Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Me senté en la barra de la cafetería y me pedí un descafeinado pensando que al haber sido descubierto por Fredrik la situación había cambiado por completo y, lo que era más temible, Fredrik estaba más despierto de lo que yo suponía. Y además tenía gente con él, y yo estaba solo. ¿Serían capaces de matarme?
A la hora volvió el de la peca para decirme que ya habían trasladado el equipaje, pero que podía pasar por el antiguo cuarto para comprobar que no hubieran olvidado nada.
—Es la primera vez que ocurre algo semejante en este hotel. Perdone las molestias. Lo sentimos muchísimo.
Le hice un gesto con la mano para que terminara de disculparse, me incomodaba que se sintiera culpable.
—No se preocupe, los viejos somos un blanco fácil —dije sacando la cartera del bolsillo inútilmente porque no me permitió pagar.
En la habitación sólo quedaba el estuche de las lentillas y uno de los dos cuadernos con notas, el otro lo tenía en el coche. No era extraño que no lo hubiesen visto con tantas cosas como había por el suelo. La almohada, la funda de la almohada, el relleno de los cojines rajados y del colchón, las mantas del armario, los pequeños frascos de gel y champú del cuarto de baño, los cajones del escritorio, unos cuadros baratos y las botellas y bolsas de frutos secos del minibar. También la radio-despertador. Querían que me diese cuenta de que venían por mí.
—¡Vaya! —dije—, se han confundido, no hay ninguna duda.
—De todos modos, compruebe que no le falte nada. Mañana el detective del hotel tendrá que hablar con usted, espero que no le importe.
En compensación por el susto me habían trasladado a una suite del último piso. Era una pena que mi pobre Raquel no pudiera disfrutarla. Había un salón con sillones y sofás y una gran terraza con plantas tropicales de enormes hojas desde la que se veía algo del puerto. También Raquel habría disfrutado mucho de la bañera con hidromasaje y de las flores, la cesta de frutas y la botella de champán. Sin embargo, estaba contento de que mi hija no me hubiese acompañado, porque así sólo tendría que cuidar de mí mismo. Respiré al ver el expediente revuelto con camisas y pantalones. Los matones de Fredrik no lo habían descubierto.
—Que disfrute de su estancia. Si necesita cualquier otra cosa, mi nombre es Roberto.
Le dije a Roberto que se llevara el champán, que se lo bebiera con su mujer porque yo no debía probar el alcohol. Roberto sonrió y dijo que enviaría a una camarera para retirarla.
Repasé las cerraduras de la puerta y de la terraza y la manera de reforzar la seguridad. Mientras estuviera dentro, sería muy difícil que me atacaran por sorpresa. El problema lo encontraría al volver de la calle.
Fredrik pensaría que tras el suceso del hotel me marcharía corriendo a mi casa. El mensaje estaba claro, podrían rajarme como al colchón y los cojines. Podrían pisotearme como a los cuadros. Y no es que tal posibilidad no me diese miedo, es que no tenía nada que perder, mientras que el retroceder a estas alturas me suponía un gran cansancio mental. Si me mataban, lo sentiría mucho por mi hija, no quería hacerla sufrir, pero también era cierto que estaba escrito que moriría bastante antes que ella y que por tanto en algún momento tendría que sufrir por mi pérdida. Así que decidí dormir a pierna suelta y prácticamente lo conseguí. Me despertaron unos tibios rayos de luz que cruzaban la suite.
De todos modos, no pensaba hacer locuras. Dadas las circunstancias dejaría respirar a los Christensen al menos por hoy. Con el nuevo día se me había ocurrido otro objetivo mejor, me acercaría por la casa de la chica del mechón rojo.
Era sábado a eso de las once. Hacía sol, aunque no abrasador. El verano iba remitiendo. Antes de salir de la habitación decidí no dejarme bloquear por la cantidad de tecnología que el enemigo pudiera estar usando y recurrir a los viejos trucos de toda la vida. Colgué en el pomo el cartel de «No molestar» para asegurarme de que no entrara la camarera y a continuación coloqué unos papelillos transparentes, cortados del celofán que envolvía la botella, entre la puerta y el cerco y entre la puerta y el suelo, que irremediablemente se moverían o se caerían cuando se abriera la puerta. Ya no tenía tiempo de ponerme al día, de intentar ser más sofisticado, tenía que ser yo mismo, un carcamal que no podía contar ni con su propia gente.
Sandra
Cuando pasaba alguien por el sendero, cuando venía el cartero o los empleados del agua o de la luz, cuando alguna motocicleta machacaba los guijarros y la tierra, se revolucionaba la fantasmal vida del vecindario. Y seguramente el hombre del sombrero panamá que se paró ante mi casa y llamó al timbre no sospechaba que no estaba interrumpiendo ningún tipo de actividad, sino una pura y simple inactividad que me adormecía. Interrumpió pensamientos del tipo tendría que estar cosiendo algo de ropita para el niño e interrumpió mis ganas de estar y no estar con nadie al mismo tiempo. También interrumpió el pensamiento de ¿quién me iba a decir hace nada que me iba a acostumbrar a este par de abuelos extranjeros? Por supuesto estaba pensando en Fred y Karin, que llevaban varios días sin dar señales de vida desde que salí de Villa Sol. Seguramente alguno había caído enfermo o se habían marchado de viaje o habían venido familiares a verlos que les habían cambiado su ritmo de vida. Se me pasaban todo tipo de cosas por la cabeza. Tenía que admitir que los echaba de menos. Era una tontería, porque no significaban nada para mí, y aun así dejaba de regar si oía las ruedas de un coche sobre la gravilla de la entrada. Sus caras se me habían fijado, quizá porque tenían algo fuera de lo corriente. Todas las caras tarde o temprano acaban teniendo algo especial, pero éstas lo habían tenido enseguida, casi al primer golpe de vista.
El hombre que estaba ante la cancela tendría unos ochenta años, quizá más, y parecía que necesitaba descansar, así que le hice pasar al porche. Dijo que le gustaba mi casita. Dijo «casita» como si yo fuera un gnomo o una princesa. Seguramente no se fijó bien en mí. Hablaba con acento argentino, lo que aún suavizaba más sus maneras, ya de por sí muy correctas. Aproveché que el hombre quería alquilar la casa para enseñársela y estar un rato hablando con alguien. Desprendía la sensación de pulcritud de los ancianos enjutos. Tenía los ojos claros, o se le habían puesto claros con los años, también puede que con los años se le hubiese rebajado la estatura para quedarse como yo, a dos centímetros del uno setenta. Mientras le enseñaba la casita me entró una gran angustia al pensar que estaba perdiendo el tiempo, un tiempo precioso en que otros estaban acabando carreras universitarias, acumulaban experiencia en el trabajo y se hacían jefes, escribían libros o salían en la televisión. No sé, no sé cómo me había dejado llevar hasta llegar aquí sin haber hecho nada de provecho, salvo la criaturita que llevaba dentro, y ni siquiera eso lo había hecho yo. Yo era la portadora, la encargada de traerlo al mundo, y por lo menos eso quería hacerlo en condiciones y por eso enseguida, nada más enterarme de que estaba embarazada, había dejado de beber y fumar, y aunque muchas veces me había tentado la idea de fumarme un pitillo a la luz de la luna de este sitio en el culo del mundo, pesaba más la responsabilidad.
Le dije que vería la posibilidad de que mi hermana le alquilara la casa, pero no tenía ganas de llamar a mi hermana, no quería hablar con ella, no quería que me sermoneara y me recordara que no podía vivir en plan provisional constantemente. No quería que me preguntara si regaba las plantas o si ponía la lavadora y si cuidaba la casa.
Antes de marcharse, me dijo que se llamaba Julián abanicándose con el sombrero. Y yo, Sandra, dije. Sandra, repitió. Y entonces me dijo que había sido muy amable con él y que me cuidara porque el mundo estaba lleno de peligros que no dan la cara hasta que los tenemos encima y que ocurriera lo que ocurriera siempre pensara antes en mi integridad física. Luego me pidió disculpas por ser tan alarmista y dijo que le recordaba a su hija cuando tenía mi edad. Me sentí un poco extraña porque me hablaba como si me conociera, como si supiera algo de mí que ni yo misma sabía, pero se me pasó la extrañeza cuando pensé en lo mayor que era y que pertenecía a una época en que las mujeres eran menos independientes y que tendría que considerar lo que decía desde su experiencia.
En cuanto la visita se fue, saqué de la bolsa de plástico de Calvin Klein que usaba para ir a la playa la revista con la biografía de Ira. Afortunadamente se había secado sin que se emborronase la tinta.
Julián
Aparqué el coche en el mismo lugar de la vez anterior, en el entrante de tierra, y me adentré por aquella calle tan estrecha y tan colorida, a la que ya estaban llamando los demonios. En la casita de la chica daba el sol de plano, resultaba brillante y alegre, en el tendedero había colgada ropa blanca. Se oía música, lo que significaba que ella estaba dentro. Toqué el timbre que había al lado de la verja y esperé. A los dos minutos volví a tocar. Y por fin salió al pequeño jardín. Iba en biquini y se le podían ver mejor los tatuajes, pero yo desvié la vista de su cuerpo, no quería que pensara que era un viejo verde, porque además habría sido una impresión completamente falsa, nunca me han tentado las mujeres más jóvenes que yo, como nunca me han tentado los Ferrari o las mansiones; mi mundo tiene unos límites y me gusta que los tenga. Me pareció que se decepcionó al verme, tal vez esperaba a alguien, ¿quizá esperaba a Fredrik? No lo creía, no creía que se pudiera decepcionar por no ver a alguien de mi quinta.
—Perdone que la moleste. Me han dicho que alquilan esta casa.
—Pues le han dicho mal. Ni se alquila ni se vende.
Tenía el pelo de varios tonos, que iban del rojo al negro y el pelo más largo por unas partes que por otras. Llevaba también un pequeño pendiente en la nariz. Tenía ojos pardos verdosos y nariz aguileña, y el sol, al darle de frente, hacía que su mirada pareciera ligeramente irónica. De haber tenido su edad me habría enamorado en ese mismo momento de ella. Me recordaba a Raquel de joven, su forma simple y directa de ver la vida y a la gente.
—Sí, es una pena porque es una casa realmente bonita, es la que más me gusta de toda la calle. Mi mujer me ha insistido en que viniera a verla.
Miró a mi alrededor como buscando a una mujer invisible.
—Se ha quedado en el hotel, no se encuentra bien. ¿No sabrá usted de alguna casa parecida a ésta que esté en alquiler?
Me quité el sombrero panamá y me abaniqué con él sin sentir auténtico calor, lo hice por alargar el momento y no marcharme sin más. Y dio resultado, porque abrió la verja.
—Puede pasar y sentarse, le traeré un vaso de agua. Aún hace calor.
—Por curiosidad, ¿cuántas habitaciones tiene?
—Tres —dijo desde dentro. Luego se oyó el chorro del agua y algún ruido más.
—Aquí se está muy bien —dijo tendiéndome el vaso—. Todo el día saliendo y entrando en contacto con la naturaleza. Ya ve, los árboles, las flores, el aire, el sol. Es lo que más me conviene en estos momentos.
Se notaba que tenía los problemas típicos de la edad, no saber qué hacer con la vida, el miedo a la soledad y la energía.
—Gracias por permitirme sentarme. Me tomo una pastilla para el corazón que me baja mucho la tensión.
Me dijo que me entendía muy bien porque ella al poco de llegar aquí se mareó en la playa y lo pasó fatal. Arrancó una camiseta del tendedero y se la puso encima.
—Estoy embarazada de cinco meses.
De cinco meses, pensé para mí, esto lo complicaba todo. ¿Cómo iba a meter a una embarazada en este berenjenal? Me levanté dispuesto a marcharme como si ya hubiera descansado lo suficiente.
—¿Adonde va? —dijo alegremente—. Si la casa le gusta voy a enseñársela.
La seguí adentro, al piso superior. Sí, tenía la barriga abultada, redondeada. El ya lejano embarazo de Raquel me conectaba de alguna manera con el de esta chica, algo sabía yo de esas cosas, no me sonaban a chino. No tuvo inconveniente en que le echase un vistazo a su cuarto con la cama revuelta. Parecía verlo todo normal, natural. Hablaba, decía que se encontraba en esta casa como en un monasterio y que había venido a aislarse y reflexionar sobre su vida. Yo no preguntaba, era mejor que ella contase lo que quisiera.
—Antes no le dije la verdad. Esta casa es de mi hermana y la alquila por temporadas. Puede que el verano que viene esté libre. Si quiere hablo con ella.
Le dije que de acuerdo, que también yo se lo comentaría a mi mujer.
—Mi nombre es Julián —le dije estrechándole la mano—. Si no le importa me pasaré por aquí en otro momento.
—Sandra —dijo ella sin sonreír, pero sin estar seria. De algún modo, no necesitaba sonreír para ser agradable—. Venga cuando quiera.
Y añadió con cierta preocupación:
—Antes iba algunos días a la playa con unos amigos, pero han desaparecido, han dejado de venir sin darme ninguna explicación.
Debía de referirse a Fredrik y Karin, lo que junto con lo del hotel significaba que mi presencia les había puesto muy nerviosos.
—No se preocupe, volverán.
—Bueno, son mayores, quizá alguno haya enfermado.
—También eso es posible —dije, tanto para ella como para mí mismo.
Nada más llegar al hotel pensaba llamar a mi hija para decirle que por fin había encontrado una casita ideal para nosotros dos, de momento no estaba libre pero seguramente lo estaría en verano. Y también le diría que mi estancia aquí se iba a alargar unos días más de los previstos. Ella insistiría en venir hasta aquí para vigilar que no hiciera ninguna locura, pero yo le diría que sería mejor ahorrar ese dinero para el alquiler de la futura casa. Y por supuesto me callaría lo de la suite, no porque deseara disfrutarla yo solo, sino porque en esta situación una suite no suponía ningún placer.
Aunque casi nunca las cosas suceden en el orden en que se piensan. Y en cuanto puse el pie en el vestíbulo, Roberto, el conserje, salió del mostrador y fue hasta mí para decirme que alrededor de las once un individuo había preguntado si me había marchado del hotel. Afortunadamente estaba Roberto de servicio.
—Le dije que ésa era información confidencial —dijo Roberto—, pero cuando insistió en que era importante y que quería hablar con el director, creí que lo mejor era decirle que había abandonado el hotel. No sé si habré metido la pata. Tendría unos treinta años, moreno y ancho de cuerpo, más bajo que yo.