—Entiendo. Quizá podamos hablar de ello después, Tas —dijo Laurana, y echó a andar hacia la casa.
Tas le agarró la manga como si en ello le fuese la vida.
—¡Es la sensación que sentí cuando vi al dragón!
—¿Qué dragón? —Laurana se detuvo y se volvió—. ¿Cuándo lo viste?
—Mientras Gerard y yo cabalgábamos hacia Qualinesti. Se aproximó para echarnos un vistazo. Yo me... —Tas hizo una pausa y después continuó en un susurro—. Creo que me... asusté. —Miró a Laurana con los ojos abiertos como platos, esperando que la elfa retrocediera hasta caer al estanque, espantada ante un hecho tan fuera de lo normal.
—E hiciste bien en asustarte, Tas —contestó Laurana, que se tomaba la noticia con increíble calma—. Beryl es una bestia terrible y despreciable. Tiene las garras manchadas de sangre. Es una tirana cruel y no eres el primero que siente miedo en su presencia. Vamos, no hagamos esperar más a los otros.
—¡Pero hablamos de
mí,
Laurana! ¡De Tasslehoff Burrfoot! ¡Héroe de la Lanza! —Tas se golpeó frenéticamente en el pecho con el pulgar—. Yo no le tengo miedo a nada. En otra parte del tiempo hay un gigante que está a punto de aplastarme con el pie y eso me causa una especie de cosquilleo en el estómago cuando lo pienso, pero esto es distinto. —Suspiró profundamente—. Tienes que estar equivocada.
No puedo
ser Tasslehoff y sentir miedo.
El kender parecía realmente alterado y eso saltaba a la vista. Laurana lo observó, pensativa.
—Sí, esto es diferente. Y muy extraño. Ya habías visto dragones antes, Tas.
—Toda clase de dragones —manifestó, orgulloso—. Azules y Rojos, Verdes y Negros, de Bronce y de Cobre, Plateados y Dorados. Incluso volé a lomos de uno. Fue fantástico.
—¿Y jamás experimentaste miedo al dragón?
—Recuerdo que pensé que los dragones eran hermosos a su manera. Y tuve miedo, pero por mis amigos, nunca por mí. O no mucho.
—Y debe de ser lo mismo que les ocurre a los otros kenders —reflexionó Laurana—, a los que ahora denominamos «aquejados». Algunos de ellos debieron de experimentar el miedo al dragón años atrás, durante la Guerra de la Lanza y posteriormente. ¿Por qué esa sensación es distinta ahora? Nunca se me ocurrió pensarlo.
—La gente no piensa en nosotros muy a menudo —adujo Tas en tono comprensivo—. No te preocupes.
—Pues sí que me preocupa. —Laura suspiró—. Deberíamos haber hecho algo para ayudar a los kenders. Lo que pasa es que han ocurrido tantas cosas que eran más importantes... O, al menos, nos parecían más importantes. Si este temor es distinto al miedo al dragón, me pregunto a qué puede deberse. ¿Un hechizo, quizá?
—¡Eso es! —exclamó Tas—. ¡Un hechizo! —convino, entusiasmado—. ¡Estoy bajo el influjo de la maldición del dragón! ¿Lo crees de verdad?
—Bueno, no sabría que... —empezó Laurana, pero el kender ya no la escuchaba.
—¡Una maldición! ¡Estoy embrujado! —Tas soltó un suspiro gozoso—. Los dragones me han hecho un montón de cosas, pero ésta es la primera vez que uno me echa una maldición. Es casi tan interesante como aquella ocasión en que Raistlin me transportó mágicamente a una charca de patos. Gracias, Laurana —dijo mientras estrechaba con fuerza su mano y le escamoteaba, de manera accidental, el último anillo—. No te imaginas qué peso me has quitado de encima. Ahora puedo ser Tasslehoff. ¡Un Tasslehoff embrujado! ¡Vayamos a contárselo a Palin!
»
Oye, hablando de Palin —añadió en un penetrante susurro—. ¿Cuándo se convirtió en un Túnica Negra? La última vez que lo vi era el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. ¿Qué lo hizo cambiar? ¿Le pasó lo que a Raistlin? ¿Hay otro ser alojado en su interior como un parsári... partási... parásito?
—Túnicas Negras o Blancas o Rojas, la diferencia entre ellas ya no existe, Tas —dijo Laurana—. Palin viste de negro para pasar inadvertido en la noche. —Miró de forma rara al kender—. Palin jamás fue el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. ¿Qué te hizo pensar lo contrario?
—Empiezo a preguntármelo. No me importa confesártelo, Laurana, pero me siento muy, muy confuso. Quizá también tengo a alguien alojado en mi interior —agregó, aunque sin demasiada esperanza.
Con tantas emociones extrañas y tantos nudos en la garganta, era imposible que hubiese hueco para alguien más allí dentro.
El relato de Tasslehoff
La casa de la reina madre estaba construida en la cara de un risco desde el que se dominaba Qualinost. Al igual que todas las estructuras elfas, la casa se fundía con la naturaleza, parecía parte del paisaje como, de hecho, lo eran muchos de sus componentes. Los constructores elfos habían llevado a cabo la obra de manera que la cara del risco formara parte del edificio. Vista desde lejos, la casa parecía una arboleda que crecía sobre una amplia cornisa que sobresalía del promontorio. Únicamente al acercarse, el observador divisaba el camino que ascendía hacia la construcción y entonces se daba cuenta de que los árboles eran en realidad paredes, sus ramas el tejado y que el risco también se había aprovechado para formar muchos de los muros.
La pared norte del atrio era la pendiente rocosa del promontorio. Crecían flores y árboles, en cuyas ramas cantaban los pájaros. Un arroyuelo corría pendiente abajo, formando muchas charcas pequeñas en su descenso. Como la profundidad de cada remanso era distinta, el ruido del agua al caer variaba, de modo que creaba un sonido musical, bellamente armonioso.
Tasslehoff se quedó encantado al descubrir que existía una cascada de verdad dentro de la casa y trepó por las rocas, resbalando peligrosamente en la húmeda superficie. Lanzó exclamaciones de júbilo al ver cada nido de pájaro, arrancó de raíz una planta singular mientras intentaba coger una flor y, finalmente, Kalindas tuvo que bajarlo a la fuerza cuando el kender insistió en trepar hasta el techo.
Ése sí era Tasslehoff. Cuanto más lo observaba Palin, más recordaba y más se convencía de que aquel kender era el mismo que conocía tan bien desde la infancia. Advirtió que Laurana también observaba a Tas y que lo hacía con expresión perpleja, teñida de asombro. El mago supuso que era perfectamente verosímil que el kender hubiese estado vagabundeando por el mundo durante treinta y ocho años hasta que finalmente se le pasó por la cabeza dejarse caer por Solace para sostener una charla con Caramon.
Descartó la idea. Cualquier otro kender podría haber hecho tal cosa, pero no Tasslehoff. Era único en su especie, como a Caramon le gustaba decir. O quizá, no tan único, después de todo. Tal vez si se hubiesen molestado en conocer a fondo a otros kenders habrían descubierto que todos eran amigos leales y compasivos. Sin embargo, si Tas no se había pasado casi cuarenta años deambulando por todo Krynn, entonces ¿dónde había estado?
Palin escuchó atentamente el relato del caballero sobre la aparición de Tas en la tumba la noche de la tormenta (una curiosa coincidencia, de la que el mago tomó buena nota), de cómo lo reconoció Caramon, de su consiguiente muerte y de sus últimas palabras a sir Gerard.
—A vuestro padre lo inquietó no encontrar a su hermano Raistlin. Dijo que le había prometido esperarlo. Y luego llegó el requerimiento de vuestro padre, señor —concluyó Gerard—. Me pidió que llevase a Tasslehoff hasta Dalamar. ¿He de considerar que se refería al hechicero de tan infame reputación?
—Supongo que sí —fue la evasiva respuesta de Palin, que estaba decidido a no revelar nada de lo que pensaba.
—De acuerdo con la Medida, señor, el honor me obliga a cumplir la petición de un moribundo, pero puesto que el hechicero Dalamar ha desaparecido y nadie ha sabido de él desde hace tantos años, no sé muy bien cómo actuar.
—Tampoco yo —contestó Palin.
Las últimas palabras de su padre lo intrigaban. Era muy consciente de que su progenitor mantenía la firme creencia de que Raistlin no abandonaría el plano mortal hasta que su hermano se le uniera en ese tránsito.
«Somos gemelos, Raist y yo —solía decir Caramon—. Por ese motivo, ninguno de los dos puede pasar de este mundo al próximo sin el otro. Los dioses le concedieron a Raist la paz en el sueño, pero lo despertaron durante la Guerra de Caos y fue entonces cuando me dijo que me esperaría.»
Efectivamente, Raistlin había regresado al mundo de los vivos al estallar la Guerra de Caos. Viajó hasta la posada El Último Hogar y allí pasó un tiempo con Caramon. Durante su estancia, Raistlin había pedido perdón a su gemelo, según el posadero. Palin jamás había cuestionado la fe de su padre en su retorcido hermano, aunque para sus adentros opinaba que Caramon se permitía el capricho de vivir de ilusiones.
Empero, no se consideraba con derecho a intentar disuadir a Caramon de esa creencia. Después de todo, nadie sabía con certeza qué ocurría con las almas de quienes morían.
—El kender afirma que viajó en el tiempo, al futuro, y que apareció aquí con ayuda del ingenio mágico. —Gerard sacudió la cabeza y sonrió—. Al menos, es la excusa más original que he oído en labios de uno de estos rateros.
—No es ninguna excusa —manifestó Tas, que había intentado interrumpir al caballero en varios momentos de su relato hasta que, finalmente, Gerard lo amenazó con amordazarlo si no se quedaba callado—. Yo no robé el ingenio. Fizban me lo dio. Y viajé en el tiempo hacia el futuro. En dos ocasiones. La primera vez llegué demasiado tarde, y la segunda... No sé qué ocurrió.
—Déjame ver ese objeto mágico, Gerard —pidió Palin—. Quizás eso nos ayude a llegar a alguna conclusión.
—¡Yo te lo enseñaré! —se ofreció, anhelante, el kender. Rebuscó en sus bolsillos, se ahuecó la pechera de la camisa para mirar debajo, se tanteó las perneras del pantalón—. Sé que está en alguna parte...
—Si ese artefacto es tan valioso como lo describes, caballero, ¿por qué permitiste que siguiera en posesión del kender? Si es que aún lo tiene... —insto el mago, al tiempo que dirigía una mirada acusadora al otro hombre.
—No hice tal cosa, señor —se defendió Gerard—. Se lo he quitado no sé cuántas veces, pero el artefacto siempre vuelve a él. El kender dice que es así como funciona.
El corazón de Palin empezó a latir más deprisa, su sangre se encendió, sus manos, que siempre estaban frías y entumecidas, le hormiguearon. Laurana se había puesto de pie en un acto reflejo.
—Palin, ¿crees que es...? —empezó.
—¡Lo encontré! —anunció, triunfante, Tas mientras sacaba el objeto de una de sus botas—. ¿Quieres cogerlo, Palin? No te hará daño ni nada por el estilo.
El artefacto tenía un tamaño lo bastante reducido para caber dentro de la bota del kender, pero, al tiempo que Tas lo sacaba, el kender tuvo que sostenerlo con las dos manos. Y, sin embargo, Palin no lo había visto cambiar de forma ni hacerse más grande. Era como si siempre fuera como tenía que ser, cualesquiera que fuesen las circunstancias; y, si algo cambiaba, era la percepción visual del artefacto, no el artefacto en sí. Gemas muy antiguas —rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas— centelleaban y relucían a la luz del sol, atrapando los rayos del astro y transformándolos en trazos difuminados con todos los colores del arco iris que salían de entre las manos del kender y se reflejaban en las paredes y el suelo.
Palin empezó a alargar las manos tullidas para sostener el objeto, pero entonces vaciló. De repente sintió miedo, no de que el artefacto le causara daño; sabía perfectamente que no lo haría. Lo había visto siendo un crío. Su padre se lo había mostrado, lleno de orgullo, a sus hijos. Además le resultaba familiar por sus estudios, durante su juventud; había visto dibujos del objeto en los libros de la Torre de la Alta Hechicería. Era el ingenio para viajar en el tiempo, uno de los artefactos más importantes y poderosos de todos los creados por los maestros de la Torre. No le ocasionaría ningún daño físico, pero sí podía causarle un terrible e irreversible daño moral.
Sabía por experiencia el placer que experimentaría cuando tocase el artefacto: sentiría la antigua magia, la magia pura, la magia amada, la magia que le llegaba sin mácula, entregada sin condiciones, un regalo de fe, una bendición de los dioses. La sentiría, pero sólo débilmente, del mismo modo que se percibe el olor de los pétalos de la rosa prensada entre las páginas de un libro, su dulce fragancia reducida a un mero recuerdo. Y, porque sólo era un recuerdo, tras el placer vendría el dolor, el intenso y desgarrador dolor de la pérdida.
Sin embargo, no pudo resistirse. «Quizás esta vez sea capaz de retenerla —se dijo—. Quizás esta vez, con este artefacto, la magia regrese a mí.»
Los temblorosos y retorcidos dedos del mago tocaron el objeto.
Gloria... Esplendor... Rendición...
Palin gritó y sus dedos deformados se cerraron fuertemente sobre el objeto. Las gemas se hincaron en su carne.
Verdad... Belleza... Arte... Vida...
Lágrimas ardientes quemaron sus párpados y se deslizaron por sus mejillas.
Muerte... Pérdida... Vacío...
Los sollozos desgarrados de Palin salieron de lo más hondo de su ser, amargos por todo lo que había perdido. Lloró por la muerte de su padre, por las tres lunas que habían desaparecido del cielo, por sus manos destrozadas, por su propia traición a todo aquello en lo que había creído, por su inconstancia, por su desesperada necesidad de intentar experimentar de nuevo el éxtasis.
—Se encuentra mal. ¿No deberíamos hacer algo? —pregunto Gerard, inquieto.
—No, señor caballero. Dejémoslo en paz —advirtió suavemente Laurana—. No podemos hacer nada por él. No debemos hacer nada por él. Esto es necesario. Aunque sufra ahora, después se sentirá mejor tras liberar todo eso que ha estado guardando.
—Lo siento, Palin —exclamó Tas con gran remordimiento—. No creía que te haría daño. ¡De verdad! A mí nunca me lo hizo.
—¡Pues claro que a ti no te lo haría, condenado kender! —replicó el mago, que sentía el dolor como algo vivo dentro de él, algo que se retorcía y enroscaba sobre su corazón, que aleteaba en su pecho como un pájaro frenético al que ha atrapado una serpiente—. ¡Para ti sólo es un bonito juguete! Para mí, un narcótico que proporciona sueños maravillosos, de gran felicidad. —Su voz se quebró—. Hasta que se pasan los efectos. Los sueños acaban y he de despertar para enfrentarme de nuevo a la desesperanza y al trabajo ingrato, a la amarga, prosaica realidad. —Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el artefacto, apagando el brillo de las gemas.