El asesino en serie, mediante el «uso sádico» de la víctima, logra sentir placer.
A menudo se reconoce en él la incapacidad de alcanzar una relación madura y completa con los demás, que son degradados, por tanto, de personas a cosas. Así pues, la violencia sólo es el descubrimiento de una posibilidad de contacto con el resto del mundo.
«Por eso no quiero que también me suceda a mí», se dijo Mila. Tener algo en común con aquellos asesinos incapaces de sentir piedad le daba náuseas.
Después del hallazgo del cadáver de Anneke, mientras dejaba con Rosa la casa del padre Timothy, se propuso que esa misma tarde haría indeleble el recuerdo de lo que le había ocurrido a aquella niña. Y así, al final del día, mientras los demás volvían al Estudio para resumir y ordenar los resultados de la investigación, ella pidió permiso para ausentarse un par de horas.
Luego, como había hecho muchas otras veces, fue a una farmacia, donde compró lo necesario: antiséptico, tiritas, algodón hidrófilo, un rollo de venda estéril, agujas e hilo de sutura.
Y una hoja de afeitar.
Con una idea bien clara en la cabeza, volvió a su vieja habitación del motel. No la había dejado y seguía pagándola precisamente para aquella eventualidad. Cerró las cortinas y tan sólo dejó encendida la luz que había junto a una de las dos camas. Se sentó y vació el contenido de la pequeña bolsa de papel sobre el colchón.
A continuación se quitó los vaqueros.
Tras haberse vertido un poco de antiséptico en las manos, se las frotó bien. Luego impregnó de otro líquido un poco de algodón hidrófilo y se lo pasó por el interior del muslo derecho. Un poco más arriba estaba la herida ya cicatrizada, producto del anterior intento, demasiado torpe. Pero esta vez no lo echaría todo a perder, sino que lo haría bien. Arrancó con la boca el papel de seda que envolvía la hoja de afeitar. La agarró bien entre los dedos, cerró los ojos y bajó la mano. Contó hasta tres y acarició la piel del interior del muslo. Luego sintió hundirse el filo de la hoja en la carne y deslizarse abriendo un surco caliente a su paso.
El dolor físico la recorrió con su silencioso estruendo, subiendo desde la herida y diseminándose por el resto del cuerpo. Alcanzó la cumbre en su cabeza, limpiándola de las imágenes de muerte.
—Esto es por ti, Anneke —le dijo Mila al silencio. Después, al fin, lloró.
Una sonrisa entre las lágrimas.
Ésa era la imagen simbólica de la escena del crimen. Además, estaba el detalle nada irrelevante de que el cuerpo de la segunda niña hubiera sido hallado desnudo en una lavandería.
—¿Su intención sería purificar la creación con el llanto? —había preguntado Roche.
Pero Goran Gavila, como de costumbre, no creía en esas explicaciones simplistas. Hasta ese momento, el modelo homicida de Albert se había demostrado demasiado refinado para caer en una banalidad como ésa. Se creía por encima de los asesinos en serie que lo precedían.
En el Estudio, el cansancio ya era palpable. Por la tarde, Mila había vuelto del motel hacia las nueve, los ojos congestionados, una ligera cojera en la pierna derecha. En seguida había ido a tumbarse al dormitorio para descansar un poco, sin deshacer el catre y sin quitarse siquiera la ropa. Hacia las once la despertó Goran, que, en el pasillo, hablaba por el móvil en voz baja. Ella permaneció inmóvil para dar la impresión de que dormía, aunque en realidad estaba escuchando. Intuyó que al otro lado de la línea no estaba su esposa, sino una asistenta, o quizá una ama de llaves, que él en un momento dado llamó «señora Runa». Le preguntaba si Tommy —entonces, era así como se llamaba el niño— había comido y hecho sus deberes, y si por casualidad había tenido alguna rabieta. Mientras la señora Runa lo ponía al corriente, Goran iba murmurando. La conversación acabó con la promesa del criminólogo de que pasaría por casa al día siguiente, de manera que pudiera estar algunas horas con su hijo.
Mila, acurrucada con la espalda contra la pared, no se movió. Pero cuando Goran colgó, tuvo la impresión de que se detenía en el umbral del dormitorio y miraba precisamente en su dirección. Podía ver parte de su sombra proyectada contra la pared delante de ella. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera vuelto? Sus miradas se habrían encontrado en la penumbra. Quizá la incomodidad inicial habría dado paso a algo más. Un mudo diálogo de ojos. Pero ¿era eso lo que realmente necesitaba Mila? Porque ese hombre ejercía una extraña atracción sobre ella, aunque no sabía decir de qué estaba hecho exactamente ese reclamo. Al final, decidió volverse, pero Goran ya no estaba.
Poco después, volvió a dormirse.
—Mila… Mila…
Como un susurro, la voz de Boris se introdujo en un sueño de árboles negros y calles sin final. Mila abrió los ojos y lo vio junto a su catre. Para despertarla no la había tocado, sino que se había limitado a llamarla por su nombre. Pero sonreía.
—¿Qué hora es? ¿He dormido demasiado?
—No, son las seis… Voy a salir, Gavila quiere que entreviste a unos antiguos internos del orfanato. Me preguntaba si querías venir conmigo…
A ella no le sorprendió su propuesta. Es más, por la incomodidad de Boris, comprendió que no había sido idea suya.
—Está bien, iré.
El grandullón asintió, agradecido de que le hubiera ahorrado ulteriores insistencias.
Unos quince minutos después se encontraron en el aparcamiento situado frente al edificio. El motor del coche ya estaba en marcha, y Boris la esperaba fuera del habitáculo, apoyado en la carrocería con un cigarrillo entre los labios. Vestía una parka acolchada que le llegaba casi hasta las rodillas. Mila llevaba encima su habitual cazadora de piel; al hacer el equipaje no había previsto que por aquella zona haría tanto frío. Un sol pávido, que asomaba entre los edificios, empezaba a calentar ligeramente los montones de nieve sucia que se acumulaban a ambos lados de las calles. Pero no duraría mucho: para esa tarde se había pronosticado la llegada de una tormenta.
—Deberías abrigarte un poco más, ¿no crees? —le dijo Boris, dirigiendo una mirada preocupada a su atuendo—. Aquí, en esta época del año, hiela.
El interior estaba caliente y era acogedor. Sobre el salpicadero había un vaso de plástico y una bolsa de papel.
—¿Croissants calientes y café?
—¡Y son todos para ti! —respondió él, escarmentado de su glotonería.
Era una oferta de paz, que Mila aceptó sin hacer comentarios. Con la boca llena preguntó:
—¿Adonde vamos exactamente?
—Ya te lo he dicho: tenemos que hablar con algunos de los que vivieron en el orfanato. Gavila está convencido de que la puesta en escena del cadáver en la lavandería no sólo es un espectáculo dedicado a nosotros.
—Quizá reviva algo del pasado…
—Muy lejano, si es así. Lugares como ése, por suerte, ya no existen desde hace casi veintiocho años. Desde que cambiaron la ley, y abolieron por fin los orfanatos.
La voz de Boris sonaba atormentada, e inmediatamente después confesó:
—Yo estuve en un sitio parecido a ése, ¿sabes? Tenía unos diez años. Nunca conocí a mi padre, y mi madre no podía criarme sola. Así que me aparcó allí durante un tiempo.
Mila no sabía qué decir, descolocada como estaba por aquella revelación tan personal. Boris lo intuyó.
—No es necesario que digas nada, no te preocupes. Es más, no sé por qué te lo he contado.
—Lo siento, pero no soy una persona muy efusiva. A muchos puedo resultarles incluso fría.
—No a mí.
Mientras tanto, Boris miraba la carretera. Los vehículos circulaban lentamente por el hielo que aún recubría el asfalto. El humo de los tubos de escape se quedaba a media altura. La gente caminaba de prisa por las aceras.
—Stern, Dios lo bendiga, ha logrado localizar a una docena de antiguos residentes del orfanato. A nosotros nos tocan la mitad. Los otros se los meriendan él y Rosa.
—¿Sólo doce?
—De entre los de la zona. No sé exactamente qué tiene el doctor en mente, pero si él piensa que podemos sacar algo en claro…
La verdad es que no había alternativas y, a veces, hacía falta recurrir a todo para reactivar la investigación.
Esa mañana entrevistaron a cuatro de los antiguos chicos del orfanato. Todos tenían más de veintiocho años, y más o menos el mismo historial delictivo. Colegio, reformatorio, cárcel, libertad condicional, de nuevo la cárcel, confianza a prueba en los servicios sociales. Sólo uno había logrado reformarse por completo gracias a su iglesia: había llegado a ser el pastor de una de las muchas comunidades evangélicas presentes en la zona. Otros dos vivían a salto de mata. El cuarto era vendedor a domicilio. Pero cuando cada uno de ellos revivía el tiempo pasado en el orfanato, Mila y Boris notaban una repentina turbación en sus semblantes. Personas que luego habían conocido la cárcel, la verdadera, nunca olvidarían, sin embargo, aquel sitio.
—¿Has visto sus caras? —preguntó Mila a su compañero después de la cuarta visita—. ¿Tú también piensas que en ese orfanato ocurría algo muy feo?
—Ese lugar no era diferente de otros parecidos, créeme. Pienso, en cambio, que puede estar relacionado con el hecho de ser niños. Al crecer, te resbala todo, también las peores cosas. Pero con esa edad, los recuerdos se imprimen en la carne, y ya no se borran nunca más.
Cada vez que, con la oportuna cautela, los policías contaban la historia del hallazgo del cadáver en la lavandería, los entrevistados se limitaban a sacudir la cabeza. Ese oscuro simbolismo no significaba nada para ellos.
Hacia mediodía, Mila y Boris se detuvieron en una cafetería donde tomaron de prisa unos sandwiches de atún y un par de capuchinos.
El cielo estaba encapotado. Los meteorólogos no se habían equivocado: pronto volvería a nevar.
Todavía tenían que ver a dos antes de que la tormenta los sorprendiera y les impidiera volver atrás. Decidieron empezar por el que vivía más lejos.
—Se llama Feldher. Vive a unos treinta kilómetros.
Boris estaba de buen humor, y Mila pensó en aprovechar la circunstancia para preguntarle algo más acerca de los intereses de Goran. Ese hombre despertaba su curiosidad: no parecía posible que tuviera una vida privada, una compañera, un hijo. Su mujer, en particular, era un misterio. Sobre todo después de la conversación telefónica que Mila había escuchado la noche anterior. ¿Dónde estaba su mujer? ¿Por qué no estaba en casa ocupándose del pequeño Tommy? ¿Por qué en su lugar estaba «la señora Runa»? Quizá Boris podría dar respuestas a esas preguntas. Pero Mila, que no sabía cómo introducir el tema, al final renunció.
Llegaron a casa de Feldher cuando casi eran las dos de la tarde. Habían llamado para anunciar su visita, pero una grabación de la compañía telefónica les informó de que el número ya no estaba activo.
—Por lo que parece, nuestro amigo no está pasando por un buen momento —comentó Boris.
Al ver el sitio en el que vivía, obtuvieron la confirmación. La casa —si podía definirse así— se encontraba en medio de un cementerio de coches, rodeada por chasis de automóviles. Un perro de pelo rojizo, que parecía enmohecer lentamente como todo el resto, los recibió con un ladrido ronco. Un hombre de unos cuarenta años apareció poco después en el umbral. Sólo llevaba una sucia camiseta y unos vaqueros, a pesar del frío.
—¿Es usted el señor Feldher?
—Sí… ¿Y ustedes quiénes son?
Boris levantó simplemente la mano con su placa:
—¿Podemos hablar con usted?
Feldher no parecía agradecer la visita, pero les hizo un gesto para que entraran.
Tenía una barriga enorme y los dedos amarillentos por la nicotina. El interior de la casa se le parecía: sucio y en desorden. Sirvió té frío en vasos desparejados, se encendió un cigarrillo y fue a sentarse en una tumbona chirriante, dejándoles el sofá para ellos.
—Me han encontrado de casualidad. Generalmente trabajo…
—¿Y hoy por qué no? —preguntó Mila.
El hombre miró hacia afuera:
—La nieve. Nadie contrata a peones con este tiempo. Y yo estoy perdiendo un montón de días.
Mila y Boris mantenían el té entre las manos, pero ninguno de los dos bebía. Feldher no parecía ofenderse.
—Entonces, ¿por qué no prueba a cambiar de trabajo? —aventuró Mila para fingir interés y entablar así un contacto.
Feldher resopló.
—¡Ya lo he intentado! ¿Acaso creen que no lo he intentado? Pero también me fue mal, como mi matrimonio. Aquella cerda buscaba algo mejor. Cada santo día me repetía que no valía para nada. Ahora trabaja de camarera por dos duros y comparte un piso con otras dos imbéciles como ella. Lo he visto, ¿saben? ¡Es un sitio administrado por la Iglesia de la que ahora forma parte! ¡Ésos la han convencido de que también para una persona como ella habrá un lugar en el paraíso! ¿Se dan cuenta?
Mila recordó que habían encontrado al menos una docena de esas nuevas iglesias a lo largo de la carretera. Todas exhibían grandes carteles de neón sobre los que, además del nombre de la congregación, aparecía también el eslogan que la caracterizaba. Desde hacía algunos años también proliferaban por aquella zona, reuniendo adeptos entre los parados de las grandes industrias, madres solteras y personas decepcionadas de las fes tradicionales. Aunque las varias confesiones parecían diferentes entre sí, las unía la adhesión incondicional a las teorías creacionistas, la homofobia, el antiabortismo, la afirmación del principio por el cual cada individuo tiene derecho a poseer una arma y el pleno apoyo a la pena de muerte.
Quién sabía cómo reaccionaría Feldher, pensó Mila, si le dijeran que uno de sus antiguos compañeros de orfanato había llegado incluso a ser un pastor de una de esas iglesias.
—Cuando han llegado los he tomado por dos de ellos: ¡vienen hasta aquí a predicar su evangelio! ¡El mes pasado, la puta de mi ex mandó a uno de ellos para convertirme! —rió, mostrando dos filas de dientes cariados.
Mila trató de escabullirse del tema conyugal y le preguntó de pasada:
—¿Qué hacía antes de ser peón, señor Feldher?
—No lo creerá… —El hombre sonrió, echando un vistazo a la mugre que lo rodeaba—: Tenía una pequeña lavandería.
Los dos agentes evitaron mirarse para no revelar a Feldher cuan interesante era lo que acababa de decir. A Mila no se le escapó que Boris dejaba resbalar una mano por la cadera, liberando el seguro de la funda del revólver. Recordó que, al llegar a ese lugar, se había percatado de que los móviles no tenían cobertura. No sabían mucho del hombre que tenían delante, y debían ser prudentes.