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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (33 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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4

El viento sacudía la puerta cerrada a cal y canto. De vez en cuando, en la sala de estar penetraba el destello de un relámpago o el retumbar de un trueno. Desde que había vuelto O'Shaughnessy, unían sus esfuerzos: él apartaba la tierra, y Nora se concentraba en descubrir los detalles. Trabajaban a la luz de una bombilla, una sola, y que daba una luz amarillenta. Olía mucho a tierra podrida. Era una atmósfera cargada, húmeda, asfixiante.

Nora había hecho un agujero de cuatro metros cuadrados en el suelo de la sala de estar. Previamente había dibujado una cuadrícula perfecta, y la excavación presentaba un perfil escalonado: cada casilla, de un metro cuadrado, estaba a un nivel diferente, lo cual le proporcionaba peldaños para entrar y salir del agujero. Las baldosas estaban arrimadas a la pared, en un montón perfecto. Por la puerta de la cocina, que estaba abierta, se veía una montaña de tierra marrón puesta en el centro sobre una lámina de plástico muy gruesa. Al lado de la primera lámina, otra más pequeña contenía objetos sacados de la excavación y metidos en bolsas.

Nora realizó la primera pausa en su labor y dejó la paleta en el suelo para hacer balance. Después se quitó el casco, se pasó el dorso de una mano por la frente y volvió a ponerse el casco. Era más de medianoche, y estaba cansadísima. En el punto de mayor profundidad, la excavación superaba el metro veinte respecto al nivel del suelo. Mucho esfuerzo, con la dificultad añadida de tener que trabajar tan deprisa sin que la excavación dejara de ser profesional.

Se giró hacia O'Shaughnessy.

—Un descanso. Quiero examinar este perfil de suelo.

—Ya era hora.

El policía se puso derecho y se apoyó en la pala. Tenía la frente chorreando de sudor. Nora enfocó la pared lisa de tierra con la linterna, y la leyó como si fuera un libro. De vez en cuando usaba la paleta para retirar algunos grumos y tener mejor visión.

La capa superior, de quince centímetros, era de relleno limpio, con la indudable función de servir de soporte a las baldosas. Debajo había unos noventa centímetros de relleno más basto, sembrado de trocitos de loza y porcelana posteriores a 1910. Sin embargo, Nora no veía nada que correspondiera al laboratorio de Leng, al menos a simple vista. A pesar de todo, había sido muy estricta en marcar cada objeto y meterlo en una bolsa.

Debajo del relleno basto habían encontrado un estrato que contenía desperdicios, hierba en descomposición, trozos de botellas, huesos de sopa y un esqueleto de perro: restos de cuando el solar estaba vacío. Debajo había una capa de ladrillos. O'Shaughnessy se desperezó y se frotó la espalda.

—¿Por qué hay que excavar tanto?

—En la mayoría de las ciudades viejas el nivel del suelo va subiendo a un ritmo fijo. En Nueva York son más o menos tres cuartos de metro cada cien años. —Señaló el fondo del agujero—. En esa época, el nivel del suelo era eso.

—¿O sea, que los ladrillos del fondo son el suelo original del sótano?

—Yo diría que sí. El suelo del laboratorio.

El laboratorio de Leng, pensó.

Sin embargo, les había deparado pocas pistas. Sorprendía la escasez de desperdicios, como si lo hubieran barrido. Nora había encontrado trozos de cristalería en las rendijas de los ladrillos, una rejilla metálica con restos de carbón, un botón, un billete de trolebús podrido y algunas cosas sueltas. Parecía que Leng se hubiera esforzado en no dejar rastro.

La luz de otro relámpago se filtró por el abrigo que Nora había colgado en la ventana. El trueno tardó un segundo en oírse. La bombilla (la única que había) parpadeó, se oscureció y recuperó su intensidad.

Nora seguía contemplando el suelo, enfrascada en sus pensamientos. Al final dijo:

—Primero hay que ensanchar la excavación. Y luego me parece que habrá que hacerla más honda.

—¿Más honda? —dijo O'Shaughnessy con cierto tono de incredulidad.

Nora asintió.

—Leng no dejó nada encima del suelo, pero eso no quiere decir que no dejara nada debajo.

El silencio fue breve, estremecido.

Fuera, la calle Doyers sufría los latigazos de una lluvia intensa. El agua que corría por la cuneta y desaparecía por las alcantarillas transportaba basura, heces de perro, ratas ahogadas, verdura podrida y tripas de pescado del mercado, que quedaba muy cerca, en la misma calle. Los relámpagos iluminaban a intervalos las fachadas renegridas, clavando saetas de luz en las volutas de niebla que lamían el suelo de la calle y formaban remolinos.

Una silueta encorvada y con bombín, tapada en gran medida por un paraguas negro, caminaba por la callejuela. Se acercaba con lentitud y esfuerzo, apoyada en un bastón. Al llegar al número 99 de la calle Doyers hizo una pausa brevísima en su camino. Después siguió vagando por la niebla ponzoñosa, como una sombra mezclada con más sombras, hasta que apenas quedó rastro de su presencia.

5

Custer, suspirando, se apoyó en el respaldo de su silla de despacho, que era enorme. Eran las doce menos cuarto del mediodía, sábado. Se merecía estar con los amigos, bebiendo cerveza en la bolera. ¡Que era comandante de distrito, caray, no detective de homicidios! ¿Para qué leches le habían llamado un sábado? Alguna tontería de relaciones públicas que no servía de nada. Se había pasado toda la mañana sin moverse de la silla, oyendo vibrar el asbesto en los tubos de la calefacción. Un fin de semana fantástico echado a perder.

Suerte que de momento Pendergast ya no podía molestar. Claro que, en el fondo, ¿a qué se dedicaba? Sobre ese tema, las preguntas de Custer a O'Shaughnessy sólo habían obtenido evasivas. Con un expediente así, lo lógico —y lo más beneficioso para el propio O'Shaughnessy— habría sido aprender a lamer lo que hiciera falta. Bueno, pues ya se había hartado. A partir del lunes, a ese cachorrito le apretaría la correa a base de bien.

Sonó el timbre de la mesa. Custer lo pulsó con rabia.

—¿Ahora qué coño pasa? He dicho que no me molesten.

—Capitán, tiene al jefe Rocker en la línea uno —dijo la voz de Noyes con prudente neutralidad.

Mecagüen la hostia, pensó Custer. Le tembló la mano a pocos centímetros del piloto del teléfono, que parpadeaba. ¿Para qué coño quería hablar con él el jefe de policía? ¡Si ya había hecho todo lo que le habían pedido! El alcalde, el jefe… Todos. Fuera lo que fuese, no era culpa suya.

Apretó el botón con un dedo grueso y tembloroso.

—¿Custer?

La voz árida de Rocker entró en su oído.

—Dígame, señor —graznó, esforzándose con retraso por adoptar un tono de voz más grave.

—Ese agente suyo, O'Shaughnessy…

—Sí, dígame, ¿qué le pasa?

—Es que me pica la curiosidad. ¿Cómo se explica que pidiera una copia del informe forense sobre los restos de la calle Catherine? ¿Lo había autorizado usted?

¿Qué coño de mosca le ha picado a O'Shaughnessy?, pensó Custer, con mil ideas en la cabeza. Podía decir la verdad, que O'Shaughnessy debía de haber estado desobedeciendo sus órdenes, pero entonces quedaría como un tonto, incapaz de controlar ni a los suyos. También tenía la posibilidad de mentir. Eligió la segunda, como de costumbre.

—¿Oiga? ¿Señor Rocker? —Consiguió ceñir su voz a notas más o menos masculinas—. Lo autoricé yo. Es que no teníamos copia en nuestro archivo. Nada, puro trámite; cuestión de no saltarse ni una coma, como se suele decir. Es que aquí somos muy escrupulosos.

Hubo un momento de silencio.

—Veo que le gustan los dichos, Custer. Entonces seguro que sabe aquello de «Mejor no meneallo».

—Sí, señor.

—Yo creía que el alcalde había dejado claro que se aplicaba a este caso.

A juzgar por el tono de voz, no parecía que Rocker tuviera una fe ciega en el criterio del alcalde.

—Sí, señor.

—Oiga, Custer… O'Shaughnessy no estará yendo por libre, ¿verdad? Por casualidad, no estará ayudando al agente del FBI mientras está en el hospital…

—No, es un policía de fiar, leal y obediente. El informe se lo había pedido yo.

—Pues me sorprende, Custer. Supongo que se da cuenta de que estando el informe en el distrito podrá leerlo cualquier poli. De ahí a dejarlo en la puerta del
New York Times
sólo hay un paso.

—Disculpe, no se me había ocurrido.

—Quiero que me envíen el informe, sin que falte ni una copia. A mí personalmente, y por correo. ¿Me entiende? No tiene que quedar ni una sola copia en comisaría.

—Lo que usted diga.

¿Cómo leches se las arreglaría? Tendría que quitárselo al hijo de puta de O'Shaughnessy.

—Mire, Custer, aunque parezca mentira, me da la sensación de que no acaba de darse cuenta de cómo está la cosa. Lo de la calle Catherine no tiene nada que ver con ninguna investigación criminal. Es un tema histórico. El informe forense pertenece a Moegen-Fairhaven. Es propiedad privada. Lo han pagado ellos, y el solar donde aparecieron los restos es suyo. Los restos los han enterrado con respeto, pero anónimamente, en un cementerio privado, con las debidas ceremonias religiosas y la organización a cargo de Moegen-Fairhaven. Es asunto cerrado. ¿Me va siguiendo?

—Sí, señor Rocker.

—Resulta que los de Moegen-Fairhaven son muy amigos del alcalde, que me lo ha repetido varias veces, y que el señor Fairhaven en persona lo está poniendo todo de su parte para la reelección. Ahora bien, si siguen las chapuzas, es muy posible que Fairhaven ya no esté tan entusiasmado con apoyar la campaña. Podría optar por inhibirse. Es más: podría optar por dar su apoyo al otro candidato.

—Lo entiendo, señor.

—Me alegro. Hay un psicópata, el tal Cirujano, que se dedica a descuartizar a la gente. Le agradecería que se centrara en eso, Custer. Adiós.

La comunicación se cortó bruscamente con un clic. Custer se incorporó con la mano apretando el teléfono, y el cuerpo porcino temblando. Tragó saliva y, una vez que tuvo la voz bajo control, pulsó el botón del intercomunicador.

—Pásame a O'Shaughnessy. Inténtalo como sea: por radio, por la frecuencia de emergencia, por el móvil, por el número de su casa… Lo que sea.

—Es que no está de servicio, capitán —dijo Noyes.

—Por mí como si se la está pelando. Pásamelo.

—Ahora mismo.

El altavoz quedó en silencio.

6

Nora cogió la paleta, se puso de rodillas y empezó a desprender uno de los ladrillos viejos que formaban el suelo. Estaba tan podrido y saturado de humedad, que se le deshizo al contacto con la paleta. Rápidamente, extrajo los trozos y empezó a levantar uno tras otro los demás ladrillos. O'Shaughnessy, a su lado, observaba el proceso. Habían trabajado toda la noche y parte del día siguiente hasta más allá de las doce, y la superficie excavada había alcanzado ocho metros cuadrados. Nora sentía un cansancio indescriptible, pero seguía queriendo encargarse personalmente de aquella tarea.

Al enterarse de lo que habían encontrado, Pendergast había hecho el esfuerzo de abandonar el hospital —pese a las encendidas protestas de los médicos y las enfermeras— y trasladarse por sus propios medios hasta la calle Doyers. Estaba cerca de la zona excavada, en un colchón ortopédico que acababa de llegar de Duxiana, con los brazos sobre el pecho, los ojos cerrados y casi sin moverse. Su traje negro, junto con su palidez, le daban un parecido alarmante con un cadáver. Siguiendo indicaciones suyas, Proctor, el chófer, había traído una serie de objetos del apartamento del Dakota: una mesita, una lámpara Tiffany y varios medicamentos, ungüentos y chocolates franceses, además de un montón de libros y mapas misteriosos.

Bajo el suelo del antiguo laboratorio de Leng, la tierra estaba muy húmeda y olía a mil demonios. Nora levantó un metro cuadrado de ladrillos y empezó a realizar una cata en diagonal con la paleta. Debajo del suelo no podía llegarse a mucha profundidad. Quedaba poco por excavar. Casi había alcanzado el nivel freático.

Encontró algo. Algunos toques diestros de cepillo hicieron aparecer un paraguas oxidado y podrido del siglo XIX, que sólo conservaba intacto el esqueleto de varillas. Nora despejó con cuidado los aledaños, hizo una foto
in situ
, sacó el paraguas y depositó los restos herrumbrosos en una lámina de papel no ácido para especímenes.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó Pendergast sin abrir los ojos.

Su mano alargada y pálida cogió una chocolatina de una caja y la metió en su boca.

—Los restos de un paraguas.

Ahora Nora trabajaba más deprisa. La tierra estaba más suelta, como barro. A treinta y cinco centímetros, en la esquina izquierda de la cuadrícula, la paleta chocó fuertemente con algo. Nora empezó a despejar la tierra mojada de alrededor, hasta que la mano donde sujetaba el cepillo se apartó bruscamente, por reflejo. Era un círculo pequeño de cabellos, cubriendo una superficie lisa y abombada de hueso marrón.

El rumor lejano de un trueno perforó el silencio. Aún tenían la tormenta encima.

Nora oyó que O'Shaughnessy tomaba aire.

—¿Qué pasa? —dijo enseguida la voz de Pendergast.

—Hay una calavera.

—Siga excavando, si es tan amable.

El tono de Pendergast no indicaba sorpresa. Manejando el cepillo con esmero y con el corazón golpeándole el pecho, Nora siguió apartando tierra. Poco a poco apareció el hueso frontal, seguido por dos órbitas cuyo interior conservaba algo viscoso, pegajoso. No pudo evitar que el mal olor le produjera arcadas. No era ningún esqueleto anasazi enterrado en arena seca desde hacía mil años. Se tapó la nariz y la boca con el jersey y siguió trabajando. Lo siguiente en aparecer fue una porción de hueso nasal, que albergaba en el hueco un cartílago torcido. Cuando el maxilar quedó a la vista, se vio brillar algo metálico.

La voz débil de Pendergast volvió a romper el silencio de la sala.

—Descríbalo, por favor.

—Déme un minuto.

Nora fue despejando la osamenta craneofacial con el cepillo, y, una vez que tuvo el rostro entero a la vista, se apoyó en los talones.

—Bueno, veamos. Es un cráneo de varón adulto que conserva restos de cabello y tejidos, probablemente por el entorno anaeróbico del yacimiento. Justo debajo del hueso maxilar hay dos dientes de plata que se han separado parcialmente de la mandíbula superior, pero que se aguantan por un puente anticuado. Debajo, justo en el interior de la mandíbula, observó unas gafas doradas con uno de los dos cristales negro y opaco.

—Ah, pues ha encontrado a Tinbury McFadden. —Después de una pausa, Pendergast añadió—: Hay que seguir. Falta encontrar a James Henry Perceval y Dumont Burleigh, miembros del Lyceum y colegas del doctor Leng. Dos personas que también tuvieron la mala suerte de haber recibido las confidencias de J. C. Shottum. Ya tenemos el cenáculo completo.

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