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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (29 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Claro que hoy día ya no quedan ni los orfanatos ni las casas. De hecho, hasta han desaparecido algunas calles. Justo encima de donde estaba el laboratorio de producción de Leng, construyeron una casa de piedra de tres pisos: el noventa y nueve de la calle Doyers, que se edificó en los años veinte en los aledaños de la plaza Chatham. Estaba dividido en apartamentos de un dormitorio, más uno de dos en la planta baja. Si queda algo del laboratorio de Leng, tiene que estar debajo.

Nora pensó un poco. No cabía duda de que, como proyecto arqueológico, excavar el laboratorio de producción de Leng podía ser fascinante. Seguro que había pruebas, y ella, como arqueóloga, era capaz de encontrarlas. Volvió a preguntarse por el motivo de que a Pendergast le interesaran tanto aquellos crímenes del siglo XIX. No dejaría de ser una satisfacción saber que se había descubierto al asesino de Mary Greene… Cortó en seco sus disquisiciones. Tenía trabajo, y una trayectoria profesional que rescatar. Se imponía, una vez más, tener presente que todo aquello era historia.

Pendergast suspiró y cambió ligeramente de postura.

—Gracias, doctora Kelly. Ahora más vale que se marche, porque me urge dormir.

Nora, que había previsto otra petición de ayuda, le miró con cara de sorpresa.

—¿Se puede saber para qué me ha llamado?

—Me ha ayudado mucho en la investigación. En varias ocasiones me había pedido más información de la que podía darle, y he supuesto que le interesaría estar al corriente de mis averiguaciones. Es lo mínimo que se merece. Espero que lo que acabo de contarle la deje un poco más satisfecha, y que le permita seguir con su trabajo en el museo sin tener la sensación de haber dejado algo a medias. Le agradezco muy sinceramente su ayuda. Me ha sido utilísima.

Ante aquella manera tan brusca de echarla, Nora sintió una punzada de ofensa. Se recordó que era lo que ella quería. ¿O no? Tardó un poco en hablar.

—Gracias por decirlo, pero oiga, a mí me da la sensación de que este tema no es que se quede a medias, es que ni llega. Si es verdad lo que dice, lo lógico sería seguir por el noventa y nueve de la calle Doyers.

—En efecto. Actualmente, la vivienda de la planta baja no tiene inquilinos, y sería muy instructivo realizar excavaciones debajo de la sala de estar. Tengo planeado alquilar el apartamento y proceder a ello personalmente. De ahí que me urja acortar al máximo la convalecencia. Cuídese, doctora Kelly.

Esta vez, su cambio de postura corporal parecía inapelable.

—¿Quién hará la excavación? —preguntó Nora.

—Ya encontraré a otro arqueólogo.

Nora le dirigió una mirada penetrante.

—¿Dónde?

—Recurriendo a la delegación de Nueva Orleans, que tratándose de mis… mmm… proyectos siempre son muy flexibles.

Ya —dijo Nora bruscamente—. Pero es que no es trabajo para un arqueólogo cualquiera. Hace falta alguien que esté muy capacitado para…

—¿Se me está ofreciendo?

Nora se quedó callada.

—No, claro —dijo él—. Por eso no se lo he pedido. Después de haberla oído expresar tantas veces su deseo de retomar una línea de trabajo más normal… Ya le he exigido demasiado. Además, esta investigación ha dado un giro peligroso, mucho más que en mis previsiones iniciales. Las cuales, como ve, he tenido que pagar. No querría exponerla a más riesgos de los que ya ha corrido.

Nora se levantó.

—Bueno, pues ya está todo dicho. Señor Pendergast, he disfrutado mucho con nuestra colaboración, aunque no sé si la palabra «disfrutar» es la adecuada. Interesante, en todo caso, lo ha sido.

No acababa de estar satisfecha con el desenlace, aunque se ajustara al objetivo de su visita.

—Sí, mucho —dijo Pendergast.

Nora empezó a caminar hacia la puerta, pero a medio camino se acordó de algo.

—Aunque es posible que vuelva a ponerme en contacto con usted. En el archivo tengo una nota de Reinhart Puck donde dice que ha encontrado más información, y me pide que pase esta tarde. Si veo que puede servir de algo, se la paso.

Los ojos claros de Pendergast seguían observándola con atención.

—Sí, por favor. Y otra vez gracias, doctora Kelly. Cuídese mucho.

Nora asintió, dio media vuelta y, al pasar al lado de las enfermeras, correspondió a las malas caras con una sonrisa.

15

La puerta del archivo crujió escandalosamente al ser empujada por Nora. Sus golpes habían quedado sin respuesta. El hecho de no encontrarla cerrada con llave constituía una clarísima infracción del reglamento. Qué raro.

Se le metió en la nariz el olor a libros y papeles viejos, y la peste a podrido que parecía invadir todo el museo. La mesa de Puck ocupaba el centro de un círculo de luz, recortado en una pared de oscuridad. En cuanto al propio Puck, no se le veía por ninguna parte.

Nora consultó su reloj. Las cuatro de la tarde. Llegaba puntual.

Soltó la puerta, que volvió a su posición con un suspiro. Después cerró con llave y se acercó a la mesa taconeando sobre el suelo de mármol. Por puro automatismo, firmó en el libro de registro, garabateando su nombre en la parte superior de una página en blanco. La mesa de Puck estaba más ordenada que de costumbre. En el tapete de fieltro verde sólo había una nota escrita a máquina. La leyó: «Estoy sobre el triceratops».

El triceratops, pensó Nora, mirando la oscuridad. Nada más típico de Puck que pasarse el día quitando el polvo a viejas reliquias. Pero ¿dónde coño estaba el triceratops? No se acordaba de haber visto ninguno. Además, al fondo no había luz para guiarse. El puñetero triceratops podía estar en mil lugares. Miró alrededor: no, tampoco había ningún plano del archivo. Típico.

Empezaba a estar un poco irritada. Se acercó a la hilera de interruptores de marfil y bajó unos cuantos al azar. En las profundidades del archivo se encendió una serie de luces dispersas, que proyectaban largas sombras por las filas de baldas de metal. Ya que estamos, pensó, más vale encenderlas todas; y, con el borde de la mano, bajó hileras enteras de interruptores. Sin embargo, ni con todas las luces encendidas dejaba de reinar en el archivo una extraña insuficiencia de luz, con predominio de grandes manchas de sombra y largos pasillos en penumbra.

Permaneció a la espera, como si en cualquier momento Puck fuera a llamarla, pero sólo se oía el lejano tictac de los tubos de vapor, y el susurro de los conductos de ventilación. Decidió llamarle.

—¿Señor Puck?

Su voz resonó un poco y se apagó. No contestaba nadie.

Volvió a llamar, pero más fuerte. El archivo era tan grande que dudó de que su voz llegara hasta el final.

Se planteó volver a otra hora, pero el mensaje de Puck se caracterizaba por su insistencia. Entonces, vagamente, recordó que en su última visita había visto esqueletos fósiles enteros. Quizá el triceratops estuviera entre ellos.

Suspiró y empezó a recorrer un pasillo cualquiera, oyendo el impacto de sus zapatos en el mármol. El principio del pasillo estaba muy iluminado, pero se volvía oscuro enseguida. Parecía mentira que hubiera tan poca luz. En las partes centrales de los pasillos, lejos de las luces, casi hacía falta una linterna para distinguir los objetos almacenados en las estanterías.

Al llegar al siguiente círculo de luz, vio que estaba en una confluencia de pasillos que formaban ángulos diversos. Hizo una pausa para decidir por cuál se adentraba. Esto es como el cuento de Hansel y Gretel, pensó, y se me han acabado las migas.

Entre los pasillos de la izquierda, el que le quedaba más cerca salía en una dirección que, según recordó, llevaba a un grupo de animales disecados, pero sus luces, además de ser pocas, estaban fundidas, y el fondo se veía negro. Se encogió de hombros y penetró en el siguiente.

¡Qué diferencia, caminar a solas por aquel laberinto! La última vez iba con Pendergast y Puck; entonces pensaba en Shottum, y no se había fijado demasiado en el entorno. Como seguía los pasos de Puck, ni siquiera se había molestado en prestar atención a los recodos tan raros que formaban los pasillos, ni en los ángulos peculiares en los que confluían. La excentricidad del trazado, de por sí insuperable, se veía agravada por las dimensiones del conjunto.

La sacó de sus cavilaciones ver que el pasillo torcía bruscamente a la izquierda. Al llegar al otro lado, se llevó la sorpresa deencontrar varios mamíferos africanos: jirafas, un hipopótamo, una pareja de leones, ñúes, kudúes y un búfalo de agua. El hecho de estar envueltos en plástico les prestaba un aspecto borroso, fantasmal.

Se detuvo. Ni rastro de triceratops. Y los pasillos volvían a partir en media docena de direcciones. Eligió uno al azar y lo siguió por varios recodos hasta desembocar sin previo aviso en otro cruce.

Empezaba a ser absurdo.

—¡Señor Puck! —exclamó.

Al apagarse los ecos de su voz, el único sonido que quedó fue el siseo de la ventilación.

No podía perder el tiempo de aquella manera. Volvería más tarde, previa llamada telefónica para asegurarse de que Puck la esperase en su mesa. No, mejor: le pediría que le llevara directamente a Pendergast lo que quería enseñarle. Ella ya no participaba en la investigación.

Dio media vuelta para salir del archivo por lo que le pareció el camino más corto, y a los pocos minutos encontró un rinoceronte y varias cebras. Bajo el omnipresente plástico, que desprendía un fuerte olor a paradiclorobenceno, parecían voluminosos centinelas.

Aquellos pasillos no le sonaban de nada. Tampoco parecía que estuviera más cerca de la salida. Experimentó un hormigueo de angustia, que suprimió mediante una risa forzada. Se trataba, simplemente, de volver hasta las jirafas y a partir de ese punto rehacer su camino.

Al girarse metió el pie en un charquito de agua, y justo al levantar la cabeza recibió una gota en la frente. Condensación de los tubos del techo. Se sacudió el agua y siguió caminando.

Sin embargo, no había manera de encontrar el camino de regreso a las jirafas.

Era de locos. ¿Cómo podía perderse en un museo del centro de Nueva York, ella, que se había orientado por desiertos sin caminos y frondosas selvas tropicales ?

Miró alrededor, dándose cuenta de que lo que había perdido era su sentido de la orientación. Con tantos ángulos y tantos cruces mal iluminados, ya no podía saber dónde quedaba la mesa. Tendría que…

De repente quedó inmóvil y prestó atención. Un ruidito, como de golpes. Costaba saber de dónde procedía, pero estaba cerca.

—Señor Puck, ¿es usted?

Nada.

Escuchó, y volvió a oír los golpecitos. Será otro escape de agua, pensó. Pero tenía más ganas que nunca de encontrar la puerta.

Eligió al azar un pasillo y lo recorrió a paso ligero, con golpes muy seguidos de tacón en el mármol. Los estantes de ambos lados del pasillo estaban cubiertos de huesos, amontonados como leña y con etiquetas individuales atadas en las puntas. El movimiento del aire a su paso hacía temblar y susurrar las etiquetas, que estaban amarillentas. Parecía una cripta. Con tanto silencio y tanta oscuridad, rodeada de especímenes macabros, costaba no pensar en la sucesión espeluznante de asesinatos que, hacía pocos años, había tenido como escenario el mismo subsótano, y que seguía siendo objeto de rumores y conjeturas entre la plantilla. Al fondo del pasillo había otro recodo.

Maldita sea, pensó Nora, recorriendo con la vista las largas hileras de anaqueles que se perdían en la oscuridad. Se le repitió el escalofrío de angustia, pero esta vez costaba más dominarlo. Entonces volvió a oír ruido a sus espaldas (o se lo pareció), y esta vez, más que golpecitos, era el roce de un pie en la piedra.

—¿Quién es? —preguntó al dar media vuelta—. ¿Señor Puck?

Silencio; sólo el siseo del vapor, y el sonido de las gotas. Siguió caminando un poco más deprisa, diciéndose que no había que tener miedo y que sólo eran los ruidos de un edificio viejo y decrépito asentándose a cada momento. Hasta los pasillos parecían atentos. Sus tacones hacían un ruido intolerable.

Dobló una esquina y volvió a meter el pie en un charco. Lo retiró asqueada. ¿Tan difícil era renovar las cañerías?

Volvió a fijarse en el charco. El agua era negra y aceitosa. De hecho no era agua, sino el fruto de algún escape de combustible o conservante químico. Olía raro, a agrio. Sin embargo, no parecía proceder de ningún escape, puesto que alrededor sólo había estanterías llenas de pájaros disecados, con el pico y los ojos abiertos y las alas extendidas.

Qué asco, pensó, mientras levantaba el pie y, al mirar de lado sus zapatos Bally, descubría que el líquido aceitoso le había manchado la suela y parte de la costura. Aquel archivo era una vergüenza. Se sacó del bolsillo un pañuelo más grande de lo normal (pertrecho necesario para trabajar en un museo polvoriento) y lo usó para limpiarse el borde del zapato. De repente se quedó muyquieta. Sobre el fondo blanco del pañuelo, el líquido no se veía negro, sino rojo oscuro, y brillante.

Soltó el pañuelo y, con el corazón a cien, dio un paso involuntario hacia atrás. De repente, al contemplar el charco, le entró un miedo atroz. Era sangre, y había mucha. Miró por todas partes como loca. ¿De dónde salía? ¿Había goteado de algún espécimen? No, parecía desvinculado de todo su entorno: un charco grande de sangre en medio del pasillo. Miró hacia arriba, pero no había nada, sólo el techo a unos diez metros, mal iluminado y con una red de tuberías.

Entonces oyó algo parecido a otro paso, y entrevió movimiento a través de un anaquel con especímenes. Después de eso volvió a reinar el silencio.

Estaba claro que había oído algo. Muévete, muévete, le urgía su instinto. Se giró y caminó deprisa por el largo pasillo, hasta que volvió a oír algo. ¿Pisadas rápidas? ¿Un roce de tela? Volvió a detenerse y a prestar atención, pero sólo oía el débil goteo de las cañerías. Intentó mirar por los huecos de las estanterías, forzar la vista a través de aquella pared de tarros de especímenes y serpientes enrolladas en formol. Parecía que al otro lado hubiera algo grande, negro, con estrías y distorsionado por los montones de tarros de cristal. Nora se movió… y la cosa se movió al mismo tiempo. Estaba segura.

Retrocedió respirando más deprisa, y la forma negra imitó sus movimientos. Parecía que se desplazara paralelamente a ella en el pasillo contiguo. Quizá esperara a verla salir por uno u otro extremo.

Redujo el paso y procuró caminar sin alterarse hacia el final del pasillo. Vio que el bulto se movía a la misma velocidad que ella.

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