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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (54 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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De pronto, tras una imprevista sacudida y un chirrido de engranajes y de maquinaria, se les hundió el suelo bajo los pies.

8

Custer, que iba a la cabeza del improvisado desfile, cruzó una serie de salas largas y de techo alto hasta llegar a la Gran Rotonda y salir a la escalinata del museo, que quedaba al otro lado. Durante la media hora concedida a Noyes para avisar a la prensa, él había aprovechado para elaborar en detalle el orden ceremonial. El primero, cómo no, era él, seguido por dos polis de uniforme con el culpable en medio, y a continuación una falange de unos veinte tenientes y oficiales. Estos, a su vez, precedían a un puñado de trabajadores del museo, grupo en cuyo seno reinaban el desorden y la contrariedad. Eran el jefe de relaciones públicas, el de seguridad (Manetti) y una pandilla de ayudantes. Se les veía desorientados, histéricos. Si hubieran sido un poco más listos, si hubieran prestado su colaboración en vez de poner trabas a una buena labor policial, quizá no hubiera sido necesario tanto circo. En fin. Ya puestos, Custer pensaba darles una buena lección. Pensaba celebrar la rueda de prensa justo delante del museo, en aquella escalinata tan espectacular y usando como fondo la propia fachada, ancha y siniestra. Qué mejor imagen para el noticiario de la mañana. Pasto perfecto para las cámaras. Al cruzar la rotonda al frente de la comitiva, con un eco de pisadas mezclado con un murmullo de voces, el capitán irguió la cabeza y metió la barriga. Quería estar seguro de que el momento quedara grabado favorablemente para la posteridad.

Cuando se abrieron, majestuosos, los portones de bronce del museo, apareció Museum Drive convertido en un hormiguero de periodistas. A pesar de los preparativos, Custer no dejó de sorprenderse de que hubieran venido tantos, como moscas a la mierda. El bombardeo de flashes fue inmediato, y le siguió la luz cruda y continuada de los focos de las cámaras de televisión. Custer se vio acribillado por un sinfín de preguntas roncas, un fragor en el que las voces concretas se perdían. La escalinata estaba acordonada, pero, al ver salir a Custer con el culpable detrás, la marea humana se acercó impetuosa. Fue un momento de gran agitación, de gritos y empujones frenéticos, que sólo terminó cuando los policías recuperaron el control y obligaron a los periodistas a no franquear el cordón.

Ya hacía veinte minutos que el culpable no abría la boca. Estaba tan estupefacto, tan fuera de juego, que al abrirse las puertas de la rotonda ni siquiera se había molestado en taparse la cara. En cambio, al recibir la descarga de luz, y ver el mar de caras, de cámaras, de grabadoras en alto, se apartó de la multitud, encogido ante el estallido de flashes, y hubo que llevarle medio a rastras y empujones, medio en volandas, hasta el coche patrulla que esperaba. Al llegar al coche, los dos policías entregaron al culpable a Custer, siguiendo instrucciones de este último. De meterle en el asiento trasero se encargaba él personalmente, a sabiendas de que a la mañana siguiente no habría un sólo periódico en toda Nueva York cuya primera plana no recogiera el momento.

Sin embargo, recibir al culpable era como recibir un saco de mierda de ochenta kilos, y en sus esfuerzos por embutir a Brisbane en la parte trasera del coche estuvo a punto de caérsele. Por fin, justo en el momento en que lo lograba, se produjo una andanada de flashes. El coche patrulla encendió los faros y la sirena y arrancó.

Custer lo vio pasar entre la muchedumbre. Luego se giró hacia la prensa y pidió silencio levantando las dos manos, como Moisés. No tenía ninguna intención de robarle la primicia al alcalde (puesto que todos sabrían quién era el responsable de la detención, gracias a la foto en la que aparecía metiendo al culpable esposado en el vehículo), pero algo tenía que decir para que no se le alborotara el público.

—El alcalde ya está en camino —entonó con buena dicción y tono de autoridad—. Llegará en pocos minutos, y con algo importante que anunciar. De momento no hay más comentarios.

—¿Cómo le ha cogido? —exclamó alguien.

De repente todo eran preguntas, gritos desaforados, manos levantadas y micrófonos a su encuentro, pero Custer les dio la espalda, como maestro consumado que era en esos menesteres. Faltaba menos de una semana para las elecciones. Que diera la noticia el alcalde. Que se llevara el mérito. La recompensa de Custer era cuestión de tiempo.

9

Lo primero en volver fue el dolor. A Nora le costó tiempo y sufrimiento salir del marasmo de la inconsciencia. Gemía, tragaba saliva e intentaba moverse, pero notaba una herida en las costillas. Parpadeó dos veces seguidas, y se dio cuenta de que estaba completamente a oscuras. Notaba sangre en la cara, pero al intentar tocársela no le obedeció el brazo. Al segundo intento, comprendió que los tenía encadenados, así como las piernas.

Estaba desorientada, como incapaz de despertar de un sueño. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba?

De repente, una voz grave brotó de la oscuridad.

—¿Doctora Kelly?

El sonido de su nombre alivió el ofuscamiento y la sensación de estar soñando.

—Soy Pendergast —murmuró la voz—. ¿Está bien?

—No lo sé. Puede que tenga contusiones en algunas costillas. ¿Y usted?

—Más o menos.

—¿Qué ha pasado?

Pendergast dejó transcurrir un silencio antes de hablar.

—Lo siento muchísimo. Debería haberme esperado la trampa. ¡Qué brutalidad, usar de cebo al sargento O'Shaughnessy! Una brutalidad inconcebible.

—¿O'Shaughnessy está…?

—Cuando le encontramos estaba moribundo. Es imposible que haya sobrevivido.

—Qué horror, Dios mío —sollozó Nora—. Qué atrocidad.

—Era buena persona, y muy leal. No tengo palabras.

Se produjo un largo silencio. El miedo de Nora era tan grande que hasta parecía que anulara la pena y el horror por el destino de O'Shaughnessy. Había empezado a entender que a ellos les estaba reservado el mismo, y que el de Smithback quizá ya se hubiera cumplido.

La voz de Pendergast rompió el silencio.

—En este caso no he sabido mantener la distancia intelectual debida —dijo—. Me ha afectado demasiado desde el principio. Todos mis movimientos partían del error de…

Dejó la frase a medias. Muy poco después, Nora oyó un ruido, y vio aparecer un rectángulo de luz en la parte superior de la pared de delante. Iluminaba lo justo para discernir el contorno de la celda: un sótano pequeño, de piedra húmeda.

El rectángulo enmarcaba unos labios húmedos.

—Por favor, no se altere —dijo una voz arrulladora, con un acento que sorprendía por su parecido con el de Pendergast—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse. Perdónenme que no ejerza de anfitrión, pero es que tengo trabajo urgente. Les aseguro que cuando haya terminado gozarán de mi atención en exclusiva.

El rectángulo se cerró chirriando y, durante uno o dos minutos de oscuridad, Nora estuvo tan asustada que casi no podía respirar. Hizo un esfuerzo por recuperar el control de su mente.

—¿Agente Pendergast? —susurró.

No hubo respuesta. En ese momento, desgarró las tinieblas un chillido lejano y en sordina, el chillido informe de alguien ahogándose, y a Nora no le cupo la menor duda de que era la voz de Smithback.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Lo ha oído, agente Pendergast?

Esta vez Pendergast tampoco contestó.

—¡Pendergast!

La oscuridad seguía sin depararle nada que no fuera silencio.

A OSCURAS
1

Pendergast cerró los ojos a la oscuridad y, poco a poco, entre la bruma, el tablero de ajedrez fue tomando forma. Las piezas de marfil y ébano, pulidas por su manipulación durante muchísimos años, aguardaban inmóviles el inicio de la partida. El frío de la piedra húmeda, la presión de los grilletes, el dolor de costillas, la voz asustada de Nora, los gritos espaciados de terror… Todo se fue difuminando hasta que sólo quedó el manto de la oscuridad y el tablero inmóvil en un círculo de luz amarillenta. Sin embargo, Pendergast prolongaba la espera, respirando hondo y con el pulso cada vez más lento. Al final movió un brazo, tocó una fría pieza de ajedrez e hizo avanzar dos casillas el peón del rey. Las piezas negras contraatacaron. Al principio la partida era lenta, pero fue ganando rapidez hasta que las piezas volaban por el tablero. Tablas. Otra partida, y otra, con igual resultado. De repente cayó la oscuridad, una oscuridad cerrada.

Pendergast, que ya estaba preparado, volvió a abrir los ojos. Se hallaba en el espacioso distribuidor del primer piso de la Maison de la Rochenoire, la vieja y enorme mansión de su infancia en la calle Dauphine de Nueva Orleans. Originalmente había sido un monasterio construido por una ignota orden carmelita, pero en el sigloXVIIIun tío abuelo muy lejano de Pendergast la había comprado y convertido en un estrafalario laberinto de salas abovedadas y pasillos con poca luz.

A pesar de que la Maison de la Rochenoire hubiera sucumbido a un incendio provocado por el populacho poco después de que Pendergast ingresara en un internado inglés, el agente seguía volviendo con frecuencia. El edificio, en su cabeza, se había convertido en algo más que una casa: en palacio de la memoria, depósito de saber y tradición, y escenario de sus meditaciones más intensas y difíciles. Dentro estaban todas sus experiencias y observaciones personales, todos los secretos de la familia Pendergast (y no eran pocos). El seno gótico de la mansión era el único refugio donde podía meditar sin miedo a ser interrumpido.

Y desde luego que había mucho que meditar. Acababa de vivir una de las pocas experiencias de fracaso de su trayectoria existencial. La solución al problema, si la había, tenía que estar entre aquellos muros, los de la casa y los de su cerebro. Su búsqueda equivaldría a recorrer físicamente su palacio de la memoria.

Deambuló pensativo por un pasillo ancho y alfombrado, cuyas paredes, de color rosado, presentaban nichos a intervalos regulares. Cada uno de ellos contenía un libro exquisitamente grabado y con encuadernación de piel. Algunos ya existían en la vieja mansión, mientras que otros eran puras construcciones mentales —crónicas de hechos, datos, fórmulas químicas y demostraciones matemáticas o metafísicas de gran complejidad—, almacenadas en la casa por Pendergast como objetos físicos del recuerdo, a la espera de ser utilizados en algún momento del porvenir.

Había llegado a una puerta de roble macizo: la de su habitación. En circunstancias normales la habría abierto con llave y se habría quedado dentro rodeado por objetos familiares de su infancia, por la iconografía tranquilizadora de cuando era niño, pero en aquella ocasión siguió caminando, tras un simple roce en el pomo de latón. Tenía trabajo en otro lugar, abajo, entre objetos más antiguos e infinitamente más ajenos.

Le había hablado a Nora de su incapacidad de mantener la distancia intelectual que requería el caso. Nada más cierto. Por eso los dos, ella y él —sin olvidar, y con qué dolor de su alma, a Patrick O'Shaughnessy—, se veían en un trance tan peliagudo. Lo que no le había comentado a Nora era su profunda impresión al ver la cara del hombre muerto. Ahora ya sabía que se trataba de Enoch Leng, o, con mayor exactitud, de su tío tatarabuelo, Antoine Leng Pendergast.

En efecto: el tío tatarabuelo Antoine había visto realizado su sueño juvenil de alargarse la vida.

Los últimos representantes de la antigua familia Pendergast —al menos los que estaban en su sano juicio— daban por supuesto que Antoine llevaba muerto muchos años, y que debía de haber fallecido en Nueva York, la ciudad donde, a mediados del siglo XIX, se perdía su rastro. Con él había desaparecido una parte significativa de la fortuna familiar, para dolor de sus descendientes colaterales.

Años atrás, sin embargo, al investigar el caso de la matanza del metro, Pendergast —gracias a Wren, su contacto en la biblioteca— había realizado el hallazgo casual de un conjunto de viejos artículos de periódico donde se describía una serie anómala de desapariciones. La fecha de tales desapariciones no era muy posterior a cuando se calculaba que había llegado Antoine a Nueva York. También había aparecido un cadáver flotando en el East River, con señales de una intervención quirúrgica diabólica. La víctima era una vagabunda, y no había llegado a descubrirse al culpable, pero existía una serie de detalles que eran en lo que se basaba Pendergast para ver en ello la mano de Antoine, e intuir que su antepasado trataba de cumplir su sueño juvenil de inmortalidad. La consulta de la prensa posterior había conducido a la revelación de media docena de crímenes similares, que se prolongaban hasta 1935. Pendergast había llegado con ello al fondo de la cuestión, a la gran pregunta: ¿Leng había tenido éxito? ¿O bien había muerto en 1935?

Lo más verosímil, y con mucho, era su fallecimiento, pero Pendergast no se había dejado convencer. Antoine Leng Pendergast, como personaje, era una combinación de genio trascendental y locura trascendental. Por eso Pendergast no había bajado la guardia. En calidad de último representante de su linaje, había considerado responsabilidad suya permanecer alerta por si surgían (caso improbable) pruebas de que su antepasado seguía vivo. Al enterarse del descubrimiento de la calle Catherine, había sospechado enseguida lo ocurrido y la identidad del responsable. Y al descubrirse el asesinato de Doreen Hollander, tuvo la certeza de que había sucedido lo peor que cabía imaginar: Antoine Pendergast había tenido éxito en sus investigaciones.

Sin embargo, ahora estaba muerto.

No cabía duda de que el cadáver momificado de la vitrina era el de Antoine Pendergast, el mismo que en su viaje al norte había adoptado el nombre de Enoch Leng. Pendergast había entrado en la mansión previendo un cara a cara con su antepasado, pero se había encontrado con que su tío tatarabuelo había sido torturado y asesinado. Alguien había ocupado su lugar. ¿Quién? ¿Cómo?

¿Quién había asesinado al portador del nombre de Enoch Leng? ¿Quién les tenía prisioneros, a él y Nora? El cadáver de su antepasado llevaba muerto poco tiempo; a juzgar por su estado, la muerte había ocurrido en los últimos dos meses. Este último dato situaba el asesinato de Enoch Leng antes del descubrimiento del osario de la calle Catherine.

Una secuencia cronológica muy interesante.

También había otro problema; era una sensación, discreta pero persistente, de que faltaba por establecer un vínculo, y Pendergast había empezado a tenerla desde que había entrado en la casa de Leng.

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