Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
No hace mucho, tenía un par de horas muertas por delante y se me ocurrió, como suelo hacer a menudo, hojear un libro sobre la España morisca. Entonces me topé con un informe de un tratado árabe del siglo XV sobre agricultura. Me despabilé de inmediato, pues ofrecía una solución a un interrogante con el que había estado lidiando: qué hacer cuando uno de tus árboles favoritos deja de dar aceitunas. Es un problema espinoso. Tienes un árbol antiquísimo, de belleza inenarrable, que te proporciona una sombra perfecta en verano... pero ni una sola oliva. Bueno, pues según Abu al-Jayr, los moros solucionaban este problema de la siguiente manera...
El propietario del árbol les pide a dos amigos que le ayuden. Va al campo con uno de ellos y, cogidos de la mano, pasean con actitud contemplativa entre los olivos. Al llegar al recalcitrante árbol en cuestión, el amigo se detiene y lo admira, momento en que el propietario dice en voz bien alta:
—Oh, éste; voy a talarlo, porque no da fruto.
—Qué pena, es un árbol bonito —comenta el amigo.
—Sí, pero aquí no hay sitio para los holgazanes. Le ha llegado la hora.
Dicho lo cual, los dos amigos siguen su recorrido por el campo. Entonces entra en escena el segundo amigo. Tomando la misma ruta, se detiene bajo el árbol y, dirigiendo una mirada elocuente a sus ramas, dice:
—Habla en serio, ¿sabes?
Si todo va bien, el árbol meditará sobre esa amenaza y entrará en razón.
La historia me hizo pensar en el talento de los árabes para la agricultura, y en su actitud hacia la naturaleza. Pues, aunque la sabiduría moderna nos ha enseñado la excelencia de empapar la tierra con fungicida, pesticida, productos para retardar el crecimiento y herbicida sistémico de amplio espectro, al parecer estamos viviendo un renovado interés por las costumbres más simples y menos nocivas del pasado, un retorno a un intercambio más ecuánime con la tierra que nos alimenta. Abu al- Jayr habría dado sin duda su aprobación. Es posible que también hubiese advertido con satisfacción lo mucho que ha perdurado el cultivo morisco de la aceituna en la Alpujarra. El paisaje sigue siendo casi el mismo en que los moros dispusieron bancales y sembraron a finales del siglo XV.
No hay una temporada en que sea más consciente de dicho legado que la de la cosecha, que comienza en octubre, cuando todos los bancales de olivos se recortan y alisan hasta dejarlos como mesas de billar y se limpian de vegetación las acequias, terraplenes y muros, no vaya a ser que una aceituna descarriada huya de su destino. En esa época del año, los bancales que rodean los pueblos, así como los olivares de gran tamaño que se extienden en laderas y valles, adoptan la apariencia de un jardín bien cuidado.
Y cuando la gente sale del pueblo a trabajar en sus parcelas (quien más quien menos tiene un par de olivos) y a cosechar el fruto que les proporcionará el aceite del año venidero, el campo cobra una vida desbordante. Durante el invierno, en toda la Alpujarra resuena el vareo de los árboles: ese inconfundible sonido hueco de las largas varas procedentes de los cañizales del río al golpear las duras ramas de olivo. Es una ocasión familiar, llena de la alegre cháchara de los niños, y también una especie de celebración. El humo azul de las hogueras y el aroma irresistible de la carne asada están por todas partes, pues aquí resulta impensable pasar un día en el campo sin hacer un picnic, y para los españoles un picnic sin carne no es un picnic como Dios manda.
Pero, inevitablemente, las cosas están cambiando, de un modo que quizá divertiría a Abu al-Jayr. Los olivareros más receptivos a los avances del progreso han cambiado sus endebles «barras» por varas de fibra de vidrio, más resistentes y capaces de golpear con mayor fuerza. Para no perderlas, las pintan de un deslumbrante verde fluorescente, y, como emiten un sonido sordo en lugar del tradicional chasquido, la música del invierno ha cambiado. Los horticultores modernos de verdad han ido un paso más allá al adoptar el vibrador Honda, un artefacto que le da un meneo de padre y señor mío al árbol para despojarlo hasta del fruto más ferozmente contumaz. Ahora lo que suena en el campo invernal es el zumbido de los motores de gasolina japoneses que la gente se echa al hombro.
Nosotros tenemos unos cincuenta olivos antiquísimos, y unos cien jóvenes que plantamos hace tres años. La mayoría de nuestros árboles son picuales, la variedad que mejor se adapta a la Alpujarra, pues las aceitunas resisten perfectamente los vientos feroces que azotan la región en invierno, y sin embargo en la recolección caen dócilmente al suelo. Casi todos los demás son de la variedad manzanilla, que produce las aceitunas comestibles más deliciosas. Son las que se encuentran en latas y bolsas, rellenas de pimiento, anchoa o almendra.
Mezclamos las aceitunas sin ningún rigor científico, y sospecho que cualquier chef digno de ese nombre se llevaría las manos a la cabeza, horrorizado, al ver lo que contiene nuestro aceite extra virgen. Nos limitamos a echar todas las aceitunas: picuales, manzanilla, unas cuantas de agua, como se conoce a la aceituna comestible de la zona, y un puñado de acebuchinas. El acebuche es el olivo silvestre del que proceden todos los olivos. Su fruto es minúsculo, y contiene una gota infinitesimal de aceite verde y ácido, en el que un paladar proclive al sentimentalismo y la grandilocuencia puede detectar mil años de vientos, calor y polvo mediterráneos, y el perfume de un sinfín de plantas aromáticas. No vale mucho la pena recoger las acebuchinas, pero el hecho de incluir unas cuantas olivas de esa antiquísima variedad en tu aceite produce cierta emoción cuando, a la hora del desayuno, untas con él la tostada caliente y reflexionas sobre la antigüedad del mundo.
El acebuche se utiliza también para afianzar las raíces de los más delicados olivos modernos. Las del acebuche, que se extienden despacio pero firmemente, permiten al árbol sobrevivir al calor más extremo, al viento más feroz y al invierno más gélido; son árboles que extraen de las entrañas de la tierra toda la dulzura y todo el dolor del mundo. (Para apreciar esto has de tener buen pan.) Con el acebuche silvestre se hacen asimismo bastones muy bonitos. Tiene las ramas jóvenes muy rectas, con nudos equidistantes, y después de lijarlos, pelarlos y pulirlos adquieren el tacto de la seda fina. Esos bastones son muy apreciados por la gente del campo, e incluso en los lugares más apartados y agrestes se ven acebuches con las ramas curvadas y atadas formando anillos; un par de años después, cuando la elegante curva de la empuñadura del bastón está perfectamente formada, los cortan.
Recuerdo con claridad la primera vez que visité España, hace treinta años, y me encontré paseando por un olivar cerca de Córdoba. Por todas partes colgaban tentadoras aceitunas y, sin tener ni idea de qué era aquel pequeño fruto verde, cogí una y me la metí en la boca. Por supuesto, me supo a mil demonios.
Peor que a mil demonios, de hecho, pues el amargor de una aceituna cogida del árbol es realmente brutal. Parece un milagro que a alguien se le ocurriera hacer algo con esos extraños frutos, no digamos ya decidir cuándo recogerlos, cómo encurtir los «comestibles» y cuánto tiempo más dejarlos en el árbol si había que prensarlos para obtener aceite.
Como productor de aceitunas —aunque no aparezca ni por asomo en ninguna estadística de la Unión Europea—, son las olivas que recogemos y encurtimos las que me dan mayores satisfacciones. La temporada comienza en octubre y las aceitunas, en tonos que van del verde al púrpura y al negro, se recogen a mano. Se trata de «ordeñar» el árbol, es decir, de peinar los mechones de las ramas con un rastrillo o con los dedos; aquí no funciona eso de molerlo a palos. Una vez recogidas, las aceitunas se sumergen en el agua de la fuente (sin cloro), que se cambia todos los días; además, para quitarles el barro, se da a los frutos unos buenos meneos. Transcurridos unos veinte días, se prueban para comprobar el grado de amargor. Todavía estará amarga de narices, pues tarda más o menos un mes en perderlo hasta un nivel aceptable; el truco consiste en que conserven un poco en aras de la intensidad del sabor.
A continuación, cuando se juzga oportuno, se prepara una solución salina al siete por ciento: ya saben, setenta gramos de sal por litro de agua (¡gracias a Dios por el sistema métrico!); o, si lo hacen a la manera alpujarreña, pueden añadir sal hasta que un huevo fresco flote en la superficie. Luego se introducen las aceitunas en la solución y se dejan todo el tiempo que a uno le dé la gana. Sólo falta añadir el aliño: la mezcla de aceite y hierbas que le dará a la aceituna en conserva su sabor particular.
Lo ideal es repetir el proceso cada pocos meses, tras haber calculado el número de aceitunas que uno va a consumir en un futuro cercano. El agua de la solución se cambia una docena de veces, y luego se vierte el aliño, que tendrá el sabor que les dicte la imaginación. Los alpujarreños, que son gente conservadora, tienden a limitarse a la sal y el ajo, pero en zonas más audaces del país se encuentran variedades infinitas. Empezando por las menos agradables, pueden incluir una ramita de ruda amarga, una de las plantas más hediondas que existen, aunque hay quienes juran que proporciona sutiles matices a la mezcla. Mejunjes menos convencionales pero más atractivos pueden incluir lavanda, romero, tomillo, orégano, semillas de hinojo, cilantro, carvi, harisa, ají, limones (frescos o en conserva
à la marocaine
), naranjas y cáscara de limón.
Sobre gustos no hay nada escrito, por supuesto, pero al cabo de una década de experimentos, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la naranja y la aceituna casan de maravilla, y que la combinación de limones marroquíes en conserva y harisa es para chuparse los dedos.
Así pues, una vez decidido el aliño, se prepara la mezcla, se añade a las aceitunas previamente envasadas en tarros, se vierte aceite de oliva hasta el borde y se deja reposar una semana... Y luego, a comérselas. Los libros de cocina declaran con cierto remilgo que esas aceitunas pueden conservarse hasta dos meses en la nevera, pero yo calculo que fuera de la nevera aguantan bien dos años o más, aunque es cierto que con el tiempo el sabor pierde intensidad.
Para la mayoría de olivareros, recoger las aceitunas comestibles no supone más que un preludio de lo verdaderamente importante, que es la producción de aceite. Ésta tiene lugar más o menos un mes después, en las semanas previas a Navidad, y es entonces cuando entran en escena realmente las varas y los vibradores Honda. El delicado ordeño se ve reemplazado por lo que parece un asalto en toda regla contra los árboles, que son aporreados hasta que cae el último fruto. Después, los olivos ofrecen un espectáculo lamentable, como boxeadores derrotados, con ramas desgarradas y rotas que penden inertes.
Esa visión, que contrasta con la belleza de las hojas plateadas de los olivos y de las ovejas pastando en torno a los troncos centenarios, siempre me obsesiona cuando iniciamos la recogida, y cada año me encuentro ordeñando las aceitunas, que para entonces han adquirido un negro purpúreo. Me encaramo al primer olivo y paso los dedos para arrancar los frutos de las ramas cargadas; una lluvia de aceitunas repiquetea entonces en las redes que hemos extendido debajo. La sensación del pequeño y perfecto fruto, reluciente de aceite, deslizándose entre los dedos es maravillosa. Y el olor que se percibe en la copa de un olivo es también incomparable. Bernardo, nuestro vecino del otro lado del río, lo compara con el aroma de los tomates verdes y la esencia misma del aceite de oliva. Y luego está la paz que proporcionan el tamborileo de las aceitunas al caer, la brisa que mece las hojas, el murmullo de las aguas del río y el cálido sol invernal.
Pero Manolo, a quien todo eso le suena a ideas estrafalarias de guiris, me observa trabajar sin entender nada, y se pone a dar los clásicos baquetazos con la barra. Yo no tardo mucho en imitarlo; y las ramas crujen bajo mis golpes. Si ordeñas las olivas para el aceite, en un día sólo consigues cosechar un árbol. Y por muy agradable que parezca —seguramente pensaréis que en el campo no existen las fechas de entrega, los horarios ni el estrés—, sencillamente no es viable. Cuando cae una aceituna, el árbol deja de nutrirla y la acidez empieza a aumentar, y cuanto más baja es la acidez, mejor es el aceite. Lo ideal es moler las aceitunas dentro de las veinticuatro horas siguientes de haberlas recogido, aunque, a menos que se disponga de almazara propia, resulta prácticamente imposible. Si tuviera que ordeñar todos mis olivos a mano, las primeras aceitunas recogidas tendrían más de un mes, y cuando las metiera en sacos y las llevara a la almazara, ya estarían podridas.
El tiempo, por tanto, corre en contra de los olivareros, por lo que siempre procuro tentar a mis amigos de la ciudad para que vengan a ayudarme con la cosecha. Por el salario de unas botellas de aceite de oliva y una semana de buena comida y buen vino, he logrado reunir una cuadrilla barata y satisfecha y, si el clima acompaña, lo pasamos de maravilla.
Ganarse la vida con la agricultura a pequeña escala es durísimo (de hecho, cualquier cosa relacionada con ella lo es), y las aceitunas no son una excepción. No obstante, cuando compré El Valero estaba convencido de que la cosecha de la aceituna, junto con el rebaño de ovejas, constituirían la columna vertebral de nuestra frágil economía. No importaba que hubiésemos vendido nuestra primera cosecha de naranjas por la mísera cantidad de sesenta euros, con las aceitunas sería distinto.
Por desgracia, lo teníamos todo en contra. Para empezar, nuestros olivos apenas parecían dar fruto. Como de costumbre, fui a pedirle consejo a Domingo, quien me aseguró que no era culpa nuestra: se trataba simplemente de la vecería, ese curioso fenómeno según el cual, en años alternos, los grupos de olivos deciden de mutuo acuerdo hacer acopio de fuerzas para el año siguiente dando poco fruto o ninguno. Aquel año, la mayor parte de los árboles de nuestra finca parecían haberse declarado en huelga, y los pocos que habían dado frutos, los habían perdido debido a los vientos invernales y a las ovejas. Cuando hicimos los cálculos, vimos que apenas habíamos recogido doscientos kilos para moler.
Cuando preguntamos quién estaría dispuesto a molernos una cantidad tan minúscula, nos dirigieron a Manolo el Sereno, que vivía en un pueblo al norte de Granada y en alguna época del siglo anterior había sido el sereno y farolero del pueblo. Jubilado hacía unos años, se había convertido en el propietario de la almazara más pequeña del mundo, como nos contó con orgullo.