Los cañones de Navarone (19 page)

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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Lo siento —dijo Andrea medio contrito, medio sonriente—. Debí decírtelo. Pensé que lo entenderías… Es lo mejor que se puede hacer, ¿no crees?

—No sólo lo mejor, es lo único —contestó Mallory con franqueza—. Piensas atraerles hacia la loma, ¿no?

—No hay otro remedio. Llevando esquís como llevan, me alcanzarían en unos minutos si yo bajase al valle. No podré volver hasta que oscurezca, claro está. ¿Estaréis aquí?

—Algunos, sí. —Miró hacia el refugio donde Stevens, que despertaba, estaba tratando de incorporarse, frotándose los ojos exhaustos con el pulpejo de las palmas de sus manos—. Necesitamos combustible y víveres, Andrea —dijo en voz baja—. Esta noche bajaré al valle.

—Claro. Hemos de hacer lo que podamos. —La expresión del rostro de Andrea era seria, su voz, sólo un murmullo—. Al menos, mientras podamos. Es tan joven…, casi un chiquillo… Quizá no tarde en… —Apartó la cortina y contempló el cielo del atardecer—. Estaré de vuelta a las siete. .

—A las siete —repitió Mallory. El cielo oscurecía ya y parecía anunciar la nieve, y el viento que empezaba a levantarse echaba a la pequeña hondonada blancas nubéculas hiladas por el aire. Mallory se estremeció de frío, y cogió el brazo de Andrea—. ¡Por Dios, Andrea —le encomendó—, guárdate bien!

—¿Yo? —Andrea sonrió dulcemente, sin alegría en los ojos, y se desprendió con suavidad de la mano de Mallory—. No te preocupes por mí. —Su voz tranquila no rebelaba el menor asomo de presunción—. Si has de hablar con Dios, pídele por esos pobres diablos que nos andan buscando. —La lona de la entrada cayó tras él y desapareció.

Durante unos momentos Mallory permaneció indeciso en la entrada de la cueva, mirando sin ver por la abertura de la cortina. Después giró bruscamente sobre sus talones, avanzó unos pasos y se arrodilló frente a Stevens. Apoyándose en el brazo de Miller, el chico se había incorporado, y Mallory vio sus ojos sin brillo, sin expresión, las hundidas mejillas, sin sangre en una cara gris, apergaminada. Le sonrió, confiando en que su rostro no dejara traslucir la sorpresa.

—Vaya, vaya, vaya. El dormilón despierta al fin. Más vale tarde que nunca. —Abrió su pitillera impermeabilizada y se la alargó a Stevens—. ¿Cómo te encuentras, Andy?

—Helado, señor. —Stevens rechazó la pitillera y trató de devolver la sonrisa, pero hizo una mueca que hizo estremecer a Mallory.

—¿Y la pierna?

—Creo que está helada también. —Stevens miró sin interés la blancura de sábana de su destrozada pierna—. De todos modos, ni siquiera la siento.

—¡Helada! —La exclamación de Miller era la máxima expresión del orgullo herido—. ¡Helada, dice! ¡Qué ingratitud! ¡Está al cuidado de un cirujano de primera clase, aunque me esté mal decirlo!

Stevens le dirigió una sonrisa fugaz, ausente, que apareció y desapareció en un instante. Durante un largo rato permaneció con los ojos fijos en la pierna. Y luego, de repente, alzó la cabeza y miró cara a cara a Mallory.

—¿Para qué engañarnos, señor? —La voz, suave, carecía de tonalidades—. No quiero parecer ingrato, y detesto incluso la idea de un heroísmo de opereta, pero… yo sólo represento para ustedes una enorme piedra colgada al cuello y…

—Y quieres que te abandonemos —le interrumpió Mallory—. Que te abandonemos a morir de frío o para que te capturen los alemanes. Olvídalo, jovencito. Podemos cuidarnos de ti y de esos malditos cañones al mismo tiempo.

—Pero, señor…

¡Usted nos insulta, teniente! Nos hiere en nuestros sentimientos. Además, como profesional, tengo la obligación de seguir el caso hasta la convalecencia, y si cree usted que voy a hacerlo en una maldita prisión alemana con goteras, puede usted…

¡Basta! —ordenó Mallory levantando la mano—. Se acabó la discusión. —Observó la manchita roja en los pómulos, la alegre luz que brilló en los apagados ojos, y sintió que la rabia y la vergüenza se apoderaban de él. Por la gratitud de un enfermo que ignoraba que su preocupación era debida no a una auténtica solicitud hacia él, sino al temor de que los traicionase… Mallory se agachó y comenzó a desatar sus botas altas.

—Dusty —dijo sin levantar la cabeza.

—¿Diga?

—En lugar de presumir de tu valer científico, sería mejor que lo pusieras en práctica. ¿Quieres examinar mis pies? Me temo que las botas del centinela no les hayan hecho mucho bien.

Quince minutos más tarde, Miller cortó los desiguales bordes del vendaje del pie derecho de Mallory, se irguió y contempló su trabajo con orgullo.

—Precioso, Miller, precioso —murmuró muy complacido—. Ni siquiera en el Hospital John Hopkins de Baltimore… —De repente se detuvo, frunció el ceño, miró los pies cubiertos de espeso vendaje, y tosió—. Se me acaba de ocurrir una cosita, jefe.

—Siempre pensé que se te ocurriría algo algún día —dijo Mallory con determinación—. ¿Cómo demonios piensas embutir mis pies en estas malditas botas?

—Se estremeció involuntariamente al ponerse un par de gruesos calcetines de lana empapados de nieve derretida, recogió las botas del centinela alemán, las alejó de sí todo cuanto le permitía su brazo, y las examinó con asco—. Una medida del treinta y siete a lo sumo… ¡y un treinta y siete bien pequeño!

—Son del treinta y nueve —dijo Stevens lacónico tendiéndole sus propias botas, una de las cuales había sido rajada verticalmente por Andrea—. Puede arreglar ésa con bastante facilidad. A mí ya no me servirán para nada. No discuta, señor, por favor. —Comenzó a reír, pero se detuvo de repente con un silbido de dolor al sacudirle el movimiento los huesos rotos. Respiró profundamente un par de veces y luego sonrió, pálido—. Mi primera (y quizá mi última) contribución a la expedición. ¿Qué clase de medalla cree usted que me concederán por eso, señor?

Mallory cogió las botas, miró a Stevens durante un rato en silencio y luego se volvió al notar que alguien echaba a un lado la lona de la entrada. Brown entró dando tumbos, puso en el suelo de la cueva el transmisor y la antena telescópica y sacó una lata de cigarrillos. Los cigarrillos resbalaron de sus dedos ateridos, cayeron en el barro helado, a sus pies, y se empaparon en un instante. Soltó un par de tacos, brevemente y sin entusiasmo, azotó las manos contra el pecho, durante unos instantes, y se dejó caer en una peña cercana. Estaba cansado, frío, hecho un guiñapo.

Mallory encendió un cigarrillo y se lo pasó.

—¿Qué tal fue la cosa, Casey? ¿Lo conseguiste?

—Lo consiguieron ellos… más o menos. La recepción era malísima, —Brown inhaló con gratitud el humo del cigarrillo hasta llegar a los pulmones—. No pude hablar con ellos. Debe de ser a causa de esa maldita colina que hay al sur.

—Probablemente —asintió Mallory—. ¿Y qué noticias traes de nuestros amigos de El Cairo? ¿Nos animan a llevar a cabo mayores esfuerzos? ¿Nos dicen que sigamos con nuestro trabajo?

—No hay noticias. Están demasiado preocupados con nuestro silencio. Dicen que de ahora en adelante llamarán cada cuatro horas, contestemos o no. Lo repitieron unas diez veces y luego cortaron.

—¡Vaya ayuda que nos dan! —exclamó Miller con acritud—. Es estupendo saber que están de nuestra parte. Nada más alentador que el apoyo moral. —Señaló la entrada de la cueva con el pulgar—. Seguro que los sabuesos alemanes se morirían de miedo si lo supieran… ¿Pudiste verlos antes de entrar?

—No fue necesario —dijo Brown con aspereza—. Los oí. Me pareció que el oficial daba órdenes. —Cogió el rifle automáticamente y metió un cargador en él—. No deben de estar a más de una milla.

El grupo de alemanes, más juntos ya, estaba a menos de una milla de distancia, escasamente a media milla de la cueva, cuando el
Oberleutnant
al mando vio que el ala derecha de su destacamento, en las laderas más empinadas del sur, volvía a rezagarse. Se llevó el silbato a la boca con impaciencia y lanzó tres agudos y perentorios silbidos para que su cansada gente volviera a incorporarse a la fila. Dos veces sonó el silbato con su imperiosa urgencia, y sus penetrantes notas despertaron, a lo largo de los declives cerrados por la nieve, ecos que murieron en el valle. Pero el tercer pitido murió al brotar, volvió a nacer y se esfumó en un triste decrescendo, mezclándose con la aterradora armonía de un largo y estremecedor grito de muerte. Durante dos o tres segundos, el
Oberleutnant
permaneció rígido, inmóvil. Su rostro contorsionado expresaba la sorpresa. Luego, se dobló violentamente hacia delante y se desplomó sobre la nieve. El fornido sargento que estaba a su lado le miró durante una fracción de segundo. Después, comprendiendo, levantó la vista, horrorizado, abrió la boca para gritar, y cayó encima del cuerpo tendido a sus pies. Mientras expiraba llegó a sus oídos el maligno chasquido del máuser.

En lo alto de los declives occidentales del monte Kostos, empotrado en la V que formaban dos grandes peñascos, Andrea oteó la parte baja de la oscura montaña por encima de la depresión de la mirilla telescópica de su fusil y lanzó tres andanadas más entre la fila desorganizada y vacilante de exploradores. Su rostro estaba inmóvil, tan inmóvil como sus párpados que ni pestañeaban al chasquido del máuser, un rostro desprovisto por completo de expresión. Incluso los ojos eran un reflejo del rostro, ojos que no mostraban ni dureza ni lástima, sino sólo vacuidad, ojos aterradores, remotos. Por el momento había acorazado su mente contra toda sensación o pensamiento, pues Andrea sabía que no podía pensar en ello. Matar, tomar la vida de sus semejantes, era la maldad suprema, pues la vida era un don del que él no podía disponer. Ni siquiera en un duelo. Y lo que estaba haciendo era un asesinato.

Bajó el máuser lentamente, y miró a través del humo de los disparos que permanecía en el aire helado del atardecer. El enemigo se había esfumado por completo, refugiándose detrás de los esparcidos peñascos, o se había ocultado desesperadamente en los surcos de la nieve. Pero aún estaban allí, tan peligrosos como al principio. Andrea sabía que se recuperarían pronto de la muerte de su oficial, pues no había mejores ni más tenaces luchadores en Europa que el batallón de esquiadores Jaeger, y comenzarían a perseguirle, a darle caza hasta matarle si era humanamente posible. Por eso su primer cuidado fue matar a su oficial. Podría no haberle perseguido de inmediato, sino detenerse a razonar el motivo de aquel ataque de flanco no provocado.

Se agachó instintivamente. Una ráfaga de ametralladora se estrelló en los peñascos de su lado con rapidísimo repiqueteo. Lo esperaba. Obedecía al antiguo y clásico ataque de la infantería: avance bajo protección de fuego, agacharse, cubrir al compañero y volver a avanzar. Andrea volvió a cargar rápidamente su máuser, se echó boca abajo y se arrastró por detrás de la baja línea rocosa que se extendía de quince a veinte yardas a su derecha —había elegido con todo cuidado el terreno de la emboscada— y luego se esfumó. Al llegar al extremo se tapó con la capucha de nieve hasta las cejas y asomó con cautela por el lado de la roca.

Una nueva y nutrida ráfaga se estrelló contra las rocas que acababa de abandonar, y media docena de hombres —tres por cada extremo de la línea— abandonaron la cubierta, corrieron, agachándose, por el declive y luego se echaron de bruces sobre la nieve, por el declive. Los dos grupos habían corrido en direcciones opuestas. Andrea bajó la cabeza y se frotó con su sólida mano el grisáceo y barbudo mentón. Torpe, demasiado torpe. Para los zorros de la W. G. B. no existía el ataque frontal. Estaban extendiendo sus líneas a ambos lados, uniéndose los extremos para describir una gran media luna. La cosa se ponía fea para él, aunque podía haberle hecho frente con éxito, pues una hondonada de escape rodeaba el declive que tenía detrás. Pero no había previsto lo que ahora veía que iba a ocurrir. Por el Oeste, la media luna iba a extenderse hacia el cobijo rocoso donde los suyos permanecían escondidos.

Andrea se echó boca arriba y miró al cielo. Estaba oscureciendo por momentos, encapotándose a causa de la nieve que se avecinaba, y la luz del día comenzaba a faltar. Se echó de nuevo boca abajo y contempló el gran lomo del monte Kostos, las escasas rocas esparcidas y las depresiones que apenas marcaban la lisa convexidad del declive. Dirigió por segunda vez una rápida ojeada por el lado de la roca cuando los rifles enemigos volvieron a tabletear, observó la misma maniobra del rodeo, y ya no esperó a más. Disparando ciegamente monte abajo, se incorporó a medias y se lanzó al descubierto, con el dedo en el gatillo. Corriendo con rapidez sobre la nieve helada se precipitó hacia el más cercano refugio rocoso, a unas cuarenta yardas de distancia. Faltaban treinta y cinco, treinta, veinte yardas y aún no habían disparado ni un tiro. Resbaló, tropezó, y se recuperó con la habilidad de un gato. Faltaban diez yardas y aún se hallaba milagrosamente indemne. Y al momento se tiró detrás de una roca, cayendo sobre pecho y estómago con un doloroso golpe que repercutió en sus costillas y vació sus pulmones con una explosiva bocanada.

Luchando por normalizar su respiración, volvió a cargar el rifle, se arriesgó a asomarse por encima de la roca y se dejó caer de nuevo, todo ello en diez segundos. Echado sobre el máuser volvió a disparar ladera abajo a ciegas, pues sólo tenía ojos para la lisa y traidora tierra que se extendía a sus pies, y para la depresión cuajada de piedras y grava. Y de pronto se encontró con el máuser vacío, inútil en sus manos. Todos los fusiles del enemigo empezaron a disparar. Las balas silbaban a su alrededor y la nieve que levantaban al estrellarse contra los peñascos le cegaba. Pero el crepúsculo ya tocaba las colinas, y Andrea tan sólo era una mancha sobre el fondo fantasmagórico.

Por otra parte, la puntería, colina arriba, era siempre notoriamente difícil. Pero, aun así, el fuego era continuo e iba convergiendo, y Andrea no quiso esperar más. Mientras invisibles manos se agarraban malignas a la falda volante de su túnica de nieve, se lanzó casi horizontalmente hacia delante y patinó los últimos diez pies boca abajo hasta la expectante depresión del terreno.

Tumbado de espaldas en la depresión, Andrea sacó un espejo de acero del bolsillo del pecho y lo alzó sobre su cabeza. Al principio no pudo ver nada, pues abajo la oscuridad era más densa y el espejo se había empañado con el calor de su cuerpo. El empañado desapareció rápidamente con el frío aire de la montaña y pudo ver primero dos, luego tres y acto seguido seis hombres abandonando su refugio y dirigiéndose con torpe carrera monte arriba; dos de ellos habían surgido del extremo derecho de la línea. Andrea bajó el espejo y exhaló un largo suspiro de alivio mientras sus ojos sonreían entre los arrugados párpados. Miró al cielo, pestañeó cuando los primeros copos de nieve que cayeron empezaron a derretirse en sus párpados, y volvió a sonreír. Casi perezosamente sacó otro cargador para su máuser y volvió a cargarlo.

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