Conduzco por la autopista a toda velocidad, como si participara en una contrarreloj y la muerte me pisara los talones, mientras echo ojeadas a la urna donde transporto el ejemplar de
Aedes albopictus
. Los insectos se estampan contra el parabrisas, a pocos centímetros del salpicadero sobre el cual he colocado a mi presa, sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, más bien al contrario, acelerando un poco más con la fantasía de que mi mosquito vea a sus congéneres espachurrándose contra el cristal, del mismo modo que se despanzurró mi vecina contra el buzón y de la misma forma en que cientos de seres humanos deben de reventar en este preciso instante contra el adoquinado de sus calles, de sus ciudades, al fin y al cabo de sus vidas. Hace menos de una semana, después de encerrar a mi esposa en casa, regresé al pueblo donde Nuria me esperaba con el primer espécimen jamás capturado en este país, y tan pronto como me apeé del vehículo agarré la jaula, saqué al díptero y, tras observar durante unos segundos al que sin duda era un dechado perfecto, lo aplasté entre mis dedos. Mi ayudante no daba crédito. No entendía el motivo por el que yo actuaba de aquel modo, así que se puso a chillar exigiéndome una explicación y obteniendo el despido como única respuesta, tras el cual me amenazó con denunciarme al decano, a la Asociación Nacional de Entomólogos, incluso al ministro de Medio Ambiente, a lo que repliqué que hiciera lo que le diera la gana. Luego me marché. Durante las siguientes horas desmonté todas las trampas que ella había instalado, ávido como estaba por alcanzar mi objetivo sin la ayuda de nadie, y coloqué unas nuevas en los mismos lugares donde estaban las anteriores. Y esperé. Pasados cinco días, localicé un mosquito en una de las urnas y me felicité por haber capturado el primer ejemplar constatable de
Aedes albopictus
. Evidentemente, no pude compartir mi alegría con nadie, por lo que me conformé pimplándome unas cuantas cervezas en el bar del pueblo, brindando conmigo mismo en el espejo del lavabo y aclarándole al camarero, a quien por cierto dejé una propina de lo más generosa, que se encontraba ante un científico excelente, opinión que no pareció despertar su interés ni siquiera cuando puse la urna sobre la barra, le mostré el insecto y le expliqué que me costó sudor y lágrimas capturar este espécimen, esfuerzo que se fue agravando a medida que avanzaban las jornadas, primera, segunda, tercera, cuarta y quinta jornada, que no son moco de pavo cinco jornadas en este pueblo de mierda, todas ellas colocando trampas por todo el distrito, ¿sabe?, mientras me las pasaba mirando las manecillas del reloj constantemente, sufriendo cada vez que el segundero avanzaba, sabedor como yo era de que mi esposa continuaba encerrada y de que, a estas alturas, probablemente ya habría registrado hasta el último cajón a la búsqueda de algún objeto capaz de terminar con su encierro físico o psíquico, no importa cuál de los dos, ¿entiende?, aunque le confesaré que intuyo que mi mujer prefiere acabar antes con el segundo que con el primero, o sea que creo que Elena pagaría por poner fin a su vida antes que a su cautiverio. Todo esto le expliqué al dueño de aquel bar sin que él mostrara el más mínimo interés ni por mis palabras ni por el díptero que zumbaba sobre el mostrador, al menos hasta que le pedí la octava cerveza, momento en el que dejó de secar los vasos con aquel trapo roñoso que se echó al hombro, diciéndome de seguido que ya había bebido lo suficiente y que ya iba siendo hora de que regresara a la ciudad. Apenas media hora después, me encuentro conduciendo por la autopista a toda velocidad, con la urna sobre el salpicadero y el pie en el acelerador, mientras recuerdo que durante estos cinco días, cuando revisaba las trampas colocadas por los rincones de aquel municipio, me ha dado en numerosas ocasiones por imaginar a mi esposa llorando sobre los cojines del sofá, o golpeando la puerta del recibidor deseosa de que la vecina acudiera al rescate, o magullándose las manos de tanto rascar esos listones tras los cuales se encuentra una ventana de aspecto similar al metacrilato que reviste la caja donde transporto mi espécimen, cosa que me hace pensar que en verdad no estoy transportando un mosquito, sino una representación en miniatura de mi mujer, con quien por cierto no he podido comunicarme ni un solo día, puesto que también arranqué el cable del teléfono para evitar que lo usara a modo de soga. Recuerdo ahora que durante estas jornadas también me ha sobrevenido otra imagen si cabe más lúgubre, una en la que mi esposa aparecía tumbada en medio del pasillo, justo donde se forma la cruz de nuestro apartamento, con los brazos extendidos precisamente en esa intersección, y al poco de asomar en mi cabeza esta visión sentía la necesidad de hablar con ella, impulso que no podía satisfacer bajo ninguna circunstancia pero que me ha reconcomido tanto que a la postre se ha transformado en una pesadilla que se ha repetido durante las cinco noches, un mal sueño en el que yo me despertaba en medio de un bosque lleno de horcas, todas mecidas por el viento, como aguardando los cuerpos que las habrán de tensar, y al fondo mi esposa sobre la hojarasca, en pie, buscando la rama que terminará con su dolor, la cuerda que la apartará de este mundo, un nudo que de súbito localiza en un árbol, un roble milenario al que se encarama mientras mira fijamente a cámara, o sea mientras me mira a mí, creo que en un intento de despedirse, es posible que en su particular forma de decirme hasta otra, Julito. Luego se deja caer. Primero, el crujido de su cuello. Después, sus pies en suspensión. Por último, la orina en los pantalones. Antes de despertar, echo un último vistazo a la arboleda, ahora transformada en lugar sombrío, y adivino algunos rostros agonizando dentro de los troncos, como bajorrelieves esculpidos en la madera, probablemente almas retorciéndose en ese bosque de los suicidas en el que, dice la tradición, agonizan por siempre jamás cuantos alzaron la mano contra sí mismos.
Cuando al fin entro en la ciudad me doy cuenta de que, aun teniendo prisa por llegar a casa, no conduzco en la dirección correcta, sino que me dirijo hacia otro lugar, a tenor de los carteles hacia la zona norte, podría ser hacia el barrio donde me crié, y también descubro que mi mente se ha obcecado en una única idea, mejor dicho una sacudida, que me empuja al lugar donde devine en un niño permanentemente metido hacia dentro. Por más que me fuerce a desear lo contrario, circulo hacia el pasado y mis manos, que se diría que ya no me pertenecen, mueven el volante hacia la derecha, luego hacia la izquierda y al cabo hacia el edificio de mi infancia, allá donde residen mis recuerdos más oscuros, al corazón de mis propias tinieblas. Yo quiero avanzar, jamás retroceder, no sólo porque es prioritario liberar a Elena de su cautiverio, sino porque debo depositar al díptero en otro recipiente, en este caso en un vivero acondicionado para su supervivencia, ya que no puedo permitirme el lujo de maltratar, y en consecuencia matar, al primer mosquito tigre capturado con vida en este país. Sin embargo, no logro que mi otro yo, éste es el yo que todavía siente la pulsión del pasado, se desvíe hacia el futuro, de modo que me adentro en el distrito donde padecí aquella espantosa infancia, y alcanzo la portería frente a la cual se alza el mismo buzón donde la mujer hubo de descrismarse, y aparco frente al local antaño ocupado por la panadería en la que llamé mentirosa a mi madre, y entro en un bloque en la actualidad descascarillado, y subo los escalones negándome a usar el ascensor donde una vez me oriné, y alcanzo esa cuarta planta donde los recuerdos me sobrevienen como haces de luz, y antes de pulsar el timbre de mis antiguos vecinos observo la puerta de enfrente, la puerta tras la cual mis padres continúan sin comprender por qué rompí todo vínculo con ellos a poco de emanciparme, en verdad una puerta que es portalón del pasado. Se me ocurre de repente que tal vez haya llegado la hora de reconciliarme con ellos, de regresar a un seno materno que a buen seguro me acogería con los brazos abiertos, puede que la ocasión idónea para confesar a mis progenitores que la vida se me torció, que mi presente nunca formó parte de mis planes de futuro y que tengo grandes, inconmensurables dificultades para recuperar el control de mi porvenir. Durante un instante valoro la conveniencia de tender ese puente entre nosotros, de retroceder hasta unos segundos antes del momento en que la vecina se creyera un ángel, pero descarto esta opción cuando recuerdo el empeño de mi madre por transmutar la realidad, afán que tal vez continúe vigente en su carácter, de suerte que pretenderá consolarme sugiriendo que en verdad Elena pudo no haber querido suicidarse, sino echar una siestecita en el fondo del armario y que soy yo quien distorsiona los hechos al seguir creyendo, como creía en mi niñez, que hay algo tan repugnante en mí que todo el mundo prefiere la muerte a mi compañía, argumentos estos que mi madre soltará con tanta naturalidad que acaso yo los tomaré en consideración ni que sea someramente, pero que acto seguido desestimaré por sonarme a patrañas y, claro está, entonces llamaré mentirosa de mierda y bruja asquerosa y zorra reprimida a mi madre, quien a su vez reprenderá mi vocabulario arreándome una colleja que me hará aprehender, esta vez de un modo definitivo, que si ella dice un burro vuela es porque un burro realmente vuela. Y como ahora mismo no me veo con ganas de soportar sus alteraciones de la realidad, así como tampoco de aguantar ninguna bofetada a traición, doy la espalda a la casa donde me crié y pulso el timbre de la puerta contraria, acción tras la cual asoma el rostro de Manolo, un rostro ahora decrépito, y le oigo preguntarme qué deseo.
No me reconoce, y yo tampoco le aclaro quién soy. Me limito a clavarle la mirada deseando que encuentre en mis ojos al niño que hubo en mí, pero, en vez de concentrarse en sus recuerdos, Manolo, sin duda asustado por mi actitud y creo que tomándome por delincuente, intenta cerrar la puerta con tan poco tino que la freno con el pie y, antes de que grite pidiendo ayuda, me cuelo en su recibidor, le tapo la boca y echo el pestillo tras de mí. Luego le ordeno que no chille y sólo retiro la mano cuando asiente con la cabeza. A continuación le digo que soy Julito, Julito Garrido, tu antiguo vecino. Y sé que me identifica porque de pronto cambia el gesto, se apoya contra la pared y se desliza a lo largo del muro hasta tomar asiento en un baúl, donde se tapa la cara y, de nuevo entre hipidos, mocos y temblores, me pide perdón con la misma intensidad que aquella tarde en el ascensor. Por suerte, como ya no soy un crío, puedo controlar las ganas de orinar, así que le exijo que se serene y me adentro en una casa que huele a mil demonios, una casa llena de polvo, colillas y mugre, evidentemente una casa marcada por el dolor. En el comedor encuentro una mesa con dos platos, uno sucio y otro limpio, que incitan a pensar que Manolo había planeado cenar con alguien que no se ha presentado, supongo que con su esposa muerta, y en el respaldo derecho del sofá detecto un chal, imagino que el empleado por su mujer cuando ambos miraban la televisión hace ya tantos años. A continuación entro en el dormitorio, donde localizo un álbum de fotos sobre una de las almohadas, en cuyo interior estarán los retratos de la boda, los viajes, las fiestas, en definitiva los momentos felices de aquel matrimonio, y donde también descubro, a la derecha del colchón, unas zapatillas con motivos florales que deben de llevar ahí más de veinte años. Entonces, mientras reparo en los dos cepillos de dientes colocados en la bandeja del lavabo, uno de los cuales es pura roña, me viene a la memoria cierto experimento llevado a cabo por un grupo de entomólogos de mi universidad. Durante varias semanas criaron a una pareja de insectos, si no me equivoco coleópteros, en un ambiente cerrado, teniéndose tan sólo el uno al otro para hacerse compañía. A uno de los ejemplares, concretamente a la hembra, le pintaron una mancha blanca sobre la armadura, deduzco que para hacerla más presente en la mente de su compañero, y transcurrido algún tiempo, cuando los insectos ya habían consolidado su relación aceptándose mutuamente, los investigadores eliminaron al ejemplar del lamparón, dejando a su compañero en la más absoluta de las soledades durante tres días, momento en el que introdujeron en ese mismo terrario una piedra negruzca de dimensiones parecidas a las del escarabajo muerto, guijarro al que también dibujaron una mancha blanca en la supuesta zona del lomo y contra el que frotaron el cadáver del insecto desaparecido con la intención de transferir sus olores. Tal y como pudimos observar todos los estudiantes, a poco de introducir la piedra en dicha caja, el macho acudió a su lado sin dar muestras de haber reparado en el cambiazo y pasando a partir de entonces las horas en compañía de un artículo que, por más inanimado que fuera, le traía reminiscencias de su antigua pareja. Poco después, aquellos mismos entomólogos metieron en la urna otros insectos de la misma especie con el objeto de comprobar si el coleóptero abandonaba la piedra en pro de una hembra más activa, confirmándose que el espécimen prefería permanecer junto a aquella entelequia de mancha blanca, a la cual llevaba comida de vez en cuando y a la cual también proporcionaba calor en las falsas noches de laboratorio, en una demostración más que evidente de que no tenía ninguna intención de, por así decirlo, rehacer su vida. Al final de sus días, habiendo sido acelerado su proceso vital con sustancias perjudiciales para su organismo, el insecto se colocó junto al objeto de sus remembranzas y allí se abandonó a la muerte sin haber prestado la más mínima atención a los otros ejemplares que trataron de relacionarse con él, e incluso atacando a cuantos se acercaban a la piedra impregnada con los aromas de la que un día fuera su pareja. Pero el experimento no concluyó en este punto. Porque aquellos científicos, ávidos por continuar investigando y sospecho que disfrutando con el sufrimiento infligido a aquellos animales, repitieron el ejercicio con otros individuos de la misma especie, comprobando que la mayoría iniciaba nuevas relaciones con las hembras aparecidas en el terrario tras la desaparición de su primera compañera, mientras que una minoría, si no recuerdo mal uno de cada cincuenta, rechazaba a las recién llegadas, manteniéndose de algún modo fiel al guijarro y llegándose a dar el caso de un escarabajo que, aun habiendo sido privado de una piedra sobre la que volcar sus emociones, continuó despreciando a los nuevos inquilinos en aras del espacio vacío que solía ocupar su pareja antes de esfumarse. Recuerdo perfectamente que, al cabo del tiempo, las alumnas de mi clase dejaron de acudir al laboratorio por sentirse apenadas ante la crueldad de la escena, aunque también podría ser que lo hicieran por sentirse incómodas ante la paradoja de contemplar tamaña muestra de ternura en un animal del todo repugnante. Pero lo curioso del asunto, o al menos lo que más me sorprendió, fue que los estudiantes varones no mostraron ningún interés por dichas deserciones, incluso bromearon sobre la poca resistencia al dolor ajeno de ellas, cuando en verdad yo creo que lo interesante de aquellas jornadas fue precisamente esta reacción por nuestra parte, quiero decir que siempre he pensado que el auténtico experimento éramos nosotros y que el terrario con los escarabajos no era más que el cebo colocado por unos científicos invisibles para atraernos a aquella sala y estudiar con calma nuestras reacciones, es decir que comprobaban el modo en que los varones de la especie humana se jactaban de ser más inmunes al sufrimiento ajeno que las hembras y nosotros, pobres imbéciles, no hacíamos más que reírnos de un coleóptero que tan sólo quería un poco de compañía. Fuese como fuere, mientras rememoro aquellas tardes frente a un terrario donde un escarabajo nos demostró lo que podría ser considerado la inmensidad del amor, pienso que Manolo pertenece a la categoría de insectos carentes de los atributos mentales necesarios como para comprender que uno debe reconstruir su vida tras la pérdida del ser querido, y también considero por un momento que este piso, este edificio, incluso puede que esta ciudad, no es más que un inmenso terrario tras cuyos vidrios se oculta un gran científico, a quien no me importa llamar Dios, que no deja de alucinar con nuestras absurdas reacciones, como puedan ser la de poner un plato vacío sobre la mesa, la de colocar un chal polvoriento en el respaldo del sofá, la de conservar unas zapatillas floreadas en el lado derecho del colchón y las de tantos otros detalles que, en el caso que nos ocupa, demuestran de un modo evidente que, veintitantos años después de su muerte, este desgraciado continúa fingiendo que su cucaracha vive con él, que nada ha cambiado desde el suicidio de su esposa y que la casa sigue, oliendo del mismo modo que cuando ella la ocupaba, cosa que, valga decir, es rotundamente falsa. Soy consciente de que este anciano representa aquello en lo que yo podría convertirme en caso de que Elena alce definitivamente la mano contra sí misma, y esto me asusta tanto que, temiendo estar viendo mi propio futuro reflejado en el presente de este individuo, decido poner pies en polvorosa. Y ya me dispongo a abandonar el apartamento cuando el viudo se echa a reír. De pronto estalla en carcajadas del mismo modo en que lo haría un loco de atar y, como no alcanzo a comprender qué le hace tanta gracia, le pregunto qué ocurre. No responde. Se limita a reír y reír y reír sin prestarme atención, así que le agarro por la solapa, le enderezo de un tirón y le exijo un poco de compostura. Pero sigue desternillándose y lo hace con tanto estruendo que no puedo reprimir un primer bofetón, al que sigue un guantazo y, como no deja de partirse el pecho, un puñetazo que le rompe el tabique nasal. Entonces, mientras se cubre ese rostro entregado a la sangre, abandona sus risotadas, asegurándome de relance que no puede ayudarme, que no encontraré lo que anhelo en su domicilio y que he perdido el tiempo acudiendo en su búsqueda. En ningún momento le he dicho cuál es el motivo de mi visita, pero no parece necesitar aclaraciones, porque ahora me sorprende diciendo que jamás conseguiré una explicación a los acontecimientos que presencié aquella tarde de infancia y buzones, ya que él mismo lleva más de veinticinco años tratando de obtener lo mismo. Luego deja caer unas cuantas lágrimas y me aclara que echa de menos a su esposa, que la echa muchísimo de menos, no te imaginas cuánto la echo de menos, Julito, ni te lo imaginas.