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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (24 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Cómo se las arreglaron para dar con nosotros? —preguntó Mallory tranquilamente.

—Sólo los tontos queman madera de enebro —contestó el oficial en tono despectivo—. Nos hemos pasado el día y parte de la noche en el Kostos. Un muerto podría haberlo olido.

—¿En el Kostos? —Miller movió la cabeza dudando—. ¿Cómo podían…?

—¡Basta! —El oficial se volvió a alguien que estaba detrás de él—. ¡Echa abajo esa lona! —ordenó en alemán—. Y cubridnos por ambos lados. —Miró hacia el interior de la cueva e hizo un movimiento casi imperceptible con la linterna—. A ver, ustedes tres. ¡Salgan de ahí, y mucho cuidado con lo que hacen! Tengan la seguridad de que mis hombres están buscando la menor disculpa para acribillarles a balazos, ¡malditos cerdos!

Un odio venenoso que se traslucía en su voz demostraba que hablaba en serio.

Con las manos aún entrelazadas sobre sus cabezas, los tres hombres se pusieron lentamente de pie. Mallory había dado sólo un paso cuando el latigazo de la voz del alemán le detuvo de pronto. .

—¡Quieto! —Dirigió el haz de su linterna sobre el inconsciente Stevens, y apartó a Andrea con un brusco ademán—. ¡Apártese! ¿Quién es ése?

—No tema —advirtió Mallory en voz baja—. Es uno de los nuestros. Se está muriendo.

—Lo veremos —contestó el oficial con sequedad—. ¡Váyanse al fondo de la cueva! —Esperó a que los tres hombres pasaran sobre Stevens, cambió el fusil automático por una pistola y avanzó lentamente, arrodillado, con la linterna en la mano libre, para permanecer por debajo de la línea de fuego de los dos soldados que avanzaron, sin pedírselo, tras él. Había en todo ello algo inevitable, un frío profesionalismo que hacía desfallecer el corazón de Mallory.

Con la pistola, el oficial retiró bruscamente la ropa de Stevens. Un gran temblor sacudió el cuerpo del muchacho y movió la cabeza de lado a lado al quejarse, inconsciente. El oficial se inclinó rápidamente sobre él. Su cabeza, las claras líneas de su rostro y el cabello rubio quedaron bajo la luz de su propia linterna. Una rápida mirada al rostro de Stevens, desfigurado por el dolor, con sus macilentos rasgos; una ojeada a la destrozada pierna y un breve arrugar de la nariz al percibir el espantoso olor de la gangrena, y ya el alemán se echaba atrás, sobre sus talones, volviendo a tapar el cuerpo del muchacho.

—Ha dicho usted verdad —dijo con suavidad—. Nosotros no somos bárbaros. No luchamos con moribundos. Déjenle ahí. —Se puso de pie y retrocedió lentamente—. Que salgan los demás.

Había cesado de nevar, observó Mallory, y las estrellas comenzaban a titilar sobre un cielo que se iba aclarando.

También el viento había disminuido y la atmósfera empezaba a templarse. Mallory pensó que la mayor parte de la nieve habría desaparecido al mediodía.

Miró a su alrededor sin curiosidad aparente. No se advertía rastro de Casey Brown. Las esperanzas de Mallory comenzaron a resurgir. La recomendación del suboficial Brown para aquella empresa había venido de muy alto. Dos hileras de condecoraciones que nunca se ponía hablaban de su valentía. Tenía gran reputación como guerrillero, y había salido de la cueva con un fusil ametrallador en la mano. Si estuviera por allí cerca… Como si el alemán hubiera adivinado sus esperanzas, las destrozó con saña.

—Se preguntará usted dónde está su centinela, ¿no? —preguntó burlón—. No se preocupe, inglés, que no está lejos. Está durmiendo en su puesto. Y bien dormido que está.

—¿Le han matado? —Las manos de Mallory se cerraron hasta dolerle.

El otro se encogió de hombros con visible indiferencia.

—No podría decirle. Resultó demasiado fácil. Uno de mis hombres se echó en la hondonada y comenzó a quejarse. Lo hizo tan bien que daba lástima oírle, y casi me convenció a mí de que le pasaba algo. Su hombre se acercó como un idiota a investigar. Yo tenía otro hombre esperando, con su fusil cogido por el cañón. Es un garrote muy eficaz, se lo aseguro.

Mallory abrió las manos lentamente y dirigió la vista hondonada abajo. Era inevitable. Casey tenía que picar, sobre todo después de lo que había pasado a primera hora de la noche. No iba a hacer el tonto dos veces seguidas y dejarse engañar. Era inevitable que fuera a cerciorarse.

De pronto, Mallory pensó que quizá Casey Brown hubiese oído algo aquella vez, pero, apenas concebida, la idea se esfumó. Panayis no parecía hombre susceptible de equivocarse. Y, desde luego, Andrea no se equivocaba nunca. Mallory se volvió al oficial y preguntó:

—Bueno, ¿adonde vamos desde aquí?

—A Margaritha, y sin esperar mucho. Pero antes hemos de aclarar una cosa. —El alemán, hombre de su estatura, se quedó cuadrado frente a él, apuntando con el revólver a la altura de la cintura, y con la linterna apagada colgando de su mano derecha—. Una cosita sin importancia, inglés. ¿Dónde están los explosivos? —Casi le escupió las palabras al rostro.

—¿Los explosivos? —Mallory frunció el ceño simulando perplejidad—. ¿Qué explosivos? —preguntó.

Y al momento se tambaleó y cayó a tierra al recibir un golpe de linterna que, describiendo un semicírculo, le dio en la cara. Sacudió la cabeza aturdido, y se volvió a poner de pie con lentitud.

—Los explosivos —repitió el alemán preparando nuevamente la linterna, con voz suave, sedosa—. Le he preguntado dónde están los explosivos.

—No sé de qué me habla —respondió Mallory escupiendo un diente roto y limpiándose la sangre de sus ensangrentados labios—. ¿Es así como tratan los alemanes a sus prisioneros? —agregó con desprecio.

—¡Cállese!

La linterna salió a relucir de nuevo. Mallory, que esperaba el golpe, lo esquivó como pudo, pero aun así le dio en el pómulo, justamente debajo de la sien, dejándole aturdido. Al cabo de unos segundos, empezó a levantarse de la nieve. El lado golpeado de la cara le dolía mucho, y sus ojos, desenfocados, lo veían todo nublado.

—¡Nosotros hacemos una guerra limpia! —El oficial alemán respiraba con trabajo y apenas podía contener su furia—. Luchamos según la Convención de Ginebra; pero éstas son cosas para los soldados, nunca para los espías asesinos…

—¡Nosotros no somos espías! —interrumpió Mallory. Parecía como si la cabeza se le deshiciese.

—Entonces, ¿dónde están sus uniformes? —preguntó el oficial—. ¡Espías, he dicho! Espías asesinos que matan por la espalda y degüellan a los hombres. —La voz temblaba de ira. Mallory no acertaba a comprender. La indignación no tenía nada de falsa.

—¿Nosotros, degollar? —preguntó moviendo de nuevo la cabeza, aturdido—. ¿De qué demonios está usted hablando?

—De mi propio asistente. Un inofensivo mensajero, un simple muchachito… y ni siquiera iba armado. Le encontramos hace media hora. ¡
Ach
, estoy perdiendo el tiempo! —Se volvió y vio a dos hombres que subían por la hondonada. Mallory permaneció unos instantes inmóvil, maldiciendo la mala suerte que había llevado al chico a cruzarse en el camino de Panayis. No podía ser otro. Luego se volvió a su vez para ver lo que había llamado la atención del oficial. Enfocó los doloridos ojos con dificultad y se fijó en la figura encorvada que trepaba por el declive trabajosamente, empujado, sin ningún miramiento, por un fusil con bayoneta. Mallory dejó escapar un silencioso y largo suspiro de alivio. La parte izquierda de la cara de Brown estaba llena de sangre coagulada, resultado de un golpe recibido encima de la sien, pero no se veía otro desperfecto.

—¡Bien! ¡Siéntense todos en la nieve! —Hizo un ademán que envolvió a varios hombres—. ¡Atadles las manos!

—¿Piensa usted matarnos ahora? —preguntó Mallory con tranquilidad. Necesitaba saberlo desesperada, urgente, inmediatamente; no tenían otra salida que morir, pero al menos podían morir de pie, luchando. Pero si aún no iban a morir, cualquier ulterior posibilidad de resistencia sería menos suicida.

—Todavía no, por desgracia. El comandante de mi sección en Margaritha,
Hauptmann
Skoda, desea verles antes. Y quizá fuera mejor para ustedes que les matase ahora. Entonces el
Herr Kommandaní
de Navarone… el comandante de la isla entera… —El alemán esbozó una pálida sonrisa—. Pero es sólo una prórroga, inglés. Antes de la puesta del sol estarán todos pataleando en el aire. En Navarone empleamos un método muy rápido con los espías.

—¡Pero, señor! ¡Capitán! —Con las manos juntas como pidiendo perdón, Andrea adelantó un paso. Dos cañones de fusil contra el pecho cortaron en el acto su avance.

—Capitán, no… Teniente —le corrigió el oficial—.
Oberleutnant
Turzig, a sus órdenes. ¿Qué desea, gordinflón? —preguntó con desprecio.

—¡Espías! ¡Ha dicho espías! ¡Yo no soy espía! —Las palabras salieron de su boca en un torrente, amontonadas, como si no hubiera podido pronunciarlas con suficiente velocidad—. ¡Juro ante Dios que no soy espía! No soy uno de ellos. —Sus ojos estaban fijos, muy abiertos, y sus labios se movían aún sin pronunciar sonido entre sus entrecortadas frases—. Yo soy un griego, un pobre griego. Me obligaron a venir con ellos como intérprete. ¡Lo juro, teniente Turzig, lo juro!

—¡Maldito cobarde! —gritó Miller enfurecido. Pero inmediatamente se quejó de dolor al sentir el cañón de un fusil en la espina dorsal, sobre los riñones. Tropezó, se cayó sobre manos y pies, y se dio cuenta, mientras, de que Andrea estaba simulando, de que a Mallory le hubiesen bastado cuatro palabras en griego para desenmascarar a Andrea. Se revolvió en la nieve, amenazó débilmente con el puño y confió en que el dolor reflejado en la contorsión de su cara fuese tomado por ira—. ¡Maldito traidor! ¡Maldito cerdo, ya las pagarás…! —Se oyó un golpe sordo y Miller se desplomó otra vez en la nieve. La pesada bota le había dado detrás de la oreja.

Mallory no dijo nada. Ni siquiera se fijó en Miller. Con los puños cerrados e inútiles a lo largo del cuerpo y sus labios apretados, miraba fijamente a Andrea a través de sus párpados casi cerrados. Sabía que el teniente le estaba observando, y que debía respaldar a Andrea hasta el fin. No podía imaginar lo que Andrea pretendía, pero podía apoyarle tranquilamente hasta el fin del mundo.

—¡Vaya! —murmuró pensativo Turzig—. Los ladrones se dividen, ¿eh? —Mallory creyó percibir un ligerísimo tono de duda, de vacilación, en su voz. Pero el teniente no quería correr ningún riesgo—. No importa, gordinflón. Te has unido a la suerte de los asesinos. ¿Cómo dicen los ingleses? Ah, sí: «Ya que te has hecho la cama, has de acostarte en ella.» —Miró el volumen de Andrea sin pasión alguna—. Quizá tengamos que reforzar el patíbulo para ti.

—¡No, no, no! —La voz de Andrea se elevó cortante, temerosa, al pronunciar el último no—. ¡Le digo la verdad! ¡Yo no soy uno de ellos, teniente Turzig, le juro ante Dios que no soy uno de ellos! —Se retorcía las manos con desesperación, mientras la angustia contorsionaba su cara de luna—. ¿Por qué he de morir sin tener ninguna culpa? Yo no quería venir. ¡Yo no soy hombre de armas, teniente Turzig!

—Eso ya lo veo —comentó Turzig secamente—. Eres un gran montón de pellejo que sólo sirve para cubrir un saco de gelatina… Y a cada gramo de ese montón lo consideras precioso. —Se volvió hacia Mallory y Miller, que aún se hallaba boca abajo en la nieve—. No puedo felicitar a tus compañeros por su gusto en elegir camaradas.

—Yo se lo puedo decir todo, teniente. —Andrea se echó hacia delante excitado, ansioso de consolidar la ventaja, de reforzar aquel principio de duda—. Yo no soy amigo de los aliados… Puedo demostrarlo… Y luego quizá…

¡Maldito Judas! —Mallory hizo ademán de lanzarse sobre él, pero dos corpulentos soldados le cogieron y le sujetaron los brazos por la espalda. Luchó unos instantes, luego cesó de resistir y, por último, miró a Andrea con tristeza—. ¡Si te atreves a abrir la boca, te prometo que no vivirás para…!

¡Cállese! —ordenó Turzig con voz fría—. Ya he oído bastantes recriminaciones, ya ha habido suficiente melodrama barato. Otra palabra más e irá a hacer compañía a su amigo en la nieve. —Le miró un momento en silencio, y luego se volvió hacia Andrea—. Yo no prometo nada. Oiré lo que tengas que decir. —Ni siquiera trató de disimular la repugnancia que sentía.

—Juzgue usted por sí mismo. —Había en su voz una hermosa mezcla de alivio, de sinceridad, de esperanza renacida, de confianza recuperada. Andrea hizo una breve pausa y señaló dramáticamente a Mallory, Miller y Brown—. No son soldados corrientes… ¡Son hombres de Jellicoe, del Servicio Especial de Buques!

—Dime algo que yo no haya podido adivinar —gruñó Turzig—. El
earl
inglés ha sido una espina en nuestro costado desde hace meses. Si no tienes más que decirme, gordinflón…

—¡Espere! —exclamó Andrea levantando la mano—. Forman parte de una fuerza especial escogida…, una unidad de asalto, como se llaman a sí mismos… Les llevaron en avión la misma noche desde Alejandría a Castelrosso. Y salieron le misma noche de Castelrosso en un barco de motor.

—Un torpedero —asintió Turzig—. Eso ya lo sabemos. Sigue.

—¡Ya lo saben! Pero, ¿cómo…?

—No importa cómo. ¡Habla aprisa!

—Claro, teniente, claro. —Ni el menor movimiento de su rostro delató el alivio deAndrea. Éste había sido el único punto peligroso de su relato. Nicolai, desde luego, había avisado a los alemanes, pero no había considerado que valiese la pena hablar de la presencia del gigantesco griego. No había motivo, claro, para que le hubiese mencionado específicamente; pero si lo hubiera hecho, hubiese sido el fin.

—El torpedero les dejó en las islas, al norte de Rodas. No sé exactamente dónde fue. Allí robaron un caique y navegaron por aguas turcas, se encontraron con un gran patrullero alemán… y lo hundieron. —Andrea se detuvo buscando un efecto—. Yo estaba a menos de media milla de distancia en mi barca de pesca.

Turzig se echó hacia delante.

—¿Cómo se las arreglaron para hundir un barco tan grande?

Por extraño que pudiera parecer, no dudaba de que el barco se hubiera hundido.

—Simularon ser inofensivos pescadores como yo. A mí acababan de pararme, me inspeccionaron, y me dejaron libre —prosiguió Andrea haciéndose el santo—. Sea como fuere, su patrullero se acercó al viejo caique hasta llegar a su costado. De pronto empezaron a zumbar las balas de ambos lados, y dos cajas salieron por los aires hacia la sala de máquinas de su barco. ¡Pum! —Andrea levantó los brazos con ademán dramático—. ¡Aquello fue el fin!

—Nos habíamos preguntado… —comenzó Turzig en voz baja—. Bueno, sigue.

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