Los almendros en flor (12 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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—Más vale que tengan cuidado si pretenden seguir adelante —gruñó—. Hoy es día de caza y hay un montón de gente armada en las montañas. Harán bien en seguir por ese sendero y antes de llegar al embalse desviarse ladera arriba. No vayan más allá del embalse o corren peligro de que les peguen un tiro.

—Ge... genial —respondió Michael—. Muchísimas gracias.

—Vayan con Dios —dijo el hombre, y volvió a sus quehaceres.

Michael me dirigió una mirada elocuente.

—¡Dios santo, vaya sitio de mierda! Si no te pierdes para siempre en un bosque impenetrable, los toros te cornean hasta la muerte. Y si no te embisten los malditos toros, ¡los putos cazadores te tirotean! Te lo juro, Chris, ¡este lugar es un asco! Prefiero mil veces la ciudad.

En ese momento era difícil no darle la razón. Pero le recordé que aquello no era una excursión para contemplar la naturaleza. Y lo de perderse y pasarlo mal volvía las cosas... bueno, casi auténticas.

Seguimos avanzando por un sendero aburrido durante una hora, y finalmente llegamos al embalse.

—Se supone que no debemos pasar de aquí... Nos arriesgamos a recibir un tiro en el trasero —gimió Michael.

—Sí, pero hasta el momento no hemos encontrado ningún desvío. Seguiremos un poco por si hay un sendero más arriba.

Continuamos andando y, al doblar una curva cerrada, nos encontramos con un grupo de vacas con cuernos que nos cerraba el paso.

—¡Joder, lo que nos faltaba!

—Son vacas, Michael. No pretenden atacarnos.

—¿Y tú qué sabes? Dios mío... ¡nos están mirando!

Era verdad. Las vacas nos miraban a su manera bovina y no parecían tener ganas de franquearnos el paso.

—Las vacas siempre hacen eso, Michael. Te miran con esos ojos grandes y claros...

—¡¡¡Pues nos están mirando como si fueran a matarnos!!!

—No, no nos miran. No van a matarnos, quiero decir. No son toros... son vacas, hombre.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de esos cuernos gigantes?

—Los cuernos, Michael, al contrario de lo que se suele pensar, no son una característica distintiva del género masculino. Éstas son vacas... mira, tienen ubres.

Así fue como, lleno de confianza, tranquilicé a mi amigo, aunque después un criador de toros bravos me informó que las vacas son más peligrosas que los machos. Las crían para obtener una raza agresiva, y esa característica, unida a su instinto maternal, puede convertirlas en una compañía de lo más desagradable cuando se pasea por el bosque.

Esquivamos el grupo de subestimadas bestias atajando por una ladera horrible donde la maleza, formada por jaras, zarzas y aulagas, nos llegaba al pecho.

—Si seguimos subiendo no podemos equivocarnos mucho —comenté casi sin aliento para consolar a mi nervioso compañero.

A esas alturas había quedado muy claro que sus dotes de orientación eran aún peores que las mías, de modo que me pareció que, por el bien de la expedición, yo debía asumir el mando.

Seguimos subiendo y subiendo, más y más arriba. Nos sentíamos los pulmones a punto de reventar, y los músculos nos pedían a gritos un alto, pero continuamos adelante. Al cabo de un par de horas de lidiar con aquella maleza brutal, nos encontramos al borde de un sendero escarpado y lleno de barro. Sin preocuparnos por adónde llevaba, lo seguimos ladera arriba. Aquí y allá había montones de grano diseminado. Decidí no mencionárselo a Michael, pues no era probable que con sus escasos conocimientos de la vida del campo supiera que era cebo de los cazadores. Pero una vez pasamos el quinto o sexto montón, la curiosidad pudo con él.

—¿Qué crees que son esos montones, Chris?

—Pues eso, montones.

Me figuré que, al ser un hombre tan urbano, mi amigo sería incapaz de distinguir el trigo de la cebada. Guardó silencio un rato. Oía sus botas embarradas chapoteando a mi espalda. Supuse que estaba pensando.

—Pero ¿para qué están ahí? Además, aunque no entienda nada al respecto, sé ver que son montones recientes... ¿Qué hacen ahí esos montones recientes y regulares?

—Así son las cosas en el campo: te encuentras cosas recientes por todas partes... Es por las semillas.

—¿Sabes a qué me recuerda?

—No, dímelo... —contesté y me preparé para el problema que se avecinaba. Su respuesta me sorprendió.

—Pues a la época de hambre del franquismo. Durante los años cuarenta, la vida en esta provincia era durísima.

Y a continuación me habló de un padre y su hijo de catorce años que, presas de la desesperación, habían abandonado su pueblecito en las montañas para buscar trabajo en la costa. Habían caminado un día y medio hasta llegar a Málaga, casi ciento cincuenta kilómetros.

—Y la cosa no acabó ahí, pues pasaron cinco días de hambre en la ciudad buscando trabajo, y al no encontrarlo dieron media vuelta y desanduvieron el camino, sin dinero, sin nada de comer aparte de los higos chumbos que encontraban a su paso. Imagínate... Una cosa es caminar con la tripa llena y esperanzado. Pero andar muerto de hambre y descorazonado... Tiene que ser terrible.

No conocía esa faceta de Michael: siempre había sido un narrador de audaces e ingeniosas anécdotas, que se sacaba de la manga auténticas perlas de erudición y las exhibía con la gracia de un artista callejero. Pero aquella historia y las que la siguieron parecían despojadas de todo aspecto superfluo, como si buscara transmitir algo primario. Las caminatas tienen ese efecto: marcan un ritmo distinto para que tus pensamientos lo sigan.

Hablamos de los mineros de Órgiva, que se reunían a trenzar esparto para confeccionarse los zapatos con que a la mañana siguiente irían al cerro a trabajar. Los caminos eran tan largos y abruptos que el calzado sólo les duraba una jornada. Y recordé una historia que me había contado una pareja de ancianos en Torvizcón. El año que se casaron habían alquilado una finca en lo alto de las sierras que hay en Trevélez y habían invertido todo su dinero en unos sacos de patatas para producir una cosecha de «papas de la sierra», muy valoradas como patatas de siembra, o al menos lo eran antes, pues actualmente nadie las cultiva. Trabajaron todo aquel largo verano prodigando cuidados a la cosecha, con la esperanza de consolidar su vida de casados. Pero cuando llegó el momento de vender el fruto de su esfuerzo, el precio que les ofrecieron los sinvergüenzas que comerciaban en la zona ni siquiera cubría el coste del transporte desde la sierra. Pepe me contó que incluso cincuenta años después recordaba la desdicha que había sentido mientras volvía a casa a darle a su esposa la noticia de que estaban arruinados.

Michael me escuchaba en silencio.

—Creo que es hora de comer —dijo.

Nos sentamos al borde del sendero y sacamos la comida. Las olivas no tardaron en tener una costra de barro, y también había barro en el pan. El jamón y el embutido estaban llenos de hormigas. Pero no nos importó. Nos quedamos tumbados en el suelo y nos zampamos las hormigas y el barro junto con todo lo demás.

El bosque había quedado a nuestros pies y desde donde estábamos se divisaba el mar en Barbate. Los rayos del sol atravesaban la niebla y el Mediterráneo refulgía como una sábana blanca más allá de los profundos bosques.

—En realidad tendríamos que haber empezado a andar allí, en la playa de Boloña —comenté.

—¡¿Y qué más?! ¿Y haber andado más por ese bosque espantoso? ¡Y una m... mierda!

Es asombroso lo rápido que se repone uno con un poco de descanso y comida. Aunque nos equivocamos de camino varias veces, al final dimos con un sendero que descendía a uno de los típicos «valles de nubes» del parque, de vegetación exuberante, húmedos y sumidos en la niebla. El sol se abría paso a través de la bóveda de árboles, de cuyas ramas pendían líquenes y musgos. Un riachuelo de agua transparente serpenteaba en una grieta excavada en el terreno.

Descendimos por el valle y nos abrimos paso con dificultad a través de un bosque menos denso de castaños, hasta que por fin, al anochecer, entramos en el pueblo de La Sauceda. Michael lo sabía todo sobre él. En 1936, el primer año de la guerra civil, ese pueblo en pleno bosque se convirtió en un refugio de republicanos, y durante un tiempo floreció como comunidad comunista modelo. Más tarde, un amanecer, la aviación de Franco lo bombardeó hasta reducirlo a escombros, al tiempo que mataban a centenares de hombres, mujeres y niños. El único edificio que se mantuvo en pie fue la pequeña ermita de piedra.

En la actualidad, el pueblo se utiliza principalmente como campamento de verano, pero como faltaban aún varias semanas para las vacaciones se hallaba desierto y tenía un aspecto fantasmagórico. Y peor aún, las cabañas apestaban a lejía y no había un solo bar abierto. Nos vimos obligados a camelarnos al guardia para que nos vendiera un cartón de sangría preparada. La cara de Michael mientras llevaba el repugnante tetrabrik a nuestra cabaña podría haberse utilizado como boceto para un Cristo portando la cruz.

Cayó la noche y, sentados en la penumbra sobre un murete de piedra que había a las puertas de nuestra desinfectada cabaña, acabamos con las olivas, el chorizo y el pan con churretes de barro. Mientras íbamos bajándolo todo con la sangría, no cesábamos de hacer muecas de asco.

—¡Dios mío! —exclamé—, si nos encontráramos en Marruecos, ahora mismo estaríamos bebiendo un delicioso té de menta, en lugar de destrozarnos el hígado con este mejunje químico.


Gggronfl
—convino Michael hincándole el diente a un pedazo de chorizo.

Eché una mirada de desaprobación al horrible embutido con la costra de barro.

—¿Cómo es que siempre acabamos comiendo cerdo? —pregunté—. ¿No crees que deberíamos ser un poco más auténticos?

—Bu... bueno... —contestó Michael algo perplejo—. Depende de lo que quieras decir con auténtico. Hace quinientos años, a los musulmanes y judíos conversos se los obligaba a colgar un jamón de las vigas de su casa como prueba de que habían abrazado de verdad el cristianismo. De otro modo, la Inquisición los habría echado del país. ¿Por qué crees que la carne ha llegado a tener tanta importancia simbólica en este país? —Hizo una pausa—. Además, como británicos hispanizados que somos, es lógico que adoptemos sus costumbres.

En eso tenía razón. Cogí el pedazo de chorizo que me tendía pinchado en la punta del cuchillo y lo mastiqué con contemplativa parsimonia.

Un hecho triste sobre una larga caminata es que tiende a ser repetitiva y resulta un poco aburrida a la hora de relatarla. Los decorados varían, como también el clima, y a veces te encuentras con un compañero de viaje. Aun así, en su mayor parte no consiste en nada más que caminar: para la meditación es una maravilla, pero no tanto para la narración dramática. Y así fue para Michael y para mí. Proseguimos avanzando penosamente. Michael llegó a mostrar la misma estúpida despreocupación que yo cuando nos topábamos con vacas, y hablamos sin parar sobre el cansancio que nos martirizaba y, como suele hacerse cuando se tiene hambre y no hay perspectiva de una buena comida, sobre platos deliciosos.

Junto a la historia y el arte, la gastronomía es la materia en que más sobresale Michael. Habló con gran pasión de El Rey de Copas, el restaurante de su amigo y vecino Juan Matías, un chef, insiste, de gran talento culinario: un hombre capaz de cortar, calentar, mezclar o batir las cosas comestibles que coexisten con él en su particular rincón del planeta mejor que cualquier otro cocinero. Su comida, al igual que un buen vino, es capaz de rozar las terminaciones nerviosas del alma y elevarte brevemente sobre las tribulaciones cotidianas. Al menos cuando tiene un buen día, pues Juan Matías no está siempre de humor para la
haute cuisine
, y así, los sibaritas que se desplazan desde puntos tan lejanos como Madrid para comer en su restaurante pueden encontrarse con un plato de bistec con patatas.

—Pero ¡qué bistec! ¡Y qué patatas! —puntualizó Michael con entusiasmo, besándose las puntas de los dedos.

No es que dedicáramos toda la caminata a hablar de nuestros restaurantes favoritos. No, desde luego. Hubo momentos en que la comida, el vino o incluso una cama decente donde dormir no fueron más que pensamientos pasajeros. Uno de esos momentos fue cuando nos topamos con la calzada romana que asciende en escarpado zigzag, a través de un paisaje montañoso deslumbrante, hasta Benaocán, y admiramos las piedras blancas, cunetas, alcantarillas y canalizaciones prácticamente intactas; y otro cuando llegamos al paso de montaña de Puerto Boyar, sobre la población de Grazalema, y nos vimos obsequiados con una extraordinaria fiesta de pájaros.

Nos habíamos detenido a engullir unas naranjas en la hierba, bajo un gran risco horadado por pequeñas cuevas y madrigueras, cuando, de pronto, el aire se llenó de batir de alas: chovas que graznaban; abejarucos que, cuando el sol incidía en sus plumas, irradiaban los colores del arco iris; vencejos pasando como alma que lleva el diablo entre las rocas; cernícalos que maullaban; halcones planeando. Más tarde, de lo alto nos llegó un fuerte zumbido y una gran sombra se cernió sobre nosotros: era un águila enorme, que descendió en picado para posarse en la cornisa a poco más de cinco metros sobre nuestra cabeza. Alcé la vista y cuando advertí que descendía otra se me cortó la respiración. Estaban tan cerca que podía apreciar la ferocidad de sus ojos, y las terribles garras, unas garras capaces de partirte una muñeca como si tal cosa. Ver a esas magníficas criaturas aterrizar en su nido tan cerca de nosotros era seguramente el espectáculo más deslumbrante de que había sido testigo jamás.

—¡Joder, Michael! ¿Has visto eso? Te juro que podrías vivir quinientos años y no volver a ver nada parecido. Me cago en la leche... —balbucí atropelladamente—. Quiero decir, Dios santo... Quiero decir... no puedo creer que haya visto lo que acabo de ver...

Pero incluso Michael, una de las personas con menos conciencia ornitológica que conozco, se había puesto en pie, boquiabierto, dejando caer el cuchillo de pelar naranjas, que repiqueteó ladera abajo.

Por fin, el cuarto día de caminata cruzamos la meseta que conduce al valle que hay al sur de Ronda, población que habíamos decidido considerar nuestro destino, aunque suponía una cuarta parte del trayecto que hacían los inmigrantes hasta El Ejido. Al divisar la ciudad encaramada en la meseta dimos gracias al cielo, si bien a esa distancia, a través de mis gafas, con una costra de polvo y sudor, Ronda me pareció una mancha de guano sobre un peñasco, como lo que uno esperaría encontrar en una colonia de alcatraces.

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