Los almendros en flor (23 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Esa forma particular de conversación, la de constatar lo obvio, es una especialidad en que el español medio destaca.

—Es que es extranjero —explicó otro—. No conoce la aceituna.

Cada vez que abría un nuevo saco esperaba encontrar algunas olivas negras y relucientes para recuperar un poco de amor propio. Pero qué va: cada uno estaba peor que el anterior. Los hombres parecían más indiferentes que hostiles, ni siquiera tenían ganas de criticar, y cuando todo aquel horrible asunto concluyó me sentí bastante mal al recibir las míseras diez mil pesetas.

Cuando volví a casa con el rabo entre las piernas y los sacos apestosos en el remolque, le conté a Ana el error garrafal que había cometido. Supongo que ella podría haberlo sabido igual que yo, pero de algún modo la tarea de meter productos voluminosos en sacos y almacenarlos parece cosa de hombres. Aquella noche dormí mal, corroído por los remordimientos. Lo que volvía peor mi transgresión era que el aceite que te llevabas de la almazara de Muñoz no era el tuyo. Como sucede en la mayoría de almazaras grandes, todo el aceite va a parar a los grandes depósitos de almacenaje y, si quieres aceite en lugar de —o además de— dinero, debes recogerlo cuando ya se ha decantado y embotellado todo.

La primavera siguiente, había perdido suficiente vergüenza como para ir a buscar unas cuantas botellas de aceite a la almazara de Muñoz. Para mi sorpresa, parecía en buen estado: limpio y transparente y de un dorado claro. No conseguí imaginar qué habrían hecho para conseguir que quedara así, qué filtros habrían empleado y a qué potentes refinados lo habrían expuesto, pero tenía buen sabor. No era lo que ahora reconozco como un aceite de gourmet, pero se podía consumir.

Al año siguiente tuvimos otra buena cosecha, y en esa ocasión la recogimos deprisa, la almacenamos con cuidado y la llevamos a la almazara lo más rápido posible. No había demasiada cola y aparqué el coche, esperando con satisfacción el momento de verter mis sacos de aceitunas limpias y relucientes en la tolva y observarlas dar brincos en la cinta transportadora hasta llegar a la máquina que eliminaría ramitas y hojas con potentes chorros de aire.

—¿Adónde debe ir un hombre para hacer un pis? —pregunté.

—Vaya ahí detrás —dijo el agobiado jefe con un gesto del pulgar.

Al encaminarme a la parte de atrás de la almazara, de pronto noté un olor característico. De nuevo eché un vistazo a la suela de mi bota, y me detuve en seco. Ante mis ojos tenía una montaña de aceitunas de diez o doce metros de altura. Un vapor nauseabundo se elevaba lentamente del montón, que estaba cubierto por una densa y supurante capa de pálido moho. El olor era el mismo de mis olivas del año anterior, sólo que peor, y las aceitunas, que sin duda llevaban semanas allí, se habían convertido en una papilla mohosa e indescriptible.

—Cuando se nos atrasa el trabajo con las olivas siempre acaba pasando —me tranquilizó el jefe—. No importa, el refinado se encarga de limpiarlo.

Decidí no llevar las aceitunas a aquella almazara nunca más y busqué un lugar más acorde con nuestros saludables principios. Al fin di con lo que se conoce como «la Almazara Musulmana», una instalación nueva que se erige en un hermoso y denso olivar a las afueras del pueblo. En Órgiva hay una comunidad musulmana considerable, formada en su mayor parte por conversos españoles y sufís procedentes de todas partes del mundo. Profesan una filosofía cooperativa envidiable y, quizá gracias a ella, se han adelantado a los demás grupos ecológicos y agrícolas en instalar su propia almazara.

Aunque es un sitio pequeño y modesto, la Almazara Musulmana está equipada con la última tecnología italiana en el prensado de aceite. Eso vuelve sus prácticas menos tradicionales de lo que deberían ser, pues centrifugan el aceite en lugar de extraerlo mediante torres de capachos, y algún partidario de la línea dura dirá que eso perjudica las propiedades más sutiles del aceite. Pero en mi opinión tiene un sabor muy bueno, aparte de que te llevas el aceite de tus propias olivas, y de ese modo ves recompensado todo el esfuerzo que has puesto en cosechar y cuidar los árboles. Para mí eso es cada vez más importante, pues nuestras tareas de labranza han dado un giro casi imperceptible hacia la jardinería.

En cuanto a los almazareros musulmanes... bueno, no son baratos ni mucho menos, y con toda probabilidad pretenden sacar tajada, como todo el mundo. Sin embargo, Abdul Khalil, el jefe, es un almazarero de primera generación (y un musulmán también de primera generación, por cierto, pues antes se llamaba José), de manera que se ha librado de la herencia genética. Y los draconianos mandamientos del Corán contra la usura y esas cosas me dan cierta confianza, o al menos espero que, si me timan, lo hagan de forma limpia.

Días de ensalada

«Distinción gastronómica», rezaba el asunto del correo electrónico de Michael Jacobs. Sí, el año anterior incluso El Valero se había unido a la era digital, al menos cuando el radio teléfono estaba de humor. Al recibir el mensaje, vi que había sido invitado a formar parte de El Dornillo, la cofradía gastronómica de Valdepeñas de Jaén. Suponía todo un privilegio, desde luego, pues los miembros tienen derecho a asistir a banquetes trimestrales organizados por el vecino de Michael, Juan Matías, uno de los grandes chefs de Andalucía. Me habían elegido, señalaba el correo, por mis «esfuerzos a la hora de promocionar la comida y el vino de la Sierra Sur». Me pareció curioso, pues aunque me había zampado una buena cantidad de la comida y el vino de la Sierra Sur, no recordaba haber contribuido a su promoción. Imaginé que Michael habría amañado mi elección, aunque quizá la hubiera favorecido el hecho de que de joven hubiese tocado la batería con Genesis, algo que, lo crean o no, despierta bastantes pasiones en Valdepeñas de Jaén. Hasta hay un bar Genesis en la población.

Mi investidura como «pinche de honor» debía coincidir con el festín de abril de El Dornillo, que suele celebrarse en un valle arcádico al norte de Valdepeñas, con un bosquecillo de álamos, un río de aguas transparentes y una cuenca entre montañas y todo. Llegué, como me habían pedido, a mediodía; hacía frío, pero el sol resplandecía en un límpido cielo azul. La Sierra Sur es alta, y la primavera llega allí un poco más tarde que en la Alpujarra, de modo que los árboles sólo estaban teñidos del verde más pálido, la tonalidad de los brotes nuevos.

Una cabra, o choto, hacía los honores ese día para la cofradía; la reunión anterior se había visto honrada por un par de cerdos ibéricos. Pusieron la carne en dos enormes sartenes sobre una hoguera. Una de ellas contenía el célebre choto al ajillo, consistente en cabra troceada con montañas de ajo, todo ello cocido en aceite. En la otra había choto a la caldereta, similar al choto al ajillo, pero con el añadido de pimientos rojos y cebollas. Juan Matías, quien parecía estar a sus anchas cocinando en un fuego al aire libre para un centenar de personas o más, me confió las sutilezas de los distintos métodos de preparación.

El olor de la cabra y su acompañamiento de ajos chisporroteando sobre las llamas estaba sacando de quicio a los reunidos. El sol brillaba y la multitud se arremolinaba y fluía en torno a las mesas llenas de vinos de la cercana Alcalá la Real y de tapas de embutidos procedentes de la matanza del cerdo. El presidente pidió entonces nuestra atención para llevar a cabo la investidura de los nuevos miembros. Di un paso adelante con otras personas y a continuación se nos hizo entrega de una serie de regalos: un sombrero de paja para protegernos del brillante sol de abril, un delantal que atestiguaba nuestra condición de pinches y un pergamino en marcado con aspecto muy oficial, con un pequeño dornillo de madera sujeto a la esquina superior izquierda. En la inscripción de mi pergamino se leía «Don Christopher Stewart», que sonaba la mar de bien. Pero Michael me contó que el suyo, que había colgado en la pared sobre la campana de la chimenea, era aún más impresionante, pues llevaba inscrito el nombre de Don Michael Jackson.

Los pinches de cocina recién investidos pronunciamos vacilantes palabras de aceptación y agradecimiento, en tanto que el apetito colectivo se aproximaba a su punto álgido. Pero por fin los discursos concluyeron y, con suspiros de voracidad, los asistentes nos abalanzamos sobre la cabra perfectamente cocinada. El vino corrió aún más y, una vez dimos cuenta del choto, circularon bandejas de fruta y pastelitos. Fue una ocasión espléndida, a pesar de verse amenizada —término que antes relacionaba erróneamente con «amenaza»— por la banda del Asilo de Ancianos de Valdepeñas. A su lado, los componentes del Club Social Buena Vista eran unos pimpollos, pues la edad conjunta de los ocho músicos se aproximaba a los setecientos años (a veces me pregunto qué utilidad tienen las «edades conjuntas» como estadística). Se entregaron a fondo, y cuando el sol declinó y sustituimos el vino por los cubalibres, la música adquirió vida propia. Había cuatro guitarras, dos bandurrias, un saxofón y un acordeón, y les dieron mucha caña a los números de baile.

Me pregunté cuántos guitarristas encontraría en un asilo británico medio; al parecer, los españoles nos llevan ventaja en ese terreno. También hubo canciones, con partituras, de los pueblos cercanos. Una tenía el siguiente estribillo memorable:

Si tú me quieres

meteré un pepino en tu buzón.

A los españoles les encantan los equívocos lascivos.

Durante unos días, me sentí rebosante de entusiasmo por aquel sencillo banquete campestre, el
déjeuner sur l’herbe
perfumado con el aroma de la carne asada. Tuve la seguridad de que podía emular la cocina de El Dornillo en nuestro valle: no con una cabra (pues «no conozco la cabra», como diría la gente de por aquí), sino con un par de corderos como atracción principal. No tardó en presentarse una ocasión. Faltaba poco para que cumpliera los cincuenta y uno (tres veces diecisiete para los aficionados a los números primos) y me parecía una edad importante para celebrar, pues el trascendental medio siglo había pasado sin pena ni gloria (un pastel y una vela).

Hice correr la voz de que celebraría un banquete en el valle, en la confluencia de los dos ríos. Según los expertos locales en feng shui (que en la Alpujarra son legión), el encuentro de las aguas lo convertía en el sitio idóneo para celebrar una fiesta o cualquier otra cosa. Envalentonado, pues, invité a prácticamente todos mis conocidos y, cuando la mayoría insinuó que vendría, elegí dos corderos, los despaché y, según dicta la sabiduría de la zona, los colgué de un naranjo para que absorbieran los efluvios del aire nocturno y el azahar, el dulce aroma del árbol.

Hace treinta años que crío ovejas, y me he aficionado bastante a cocinarlas. Con un cordero pueden hacerse muchas cosas, pero si la carne es buena —y, modestia aparte, debo decir que tenemos un cordero muy sabroso—, las recetas más simples son las mejores. Así que me limité a untar los dos animales con aceite de oliva, les eché sal, y luego los coloqué en el asador sobre las brasas. Para el glaseado, caliento en un cazo una mezcla de mermelada, miel, zumo de naranja, salsa de soja, ajo, pimienta de cayena y whisky. Preparé un montón para ir embadurnando la carne durante el proceso de cocción. Si todo va bien, cuando el cordero está asado lo sirvo como si fuera una gran manzana caramelizada; la piel se parece a la de los patos aplastados que cuelgan en los restaurantes chinos del Soho, y debajo del crujiente y dulce glaseado la carne queda deliciosamente tierna y suculenta.

Buena parte de nuestros amigos no comen carne, lo que supuso un pequeño problema. No es el caso de los españoles de la zona, sino de algunos miembros de la comunidad de expatriados de Órgiva, que optan por un sinfín de dietas alternativas que van desde las vegetarianas más tolerantes a las más estrictas, pasando por las ovo-lacto-vegetarianas, las macrobióticas y las ayurvédicas. Hay también un grupo minoritario pero significativo de crudo-vegetarianos, que sólo comen alimentos crudos, una moda pasajera que parece despertar gran entusiasmo en la Alpujarra alternativa. Es un régimen duro de seguir en invierno, me cuentan, y en verano tampoco es lo que se dice muy divertido; pero por lo visto se sienten muchísimo mejor que en el pasado oscuro y lejano en que cocinaban su comida, y, para aquellos capaces de verlas, hay pruebas de sobra de que el género humano no estaba destinado a consumir alimentos cocinados.

Lógicamente, uno se pregunta qué puede darle de comer a un invitado crudo-vegetariano, una cuestión controvertida donde las haya. Me decidí por un tabulé, que, aunque da mucho trabajo a la hora de picar, a todo el mundo le gusta y constituye un acompañamiento estupendo para la carne. Por si os interesa, explicaré cómo lo preparo: mucha menta, mucho perejil, un cubo de tomates (muy maduros, casi podridos), una cabeza de ajos picados, un par de jarras de zumo de limón y una buena cantidad de sémola de trigo bulgur. A ese espléndido plato vegetariano añado un cuenco de salsa, lo bastante picante para levantarte la tapa de los sesos, y unas patatas fritas para mojar en ella, así como fuentes llenas de
baba ganoush
, humus y otras exquisiteces. Me sentía bastante orgulloso de mi despliegue culinario hasta que Ana señaló que los crudo-vegetarianos no querrían ni acercarse a la sémola de bulgur (que estaba hervida), a las patatas (fritas), berenjenas (asadas) o garbanzos (cocidos y hechos papilla). Sugerí, un poco a la defensiva, que incluso a los crudo-ovo-lacto-vegetarianos podía producirles un placer atávico sentarse junto al humo y aspirar el aroma de la carne asada; es algo que a todos nos llega muy hondo.

Los músicos de la banda de Valdepeñas vivían demasiado lejos para invitarlos, y supuse que sus días de giras ya habían concluido; por suerte, unos amigos habían accedido a tocar la guitarra y la flauta, y además habíamos contratado los servicios de un titiritero sorprendente, que embelesaría con su actuación a niños y adultos.

La mañana de la fiesta amaneció radiante y despejada y, con ramas de olivo y madera que arrastraba el río, encendí una gran hoguera que fui alimentando hasta conseguir una buena cantidad de brasas ardientes. En el último momento, por desgracia, cuando los invitados empezaban a llegar, advertí que no tenía asador en que ensartar los corderos, o al menos el que tenía no servía para darles vueltas. Me hacían falta un par de travesaños soldados a la vara de acero para asegurar la carne mientras la hacía girar y la embadurnaba.

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