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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

Los Bosques de Upsala (17 page)

BOOK: Los Bosques de Upsala
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—Mi mujer también quiere suicidarse —confieso al fin.

—…

—Y no sé cómo impedirlo.

—…

—Creí que usted tendría respuestas.

—Pues te equivocaste.

Hay una fotografía que no deja de mirarme, una donde aparece su esposa con una amplia sonrisa, y el cielo como telón de fondo, el mismo cielo desde donde ahora debe de espiarnos, un cielo donde no existe el dolor, por supuesto un cielo inmensamente vacío.

—¿Sabía usted que su mujer pensaba suicidarse? —pregunto.

—Ella nunca me lo dijo, pero esas cosas se saben.

—¿Y no hizo nada?

—¿Qué podía hacer?

—Impedírselo.

—Eso no puede hacerse.

—Yo he encerrado a mi esposa. Para mantenerla a mi lado.

Entonces tuerce el cuello hacia donde yo me encuentro, mostrándome los chorretones de sangre que mis puños le han causado.

—No, eso no la mantendrá a tu lado. En todo caso, lo contrario.

Me dirijo a la salida porque ya he comprendido que este individuo no puede ayudarme, que él mismo se quedó estancado en el pasado y que por tanto no tiene nada que ofrecerme.

—Lamento todo el dolor que la muerte de mi esposa pudo causarte —dice ahora—. No debió haber saltado mientras tú estabas en el balcón de al lado. No, no debió hacerlo.

Y vuelve a detenerme con estas palabras:

—Te quería mucho, ¿sabes? Siempre hablaba de ti. De lo guapo que eras. De lo inteligente. Lo simpático.

—Pues ella cambió todo eso.

—Pero no quería hacerlo.

Esa respuesta no me sirve.

—Mi mujer necesitaba morir y no pudo esperar un segundo más —continúa—. Hay gente así. Gente que no soporta la realidad. Gente que nos abandona porque no puede continuar en este mundo. Gente como mi mujer… Gente como la tuya…

Cuando ya he abierto la puerta, Manolo coge el retrato de la muerta con cielo de fondo, acaricia el rostro impreso tras el cristal y murmura estas palabras:

—Al menos tú puedes despedirte de ella. Mi esposa saltó de pronto. Aunque yo sabía que haría algo malo, no supe predecir cuándo. Y un día ya no estaba. Si tú tienes la oportunidad de despedirte de ella, no la desperdicies. Dile que la quieres. Y luego dale la libertad que necesita.

—No sé si podré.

—Tampoco podrás evitarlo.

Y ya he salido al descansillo cuando me agarra del brazo, impidiendo que me aleje, y abre su corazón:

—No te vayas.

—Debo marchar.

—No, por favor.

—Suélteme.

—Quédate un rato más. Sólo un rato.

—¡Que me suelte!

Consigo librarme de sus garras dando un tirón y Manolo se queda en el quicio, con el rostro todavía sangrante, mirándome desde la mazmorra más oscura de su cerebro, un mero habitante en el negro castillo de la soledad.

—No te vayas —le oigo, ya en la distancia—. Quédate un rato. Sólo un ratito.

Al abandonar el edificio, me acomodo en el coche resuelto a escribir una carta a mis padres, una donde les confieso a bocajarro, sin siquiera saludarles, que les echo de menos y donde también les reconozco que, pese a nuestros desencuentros, les sigo queriendo. Luego compro un sobre y un sello, cruzo la calle y, aun cuando estoy cerca de su casa y por tanto aun cuando podría entregarla en mano, me encaro al buzón, al mismo buzón sobre el cual se desparramó la sesada de la mujer hoy convertida en recuerdo de infancia. Antes de echar la misiva, alzo la cabeza hacia el balcón de la cuarta planta donde me crié, acaso deseando que asome la cabeza de Julito, así pues mi propia cabeza, y me mire desde esa distancia física que también es distancia temporal, y en esta posición me encuentro cuando pienso que hay algo poético en el hecho de emplear este mismo buzón para comunicar a mis progenitores que, tantos años después del acontecimiento que me alejó de ellos, continúo necesitándolos. Al echar el sobre por esa boca amarilla que ahora se me antoja la mismísima entrada al infierno, quiero decir que me imagino el interior de este armatoste tal que un gran pozo que se prolonga por debajo del asfalto y que desciende por un túnel angosto y oscuro y frío hasta dar con una cripta si cabe más estrecha que mi
habitación del bicho
, una mazmorra donde reside mi alma desde hace ya tiempo y donde no hay puertas ni ventanas ni gateras ni escotillas ni nada de nada, salvo el ser lastimoso y ridículo y absurdo que soy yo, cuando al fin dejo caer el sobre por la boca de semejante lugar, digo, y cuando a su vez lo veo con los ojos de mi imaginación precipitándose por ese pozo, un escalofrío me recorre el espinazo, un temblor que, además de sacudir la bóveda maloliente donde agoniza mi alma, me hace comprender que la carta recién enviada tiene algo de despedida. Antes de meter la nota en el buzón no se me había ocurrido que mis palabras pudieran ocultar no sólo el deseo de reconciliarme con quienes me dieron la vida, sino la necesidad de exculparles de cuanto ha ocurrido a lo largo de estos últimos años y, más importante, de cuanto habrá de pasar en los próximos días. Sin embargo, en este preciso momento, mientras mantengo la mirada en la barandilla de mi antigua casa, donde por cierto aún espero la aparición de un niño a quien yo pueda ordenarle que regrese al interior de su apartamento, evitándole de este modo presenciar el suicidio de su vecina y salvándole asimismo de un futuro marcado por el profundo temor al abandono, en ese preciso momento, pienso que introducir esa carta en el mismo buzón contra el que se estampó aquella mujer no ha sido más que una forma de proclamar mi decisión de adentrarme en un camino sin retorno, en una gruta que avanza en línea recta hacia el país del que nadie vuelve jamás y del que tampoco yo regresaré. He escrito esas palabras tras descubrir que Manolo lleva décadas comiendo junto a la silla vacía que solía ocupar su esposa, acomodándose en un sofá donde sólo le acompaña un chal y durmiendo sobre una cama a los pies de la cual ha colocado las zapatillas de una muerta, actitudes todas estas que me han hecho temer, entre muchas otras cosas, que mis padres también puedan estar manteniendo mi habitación igual que cuando yo la abandoné y que en ocasiones, cuando la añoranza les aplasta, entren en dicho dormitorio para recuperar, ni que sea durante unos segundos, la esperanza en un mundo donde los hijos no abandonen a sus mayores, donde los críos no se enfrenten al horror demasiado pronto, donde la vida no sea una batalla contra los monstruos, implacables monstruos, que devoran el plato donde nos sirvieron los entrantes de la felicidad. Presenciar la locura de mi antiguo vecino me ha incitado a considerar que mis padres puedan vivir mi ausencia con la misma intensidad que el viudo, ya que a estas alturas de mi historia he aprendido que no hay tanta diferencia entre suicidarse y abandonar, entre marchar y huir, entre no estar y no querer estar. Y es por eso que ahora mismo sólo deseo que mis progenitores sepan interpretar el mensaje que les estoy lanzando con esa carta y que sean capaces de apreciar el hecho de que me despida de ellos suplicándoles el perdón por tantos años de vacío.

Con todos estos asuntos arreglados y después de circular durante un rato por las soledumbres de mi ciudad, las cuales se me presentan tremendamente parecidas a las soledades del hombre que cenaba junto a una sombra del pasado, llego a mi edificio, donde por primera vez no tengo la sensación de que las mirillas se hayan transformado en ojos y donde, también por primera vez, pienso que, alcanzado este punto de no retorno, me importaría un bledo que mis vecinos espiaran mis movimientos, dado que en el momento presente me siento por encima de sus aburrimientos. De modo que, sin siquiera echar un vistazo a la puerta del séptimo segunda, por cuya dueña ahora mismo no siento ni desprecio, entro en mi apartamento en forma de cruz y enciendo la luz alarmado por la oscuridad en la que está sumido el piso. No hay nadie en el pasillo. Nadie, salvo el silencio. Y al fondo, la puerta del comedor esperando a que yo la abra. La miro desde la distancia y todo se trastoca en mi cabeza, llevándome a considerar que no me encuentro en el corredor de casa, sino en la garganta del diablo, al final de la cual permanece cerrada la boca de un estómago donde agonizan cientos de almas condenadas al sufrimiento eterno. Incluso tengo la sensación de que ahora todo se mueve, como si el monstruo empezara a tragar, cuando en verdad sé que esta agitación proviene del vértigo que la ansiedad me provoca. Trato de serenarme apoyando las manos en sendas paredes y respiro hondo mientras me conciencio de que debo enfrentarme a lo que me espera tras la puerta del comedor. Lentamente me voy serenando, pero permanezco junto a la entrada principal durante unos segundos porque la calma que se respira en casa me trae reminiscencias del día en que mi esposa se adentró en los confines del armario y entonces, cuando compruebo que el reloj marca la misma hora que la noche en que todo empezó, considero seriamente la posibilidad de que alguna fuerza superior, casi un fenómeno paranormal, me haya retrotraído hasta los orígenes de esta historia. Me siento desorientado ante la visión de este pasillo tantas veces recorrido, un pasillo que de pronto se me figura como una suerte de túnel del tiempo que me envía irremediablemente al pasado, contingencia esta que se muestra tan vívida en mi cerebro que por un momento estoy en un tris de repetir las acciones realizadas aquel maldito día. De modo que pienso en gritar, como grité en aquella ocasión, que ya estoy en casa, y también doy en recordar, como rememoré aquella vez, que mi mujer nunca quiere que cuelgue el abrigo por mí mismo, y de seguido me imagino buscando el escondrijo donde ella debe de haberse ocultado para celebrar nuestro quinto aniversario de boda, y preguntando después a la viuda del séptimo segunda si mi esposa se encuentra en su apartamento, y lanzándome también escaleras abajo tras localizar el teléfono móvil en la basura, y acuclillándome en la acera mientras rastreo posibles vísceras sobre el pavimento, y a la postre regresando a un domicilio donde abriré las puertas del ropero, daré con el cuerpo casi sin vida de Elena y me arrepentiré de la ocasión en que manifesté de viva voz que nunca me habían dado una fiesta sorpresa. Supongo que me martirizo con estas fantasías porque en el fondo de mi corazón considero que los pecados cometidos durante los últimos días, y no hablo de otra cosa que no sea el encierro al que he sometido a mi esposa durante poco menos de una semana, bien valdrían una condena en el infierno del eterno retorno, pero enseguida considero que no hace falta que el diablo me sentencie a concatenar por siempre jamás aquellos hechos, porque el psiquiatra de los ojos como botones ya hizo algo parecido al anunciarme que durante los próximos diez años, nada más y nada menos que durante todos y cada uno de los malditos días que compondrán los próximos diez años, yo habré de vivir aterrado ante la posibilidad de que mi esposa intente quitarse de nuevo la vida. Así pues, no hay diferencia entre repetir el pasado o afrontar el futuro, porque en ambos casos me enfrentaré cada anochecer a un pasillo tras cuya puerta me esperará el dolor.

Cuando al fin accedo al comedor y tras comprobar que mi esposa no se encuentra en esta sala, entreveo las ventanas del edificio de enfrente, cuyos dueños han echado las persianas seguramente para eludir la sensación de claustrofobia que debían de provocarles las sombras de nuestros tablones proyectándose sobre su fachada, unas sombras que durante cinco noches se han derramado sobre sus ventanas, haciéndoles pensar, acaso de un modo subliminal, que ellos también viven en una prisión de la que jamás podrán escapar, una prisión que tal vez llamen ciudad, quizá trabajo o puede que matrimonio, en verdad no importa. Aunque podría darse el caso de que hubieran echado las persianas para perder de vista a la mujer que, desde el balcón del séptimo primera situado frente a sus hogares, ha pasado las últimas cinco noches con la cabeza asomada entre listones, mirándoles fijamente con sus ojos llenos de ausencia y martirizando sus horas de descanso con su aspecto de desahuciada. Y al darme cuenta del modo en que esas gentes han dado la espalda a mi esposa, corriendo las cortinas con la misma cobardía que cuando nosotros fingimos no oír al vecino del cuarto apaleando a su pareja, asumo que los entrometidos de este barrio, y en verdad de cualquier otro, pierden su condición de cotillas tan pronto como se les invita a participar en los problemas de los demás. Así que ya no siento vértigo ante mi situación, sino un profundo asco hacia la condición humana o, mejor dicho, hacia la condición urbana. Después, cansado de tanta verdad, retrocedo unos pasos con la intención de buscar a Elena por las otras dependencias, pero, al darme la media vuelta todavía pensando en la cobardía de la humanidad, atisbo su figura acurrucada tras el ángulo de la puerta, y no necesito observar con detalle su aspecto para concluir que lleva mucho tiempo en ese cornijal. Mi esposa debió de tomar asiento en ese lugar apenas la hube abandonado y durante estos cinco días ha permanecido en la misma posición, probablemente sin ducharse ni alimentarse, a la espera de mi regreso. Supongo que tantas noches retraída en esa esquina le han destrozado las articulaciones, así como las aristas del alma, porque ahora, cuando me agacho para acariciar su rostro, se encoge todavía más, como un niño temeroso de una paliza, y me suplica que no la toque. Después, cuando parece tranquilizarse y cuando me permite que alce su barbilla con la mano, desvelo un rostro que no denota sufrimiento, sino la más inalcanzable de las locuras. Por suerte, tras mirarme con una intensidad estremecedora, parece reconocerme. Pero no me abofetea, ni me llama egoísta, ni siquiera me escupe. Tampoco me suplica que nunca más la abandone. Permanece en su esquina, esperando a que le suelte el rostro para hundirlo nuevamente entre las piernas, deseando sumergirse una vez más en ese cerebro ya convertido en laberinto. Y es ahora cuando me alegro de haber clavado maderos por toda la casa. Porque dar con mi esposa en semejante trance hace que me considere un ser tan repugnante, tan asquerosamente repugnante que no me importaría aniquilarme saltando al vacío. Pero no puedo hacerlo, así que me conformo plantándome ante el balcón, empuñando dos listones y, tras aspirar una gran bocanada de aire, lanzando un berrido, probablemente el berrido más estremecedor de cuantos se hayan gritado jamás, un berrido en verdad capaz de congelar la caída de cuantos seres humanos acaben de saltar por los balcones, acantilados o azoteas de cualquier punto del planeta. En este momento, cuando mi chillido todavía no se ha extinguido, imagino a los precipitados del mundo entero quedándose en suspensión a poca distancia del suelo y torciendo sus cabezas hacia las alturas, más arriba incluso de las repisas empleadas a modo de trampolines, mientras se arrepienten de la acción llevada a cabo en un momento de ofuscación, cosa que les hace pedir de inmediato una segunda oportunidad a no se sabe quién, tal que si hubieran comprendido de repente que el salto que acaban de protagonizar, ese salto que les llevará a la muerte, sólo les ha servido para perderse las alegrías que la vida les había preparado para el futuro o como si hubiesen entendido, de una vez por todas, que se les había escapado la gran verdad a la que deberían aspirar todos los suicidas del mundo, una verdad que el resto de mortales tenemos asumida desde nuestra más tierna infancia, pero que ciertas personas no han sido capaces de elaborar: que nadie puede ser desgraciado eternamente. De manera que en este preciso momento, cuando la ingravidez les permite contemplar durante unos instantes la evidente belleza del mundo, así como experimentar el placer del viento rozando sus pestañas y la grandeza del logro humano ejemplificado en las ciudades llenas de luces, todos esos precipitados suplican al cielo el milagro de las alas. Los ángeles ápteros que ahora mismo se mantienen en suspensión demandan a las alturas unos apéndices con los que alcanzar de nuevo los mismos balcones, acantilados o azoteas desde los que saltaron y escuchan en sus cerebros las mismas palabras que me soltó el psiquiatra que atendió a Elena, me refiero a aquello de que todos los suicidas fracasados, todos sin excepción, se arrepienten de su intento inmediatamente después de haberlo realizado, lo cual invita a suponer que, durante los segundos que dura una caída o los minutos que necesita el cuerpo para desangrarse, los que no fracasarán también se arrepienten de verse en semejante trance por culpa de una mala racha. No me cuesta imaginar las ganas de echarse atrás que deben de embargar a quienes acaban de tirarse por alguna ventana, un deseo de retroceder unos segundos en el tiempo, tan sólo hasta el instante antes de dejarse llevar por el impulso, que sin embargo se extinguirá tan pronto como den con los dientes en el adoquinado, igual que ocurre con los anhelos de cuantos han quedado en suspensión gracias a mi berrido, un berrido que inevitablemente se convierte en eco, y un eco abocado al silencio que, cuando al fin se extinga, condenará a los desdichados que flotaron durante unos instantes, esos que aprehendieron la hermosura del mundo durante las décimas de segundo en que les fue permitido flotar o creerse Rotar, a espicharla contra el suelo. Y sus trompazos contra el adoquinado provocan tal estrépito en mi cerebro que ahora mismo, cuando me derrumbo sobre el parqué pensando en lo maravilloso que sería tener el poder de conceder una segunda oportunidad a quienes no se detuvieron a pensar que todo salto al vacío es siempre definitivo, cuando me doy cuenta de que daría mi vida por devolvérsela a todas aquellas personas que se equivocaron de un modo tan flagrante, cuando ruego a Dios que haga comprender a todos los mortales que el sufrimiento también tiene fecha de caducidad y que tan sólo hay que esperar un día más y si hace falta otro y un tercero y así hasta que el dolor del alma se extinga, cuando ya he pensado todo esto, oigo en mi interior el crujido de sus cráneos quebrándose contra el asfalto. Rompo entonces a llorar con enorme desconsuelo, consiguiendo con mis lágrimas que Elena se arrastre desde su esquina hasta donde yo me encuentro, acaricie levemente mi nuca y murmure mi nombre. Y cuando oigo la ternura infinita que se desprende de su voz, creo en la posibilidad de una redención, por lo que le muestro mi rostro, le acerco una mano y, viendo que ella se deja hacer, la abrazo con tanta fuerza que me siento capaz de atravesar su cuerpo y plantarme a sus espaldas. Al rato, cuando encuentro el coraje para preguntarle si continúa obsesionada con la muerte, ella me planta un dedo en los labios, suplicando que no ensucie el momento con mis palabras, y a continuación me pide que le muestre la urna donde guardo el mosquito tigre por el que tanto he luchado. Pero mi cabeza ya no puede detenerse, de suerte que ahora pienso que enseñarle ese insecto provocará cierto ambiente de conclusión entre nosotros. Quiero decir que, cuando ella compruebe que la labor de estos últimos años ha llegado a su fin, cuando contemple el díptero por el que tanto me he esforzado, cuando asimismo lo vea en una jaula de algún modo parecida a la cárcel en la que convertí nuestro apartamento, me dirá que ya no hay motivos para que continuemos en este mundo. Tal vez me insinúe que yo, al igual que ella, siempre he pensado en el suicidio como solución a mi desavenencia con la vida, y cuando me haya dejado entrever que conoce mis miedos mejor que yo mismo, que sabe perfectamente que desde mi más tierna infancia, en concreto desde que presencié la precipitación de mi vecina, siempre he pensado en la posibilidad de levantarme la tapa de los sesos, cuando me deje entrever esto, le reconoceré que nunca he conocido la felicidad, pero que continúo entre los vivos porque la tengo a ella, única alegría de mi vida, y porque necesito mantenerla a mi lado para que la existencia no se convierta en algo por lo que ya no valga la pena luchar. Y aunque sé que nunca le he confesado de un modo directo que ella es mi único anclaje a este mundo, tampoco me atrevo a decírselo en este momento, básicamente porque temo que rechace mis palabras. Así que me dejo arrastrar hasta la
habitación del bicho
, recogiendo por el camino la urna con el ejemplar de mosquito tigre, y cuando abro la puerta del estudio descubro todas las paredes repletas de fotografías. Durante estos cinco días, además de permanecer acurrucada en la esquina del salón, mi mujer ha desmontado los álbumes de su infancia, juventud y madurez para convertir mi refugio en el espejo de su existencia y, cuando a continuación doy un paso al frente atraído por este escenario, escucho de labios de mi esposa una frase que no me coge en absoluto desprevenido:

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