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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (51 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Custer asintió serenamente.

—Claro. Luego la persiguieron en el archivo, y casi la matan. El Cirujano.

Se acercó a una estantería para libros donde sólo había media docena de mamotretos jurídicos. Hasta la encuadernación conseguía ser anodina. Dio un golpecito a un lomo con el dedo.

—¿Es abogado?

—Por algo tengo el cargo de asesor legal.

El comentario rebotó en Custer sin dejar mella.

—Ya. ¿Y cuánto tiempo lleva aquí?

—Algo más de dos años.

—¿Le gusta?

—Como lugar de trabajo es muy interesante. Pero, oiga, ¿no habíamos venido a hablar de que se vayan sus hombres?

—Ahora mismo, ahora mismo. —Custer se giró—. ¿Baja a menudo al archivo?

—No demasiado. Últimamente más, claro; con tanta actividad…

—Ya. Es un sitio interesante, ¿eh?

Dio media vuelta para observar el efecto del comentario sobre Brisbane, pensando: Los ojos. Fíjate en los ojos.

—Supongo. Según para quién.

—A usted no le interesa.

—No. Las cajas de papeles y los especímenes mohosos no son mi afición.

—Y sin embargo ha ido… —Custer consultó su libreta—. A ver… En los últimos diez días, ni más ni menos que ocho veces.

—Dudo que haya sido tan a menudo. En todo caso, siempre era por trabajo.

—Siempre por trabajo. —Custer miró a Brisbane con sagacidad—. El archivo. Donde encontraron el cadáver de Puck. Y donde persiguieron a Nora Kelly.

—Sí, lo de ella ya lo ha dicho.

—Luego está Smithback, ese periodista tan pesado.

—¿Pesado? Eso es hacerle un favor.

—¿A que no le gustaba que viniera? Ni a usted ni a nadie, claro.

—Me ha leído el pensamiento. Supongo que ya sabe que se ha hecho pasar por vigilante de seguridad. Y que ha robado dossiers del museo.

—Sí, ya me he enterado. De hecho, le estamos buscando, pero parece que ha desaparecido. ¿Usted sabe dónde está, por casualidad?

Lo preguntó con cierto énfasis.

—No. ¿Cómo voy a saberlo?

—Claro, claro. —Custer se fijó en las piedras preciosas y acarició la vitrina con un dedo de salchicha—. También está el agente del FBI, Pendergast. Al que atacaron. Otro pesado.

Brisbane se quedó callado.

—¿A que tampoco le cae precisamente bien, señor Brisbane?

—Por aquí ya han pasado bastantes policías. ¿Qué falta hace que se meta el FBI? Y hablando de que sobren policías…

—No, señor Brisbane, es que me parece un poco raro…

Custer dejó la frase a medias.

—¿El qué, capitán?

Se oyeron voces en el pasillo. De repente se abrió la puerta y entró un sargento cubierto de polvo, sudoroso y con los ojos como platos.

—¡Capitán! —dijo entrecortadamente—. Hace un rato estábamos interrogando a una mujer, una conservadora del museo, y ha cerrado…

Custer le miró con mala cara. Se llamaba O'Grady.

—Ahora no, sargento. ¿No ve que estoy hablando con alguien?

—Es que…

—Ya has oído al capitán —intervino Noyes mientras empujaba hacia la puerta al sargento, que protestaba.

Custer esperó a que volviera a estar cerrada para girarse hacia Brisbane.

—Me parece un poco raro el interés que ha mostrado por el caso —dijo.

—Es mi trabajo.

—Ya lo sé. Y se lo toma muy en serio. En cuestión de personal, también me he fijado en que es muy serio. Contratar, despedir…

—Correcto.

—Por ejemplo, Reinhart Puck.

—¿Qué le pasaba?

Custer volvió a consultar la libreta.

—¿Cuál fue el motivo exacto de que intentara despedir al señor Puck dos días antes de que le mataran?

Brisbane estuvo a punto de decir algo, pero desistió. Parecía que se le hubiera ocurrido otra idea.

—¿No le parece mucha coincidencia, señor Brisbane?

El asesor sonrió con frialdad.

—Mire, capitán, me parecía un cargo superfluo. El museo tiene dificultades económicas, y el señor Puck no… digamos que no colaboraba mucho. Nada que ver con el asesinato, desde luego.

—Pero ¿a que no le dejaron despedirle?

—Llevaba más de veinticinco años trabajando en el museo, y consideraron que podía ser negativo para la moral.

—Me imagino que a usted le sentaría fatal la negativa.

A Brisbane se le congeló la sonrisa.

—Capitán, espero que no esté insinuando que tuve algo que ver con que le asesinaran.

Custer arqueó las cejas para fingir sorpresa.

—¿Yo, insinuar?

—Como doy por supuesto que la pregunta es retórica, no me molesto en contestarla.

Custer sonrió. No sabía qué era una pregunta retórica, pero notaba que las suyas estaban acercándose al objetivo. Volvió a acariciar la vitrina de las piedras preciosas y miró alrededor. Por el despacho ya había buscado. Sólo faltaba el armario. Se acercó, cogió el tirador y se quedó con él en la mano.

—Pero ¿le sentó mal o no? Me refiero a que le contradijesen.

—A nadie le gustan las contraórdenes —repuso Brisbane, gélido—. Puck era un anacronismo, y sus hábitos laborales, de una ineficacia más que evidente. Sólo había que fijarse en la máquina de escribir que se empecinaba en usar para la correspondencia.

—Ah, sí, la máquina. La que usó el asesino para escribir un mensaje; no, dos. Supongo que usted conocía la existencia de esa máquina.

—Yo y todos. Puck era famoso por negarse a tener un ordenador en su mesa, y a usar el correo electrónico.

—Ya.

Custer asintió. Nada más abrir el armario, como si estuviera todo sincronizado, cayó un bombín viejo, rebotó por el suelo y rodó en círculos hasta detenerse a sus pies. Lo miró con sorpresa. Un encadenamiento tan perfecto no se veía ni en una novela policíaca de Agatha Christie. Era el tipo de cosas que a un policía de verdad nunca le pasaba. Estaba alucinado.

Miró a Brisbane arqueando las cejas con gesto interrogante. Brisbane se mostró estupefacto, nervioso y enfadado, por este orden.

—Era para una fiesta de disfraces del museo —dijo—. Compruébelo, si quiere. Me lo vio puesto todo el mundo. Hace años que lo tengo.

Custer metió la cabeza en el armario, hurgó en el interior y sacó un paraguas negro perfectamente enrollado. Lo apoyó con la punta en el suelo y lo soltó, dejando que cayera al lado del bombín. Entonces volvió a mirar a Brisbane, mientras pasaban los segundos.

—¡Esto es absurdo! —dijo el asesor, perdiendo los estribos.

—Yo no he dicho nada —señaló Custer. Miró a Noyes—. ¿Usted ha dicho algo?

—No, yo nada, capitán.

—Entonces, ¿qué es absurdo, señor Brisbane?

—Lo que está pensando… —Casi no le salían las palabras—. Que yo… que… Ya me entiende. ¡Esto es una enorme ridiculez!

Custer se puso las manos a la espalda y paso a paso, lentamente, se acercó hasta tocar la mesa. A continuación, con la misma parsimonia, se apoyó en ella.

—¿Qué estoy pensando, señor Brisbane? —preguntó con calma.

3

El Rolls subía por Riverside como un cohete, gracias a la pericia con que el chofer cambiaba de carril e introducía el cochazo por espacios de una estrechez inverosímil, no sin, en ocasiones, obligar a los vehículos que venían en sentido contrario a subirse al bordillo. Eran más de las once de la noche y empezaba a haber menos tráfico, pero en las aceras de Riverside Drive y de sus travesías no había un solo hueco para aparcar.

El coche se metió por la calle Ciento treinta y uno y, justo después de que frenara de golpe, Nora reconoció lo que buscaban: un Ford Taurus plateado con matrícula de Nueva York ELI-7734, el sexto o séptimo coche en orden de aparcamiento desde el cruce con Riverside.

Pendergast se apeó, se acercó al Ford y se agachó para verificar el número de identificación que había en el salpicadero. Acto seguido rodeó el vehículo y, mediante un golpe casi imperceptible, rompió la ventanilla del acompañante. Mientras sonaba la protesta estridente de la alarma, registró la guantera y el resto del interior. Enseguida aparecieron dos policías pistola en mano, saliendo de donde estaban apostados. Pendergast enseñó la placa y les dirigió unas palabras escuetas, con el resultado de que volvieron a enfundar las armas y se retiraron. El agente tardó poco en volver.

—El coche está vacío —le dijo a Nora—. Y la dirección… debe de habérsela llevado. Habrá que confiar en que la casa de Leng quede cerca.

Tras ordenarle a Proctor que se quedase aparcado hasta nuevo aviso al lado de la tumba de Grant, Pendergast fue el primero en alejarse por la calle Ciento treinta y uno, dando largas zancadas. Tardaron poco en llegar a Riverside Drive. Al otro lado de la calle, los árboles de Riverside Park parecían enjutos centinelas al borde de una ignota y vasta oscuridad. El Hudson, tras el parque, reflejaba una luna de impreciso resplandor.

Mirando a izquierda y derecha, Nora vio sucederse en ambas direcciones un sinfín de casas de pisos, mansiones abandonadas y sórdidos albergues para pobres.

—¿Cómo vamos a encontrarlo? —preguntó.

—Tendrá una serie de características —repuso Pendergast—. Será una casa particular con una antigüedad mínima de un siglo, y que no estará dividida en apartamentos. Lo más probable es que parezca abandonada, pero estará muy bien cerrada. Empezaremos por el sur.

Antes de emprender la marcha, se detuvo y le puso una mano en el hombro a Nora.

—No suelo dejar que participen civiles en una acción policial.

—Ya, pero es que el prisionero es mi novio, y…

Pendergast levantó la mano.

—No tenemos tiempo de discutir. Ya he pensado a fondo en lo que nos espera, y se lo voy a plantear con los mínimos rodeos: cuando encontremos la casa de Leng, si la encontramos, mis posibilidades de tener éxito sin ayuda de nadie son exiguas.

—Me alegro de ello. De todas formas, no pensaba quedarme al margen.

—Ya lo sé. También sé que, dada la inteligencia de Leng, tienen más posibilidades dos personas que todo un despliegue policial, con el ruido que comporta. Y aunque se pudiera conseguir a tiempo. Ahora bien, doctora Kelly: tengo la obligación de decirle que la situación en la que voy a meterla se compone de un número casi infinito de variables desconocidas. En suma, se trata de una situación en la que es muy posible que muera alguno de los dos.

—Estoy dispuesta a arriesgarme.

—En ese caso, sólo me resta un comentario. Opino que Smithback ya está muerto, o lo estará en lo que tardemos en encontrar la casa, entrar y coger a Leng. Por lo tanto, la operación de rescate ya parte con muchas probabilidades de ser un fracaso.

Nora se había quedado sin palabras. Asintió. Entonces Pendergast se giró y, sin decir nada más, dirigió sus pasos hacia el sur. Pasaron al lado de varias casas cuya división en viviendas saltaba a la vista, y de un albergue para pobres cuyos residentes alcohólicos les miraban con apatía desde la escalera. Al otro lado había una larga hilera de miserables bloques de pisos.

Al llegar a Tiemann Place, Pendergast se detuvo ante una casa abandonada, una edificación pequeña con tablones en las ventanas y sin timbre. Tras contemplarla unos segundos, la rodeó deprisa, se asomó a un trozo roto de verja y volvió.

—¿Qué, qué dice? —susurró Nora.

—Que entremos.

El espacio que había dejado vacante la puerta estaba tapado por dos paneles gruesos de contrachapado unidos con cadenas. Pendergast cogió el candado, metió una mano pálida en el bolsillo de la chaqueta y sacó una herramienta pequeña de cuyo extremo sobresalían una especie de mondadientes de metal. El instrumento brilló a la luz de la farola.

—¿Qué es? —preguntó Nora.

—Una ganzúa electrónica —contestó Pendergast, metiéndola en la cerradura.

El candado se abrió en sus manos, pálidas y alargadas. Entonces retiró la cadena de los paneles y entraron, primero él y luego Nora.

La oscuridad les acogió con una ráfaga de mal olor insoportable. Pendergast sacó la linterna e iluminó un espectáculo descomunal de abandono: basura podrida, ratas muertas, jeringuillas, frascos de crack y charcos de agua fétida. Entonces se giró sin decir nada y salió; Nora le siguió.

Llegaron caminando hasta la calle Ciento veinte, desde donde el barrio mejoraba y casi todas las casas estaban habitadas.

—No tiene sentido seguir —dijo Pendergast, lacónico—. Ahora hacia el norte.

Volvieron lo más deprisa posible a la calle Ciento treinta y uno, origen de su búsqueda, y siguieron hacia el norte, pero a velocidad mucho menor que en el primer tramo. En aquella dirección el barrio se degradaba tanto que parecía que la mayoría de las casas estuvieran abandonadas. Muchas de ellas, Pendergast las descartaba con un simple gesto de la mano. Hubo tres excepciones, tres casas en las que entró mientras Nora se quedaba vigilando la calle.

Al llegar a la calle Ciento treinta y seis, se detuvieron ante la enésima casa en ruinas. Pendergast examinó la fachada y miró más al norte. Estaba muy poco comunicativo y pálido; se notaba que su cuerpo, todavía convaleciente, se resentía de la actividad.

La impresión general era que todo Riverside Drive, con su sucesión de antiguas y elegantes mansiones, había quedado convertida en una única, extensa y desolada ruina. Nora consideraba que Leng podía estar en cualquier casa de las que veían.

Pendergast bajó la vista al suelo.

—Por lo visto, al señor Smithback le ha costado mucho aparcar —dijo en voz baja.

Nora asintió. Estaba perdiendo la esperanza por momentos. Ya hacía como mínimo seis horas que el Cirujano tenía a Smithback en su poder. No quiso llevar el razonamiento hasta su conclusión.

4

Custer dejó sufrir a Brisbane por espacio de un minuto, que se prolongó hasta dos. Luego obsequió al abogado con una sonrisa casi de complicidad y, señalando la silla que había frente al escritorio —muy rara, de cromo y cristal—, preguntó:

—¿Puedo?

Brisbane asintió.

—Por supuesto.

El capitán se hundió en la silla e hizo todas las maniobras concebibles para que su corpachón gozara de la poca comodidad que permitía el diseño de esta.

—¿Iba a decir algo?

Se arremangó una pernera e intentó cruzar la pierna correspondiente encima de la otra, pero el ángulo raro de la silla hizo que se le cayera al suelo. No por ello perdió la compostura, sino que, ladeando la cabeza, miró al otro lado de la mesa con una ceja en inquisitiva elevación. Brisbane volvía a estar sereno.

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