover mi lado izquierdo.

—Tú —dijo Verna a una muchacha que protestó—. ¿Qué sientes vestida con la seda de esclava?

La joven escondió su rostro.

—¡Contesta!

—Me hace sentir desnuda ante un hombre —dijo.

—¿Quieres sentir sus manos y su boca sobre tu cuerpo? —preguntó Verna.

—¡Sí! —contestó la joven, sollozando.

Verna señaló a uno de mis hombres, un remero.

—¡Acércate a él y complácele! —ordenó a la chica.

—¡Verna!

—¡Obedece!

La mujer pantera avanzó hacia el hombre. Él la subió sobre su hombro y echó a andar por la playa, hacia la orilla.

—Así aprenderéis, como yo aprendí, qué significa ser una mujer —dijo Verna.

Una a una, ordenó a las muchachas que complacieran a los remeros. Rena se dirigió hacia mí, y me besó la mano.

—Haz lo que Verna ha dicho —le ordené.

Volvió a besarme, y corrió hacia el hombre que Verna había designado.

Marlenus miró a Verna.

—¿Y tú, no vas a hacer lo mismo? —le preguntó.

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