Lo que esconde tu nombre (4 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Sobre todo, eran pacíficos. Se movían despacio, no hablaban alto, no discutían casi, todo lo más un cambio de pareceres. No tenían nada que ver con mis padres, que se ahogaban en un vaso de agua a la mínima contrariedad. A mis padres ni siquiera les había dicho que estaba embarazada, no me creía capaz de tener que soportar uno de sus dramas. Aprovechaban cualquier ocasión para salirse de madre, para enloquecerse. Quizá por eso me había liado con Santi, simplemente porque tenía buen carácter y era paciente y armonioso. Y, sin embargo, ya ves, no había funcionado. A la media hora de estar con Santi me invadía una insufrible sensación de pérdida de tiempo, y ésa era una razón de peso para que no me imaginara con él dentro de uno o dos años.

Los noruegos y yo íbamos juntos a la playa alguna mañana que otra, por lo que tampoco me empachaban demasiado. Cuando me dejaban en casa a veces ni siquiera bajaban del coche. Me despedían desde las ventanillas y me dejaban en paz.

Julián

Quería tomar algo antes de regresar al hotel, siempre he tenido la idea de que en los hoteles comer algo es más caro que en la calle. Rehuí los restaurantes que me iba encontrando porque no quería pasarme dos horas cenando sin muchas ganas. Así que entré en un bar y me pedí una ración de ensaladilla y un yogur, también una botella grande de agua para llevármela al hotel porque mi hija me había insistido tanto en que no bebiera agua del grifo que era casi un acto de lealtad hacia ella beber agua embotellada.

El recepcionista del hotel era aún el que vi a mi llegada. Tenía una gran peca en la mejilla derecha que lo hacía pintoresco y que había hecho que no lo olvidara, se me había grabado inmediatamente en la mente, como me sucedía de joven cuando archivaba caras de forma automática, sin posible confusión entre unas y otras. Le pregunté mientras me entregaba la llave de mi cuarto si no terminaba ya su turno. Él pareció sorprenderse por que me preocupara por él.

—Dentro de una hora —dijo.

Tendría unos treinta y cinco años. Echó una ojeada a la botella.

—Si necesita alguna cosa, la cafetería está abierta hasta las doce, a veces hasta más tarde.

Me volví buscándola alrededor con la mirada.

—Al fondo —dijo.

Debía de ser la misma en que me había tomado el vaso de leche. No sé por qué le habría dicho que no cayera en la tentación de borrarse la peca, porque esa mancha podría ayudarle a sobresalir en la vida. Me vino a la mente la cicatriz en forma de uve que Aribert Heim tenía en la comisura derecha de la boca y que con la edad se habría camuflado entre las arrugas. Durante años llegué a obcecarme tanto con ella que en cuanto veía a un viejo de unos ochenta o noventa años con algo junto a la boca que parecía una cicatriz, me lanzaba tras él. Pero incluso con una estatura tan llamativa y esa señal había logrado esconderse de nuestros ojos una y otra vez, una y otra vez. Se había mimetizado con los de su especie y a veces se le confundía con otros nazis gigantones y longevos como el mismo Fredrik Christensen, que era muy parecido a él. Durante las cinco semanas que estuvo en Mauthausen entre octubre y noviembre de 1941, se dedicó a amputar sin anestesia y sin ninguna necesidad, sólo para comprobar hasta dónde podía resistir el dolor un ser humano. Sus experimentos también incluían inyectar veneno en el corazón y observar los resultados, que anotaba minuciosamente en cuadernos con tapas negras, y todo lo hacía sin perder los modales ni la sonrisa. Afortunadamente ni Salva ni yo coincidimos con él en el campo. Otros compatriotas no podrían decir lo mismo. Lo llamaban, sin exagerar, el Carnicero, y lo más seguro era que el Carnicero estuviera tomando el sol y bañándose en algún lugar como éste. Él y los otros estarían disfrutando de lo que no era como ellos, de lo que no habían hecho a su imagen y semejanza. Salva había tenido el coraje de no querer olvidar nada.

—¡Vaya día! Estoy un poco cansado —dije quitándome el sombrero y la imagen de dos judíos cosidos por la espalda gritando de dolor y suplicando que los mataran de una vez. ¿Quién hizo aquello? Alguien a quien estos gritos de dolor le afectaban como a nosotros los de un cerdo en una matanza o los de una rata atrapada en una trampa. Era imposible volver al punto en que aún no se ha visto algo así. Se podía fingir ser como los demás, pero lo visto, visto estaba. Este viejo fantasma de mi cabeza debió de envejecerme, porque el recepcionista dijo, poniendo un gesto bastante serio:

—Ya le digo, si necesita alguna cosa, no dude en llamarme.

En señal afirmativa hice un gesto con el sombrero medio arrugado en la mano.

En realidad no estaba cansado, pero estaba tan acostumbrado a estar cansado y a decirlo que lo dije. Estar cansado encajaba mucho más con mi perfil que no estarlo.

Tras el consabido ritual que me llevaba unos tres cuartos de hora, me metí en la cama. Vi un poco la televisión y enseguida apagué la luz y me puse a visualizar mentalmente la calle y la casa de Fredrik, la foto del periódico y lo que sabía de él. Sus fotos de joven, de las que sólo tenía dos en el archivo de mi despacho y alguna más en mi archivo mental, eran suficientes para recordarle como en realidad era, un monstruo que, como Aribert Heim, creía que tenía poder sobre la vida y la muerte. También como Heim, era de uno noventa, cara angulosa y tenía los ojos claros. De joven la arrogancia es más visible, está en el cuerpo, en los andares, en un cuello más largo y por tanto en una cabeza más alta, en una mirada más firme. En la vejez, los cuerpos decrépitos disfrazan la maldad en bondad y la gente tiende a considerarlos inofensivos, pero yo también era viejo y a mí el anciano Fredrik Christensen no podría engañarme. Reservaría las fuerzas que me quedaban para el anciano Fredrik, el resto del mundo tendría que arreglárselas sin mí, me dije preguntándome qué habría pensado Raquel de todo esto, aunque me lo imaginaba, me diría que iba a desperdiciar la poca vida que me quedaba.

Me desperté a las seis de la mañana. No estaba mal, había dormido de un tirón y me duché, afeité y vestí sin prisas, oyendo las noticias en la radio-despertador de grandes números rojos que había al lado del teléfono, lo que también me servía para ponerme al día con la política local y el esfuerzo de los ecologistas para que no construyeran más en la playa.

Fui uno de los primeros en llegar al comedor y desayuné a fondo, sobre todo mucha fruta, prácticamente toda la que necesitaría tomar a lo largo del día, más una manzana que me metí en el bolsillo de la chaqueta. Salí y caminé hacia el coche sintiendo el aire de la mañana ya bastante fresco a estas alturas de septiembre.

Subí hasta el Tosalet cruzándome con coches que llevaban más prisa que yo, seguramente camino del trabajo. Yo en cierto modo también iba a trabajar, aunque no me pagasen. Se podría llamar trabajo a todo lo que suponga una obligación impuesta por uno mismo o por los demás, y mi trabajo me esperaba en una pequeña plaza a la que daban varias calles, una de ellas era la de Fredrik. Me situé de forma que a lo lejos pudiera observar la espesa hiedra de la casa, tapando prácticamente su nombre, Villa Sol. Como Christensen no me había visto en toda su vida, no tendría que esconderme demasiado, sólo hacer movimientos naturales en caso de cruzarnos.

Y nos íbamos a cruzar porque antes de una hora de espera asomó el morro de un todoterreno verde oliva del fortín Villa Sol. El corazón me dio un vuelco, ese vuelco que tanto temía mi hija, y casi no me dio tiempo de situarme en posición para seguirle. Estaba terminando de hacer la maniobra cuando pasó lentamente, como una visión, una especie de tanque conducido por Fredrik Christensen. A su lado iba la que debía de ser Karin. Me incorporé a la carretera principal tras ellos. A unos cinco kilómetros hicimos un giro a la derecha. No tenía por qué preocuparme que me viesen, para ellos yo era un vecino que hacía su mismo recorrido, y eso me daba cierta libertad para no arriesgarme a perderles.

Pasados unos kilómetros, de un chalecito salió una chica joven y subió con ellos. Continuaron su ruta hacia la playa, y yo detrás. A veces dejaba que algún otro coche se colara entre nosotros para que no se fijase en mí, pero tampoco quería arriesgarme a perderle, no quería tener que hacer maniobras urgentes ni raras. Tampoco él estaría para demasiadas fiorituras.

Circulamos paralelos a la playa durante unos diez kilómetros hasta que torció a la derecha y aparcó en una calle, al final de la cual se veía un trozo de mar, un trozo de azul deslumbrante. ¿Cómo podían estar tan cerca el infierno y el paraíso? Las olas, si uno se fijaba bien en las olas, eran obra de una imaginación portentosa.

Salieron del coche, y tuve miedo de emocionarme demasiado, respiré tan hondo que me dio tos. Era él, muy alto aún, ancho de hombros, piernas y brazos largos, flaco. Abrió el capó y sacó una sombrilla, una nevera y dos hamacas plegables. A ella en cambio no la habría reconocido. Parecía que el cuerpo se le había descompensado y andaba sin agilidad, había engordado y se había deformado. Se colgó al hombro una bolsa de plástico. Llevaba puesto un ancho vestido playero de color rosa con aberturas a los lados, y él, pantalón corto, camisa amplia y sandalias. La chica llevaba puesta una camiseta sobre el bañador, una gorra, la toalla al hombro y colgando de la mano una bolsa de plástico bonita, no de supermercado. Digamos que en cuanto plantaron la sombrilla los tuve controlados y me entretuve en buscar por los alrededores algún local donde entrar a orinar y a tomarme un café. No fue fácil, pero al final incluso dejé en el coche dos botellas de agua. Mi hija jamás me perdonaría que muriese por deshidratación.

Me quité los calcetines y los zapatos para andar por la arena, era muy agradable. En cuanto tuviera tiempo me bañaría. El Mediterráneo hacía pensar en la juventud y el amor, en mujeres hermosas, en la despreocupación. Localicé con la vista a Fredrik y Karin bajo la sombrilla. Él miraba el mar y ella leía, y de vez en cuando hacían algún comentario. Tenían la cabeza dentro de la sombrilla y el cuerpo fuera, al sol. Había pocos bañistas, los típicos rezagados de las vacaciones y extranjeros desocupados como éstos. La chica joven ya había llegado a la orilla. Estaba tan centrado en la pareja de noruegos que no me di cuenta de que le ocurría algo hasta que Fredrik fue hacia ella. Parecía que una ola se había llevado la revista que leía y saltaba para alcanzarla. Me quité las gafas de sol para ver mejor, pero la luz se me clavó en los ojos y tuve que cerrarlos. Cuando los abrí, Fredrik regresaba dando zancadas con la revista en la mano, la abrió con mucho cuidado y la tendió al sol sobre la sombrilla. Luego sacó un helado de la nevera y se lo llevó a la chica. Me senté junto al muro que separaba la arena de los abrojos, juncos y matorrales que se extendían a mi espalda, con curiosidad y un poco de sueño.

Parecían muy considerados y amables con esta chica que no era de su misma raza aria. Daba miedo verles hacer el bien. Actuaban como si nunca hubiesen llegado a ser verdaderamente conscientes de haber hecho el mal. Por lo general, en la vida normal el bien y el mal están bastante mezclados, pero en Mauthausen el mal era el mal. Nunca a lo largo de mi vida me he tropezado con el bien absoluto, pero sí he estado dentro del mal en mayúsculas y de su fuerza demoledora y ahí no había nada bueno. Cualquiera que viese en este momento a Fredrik pensaría: este hombre fue joven, luchó en la vida, trabajó y luego se jubiló y descansó. Y nunca llegaría a saber que se equivocaba y continuaría equivocándose cada vez que se tropezara con un hombre sin alma.

Estuvimos allí unas dos horas. Cuando vi que empezaban a cerrar la sombrilla, y la chica a sacudir su toalla me fui al coche y esperé. Al poco aparecieron los tres. Se metieron en el todoterreno. Los noruegos iban delante y la chica en los asientos traseros. Se adentraron en el interior, donde las casas tenían un aire más campestre, más auténtico y donde había huertos y muchos naranjos. Luego tiraron por el camino estrecho donde habían recogido a la chica por la mañana y me pareció demasiado arriesgado seguirles, así que continué hacia delante y esperé en un saliente de tierra hasta que asomó el morro cuadrado y grande del todoterreno de Fredrik y lo vi alejarse. Seguramente volverían al Tosalet, por donde podría acercarme más tarde. Ahora le echaría un vistazo más de cerca a la chica de la playa, quería saber qué podría interesarle de ella a la pareja feliz. Así que aparqué un poco mejor el coche y salí.

Iba mirando a derecha e izquierda del camino entre ladridos de perros que se aplastaban furiosos contra las verjas como si quisieran matarse. Hasta que la descubrí junto a una buganvilla, tumbada en una hamaca. Era joven, rondaría los treinta años, ni morena ni rubia, castaña, a pesar de que llevaba parte del pelo de color granate. Tenía un tatuaje negro y rojo en el tobillo que parecía una mariposa, y otro en la espalda, unas letras en chino o japonés, en negro. Estaba tumbada de medio lado, por lo que puede que llevase más en el otro lado. El jardín era pequeño, con un naranjo y un limonero además de la buganvilla, aunque quizá se prolongase algo más por la parte trasera. Había un tendedero con un biquini, ropa interior y una toalla. Estaba sola. Una víctima perfecta para los Christensen. Puede que la conocieran en la playa y hubiesen puesto sus ojos en ella para chuparle su sangre nueva, para chuparle la energía, para contaminarse de su frescura. La gente en el fondo cambia poco, y para Fredrik un semejante era un ser aprovechable al que robarle algo. No se cambiaba en dos días ni en cuarenta años, yo en lo fundamental no había cambiado.

¿Qué podía saber esta criatura de todo aquello? ¿Cómo podría descubrir el mal en estos dos ancianos que se preocupaban por ella? No quería asustarla, ni quería que alguien pensara que yo era un viejo verde recreándose en la visión de una chica dormida e indefensa, aún conservaba algo de pudor a pesar de todo, a pesar de que no me importaba lo que pensaran de mí. Dejé de escudriñar y seguí andando hacia abajo, hacia algún final de este camino buscando carteles de «se vende» o «se alquila» para no ser completamente desleal con mi hija. Mentirle en una cosa tan pequeña, engañarla diciéndole que buscaba una casa que no buscaba, me parecía más mezquino que hacerlo con algo grande, peligroso, algo que realmente mereciese la pena ocultar. Así que para ser consecuente con lo que le había prometido tendría que ocuparme en ratos perdidos de buscar una bonita casa para nosotros y tendría incluso que pensar en la posibilidad de venir a vivir aquí. No quería acabar siendo, además de todo lo demás, un parlanchín que les crea falsas ilusiones a sus seres queridos. Eso no.

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