Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
Avanzamos trabajosamente a través del valle y, poco a poco, la euforia inducida por la visión de nuestro objetivo se fue desvaneciendo para dar paso a un silencio taciturno. Al aproximarnos a Ronda, fui más consciente que nunca de lo sucio y molido que estaba y de lo mal que olía. Y mi compañero tenía un aspecto aún menos edificante que yo, si eso era posible. Cojeaba y tenía ampollas en los pies, y las cuerdas del petate le habían lacerado los hombros. A fin de que no me afectaran sus gemidos de dolor, me mantenía a buena distancia por delante de él.
Cuando llegamos a una curiosa tierra de nadie junto al vertedero de la ciudad, el camino se bifurcaba y había un poste indicador, el primero que veíamos desde Alcalá. Hacia un lado, rezaba «Ronda-20 minutos», y hacia el otro, «Ronda-30 minutos». Pese a lo cansados y doloridos que estábamos, elegimos el camino más largo, que a Michael le pareció más prometedor desde el punto de vista paisajístico.
Una hora después, habíamos cruzado renqueando el gran tajo y cojeábamos hacia el bar más cercano. Una copa nos llevó a la siguiente, y el rico olor de las tapas y la jovialidad reinante no tardaron en atraparnos, por débiles que estuviésemos. Olvidamos nuestros males y nuestro aspecto mugriento y nos dimos a la comida y la bebida. No podíamos ni imaginar cómo nos sentiríamos si hubiéramos llegado cansados y hambrientos a una ciudad como ésa y tuviéramos que permanecer ocultos hasta que se presentara una forma segura de salir de nuestro escondite.
Para Michael y para mí, la ruta a partir de ahí fue de lo más simple: a primera hora de la mañana cogimos un tren hacia Granada. Cuando el tren se abría paso por esas partes ocultas de Andalucía que sólo los trenes parecen capaces de recorrer, levanté un pesado párpado para mirar a mi compañero de fatigas, que iba inmerso en un libro del que supuestamente debía hacer una reseña.
—¿Sabes qué? —pregunté con tono meditabundo—. No puedo por menos de sentir que hemos abandonado por el camino el propósito inicial de nuestro viaje.
—Ajá —respondió—. Es posible que tengas razón, pero la verdad es que uno no puede entender del todo las dificultades de los marroquíes en España a menos que conozca un poco la vida que han dejado atrás, ¿no crees? —Y con un gruñido y un reajuste de cejas, volvió a concentrarse en su libro.
En nuestros esfuerzos por llegar a fin de mes cuando nos instalamos en España, hace ahora diecisiete años, Ana y yo nos dedicábamos a recoger semillas para nuestro amigo Carl, que dirigía una empresa de venta de semillas por correo desde su casa en Sussex. Como Ana tenía bastante idea de botánica, solía ser yo el desafortunado paria que se abrasaba los sesos en las calurosas laderas españolas, agachado con mis sacos y tijeras de podar, mientras ella estudiaba afanosamente los libros de consulta y me decía adónde debía ir y qué había de buscar. Cuando el emplazamiento era bonito y la tarea de recoger no resultaba demasiado desagradable, Ana me acompañaba.
Una vez, en un arranque de optimismo que resultaría infundado, aceptamos un pedido de diez kilos de semillas de lavanda. Las semillas de la lavanda en cuestión,
Lavandula stoechas
, son como polvo, y nos pasamos semanas cortando plantas en los cerros, metiéndolas en sacos y dejándolas en el plano tejado de nuestra casa para que se secaran al sol. El tejado entero estaba cubierto por una perfumada nube de lavanda. Una vez secada, la apisonamos, la tamizamos y aventamos, y poco a poco, grano a grano, el negro montón de semillas minúsculas empezó a aparecer. Era como cribar oro, pues cobraríamos doscientas libras por kilo. Si conseguíamos reunir la cantidad requerida, daríamos un buen espaldarazo a nuestra frágil economía. Pero no logramos cumplir con el pedido: como en las paradojas de Zenón, el montón de semillas se acumulaba a un ritmo cada vez menor, y se veía periódicamente diezmado por ráfagas de viento.
Si Carl no nos hubiera señalado un camino mejor hacia la seguridad financiera, habríamos caído en la desesperación más absoluta. En vez de la lavanda, podíamos recoger escobón morisco. El escobón morisco, o
Cytisus battandieri
, es una planta preciosa, un gran matorral de hojas plateadas y racimos amarillos de dulce aroma que caen como flores de glicinia, y Carl había visto los más hermosos especímenes alfombrando el suelo boscoso de un claro a las afueras de una pequeña población del Atlas Medio llamada Azrou. Me aseguró que sería fácil de encontrar. Había garabateado unas indicaciones y trazado una especie de mapa; añadió que no habría problemas con la recogida o el transporte, pues no existían restricciones entre Marruecos y España. Me pagaría la espléndida suma de 3.500 libras por diez kilos, y, si todo iba bien, me daría otro tanto al año siguiente.
Bueno, no estábamos en condiciones de rechazar una oferta como ésa. De manera que, a finales de agosto, que es precisamente cuando el escobón empieza a liberar sus semillas, crucé hasta Tánger y cogí el tren nocturno a Fez, donde tomaría un autobús con destino a Azrou.
A última hora de la mañana, el calor en la estación de autobuses de Fez parecía venir directamente del desierto. Por fin encontré el autobús que iba a Azrou, subí y me acomodé en un asiento libre. Parecía a punto de partir, pero seguimos allí sentados, horneándonos lentamente al sol de mediodía, mientras los pasajeros iban llenando el pasillo hasta que nadie pudo moverse ni un milímetro. Cuando el conductor subió y puso el motor en marcha, yo estaba sudando a mares y me dolía la cabeza. El hombre se volvió para contemplar la multitud de pasajeros, que habrían pagado por un poco de aire o de movimiento, y acto seguido se apeó dejándonos medio asfixiados por los gases del tubo de escape. No obstante, nadie se inmutó lo más mínimo, y, cuando veinte minutos después volvió el conductor, emprendimos la lenta marcha hacia Azrou a través de las relucientes montañas rocosas. El aire que entraba por la ventanilla estaba tan caliente que me resecó los pelillos de la nariz.
Azrou significa «roca» en bereber. Su nombre proviene de una roca gigantesca que hay en el centro de la población, sobre la que pone «Azrou» en letras enormes. Al pie de la roca hay una serie de cafeterías baratas y hoteles modestos. Me registré en uno en que me aseguraron que dispondría de un grifo de agua fría en mi habitación. Tras refrescarme un poco, emprendí la marcha a la suave luz del atardecer en la dirección que Carl había señalado en su plano. Además, contaba con dos fotografías de la planta que buscaba y la fotocopia de un mapa de la zona. Durante una hora y media ascendí por la falda de una montaña, internándome en un bosque. Las encinas y los espinos que crecían en las laderas más bajas no tardaron en dar paso a los grandes cedros azules del Atlas. Parecía un bosque de cuento de hadas y, en contraste con la inmensidad de aquellos árboles, el caminante parecía enano. El aire estaba inmóvil y caliente, pero las lejanas frondas de las azuladas copas de los árboles subían y bajaban con la más ligera brisa.
Anduve de aquí para allá, sobresaltándome en ocasiones cuando percibía algo correteando o deslizándose, sobrecogido por la belleza del bosque. Pero no había ni rastro de
Cytisus battandieri
, y cuando la penumbra aumentó y en el cielo que se entreveía por encima de los árboles apareció la primera estrella, me di por vencido y decidí volver a la ciudad. Me sentía decepcionado y un poco inquieto: había invertido en ese viaje lo que para nosotros era una suma considerable y, si no volvía a casa con las semillas, nos esperaba un invierno duro.
Sin embargo, acababa de llegar, y quizá a la mañana siguiente, una vez hubiera comido y descansado, tendría más suerte. Fui a uno de los cafés cercanos al hotel; como estaba abierto a la calle, el lugar olía a humo, carne asada, cilantro y gasóleo. Me senté a una mesa del fondo de una estancia alicatada, donde podía estar solo, y pedí un vaso de té verde dulce —tan lleno de menta como de algas está el mar de los Sargazos— y un kebab de cordero de la parrilla que había visto fuera. En el techo, un ventilador zumbaba lentamente, como si hiciera todo lo posible por mantener las moscas en movimiento. Mientras sorbía el té y esperaba la comida, saqué el libro de la bolsa y leí los detalles irrelevantes de la cubierta y el interior, postergando el placer de empezarlo. Era
El capitán y el enemigo
, la última novela de Graham Greene. Saboreé la primera frase: «Tengo ahora veintidós años, y sin embargo, el único aniversario que distingo con claridad entre los demás es el día que cumplí los doce, pues fue aquel día húmedo y neblinoso de septiembre cuando conocí al capitán.» ¡Bueno, menudo comienzo! Había leído que la revista
New Statesman
organizaba un concurso anual en que había que presentar la primera frase de una novela al estilo de Graham Greene, y que Graham Greene había enviado esa misma bajo pseudónimo. El hecho de no ganar le divirtió, y tuvo la enorme satisfacción de utilizar la frase como comienzo de su siguiente novela.
Ahora tenía la cena en la mesa, y al pensar que, aunque me encontraba solo y lejos de casa, iba a alimentarme bien y me disponía a empezar un libro, exhalé un suspiro de satisfacción.
—Hola, amigo. ¿De dónde eres?
Me quedé paralizado y me oculté aún más detrás del libro abierto. Sólo quería comer y leer. Estaba demasiado cansado para lidiar con la curiosidad de un extraño. Quizá no me hablaba a mí y enseguida se marcharía.
—¿Es bueno el libro que lees? Dime, amigo. ¿De dónde eres?
Mi interrogador se había acercado tanto que sentía su aliento en la cara. Sin alzar la vista, y con muy mala educación, gruñí:
—Soy inglés. —Y seguí leyendo con determinación. Pero no sirvió de nada: ya había perdido el hilo.
—Ajá, inglés —repitió mi incontenible interlocutor—. Inglés de Inglaterra. He leído muchos libros de tu país.
—Qué bien —mascullé.
—Sí, muchos libros. Me gustan especialmente las novelas escritas después de la guerra.
Pronunció esas palabras con un deleite exagerado y su voz clara y entrecortada fue directamente a mi oreja, pues el hombre, que estaba sentado a la mesa de al lado, había movido la silla y se inclinaba sobre el angosto espacio que nos separaba.
—¿Y qué libro estás leyendo?
Sin levantar la cabeza, contesté secamente:
—Graham Greene.
Se le iluminaron los ojos.
—Ah, Graham Greene, me encanta...
El capitán y el enemigo
. Ésa es una novela posterior y no tan interesante como
El poder y la gloria
, pero es muy... —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Da mucho que pensar.
A continuación, se embarcó en una apabullante relación de las obras de Graham Greene:
Brighton, parque de atracciones
;
Caminos sin ley
;
Los comediantes
;
Viajes con mi tía.
Las había leído todas.
—Quizá podría comprártelo después de que lo hayas leído, ¿no? Me gustaría utilizarlo con mis alumnos.
Había llegado el momento de tirar la toalla; además, el hecho de que ese admirador de Greene, como yo, me llamara amigo empezaba a convertirse en un privilegio.
—¿Podemos mis amigos y yo sentarnos a tu mesa? —preguntó.
—Sí, por favor.
Me rendí y esbocé una sonrisa mientras mi nuevo amigo y sus dos amigos y un amigo de éstos y el primo de este último acercaban sillas para sentarse conmigo.
—Me llamo Mourad; éste es Alí; y éstos son Aziz, Abdulá y Hamid.
—Yo soy Chris... Christophe.
Nos estrechamos las manos y, ante aquella evidente buena voluntad, mi mala educación se esfumó.
—¿Estás de vacaciones? —preguntó Mourad con una sonrisa al tiempo que inclinaba la cabeza para escuchar mi respuesta.
Jamás había visto a nadie disfrutar tanto con un simple intercambio de palabras, y me desarmó. Mourad debía de rondar los veinticinco años, aunque el pulcro bigote, la ropa meticulosamente planchada y los pulidos zapatos de cordones lo hacían parecer mayor.
Dejé el libro sobre la mesa y bebimos té a la menta, buscando los puntos que teníamos en común en una mezcla de francés e inglés. Mourad me contó que no hacía mucho había acabado un máster en Literatura Inglesa en la Universidad de Meknès, de ahí provenía su erudición, pero su pronunciación especialmente entrecortada provenía de las horas que había pasado escuchando la emisora internacional de la BBC en la radio. Había albergado esperanzas de dar clases en la universidad local, pero como no había plazas intentaba ganarse la vida como profesor particular.
—¿Y qué clase de vida es ésa? —intervino Alí—. Aquí nadie tiene dinero para pagarle, aunque por supuesto quieren aprobar los exámenes. ¡Y él no para de prestarles sus libros! De manera que tiene que trabajar como yo en la cosecha del melocotón para llegar a fin de mes. —Recalcó sus palabras, y la insensatez de Mourad, cogiendo a su amigo por el hombro y apretándoselo con fuerza.
Pero Mourad no era el único del grupo que luchaba por ganarse la vida. La mayoría tenían pluriempleos irregulares, como peones o recolectores, y además procuraban por todos los medios ejercer su «profesión». Como era de esperar, mi misión de buscar semillas los intrigó muchísimo. Después de pagar la cuenta, me dirigí en su compañía a la Pâtisserie Central, calle abajo. Allí nos instalamos en una pequeña mesa de melamina bajo las estrellas y observamos cómo la calle iba llenándose de paseantes, mientras comíamos esos dulces marroquíes que se llaman «cuernos de gacela» y bebíamos leche de almendras.
Los paseantes nocturnos constituían todo un espectáculo. Estábamos en agosto, y la población de la ciudad, normalmente en torno a los veinticinco mil habitantes, se había duplicado debido a los
émigrés
que volvían de Francia y Alemania para pasar las vacaciones. Eso provocaba una mezcla extraordinaria de culturas e indumentarias. Familias enteras recorrían la calle de arriba abajo; me pareció ver dos con una docena de miembros; las mujeres mayores iban cubiertas de la cabeza a los pies, y las adolescentes vestidas de forma provocativa con camisetas minúsculas y vaqueros muy ajustados. Entre ambos extremos había toda la gama de las modas europea y marroquí, desde exquisitos caftanes de seda hasta las informes y toscas chilabas de los radicales, pasando por la alta costura parisina. De pronto se hizo de noche y la densa multitud quedó iluminada por las luces de los cafés y algún coche que circulaba con cautela entre la gente. Las calles estaban abarrotadas de familias pululando, polvo y cálida penumbra, y del sonido de las voces y risas. Y no había ninguna cerveza a la vista.