Lo que esconde tu nombre (3 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Me senté en una terraza a tomarme un café y a hacer tiempo estudiando de nuevo el mapa. El café era el único hábito perjudicial que no había dejado y que no pensaba dejar, me negaba a pasarme al té verde como los pocos amigos que me quedaban. Lo peor de ser viejo es que uno se va quedando solo y convirtiéndose en un extranjero en un planeta en el que todo el mundo es joven. Pero yo aún tenía a mi mujer dentro de mí, y mi hija debía vivir su vida sin tener que cargar con la mía y con todo el mal que se había paseado por ella. En mi balanza el odio pesaba mucho, pero también, gracias a Dios, pesaba el amor, aunque lamentablemente, todo hay que decirlo, el odio le había quitado mucho sitio al amor.

Pensé, tomándome el café en esta terraza —un café
espresso
bastante bueno, por cierto—, que cuando se ha conocido el mal, el bien sabe a poco. El mal es una droga, el mal es placentero, por eso aquellos carniceros cada vez exterminaban más y eran más sádicos, nunca tenían bastante. Le quité la etiqueta al sombrero, me lo puse y me guardé la gorra en un bolsillo. Si aún viviera Raquel, le compraría otro a ella. Le quedaba bien cualquier sombrero, luego dejaron de llevarse y las mujeres perdieron elegancia. No hacía mucho me había dicho un médico que a mi edad la memoria es una memoria cristalizada, lo que quiere decir que se recuerdan mejor los acontecimientos lejanos que los recientes. Era verdad, ahora me daba por acordarme con todo lujo de detalles del sombrero que llevaba Raquel cuando nos casamos, allá en el año cincuenta, una mañana luminosa de primavera.

Sandra

Al día siguiente no me arriesgué a ir a la playa, no tenía ganas de coger la moto y me conformé con bajar
a
un pequeño supermercado que había a quinientos metros; lo suficiente para darme un paseo y comprar unos zumos. Tuve todo el día para hacerme comida sana, leer y estar tranquila. El limonero y el naranjo le daban al pequeño jardín aire de paraíso, y yo era Eva. El paraíso y yo. Mi hermana me había dejado pilas de ropa sucia para que las fuera lavando. Debía regar por la mañana y al atardecer y meter ropa en la lavadora y tender y luego recogerla y doblarla y, si salía de mí, plancharla. Si le hacía caso, me podría pasar todo el tiempo trabajando, ¿de dónde habría sacado tanta ropa sucia? Creo que me había dejado instalarme en la casa para obligarme a hacer algo y que a su entender acabara sirviendo para algo. Puede que se hubiese pasado varios días ensuciando ropa. Le gustaba mandar de tal modo que no pareciese que estaba mandando. Yo misma había tardado años en darme cuenta de que me mandaba y me obligaba a hacer, sin que me diera cuenta, cosas que no quería hacer.

Y estaba precisamente cumpliendo con el riego del atardecer, después de la siesta, cuando oí el sonido de un coche que aparcaba junto a la cancela de la entrada. Oí cómo se cerraban las puertas del coche y pasos lentos, hasta que los vi. Eran ellos, los ancianos que me habían echado una mano en la playa. Parece que se alegraron de verme, yo también me alegré, llevaba demasiado tiempo rumiando a solas. Cerré la manguera y me acerqué a ellos.

—¡Qué sorpresa! —dije.

—Nos alegramos de verte recuperada —dijo él.

Hablaban muy bien mi lengua, aunque con acento. No era inglés, ni francés. Tampoco era alemán.

—Sí, he estado descansando, casi no he salido de aquí.

Les invité a entrar y a sentarse en el porche.

—No queremos molestar.

Les serví té en una bonita tetera de cobre que tenía mi hermana en una alacena imitación a antigua. No les dije nada de café porque no había encontrado ninguna cafetera.

Se lo tomaron a pequeños sorbos mientras les contaba que no estaba segura de si estaba o no enamorada del padre de mi hijo y que no quería empezar esta nueva etapa de mi vida metiendo la pata. Me escuchaban con gran comprensión y a mí no me importaba que lo supieran todo sobre mí, por lo menos lo que más me comía el tarro, no me importaba porque eran unos desconocidos, era como contárselo al aire.

—Dudas de juventud —dijo él cogiéndole la mano a su mujer. Se notaba que había estado muy enamorado y que ahora no podría pasar sin ella. Ella era un enigma.

No era un hombre que sonriera, pero era tan educado que parecía que sonreía. Su enorme estatura hacía que el sillón de mimbre pareciese de juguete. Era muy delgado, se le marcaban los pómulos, los parietales y absolutamente todos los huesos. Llevaba un pantalón gris de verano y una camisa blanca de media manga, y era muy pulcro.

—Mañana si quieres podemos venir a buscarte, te llevaremos a la playa con nosotros y luego te traeremos de vuelta —dijo él.

—Para nosotros será una diversión —dijo ella sonriendo de verdad con unos pequeños ojos azules que quizá alguna vez fueron bonitos pero que ahora eran feos.

En lugar de contestar, les serví más té. Estaba sopesando la situación. Nunca había entrado en mis cálculos hacerme amiga de dos ancianos. En mi vida normal, los ancianos con los que me relacionaba eran de la familia, nunca amigos.

Se miraron hablándose con los ojos y se soltaron para poder coger las tazas.

—Vendremos a las nueve, ni muy temprano ni muy tarde —dijo él, y se levantaron.

Ella parecía contenta, se le animaron mucho los ojos. Seguramente era la que llevaba la voz cantante en la pareja. Era ella a quien se le ocurrían cosas que hacer, la que tenía caprichos. Tal vez yo era un capricho de esta señora, lo que en principio no era bueno ni malo.

Ella me puso la mano en el brazo, me lo sujetó como si intentara que no escapase.

—No necesitas llevar nada, yo me encargaré de todo. Tenemos una nevera portátil.

—Fredrik y Karin —dijo él tendiéndome la mano.

Yo también se la tendí y le di un beso a Karin en una cara de gesto alegre y amargo al mismo tiempo. Hasta ahora no había sabido sus nombres y no me había dado cuenta de que no los sabía, quizá porque hasta ahora no me habían importado, habían sido completamente ajenos, gente que pasa por la calle.

—Sandra —dije yo.

Nunca había conocido a mis abuelos, murieron cuando era pequeña, y ahora la vida me recompensaba con estos dos abuelos de los que no me importaría ser su nieta favorita o mejor su única nieta, la depositaría de todo su cariño y... de todos sus bienes, esos bienes fabulosos por los que no hay que luchar, ni siquiera desearlos, porque se merecen nada más nacer. Quizá lo que no me habían dado los lazos de sangre me lo daba el destino.

Julián

Entre pitos y flautas hasta la una no pude poner el coche en marcha. Abrí la ventanilla porque prefería el aire de la calle al aire acondicionado. Tuve que pararme en una gasolinera y en un quiosco para preguntar por el Tosalet hasta que me encontré en una larga carretera de curvas donde era imposible preguntarle a nadie, y luego entré en una zona boscosa en que las casas estaban medio hundidas entre árboles de quince metros y como mucho se oía el ladrido de algún perro. Y quizá porque había perdido mis mejores reflejos con la edad, me costó bastante dar con la calle donde supuestamente vivía Fredrik Christensen. Pero al final di con ella y con el nombre de la casa, Villa Sol, un nombre nada original en estas latitudes.

Era como un fortín, prácticamente no se veía nada del interior, y no quería que los vecinos me pillaran husmeando, porque el hecho de que yo no pudiera verles a ellos no quería decir que ellos no me viesen a mí. Dominaba el silencio y un pesado olor a flores. ¿Qué tenía que ver esto con el sufrimiento, la humillación, la miseria y la crueldad sin límites? Igual que en el periódico, tampoco en el buzón estaban disfrazados los nombres. Ponía Fredrik y Karin Christensen.

Las puertas eran metálicas y estaban pintadas de verde oscuro tanto la corredera para que entrara el coche como la pequeña para las personas, y a su alrededor la hiedra amenazaba con taparlas. Hice como que me quedaba admirando las plantas trepadoras, esperando oír algún ruido, algún movimiento en el interior, y volví al coche. Lo había dejado aparcado en la parte más ancha que había encontrado dos o tres calles más arriba y que, ahora me daba cuenta, me podría servir de punto de vigilancia, puesto que la calle era de una sola dirección y obligatoriamente tendrían que salir por aquí.

Pero sería más tarde o quizá mañana. Se habían hecho las tres y media, hora de comer algo para tomarme las pastillas y echarme un rato, no quería despilfarrar mis pocas energías el primer día.

Me costó trabajo aparcar por los alrededores del hotel y cuando lo logré eran más o menos las cuatro y cuarto. Pedí en un bar que me hicieran una tortilla francesa y un zumo de naranja y para rematar me tomé un cortado. El café era tan bueno como el de la mañana. Sentía cierta euforia, estaba contento y llamé a mi hija. La tranquilicé, le dije que me encontraba mejor que nunca, que el cambio de aires me estaba viniendo bien, que me ensanchaba los pulmones. No le conté que mi amigo Salva había muerto.

Le dije que ya habíamos localizado la casa de Chris-tensen y que enseguida empezaríamos a vigilar. A mi hija no le gustaba nada oírme hablar así, todo lo que le sonara a obsesión le hacía decir «¡ya!», así que cambié de tema y le dije que era un sitio perfecto para pasar unas vacaciones, con muchas colonias de gente mayor extranjera. Y añadí algo que sabía que le agradaría: aprovecharía para ir mirando casas en alquiler y en venta, casas blancas con porche y un pequeño jardín para retirarme a vivir aquí y para que ella viniera a pasar todo el tiempo que quisiera.

—¿Y con qué dinero? —dijo ella, que era lo que decía cuando una idea empezaba a gustarle.

Quizá había sido muy egoísta con Raquel y lamentablemente continuaba siéndolo con nuestra hija. No la dejaba respirar, no la dejaba olvidarse del mal. Se lo recordaba constantemente persiguiendo demonios. Ella siempre decía que no tenía tiempo de arreglar el mundo y que quería ser una persona normal, una persona a la que no le hubiese ocurrido lo que le ocurrió a su familia, que por lo menos tendría derecho a eso, ¿o no?

Y yo me preguntaba si era justo que Karin y Fredrik viviesen rodeados de flores y de inocencia.

Al llegar a la habitación del hotel, me tumbé en la cama vestido, me medio tapé con la colcha y encendí la televisión. No quería dormirme pero me amodorré y cuando abrí los ojos estaba anocheciendo y sentía el hormigueo del mando en la mano. Había descansado y también me había atontado y fui dando tumbos hasta el baño como si estuviera borracho. No me había quitado las lentillas y me escocían los ojos. Saldría a dar una vuelta hasta el puerto para respirar aire fresco de primera mano. La carretera hasta el Tosalet estaba llena de curvas, por lo que no me hacía ninguna gracia coger el coche de noche, esperaría al día siguiente con una gran sensación de tiempo perdido. No estaba aquí de vacaciones, no tenía tiempo de vacaciones. Las vacaciones eran para los jóvenes, para gente con toda la vida por delante, porque a mí me esperaba el largo descanso a la vuelta de la esquina.

Las bellas luces del puerto no significaban nada frente a las luces que se podrían estar encendiendo en el jardín de los Christensen. Esas luces tenían un sentido, eran señales que encajaban en mi mundo y que me guiaban hacia el infierno perdido. Caminé arriba y abajo del Paseo Marítimo, donde aún seguía abierto el puesto en que había comprado el sombrero, ideando un plan de acción. Por la mañana desayunaría pronto y subiría al Tosalet. Esperaría hasta que Fredrik saliese y le seguiría. Tomaría nota de lo que hacía. En dos o tres días tendría una idea de cuáles eran sus hábitos. Aunque se tratase de un oficial condecorado de las SS, maestro en escapar de país en país, en cambiar de casa, de ciudad, no podría escapar de la edad, y la edad está hecha y sobrevive a base de costumbres.

Aún no estaba seguro de cómo utilizaría la información que recogiese pero sabía que acabaría usándola. Conocer las costumbres de alguien y las personas con las que se relaciona es como conocer las puertas y ventanas de una casa, uno acaba viendo la forma de entrar. Porque, vamos a ver, ¿qué iba a hacer cuando verificase la auténtica identidad de Fredrik? ¿Capturarle y llevarle ante un tribunal acusándole de crímenes horribles, impensables en un ser humano? Ese tiempo había pasado, ya no se juzgaba a nazis ancianos. Como mucho, se esperaba que muriesen y que con ellos muriese el problema de tener que extraditarlos, juzgarlos, encarcelarlos y remover una vez más tanta mierda negra y apestosa.

Y pensé, contemplando las estrellas, que aunque viejos y en las últimas aquí estábamos todavía Fredrik y yo, y que podíamos levantar la cabeza y admirar su hermosa luz.

Y pensé que aún se podría conseguir que a ese cerdo le temblaran las piernas y que yo pudiera morirme con la conciencia tranquila por el deber cumplido. Ya sé que Raquel me preguntaría que a quién quería engañar, diría que lo hacía por puro placer y satisfacción míos, y puede que tuviese razón, pero qué más daba el nombre que se le diese a lo que yo sentía.

2. La chica del pelo rojo

Sandra

Así, la playa era muy cómoda. Fredrik de vez en cuando nos traía un helado, un refresco, la sombra de sus anchos y huesudos hombros caía sobre nosotras. A Karin le gustaba hablar de Noruega, de la casa tan bonita que tenían en un fiordo y que en tiempos fue una granja. Ya no iban allí por el clima, la humedad se les metía en los huesos. Pero echaba de menos la nieve, el aire puro de la nieve azulada. Karin no era esquelética como su mando. Debía de haber sido delgada en su juventud y gorda en la madurez, ahora era una mezcla de ambas cosas, una mezcla deformada. Miraba con esa expresión tan difícil, entre amigable y desconfiada, que no se sabía qué pensaba realmente. O mejor dicho, lo que decía debía de ser una milésima parte de lo que pensaba, como toda la gente de edad que ha vivido mucho para al final acabar disfrutando de las pequeñas cosas. No era raro que Karin llevase en su cesta de paja alguna novela con un hombre y una mujer besándose en la portada. Le gustaban mucho las historias románticas y a veces me contaba alguna que se desarrollaba entre el jefe y la secretaria o entre un profesor y la alumna o entre el médico y la enfermera o entre dos que se habían conocido en un bar. Ninguna se parecía a la mía con Santi.

Era muy agradable dejarme llevar. Paseaba por la orilla, de la sombrilla de la pareja de noruegos al saliente de piedras, y del saliente de piedras a la sombrilla. No volví a vomitar, teníamos toda el agua fresca que queríamos en la nevera portátil, una nevera muy buena que no existía en el mercado español. Casi ninguna de las cosas que usaban eran de aquí, salvo los pareos de ella, comprados en algún tenderete de la playa.

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