Los almendros en flor (25 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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—Bueno, sí, en cierto sentido es lo que he hecho, supongo. Aunque la verdad es que creo que trabajo más ahora que...

—¿Vive su esposa? —interrumpió el viejales.

—Bueno, hasta hace un rato sí —respondí un poco mosqueado.

—¿Tiene familia, entonces?

—Sí, una hija de catorce años —contesté, ya irritado.

Al oír eso, el viejo se echó atrás, asombrado, y me clavó la mirada. Lo vi restar mentalmente catorce a noventa y cinco y, al obtener la cifra de ochenta y uno, preguntarse cómo diablos se me habría empinado a tan avanzada edad.

Pagué el café y me levanté para marcharme.

—Ha sido un placer hablar con usted —murmuré, y salí en busca de la pandilla de mujeres consumistas, con el rabo entre las piernas.

El Club de Admiradores de los Almendros en Flor

Diez sacos de pienso para ovejas, uno de cebada y uno de trigo para las gallinas, forraje para el caballo, una bolsa de galletitas para los perros y otra para los gatos. Contemplé la gran carga que llevaba en el maletero del coche y, satisfecho con mis credenciales agrícolas, cerré de un portazo con una nube de polvo. Una gran furgoneta blanca había aparcado enfrente de la tienda de comida de animales. El conductor tenía un codo apoyado en la ventanilla y me miraba.

—Cristóbal, ¿por dónde andas? —bramó una voz profunda y bien modulada.

—¡Paco! —exclamé al reconocer a la figura sentada al volante—. Tienes buen aspecto, y por lo que veo has engrosado las filas de los hombres con barba.

«¿Por dónde andas?» es una pregunta difícil de responder, aunque sospecho que se trata de un saludo retórico, y siempre he contestado como si lo fuera. Crucé la calle y le estreché la mano a Paco. Su rostro esbozó una sonrisa radiante bajo la nueva barba.

—¿Qué dice el hombre? —preguntó.

Lo cierto es que «¿Qué dice el hombre?» es un saludo más abstruso si cabe que «¿Por dónde andas?»... Quiero decir, ¿qué se supone que ha de responder el hombre en cuestión? Esas fórmulas de saludo españolas siempre me dejan un poco desconcertado, y mucho me temo que, pese a los años que llevo residiendo aquí, aún no pasaría el examen de la comunicación más básica.

—Qué alegría verte, Paco —respondí—. ¡Cuánto tiempo! Tienes buen aspecto, aparte del crecimiento micótico, claro. ¿Y cómo están Consuelo y Paz?

—Bien, estamos todos bien, gracias a Dios. Se me acaba de ocurrir una idea: ¿qué te parecería volver a la sierra de la Contraviesa para admirar los almendros en flor?

—Caray, me encantaría, Paco. Quería llamarte para proponértelo, pues he visto que en los montes más bajos ya están marchitándose las flores...

—Todavía hay tiempo; si subimos bien alto aún quedan un par de semanas.

Paco es el único amigo que tengo en el campo español que propondría una cosa así. Conozco personas de por aquí que ni siquiera reparan en la hermosura de la naturaleza; tan sólo viven y trabajan en su seno y no dan un paso para descubrir sus encantos. La idea de internarse en las montañas para contemplar un campo de almendros en flor espectacular ni se les pasa por la cabeza, al igual que a un hombre acostumbrado a ir todos los días al trabajo en tren no se le ocurriría bajarse una parada antes sólo para admirar la estación.

—La semana que viene te llamo y quedamos —concluí.

Paco arrancó el coche y, tras doblar una esquina, desapareció de la vista.

Paco Sánchez es un hombre excepcional en muchos sentidos. Nació en el campo de Torvizcón, donde sigue viviendo hoy día. Su padre se ganaba la vida cultivando hortalizas, y de niño, Paco se pasaba el día con él en el huerto, observando y aprendiendo. A los dieciocho años reunió dinero para comprar una yunta de mulas, con la que sacaba lo justo para vivir arando de sol a sol las escarpadas laderas adyacentes al pueblo.

Sin embargo, Paco, que debía de tener un gen revolucionario en su herencia, se volvió comunista, buscador de fortuna y viajero, y con Consuelo, su novia del pueblo, se marchó a probar suerte en Suiza. Trabajaron como peones agrícolas allí donde encontraban faena, y ahorraron prácticamente cada franco suizo que ganaban. El plan era regresar a España con dinero suficiente para comprar tierra, pues el padre de Paco había sido un jornalero. Al cabo de varios años, la pareja volvió a Torvizcón con fondos suficientes para comprar una casa en el pueblo, una fértil parcela de terreno aluvial junto al río, un pequeño olivar y toda una ladera de almendros en la Contraviesa. En aquellos tiempos, nadie quería comprar tierras, no digamos ya cultivarlas, de modo que les salieron baratas.

Enseguida la tierra dio frutos, y al cabo de pocos años tenían un negocio próspero. Paco se había entusiasmado con las nuevas ideas durante su época suiza, y fue probablemente el primer hombre en la Alpujarra en defender la causa de la agricultura ecológica, lo que contribuyó a que sus vecinos lo vieran aún más como un radical peligroso. En aquellos tiempos, era como nadar contracorriente, pues la gente abrazaba entusiasmada los principios de la agricultura química, que era el último grito. Paco me contó que no hacía nada nuevo; se limitaba a poner en práctica todo lo que había aprendido de su padre. En la época de éste, todo el mundo practicaba la agricultura ecológica, pues no podían permitirse los productos químicos y los fertilizantes artificiales, de modo que los resultados se obtenían a fuerza de ingenio, observación y muchas horas de trabajo agotador.

Paco y Consuelo eran muy competentes en su trabajo, y tuvieron la imaginación y la confianza suficientes para ir más allá del mercado local a la hora de vender sus productos. Descubrieron que los alimentos ecológicos tenían salida en Alemania y empezaron a adaptar su producción a los gustos de ese mercado. Producían pan de higo, almendras y mermeladas de toda clase de frutas; encurtían pimientos y alcaparras y secaban tomates al sol, así como albaricoques, palosantos y nísperos. Vendían ingentes cantidades de aceitunas en conserva, aceite de oliva y hasta alguna caja del vino casero de Paco, que, a decir verdad, lo hacía un poco a la buena de Dios. Más o menos una vez al mes, llegaba de la cooperativa ecológica de Alemania una furgoneta que al día siguiente partía cargada con los deliciosos productos elaborados por Paco y Consuelo. Con lo que sacaron, se compraron una gran furgoneta blanca y, no sin ciertas dudas, cambiaron la yunta de mulas por un pequeño bulldozer.

Pero parte de la herencia genética de Paco, así como su ávida interpretación de las cuestiones ecológicas, habrían de volverlo un poco radical y hasta puritano en sus objetivos. El negocio de enviar las delicias de la Alpujarra a un sitio lejano como Hamburgo para provecho de unos cuantos ricachones no acababa de parecerle bien. Y así, decidió fundar una cooperativa local a fin de reunir a los horticultores y consumidores ecológicos cada vez más numerosos de nuestra región.

Y tras las largas jornadas de trabajo entre frutas y hortalizas y distribuyendo por todas la Alpujarra las cajas de sus productos, aún le quedaron fuerzas para convocar reuniones de las partes interesadas. Dado que yo había escrito un libro, se le ocurrió «darles peso» a dichas reuniones, y consiguió que me nombraran vocal, con la responsabilidad especial de coordinar el sector ganadero. En realidad, yo era el único miembro que tenía algún tipo de ganado aparte de gallinas, lo que significaba que tenía que coordinarme a mí mismo. Eso no resultó tan sencillo como habría cabido pensar, debido a mi tendencia a quedarme dormido en cuanto se declaraba el primer punto en el orden del día y a permanecer así hasta que se llegaba a los «ruegos y preguntas», como inevitable resultado de una combinación de calor nocturno, alcohol y el zumbido de voces que discutían interminablemente sobre trámites de lo más sutiles. En la primera reunión, me desperté sobresaltado y descubrí que se requería mi voto para ponerle nombre al grupo. Paco había sugerido «Alcaparra», que me pareció un buen nombre para una cooperativa agrícola. No había mucha competencia, de forma que Alcaparra se quedó, y pude volver a mi siestecita.

La cooperativa arrendaba una pequeña tienda en el pueblo, que no tardó en convertirse en punto de reunión de la comunidad alternativa local. Vendían miel, tofu y cosméticos naturales a base de aguacate y otros ingredientes inverosímiles, pero sobre todo montañas de hortalizas con bastante mala pinta. Cuando era temporada de habas, la tienda estaba abarrotada de habas del suelo al techo. Pero por supuesto todo el mundo cultivaba sus propias habas, de modo que nadie quería comprarlas. Lo mismo ocurría con las alcachofas —hay un número limitado de cosas que pueden hacerse con una alcachofa— y los tomates, pimientos, berenjenas y judías no tenían mejor suerte. En cuanto a las naranjas y los limones, suponían una absoluta pérdida de tiempo, pues todo el mundo tenía árboles propios.

Con vistas a insuflar un poco de vida al sector ganadero, pegué en la tienda unos carteles, que a mí me parecían divertidos, que anunciaban suculenta carne de cordero producida en la zona. La respuesta fue escasa, por no decir algo peor, pues el noventa por ciento de los miembros eran vegetarianos de alguna clase, y los que no, eran vegetarianos estrictos o estaban ayunando.

Como es natural, pronto empecé a sentir que estaba de más en las reuniones, y poco a poco dejé de asistir a ellas. Paco, que había sido elegido presidente por voto unánime, era tan eficiente y parecía mantener tan bien el orden entre los elementos más anárquicos de la cooperativa que pensé que nadie me echaría de menos. Pero al cabo de poco oí decir que se habían enzarzado en amargas disputas para discernir qué eran productos ecológicos y qué no: ¿había que cultivarlo todo uno mismo o podían importarse hierbas y especias de la India? Paco no quería que el grupo fuera demasiado puritano, pero lo superaron en votos los eco-fundamentalistas, que acabaron por echarlo. Y la cooperativa que había fundado con tanto esfuerzo se fue al traste.

Resucitar el Club de Admiradores de los Almendros en Flor, como Paco había bautizado nuestra expedición del año anterior, era exactamente lo que nos hacía falta para superar un revés como aquél. Consulté con Ana la posibilidad de tener un día libre para ir de excursión a las montañas con mi amigo. Me pareció ver cierta suspicacia en su mirada. Me temo que las mujeres siempre están convencidas de que, cuando los hombres van de excursión, caen inevitablemente en la bebida y el libertinaje. Le recordé que el año anterior Paco y yo habíamos ido a admirar los almendros en flor y que sólo habíamos bebido agua. Creo que ni siquiera comimos. Hasta ese punto fueron puros nuestros motivos.

—¿Ah, sí? —respondió Ana con escepticismo—. Entonces, ¿por qué te tomas tantas molestias en pedirme permiso? No pareces tener la conciencia tranquila.

Ello no hace sino demostrar lo poco que se valoran la consideración y la transparencia.

Impertérrito, al día siguiente llevé a Chloé al colegio, a fin de empezar la jornada temprano. Una expedición para admirar almendros en flor ha de tomarse en serio, no puede convertirse en una excusa para quedarse en la cama hasta media mañana. Al cruzar el puente de los Siete Ojos y dirigirme al este hacia Torvizcón, contemplé las tres grandes cumbres cubiertas de nieve de Sierra Nevada. El sol de primera hora, que asomaba apenas sobre la mole de la Contraviesa, teñía de un suave rubor las altas laderas orientadas hacia el este. Poco después doblaría la curva que daba a la rambla de Torvizcón y vería el pueblo al fondo del valle, junto al río seco. Cuando las laderas sobre él están engalanadas de flores de almendro y el humo azul de las chimeneas del pueblo se eleva hacia el cielo invernal: ése es el momento en que hay que ver Torvizcón. En pleno verano, cuando el sol ha agostado cualquier rastro de vida y color de las montañas circundantes, más vale pasar de largo y continuar en dirección a la Alpujarra oriental.

Aparqué en la plaza y subí trabajosamente por una cuesta hacia la casa de Paco. Torvizcón está en una ladera escarpada, y Paco y Consuelo viven en lo alto. Cuando llegué al empinado callejón con sus resaltos en diagonal para que las mulas puedan afianzarse al pasar, estaba exhausto.

—¡Hola, Paco! —exclamé al volver la esquina.

—¿Qué dice el hombre? —me llegó su voz desde el tejado.

—¿Qué haces ahí arriba, hombre? ¿No nos íbamos de excursión?

—Sólo estaba acabando de poner unas tejas...

Alcé la mirada para mirar qué hacía y me aparté un poco, protegiéndome los ojos con la mano para ver mejor.

—Lo estás haciendo mal, Paco. Las tejas no se ponen así.

Me quedé bastante satisfecho por cómo había recitado esa fórmula de saludo tradicional alpujarreño, criticando el trabajo de un hombre. Mi dominio del idioma estaba mejorando.

Paco me miró desde su atalaya con lo que me pareció una expresión indignada, aunque no le veía bien la cara.

—Cristóbal, todos y cada uno de los hombres de este pueblo han pasado por aquí antes y han dicho exactamente lo mismo que acabas de decir. La verdad es que esperaba esa actitud conservadora de mis rutinarios e inflexibles vecinos alpujarreños, pero pensaba que tú, siendo guiri, tendrías un poco más de mundo, la verdad.

—Pues ya ves, Paco, no es así. Quizá podrías iluminarme con una explicación. Además, ¿de dónde sale este cerdo y qué hace frotándose contra tu verja?

Un pulcro cerdo rosa —un gran cerdo blanco, en realidad—, con un collar rojo al cuello y un cascabel, acababa de aparecer sigilosamente.

—Ése —explicó Paco mientras bajaba por la escalera de mano— es el cerdo público, y ha venido a desayunar. —Le dio un amistoso tirón de la cola—. Pertenece a todos los habitantes de Torvizcón y se alimenta a expensas de la gente hasta la fiesta de San Antón...

—¿Y qué ocurre entonces?

—Hombre, pues que se rifa, y el que lo gana se lo come —respondió, para luego exclamar a voz en grito, llamando a su hija, que estaba dentro de la casa—: ¡Paz! ¡Está aquí tu cerdo!

—Voy —fue la respuesta.

El cerdo se puso retozón al oír la voz de Paz y empezó a dar saltitos levantando una pata y luego otra, haciendo tintinear el cascabel.

—En cuanto a las tejas... —continuó Paco—. Estuvimos en Galicia en otoño, y me fijé en que algunos pueblos tienen una forma singular de colocarlas para que se vean bonitas y drenen mejor el agua. Pero me temo que tardaré mil años en convencer a los tontos de este pueblo de que es una mejora. A veces me pregunto si la evolución de las ideas funciona a ritmo más lento en la Alpujarra que en cualquier otra parte del planeta. Y pienso, Cristóbal, que igual llevas demasiado tiempo viviendo aquí.

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