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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (46 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Manetti suspiró.

—El archivo contiene documentos y especímenes que no se consideran bastante importantes para exponerlos. Se permite el acceso a los historiadores y a cualquier persona con interés profesional. Es una zona de baja seguridad.

—Y que lo diga —contestó Custer—. Tan baja que al tío ese, Puck, le embutieron un cuerno petrificado en el culo. Y lo de valor, ¿dónde lo guardan?

—Lo que no pertenece a la colección general está almacenado en la zona de seguridad, que cuenta con un sistema de seguridad propio.

—¿Y para entrar en el archivo no se firma ni nada?

—Sí, hay un registro.

—¿Dónde está?

Manetti señaló con la cabeza un libro muy voluminoso que había encima de la mesa.

—Después de la muerte de Puck, la policía recibió una fotocopia.

—¿Y qué se registra?

—A todos los que entran o salen del archivo. Pero la policíaya se dio cuenta de que habían cortado con una hoja de afeitar algunas de las últimas páginas, y…

—¿A todos? ¿A los empleados y a los visitantes?

—Sí, a todos. Pero…

Custer se giró hacia Noyes y señaló el libro.

—Cógelo.

Manetti le miró.

—Es propiedad del museo.

—Lo era. Ahora es una prueba.

—¡Pero si las pruebas importantes ya se las han llevado, como la máquina de escribir con la que escribieron los mensajes, y los…!

—Cuando acabemos, le daremos un listado completo. —Eso si lo pides con educación, pensó Custer—. ¿Bueno, qué? ¿Qué hay aquí abajo? —repitió.

—Sobre todo, dossiers de otros departamentos del museo que ya no sirven. Documentos con valor histórico, notas, cartas, informes… Todo menos los dossiers personales y algunos de departamento. Lógicamente, el museo, como institución pública que es, lo guarda todo.

—¿Y la carta que encontraron aquí dentro? La que se comentó en la prensa, con la descripción de los asesinatos. ¿Cómo la encontraron?

—Tendrá que preguntárselo al agente especial Pendergast, que la encontró con Nora Kelly. Estaba escondida en una especie de caja, me parece que hecha con una pata de elefante.

Otra vez la dichosa Nora Kelly. Custer tomó nota mentalmente de interrogarla en cuanto acabara con aquello. Si la hubiera considerado capaz de levantar a un hombre corpulento y clavarlo en un cuerno de dinosaurio, habría sido su principal sospechosa. Quizá tuviera cómplices. Apuntó un par de cosas.

—¿En el último mes se ha metido o sacado algo?

—Es posible que se hayan producido algunas incorporaciones de rutina a la colección. Me parece que desde arriba mandan dossiers caducados más o menos una vez al mes. —Manetti se quedó callado unos segundos—. Aparte de eso, cuando se descubrió la carta la enviaron arriba junto con todos los documentos relacionados, para cuestiones de conservación. Al mismo tiempo que otro material.

Custer asintió.

—Y fue orden de Collopy, ¿no?

—Pues, que yo sepa, la orden procedía del vicedirector y asesor legal del museo, Roger Brisbane.

Brisbane. Otro nombre conocido. Custer volvió a apuntar algo.

—Y esos documentos relacionados de los que habla, ¿en qué consistían exactamente?

—No lo sé. Tendría que preguntárselo al señor Brisbane.

Custer se dirigió a los dos empleados de la mesa.

—Oigan, ¿al tal Brisbane se le ve a menudo por aquí?

—Desde hace unos días, bastante —dijo uno de los dos.

—¿Y qué hace?

Se encogió de hombros.

—Nada, muchas preguntas.

—¿Cómo cuáles?

—Sobre Nora Kelly, sobre el agente del FBI… Quería saber qué habían consultado, por dónde habían ido… Cosas así. Ah, y un periodista. Preguntó si había venido un periodista. No me acuerdo de cómo se llamaba.

—¿Smithbrick?

—No, pero algo parecido.

Custer cogió la libreta y la hojeó hasta encontrarlo.

—William Smithback.

—Ese —dijo el empleado asintiendo con la cabeza.

—¿Y el agente Pendergast? ¿Le han visto?

Los archiveros se miraron, y el primero que había hablado dijo:

—Sólo una vez.

—¿Con Nora Kelly?

—Sí —dijo el mismo empleado, que tenía el pelo tan corto que casi parecía calvo.

Custer le miró.

—¿Usted conocía a Puck?

El archivero asintió.

—¿Cómo se llama?

—Osear, Osear Gibbs.Yo era su ayudante.

—En ese caso, dígame una cosa, Gibbs: ¿Puck tenía enemigos?

Custer se fijó en que los dos empleados volvían a mirarse, y con mayor elocuencia que antes.

—Pues… —Tras una vacilación, Gibbs añadió—: Una vez bajó Brisbane y se metió mucho con él. Le pegaba unos gritos… Dijo que le mataría, que le despediría.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Por algo relacionado con que el señor Puck había filtrado información perjudicial sin el debido respeto a los derechos de propiedad intelectual del museo. Me parece que estaba enfadado porque los de recursos humanos no apoyaban su consejo de despedir al señor Puck. Dijo que el asunto aún traería mucha cola, aunque es lo único que recuerdo.

—¿Cuándo fue, exactamente?

Gibbs pensó un rato.

—A ver… Calculo que el trece. No, el doce. El doce de octubre.

Custer volvió a coger la libreta, y esta vez su anotación fue más larga. Oyó un destrozo en las profundidades del archivo, seguido por otro ruido más prolongado, el de algo desgarrándose. Quedó profundamente satisfecho. Cuando hubiera terminado, ya no quedarían más cartas escondidas en patas de elefante. Volvió a concentrarse en Gibbs.

—¿Algún enemigo más?

—No. La verdad es que el señor Puck era de lo más amable que había en el museo. Veías a Brisbane echándosele encima, y te quedabas de piedra.

Brisbane no es muy popular, pensó Custer. Se dirigió a Noyes.

—Tráeme al tal Brisbane, ¿vale? Quiero hablar con él.

Justo cuando Noyes se acercaba a la mesa, la puerta del archivo se abrió de golpe, y Custer, al girarse, vio a un hombre con esmoquin, corbata negra torcida, mechones de pelo con brillantina en la frente y cara de indignación.

—¿Qué coño pasa? —vociferó el recién llegado mirando a Custer—. No tienen derecho a entrar así y ponerlo todo patas arriba. ¡Enséñenme la orden judicial!

Noyes hizo el gesto de buscarla, pero Custer se lo impidió con un gesto de la mano. Parecía mentira que se notara el pulso tan firme, y que, tratándose de un momento clave en su carrera, lo estuviera llevando con tanta serenidad y contención.

—¿Me permite su nombre? —pidió con la mayor sangre fría.

—Roger C. Brisbane tercero, vicepresidente primero y asesor legal del museo.

Custer asintió.

—Ah, señor Brisbane. Justo la persona que buscaba.

7

Smithback, completamente inmóvil, escrutó la oscuridad impenetrable del rincón, hasta que logró preguntar con voz quebrada:

—¿Quién es?

No hubo respuesta.

—¿Es el que cuida la casa? —Rió forzadamente—. Parecementira, pero me he quedado encerrado.

Seguía sin oírse nada. Quizá fueran imaginaciones suyas. Con lo que llevaba visto en aquella casa, no volvería a ver una película de terror en la vida. Lo intentó otra vez.

—Pues le digo una cosa: me alegro de que haya venido. Si pudiera ayudarme a encontrar la puerta…

Se le quedó la frase a medias, a causa de un espasmo involuntario de terror. Había aparecido algo en la penumbra: una silueta con abrigo largo y negro, y un bombín que le cubría en parte el rostro. Tenía una mano levantada, y en ella un escalpelo macizo y anticuado. Sus dedos, largos y delgados, lo hicieron girar casi con cariño, de tal modo que la cuchilla brilló un poco. En la otra mano se observaban los reflejos de una jeringuilla.

—Es un placer inesperado verle aquí —dijo el desconocido con una voz grave y seca, acariciando el escalpelo—. Inesperado pero conveniente. De hecho, llega justo a tiempo.

Un instinto primitivo de supervivencia, tan fuerte que se sobrepuso al miedo que paralizaba a Smithback, le hizo entrar en acción. Dio media vuelta y echó a correr; pero estaba todo tan oscuro, y la silueta se movía con tan abrumadora rapidez…

Transcurrido un tiempo que no supo medir, se despertó a merced de un intenso sopor y una especie de languidez desorientada. Se acordó de haber soñado algo espantoso, pero, bueno, ya había vuelto todo a su sitio; cuando acabara de despertarse, en una mañana bonita de otoño, los recuerdos del sueño, fragmentarios y atroces, se desvanecerían en su subconsciente. Se levantaría, se vestiría, desayunaría lo de siempre en su bar griego favorito y, como todas las mañanas, se reincorporaría al trabajo, a otro día de rutina.

Sin embargo, a medida que se le aliviaba el embotamiento de sus facultades mentales, notó que los recuerdos fragmentarios, aquellas vislumbres de horror, se conservaban igual de presentes y reales. Sin saber cómo, le habían atrapado. En la oscuridad. En la casa de Leng.

La casa de Leng…

Sacudió la cabeza, y al moverla se le despertó un dolor feroz. El hombre del bombín era el Cirujano. Y estaba en la casa de Leng.

De repente, la sorpresa y el miedo le agarrotaron. Entre todas las ideas que cruzaban por su cerebro en un momento tan terrible, había una que descollaba sobre las demás: Pendergast tenía razón. La había tenido desde el principio. Enoch Leng aún estaba vivo. El Cirujano era Leng en persona. Y Smithback se había metido en su casa. Lo que oía, aquel jadeo tan repelente, era él mismo respirando demasiado deprisa, aspirando aire a través de la cinta adhesiva que le tapaba la boca. Hizo el esfuerzo de respirar con más calma y evaluar la situación. Había un fuerte olor a moho, y estaba todo más negro que el carbón. El aire era frío y húmedo. Notando que le dolía la cabeza más que antes, se acercó un brazo a la frente, y de repente no pudo seguir. Había notado en la muñeca el tirón de un grillete, y había oído el ruido metálico de una cadena. ¿Qué coño pasaba?

Se le aceleró el pulso. Empezaba a acordarse de todo: de la sucesión interminable de salas cavernosas, de la voz brotando de la oscuridad, de la aparición de aquel hombre… Y de los reflejos del escalpelo. ¿De verdad era Leng? ¡Dios mío! ¿Después de ciento treinta años? ¿Leng?

Atontado, muerto de miedo, intentó levantarse por acto reflejo, pero se cayó entre un ruido de piezas metálicas chocando. Estaba completamente desnudo, encadenado al suelo por los brazos y las piernas, y con la boca tapada con esparadrapo.

No podía ser. ¡Por Dios, era de locos!

No le había contado a nadie su intención de ir a la casa. No había nadie que estuviera al corriente de su paradero. Ni siquiera le echaban en falta. ¡Ojalá se lo hubiera dicho a alguien! A la secretaria, a O'Shaughnessy, a su bisabuelo, a su hermanastra… A quien fuera.

Se quedó tumbado con la cabeza martilleándole. Volvía a respirar demasiado deprisa, y el corazón le aporreaba la caja torácica. El hombre de negro le había drogado y encadenado. El del bombín. Hasta ahí estaba claro. La misma persona, sin duda, que había intentado matar a Pendergast; y probablemente la que había asesinado a Puck y los demás. El Cirujano. Estaba en las mazmorras del Cirujano.

El Cirujano. El profesor Enoch Leng.

Un ruido de pisadas le despertó del todo. Oyó el roce de algo, y apareció un rectángulo de luz en la pared de oscuridad que tenía delante. Gracias a la luz reflejada, Smithback vio que estaba en una habitación pequeña del sótano, con suelo de cemento, paredes de piedra y una puerta de hierro. Experimentó un rebrote de esperanza y hasta de gratitud. En la abertura de la puerta aparecieron unos labios húmedos, que se movieron.

—Por favor, no se altere —dijo una voz—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse.

Casi le resultaba familiar, pero al mismo tiempo era una voz extraña y pavorosa, como un susurro en una pesadilla.

Al cerrarse, la mirilla volvió a sumir a Smithback en la oscuridad.

TODOS ESOS CORTECITOS TAN HORRIBLES
1

El Rolls-Royce, grande y sigiloso, recorría Little Governors Island por la carretera de un carril que cruzaba la isla. En los humedales y las depresiones del terreno se acumulaba una niebla muy densa que impedía ver East River y, al otro lado, la muralla de Manhattan. Primero la luz de los faros pasó por una hilera de castaños viejos, muertos desde hacía mucho tiempo; a continuación barrió una verja muy maciza de hierro forjado, hasta que, al frenar el coche, se detuvo ante una placa de bronce:

HOSPITAL MOUNT MERCY PARA DELINCUENTES PSICÓTICOS

Un vigilante salió de la garita y se acercó al coche a la luz de los faros. Era corpulento, alto y con aspecto amigable. Pendergast bajó la ventanilla trasera para dejarle meter la cabeza.

—Se ha acabado el horario de visitas —dijo el vigilante.

Entonces Pendergast metió una mano en la chaqueta, sacó la cartera donde tenía la identificación, la abrió y se la enseñó. El vigilante la estudió a fondo y asintió como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Qué quería, agente especial Pendergast?

—Vengo a ver a una paciente.

—¿Me dice su nombre?

—Pendergast. Cornelia Delamere Pendergast.

El silencio fue breve, violento.

—¿Es para alguna misión oficial?

El tono del vigilante ya no era tan amistoso.

—Sí.

—Bueno, pues ahora mismo aviso a los de la casa. Esta noche está de servicio el doctor Ostrom. Puede aparcar en la zona reservada al personal, a la izquierda de la puerta grande. En recepción sabrán quién es.

Pocos minutos después, Pendergast seguía al doctor Ostrom —muy acicalado, y con aspecto de maniático— por un pasillo largo y lleno de ecos. Delante iban dos guardias, y detrás otros dos. En el pasillo todavía podían apreciarse lujosos restos de artesonado y molduras, escondidas debajo de varias capas de pintura institucional. Un siglo antes, en la época en que la tisis hacía estragos en todas las clases de la sociedad neoyorquina, el hospital Mount Mercy había sido un sanatorio de lujo, con una clientela joven de tuberculosos de buena familia. Posteriormente, su situación en una isla, junto con otros factores, había provocado su conversión en un centro de alta seguridad destinado a aquellos que, pese a haber cometido crímenes atroces, habían sido declarados inocentes por demencia.

—¿Cómo está? —preguntó Pendergast.

La respuesta del médico fue un poco dubitativa.

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