Lo que esconde tu nombre (44 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Un hombre grueso me hizo una seña para que me sentara a su lado. Mientras comíamos no paraba de hablar. Yo no me enteraba de nada, pendiente de la entrada de Elfe. Qué lejos quedaban ya Sandra y su futuro hijo. Había sido un regalo del cielo como tantos regalos que me había hecho la vida. No todo el mundo era recompensado como lo había sido yo. A mi hija le había dicho que había descubierto unas instalaciones hoteleras para gente de mi edad y que me quedaría aquí otro mes. La casita que tanto me gustaba al final los dueños la habían alquilado y no tenía ganas de buscar más. Tendría que conformarse con un hotel cuando viniera a verme. También le dije que la echaba mucho de menos pero que nos convenía darnos un poco de espacio.

En los postres le dije al hombre grueso que un amigo me había encargado darle un recado a una tal Elfe, una mujer alemana con ciertos problemas.

—A veces viene a comer y a veces no, ya sabe —e hizo el gesto de empinar el codo.

Sandra

Estuve tristona una temporada. Era la única manera que tenía de retener todo lo de Dianium, de no olvidar a Alberto ni a Julián, ni siquiera a los noruegos, ni lo mal que lo había pasado en aquella habitación del primer piso de Villa Sol. Estaba situada a la derecha, según se subía por la escalera y se recorrían unos diez metros de pasillo, diez metros de distintos tipos de pisadas, que me llegaron a taladrar el cerebro. Más o menos enfrente estaba el baño y recuerdo que una vez vomité en el lavabo de preciosos girasoles amarillos y sentí verdadero terror por haberlo ensuciado y por no tener fuerzas para escapar. Ahora sabía lo importante que era no dejarse debilitar, no dejarse amedrentar y no dejarse manipular. No era fácil evitarlo, pero conocía las consecuencias de la inocencia, ahora sabía que el enemigo puede ser cualquiera.

Al llegar a Madrid me marché directamente a casa de mis padres. En cualquier otro momento no habría soportado la idea de lo que se me venía encima, pero ahora me parecía una tontería. Unos lloros de mi madre, unos consejos de mi padre mientras se gritaban y se quitaban la razón uno al otro, una cena caliente, unos cuantos reproches, una cama agradable. Entré en mi cuarto y dejé la mochila sobre la colcha blanca de algodón de verano (mi madre aún no había sacado el edredón, como si en el fondo dudasen de que fuese a volver). Me quité las botas que me había comprado en Dianium mirando alrededor, en las baldas aún estaban los libros del instituto. Los pósters, el flexo, el escritorio, todo tenía cierto aire adolescente. Mi cabeza empezaba a aclararse, evidentemente había vuelto para marcharme.

No fue difícil, mi hermana alquiló a muy buen precio un pequeño local en un centro comercial y montamos una tienda de bisutería. Nos fue tan bien que incluso pudimos contratar a una dependienta, y yo me hipotequé en un apartamento. Santi volvió a mi vida de una forma más real que antes. Apreciaba en él cualidades en las que ni había reparado y me pareció que podría ser un buen padre. No se puede estar esperando el amor perfecto toda la vida. El amor perfecto no es real, nada perfecto es real, por lo que tampoco nuestra relación tenía que ser perfecta, y nos limitamos a vernos de vez en cuando y a sacar juntos a Janín al parque. Le conté a medias lo que había vivido en aquellos días tan fantasmales y tan aislados de todo y a veces se me escapó el nombre de la Anguila, prefería llamarle así delante de Santi para quitarle emoción, para rebajar lo que sentía por él porque además Alberto seguramente fue la ilusión que necesitaba para soportar la tensión que vivía en Villa Sol y, sin embargo, su nombre no era sólo un nombre, era su cazadora azul oscuro, la camisa arrugada, la ceniza del cigarrillo cayéndole en los mocasines, era el pelo algo largo y la frente enrojecida por el viento del mar, era su olor y la mirada preocupada y la voz arrastrándose por debajo de la puerta cuando me dijo te quiero. Y después nada, no volvió por el hospital ni por la habitación del hotel de Julián. Huí, y él se quedó. Santi se alegraba de que hubiese sentado la cabeza y decía que lo pasado pasado estaba, pero no era cierto.

Durante un tiempo estuve tentada de volver a Dianium para buscarle y quitármelo de la cabeza de alguna manera, pero luego el niño y el trabajo me ocupaban todo el tiempo, el presente me devoraba y a veces parecía que había pasado página... hasta que caía rendida por la noche en la cama y me dormía, entonces aquellos días volvían y estaban tan frescos como si fueran hoy.

Julián

En mi primer día en la residencia, Elfe no se hizo visible hasta la noche. Fui a cenar sin ganas, sólo para que las pastillas no me cayeran mal y no ponerme malo nada más aterrizar allí y por si la veía.

Contemplando los olivos tras la ventana pensé sin querer en el bar de los menús y en la destartalada suite del Costa Azul. Pensé en Sandra y en la Anguila. Hacía tan poco de todo aquello y al mismo tiempo estaba tan lejos. Cuando decidí venir aquí sabía que éste era un lugar para rondar el pasado, porque cuando el cuerpo no da más de sí nos queda el poder de la mente y la imaginación para recrearnos en los mejores momentos de nuestra vida.

Esto pensaba hasta que vi entrar a Elfe en el comedor con cara de ida aunque más aseada que la vez que la vi en su propia casa rodeada de vómitos. Dijese lo que dijese nadie se la tomaría en serio.

Le hice una seña para que se sentara con el hombre grueso y conmigo. Empezábamos a formar un grupo.

Se sentó y no me reconoció, ¿cómo iba a reconocerme? Esta mujer había conseguido vivir como un fantasma.

—Elfe tiene cuadros en su habitación que valen millones de euros, ¿verdad, Elfe? —dijo el hombre guiñándome un ojo.

—Un Picasso —dijo Elfe—, un Degas y un Matisse, creo.

Elfe se quedó mirando al techo tratando de recordar y el hombre movió la cabeza con pena.

—Parece que todos venimos de una vida mejor —dijo él, sin sospechar ni por lo más remoto que lo más seguro era que los cuadros de Elfe fuesen auténticos. Luego Elfe preguntó con una inseguridad lastimosamente infantil:

—¿Sabéis dónde está mi perro?

El hombre me dirigió una mirada que decía: está como una cabra, sin imaginar que yo sí sabía dónde estaba el perro, en casa de Frida.

Cuando terminamos me ofrecí a acompañarla hasta su cuarto. Al abrirlo vi los cuadros colgados en las paredes, eran tan auténticos que parecían falsos.

—¿Quieres tomar una copa? —dijo metiendo la mano en el armario como en un nido de víboras.

Me marché y cerré la puerta. Tendrías que ver lo que está pasando, Salva, no te lo creerías.

Ni yo tampoco me hubiese creído que varios días después bajase de un taxi un hombre alto, encorvado, torpón, arrastrando dos maletas de ruedas. Me costó un poco encajar a Heim en el pequeño jardín de la residencia. Y tuve que hacer un esfuerzo para que la visión de Heim hablando con Pilar fuese real.

Así que había tenido que abandonar su querido barco, el
Estrella.
No cabía duda de que tendría que haberle dolido, pero le habrían convencido de que ante su alarmante pérdida de facultades tendría que recluirse si quería sobrevivir. Y evidentemente había preferido sobrevivir por encima de todo. En el fondo pensaría que al ser de una raza superior aún le quedaban muchos años por delante y que se le ocurriría algo para frenar su demencia. ¿Sabría que también estaba Elfe aquí? ¿Cómo reaccionaría Elfe cuando lo viera?

Fisto parecía no acabarse nunca, cuando yo no iba a ellos, ellos venían a mí, revivían para mí. Por algo sería. Sentía que estaban en mis manos y que el espíritu de Salva me guiaba.

Cuando por fin Pilar cumplió con el protocolo de llevar a Heim a su cuarto y de enseñarle las instalaciones, explicarle los horarios, preguntarle si era diabético para el asunto de las comidas y demás temas con los que también me aturdió a mí en un primer momento, fui a hablar con ella.

—Un nuevo cliente.

—Sí —dijo mientras tecleaba en el ordenador la ficha de Heim, bajo por supuesto otro nombre que no me apetecía memorizar—, a ver si éste es un alemán como Dios manda y llega puntual a comer, no como Elfe, ¡qué castigo de mujer!

—Los puntuales son los ingleses, no los alemanes.

—Pero se supone que los alemanes son los más organizados. No sabes cómo trae de ordenadas las maletas este hombre.

Le di la razón, los que yo había conocido eran muy organizados.

—Oye, Pilar —le dije mirándola fijamente a los ojos—. No sé cómo soportas estar con tanto viejo. Una mujer tan guapa como tú tendría que estar luciéndose por ahí.

Se rió no muy alegremente.

—Por ahí no es oro todo lo que reluce —dijo.

—Eso también es verdad —dije—, ¿y qué te parecería si un viejo como yo te propusiera ir al cine o dar una vuelta por el mundo?

Aguanté bien el rato que tardó en contestar.

—No me parecería mal. Seguro que tienes muchas cosas que contar.

—Más de las que tú te crees.

11. Bajo tierra, bajo el cielo

Sandra

Convencí a mi hermana para que fuéramos todos juntos a la casita a pasar unos días. Le dije que al bebé le vendría de maravilla el aire del mar y estar rodeado de otros niños y del calor de la familia, incluidos sus abuelos. Tenía seis meses y era despierto o mejor dicho muy observador. Si era cierto eso de que el feto recibe las sensaciones del exterior, él debió de captar mucha sospecha, miedo, precaución y el claro mensaje de que nada ni nadie son lo que parecen. Cuando nos miraba parecía que buscaba la verdad dentro de nosotros o que sabía que detrás de cualquier cosa había algo más.

Después de darles vueltas a cientos de nombres le puse Julián, y le llamábamos Janín. Me habría gustado que lo supiera el viejo Julián y le envié una carta al hotel Costa Azul, pero me fue devuelta, ya no vivía allí y supuse que quizá había vuelto a Argentina.

Creo que si ahora decidí volver a Dianium era con la esperanza de encontrarme a Alberto en cualquier esquina. Al principio soñaba con él. Soñaba que bajábamos juntos en la moto desde Villa Sol, que paseábamos por la playa. Soñaba que aquel mundo tenía una luz muy brillante que me cegaba y que me impedía ver bien lo que había a mi alrededor. Soñaba con aquella chica de la playa como si no fuese yo misma. Ya no era totalmente ella. La recordaba como a una hermana pequeña llena de dudas. No es que ahora estuviera segura de todo, pero había entrado en la casa del mal, había probado el mal como se prueba la enfermedad o la miseria, todo lo que te hace estar en un mundo aparte, y eso no se olvida.

Me impresionó entrar en la casita. Olía a flores. Hacía mil años que había llegado aquí con la mochila y la cabeza nada clara. Ahora salimos despedidos de los coches inundando el jardín de gritos. Nada más poner el pie en él mis padres empezaron a discutir. Janín los miraba con los ojos muy abiertos. Todavía quedaba por allí un rastro de libros y papeles del inquilino. Mi cuñado enseguida comenzó a encontrar excusas para largarse al pueblo sin la tropa, como nos llamaba. En estas circunstancias jamás podría ocurrir nada parecido a lo que me ocurrió a mí. No podrían existir un Fred ni una Karin, ni Villa Sol, ni Julián. Ahora no podría existir Alberto.

Me acomodé en el cuarto más pequeño. Mi padre instaló una cuna de mis sobrinos que sacó del garaje, y abrí la ventana de par en par. Los pájaros alborotaban entre las ramas verdes.

Julián

Los días en Tres Olivos pasaban apaciblemente si te acostumbrabas y dejaba de interesarte la vida de allá fuera. A veces nos llevaban de excursión a Benidorm o a Valencia y era agradable si no pretendías hacer nada por tu cuenta. A veces se moría alguno y se comentaba en el comedor como si nunca fuese a sucedemos a ninguno de los demás. Heim estaba como un pulpo en un garaje y Elfe mariposeaba medio borracha de un lado para otro sin enterarse de nada. En ocasiones Elfe cruzaba alguna frase en alemán con Heim, pero sinceramente creo que no llegaba a situarlo del todo.

Los jueves Pilar libraba y nos íbamos por ahí. Ella conducía su BMW y yo le hablaba del campo de concentración y de mi época de cazanazis. Procuraba no mencionar demasiado a Raquel.

Le resultaba un viejo interesante. Cuando comprendí que se estaba enamorando de mí le dije lo de mi enfermedad coronaria y que tomaba diez pastillas al día. Le dije que no estaba en condiciones de poder satisfacer sus necesidades y que en cualquier momento podría quedarme tieso. Le dije que no tenía dinero ni para pagar el entierro, que me llegaba justo para la residencia. Pero Pilar era muy tozuda. Pretendía que formásemos una de esas parejas en que la mujer parece la enfermera o la cuidadora. A mí me daba igual, la última mujer por la que pude hacer algo fue por Sandra, ahora buscaba la manera de mortificar a Heim. Siempre había logrado escapar de sus cazadores, pero de quien no podría escapar era de sí mismo.

Una tarde le pedí a Pilar que me acompañara a la casita a la hora en que el inquilino tenía clase en el instituto. Ella se quedó en el coche y yo entré sigilosamente, pasé entre montañas de papeles y subí a la habitación donde meses antes había escondido el álbum y los cuadernos de Heim y los míos. Estaban donde los había dejado. Como si ni el tiempo, ni el viento, ni ninguna mirada hubiesen pasado entre aquellas cuatro paredes. Los cogí y volví junto a Pilar.

—¿Qué es eso? —dijo ella.

—¿Esto?, nada, es un encargo. Tenemos que acercarnos a Correos.

Pilar me miró con admiración. Daba por supuesto que cualquier cosa que hiciese sería interesante. Qué pena que mi vida comenzase cuando terminaba, o quizá sería mejor así, ¿verdad, Raquel?

Mandé a mi antigua organización el álbum de fotos de Elfe, los cuadernos de Heim y mis notas, donde figuraban las direcciones de Villa Sol, de Christensen, de Otto y Alice, de Frida. En cuanto a Heim preferí no decir nada, porque Heim era mío.

Pilar se conformaba con poco, con que le dijese que era muy hermosa, lo que era rigurosamente cierto y que era la mujer más simpática y alegre que había conocido en mi vida, lo que también era verdad. Acababa cediendo cuando se empeñaba en que nos besáramos apasionadamente y unas cuantas veces me dejé arrastrar a la cama. Ella se empeñaba en aparentar que le gustaba mi cuerpo, lo que no tenía ningún sentido. Hasta que le dije que eso se había acabado, que me había desacostumbrado al sexo y que no quería volver a acostumbrarme y a tener una necesidad más.

Por fin Pilar y yo formábamos un equipo. Nos lo pasábamos bien sin tener que desnudarnos deprisa y corriendo. Era mejor que se desnudase con otros y que a mí me dejase en mi parcela de lo muy interesante. Aunque en el fondo creo que cualquier psicólogo me diría que estaba tratando de repetir la maravillosa relación que me había unido a Sandra. ¿Qué sería de su vida? No quería saberlo. Yo pertenecía a su pasado.

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