Lo que esconde tu nombre (22 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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A los diez minutos más o menos el mamarracho salió a fumarse un pitillo apoyado en el coche. No era gran cosa, era de lo más corriente, a no ser por algo en sus movimientos y en los rasgos que lo hacía sinuoso y temible. Tenía la cara pálida y alargada y entradas en la frente que enseguida le dejarían sin ese delicado pelo castaño claro. Le creía muy capaz de engatusar a una chica como Sandra. No era el primero que había conocido capaz de convertirse de sapo en príncipe, más aún si le besaba la maravillosa boca de Sandra.

Si yo fuese el padre de Sandra y fuese joven le llevaría por una oreja a verla, aunque la realidad es que no se puede librar a nadie de las decepciones. Si le libras de una, llega otra, como si hubiese un cupo reservado para cada mortal. Si a Sandra no la traicionara la Anguila, la traicionaría otro, como ella había traicionado a Santi, y si no hubiese sido ella, habría sido otra. Era mejor que ese ser despreciable no fuese sólo un poco despreciable o despreciable a medias, sino uno completamente despreciable como la Anguila.

Cuando terminó de fumar, aplastó la colilla con el pie y se pasó las manos por la cabeza retirándose el pelo de la cara. Respiró hondo y estuvo mirando a la lejanía durante varios minutos. No parecía la manera de mirar de quien no piensa en nada. Estaba pensando en algo, muy concentrado, casi sin mover un músculo. Después se metió en el coche y apoyado en el volante escribió en una agenda durante un cuarto de hora.

Tuve la paciencia de esperar casi una hora hasta que regresó Martín. Pero antes de que apareciera en mi campo de visión, la Anguila se metió la agenda en el bolsillo, rodeó el volante con los brazos y puso encima la cabeza como si durmiera.

Me atreví a seguirlos. Era casi un suicidio porque eran jóvenes y ágiles. Si me pescaban estaba perdido. Se darían cuenta de que les seguía, sólo me salvaría que les pillase con la guardia baja, sin ganas de darse cuenta de nada. Iba a distancia, pero tener el mismo coche siempre detrás sería mosqueante, así que cuando vi que tomaban el desvío que conducía a las casas de Elfe y de Frida, me detuve a la entrada entre otros coches aparcados sobre los hierbajos de un solar. Era muy arriesgado entrar en un camino tan estrecho, suponía una trampa. Si el coche no volvía a salir en media hora me marcharía, en caso contrario volvería a seguirlos.

No tardó ni diez minutos en aparecer. Lo conducía la Anguila, iba solo. Había supuesto que a estas horas de la tarde no se iban a encerrar hasta el día siguiente en una casa y había acertado. Aún quedaba mucho día por delante para todos. La Anguila conducía como un loco. Sólo pedía que en esta carrera no se me empañaran las lentillas.

Aparcó junto al restaurante Bellamar, cerrado a cal y canto hasta el verano, y se sentó en la arena, bastante cerca de la orilla, pero no tanto como para mojarse. Luego se tumbó con los brazos estirados, con sensación de libertad. Le veía desde el coche. Al cabo de unos minutos se acercó a él una chica, y él se levantó y se abrazaron. Se sentaron contemplando el mar, ella con la cabeza reclinada en el hombro de él. Estaban de espaldas a mí y no veía si hablaban, suponía que sí.

Estuvieron así media hora y luego dieron un paseo por la orilla. Sentí un enorme pesar por Sandra y me pregunté si ella debería saber esto, quizá la ayudaría a quitárselo de la cabeza, quizá debería saber que ella era una más, que ella había sido la chica del puerto y esta otra, la de la playa y que seguramente habría más. La Anguila se quitó los zapatos y los calcetines y se remangó los pantalones. En algún momento, él la cogió por los hombros, y ella a él por la cintura, y al rato se despidieron. La Anguila recorrió otra vez la orilla hasta la altura del coche y vino hacia él. Hice que estaba dormido sobre el volante para que no me viera. Cuando volví a levantar la cabeza, estaba sentado en su coche, con la puerta abierta y los pies fuera quitándose la arena y poniéndose los calcetines y los zapatos, y a continuación bajó el espejo retrovisor y me pareció que me echaba una ojeada, pero seguramente eran sólo aprensiones mías.

¿Sería también esta chica de la playa uno de ellos? No estaba seguro de poder reconocerla si me la cruzaba. Ya no le seguí. Estaba atardeciendo y la noche se echaría encima de sopetón y no quería conducir de noche por sitios desconocidos, así que tendría que dar el día por concluido y volver a la soledad de mi habitación, aunque debía aparcar en un lugar donde el coche pasase desapercibido y eso llevaba tiempo. Todos mis tesoros estaban en el coche y no tenía dinero para el parking, donde por otra parte estaría más localizable para los enemigos, y mientras lo aparcaba me vinieron a la cabeza las imágenes de los tortolitos en la playa y había algo que no cuadraba, algo desconcertante en aquella despedida de adiós y adiós, y ¿por qué no se marchaban juntos?, ¿quién se lo impedía?

Sandra

Julián me hizo una seña desde su coche cuando bajaba en el todoterreno con Karin a gimnasia. Quería decir que en cuanto la dejase, él me esperaría en doble fila y me seguiría, pero en cuanto pudiera me adelantaría y que yo le siguiera porque sabía dónde aparcar. Se conocía ya el pueblo como la palma de la mano y las callejuelas más escondidas. Gracias a que nunca había sitio junto al gimnasio tenía libertad durante una hora y media más o menos. A veces, cuando regresaba, Karin ya estaba esperándome abajo con la bolsa de deporte en la mano y el pelo medio mojado de la ducha y entonces yo le decía que no podía arriesgarme a llegar demasiado pronto o que había tenido que irme a dar vueltas.

En cuanto Karin desapareció por la puerta del gimnasio me lancé a seguir a Julián. Dejé el todoterreno en un pequeño solar y me metí en el coche de Julián, aparcado en otro sitio. Me dio agua del arsenal de botellas que tenía allí. Además del agua, tenía cuadernos, unos prismáticos, una manta, el sombrero, un cojín y una toalla de playa y otra del hotel. También tenía manzanas, y el coche olía un poco a dulce. Me puse el cojín en los riñones y le pregunté qué quería. Esperaba que no me preguntase por Alberto, esperaba que no me tocase las narices con ese asunto, que era exclusivamente cosa mía. Pero no, no me dijo nada de él, lo que me dijo fue que habían matado a Elfe. No quería asustarme, pero tampoco tenía derecho a ocultarme algo así. Julián la había conocido por casualidad. Era la mujer de Antón Wolf, el que murió de un infarto jugando al golf, una mujer que se cogía unas moñas impresionantes y hablaba por los codos de lo que no debía, así que se la cargaron. Era del todo irrecuperable, un estorbo y un peligro. Si habían matado a tanta gente que no les molestaba, ¿por qué no a Elfe? ¿Comprendía lo que quería decir? Sí, lo comprendía, aunque yo creía que respetaban a los suyos.

—Elfe ya no era como ellos, era un desecho humano. No la soportaban.

Ahora la bonita casa de Elfe estaba vacía y los coches y el perro se los habían llevado a casa de Frida, aunque parecía que en casa de Frida todo era de todos porque los coches de Elfe también los usaban Martín y la Anguila. Sentí algo agridulce en el estómago. Si Alberto quisiera yo podría ser feliz, pero como no quería era un poco desgraciada.

—¿Has visto a Alberto? —dije.

—De pasada, iba en uno de los coches de Elfe hacia la playa.

—¿Hacia la playa? —Elfe había dejado de importarme. Había dejado de importarme que se mataran entre ellos, ni siquiera me importaba que mataran a otros, sólo me preguntaba por qué Alberto no venía a verme ni me dejaba ninguna señal ni me enviaba una nota con Martín. ¿Porqué?

Notaba en Julián que sabía más de lo que me decía y que quería decírmelo pero que no debía decírmelo.

—Le seguí hasta la playa.

—¿Ah, sí? —pregunté nerviosa, sabiendo que lo que se avecinaba no era bueno.

—Hasta ese restaurante que está cerrado, el Bellamar.

—Así que no entró en el restaurante.

—No, se quedó en la arena. Se tumbó vestido, sin quitarse la chaqueta y abrió los brazos como si quisiera purificarse.

Cuánto me habría gustado estar allí y que me abrazara con su cuerpo purificado o sin purificar, me daba igual. Sabía que era un espejismo y que no podía querer de verdad a alguien que había visto tan poco, ni siquiera sabía cómo era, ni si era un asesino o un pobre diablo. Sólo me había besado con un beso que me daba miedo olvidar. Esta historia no podía acabar por las buenas. No podía seguir viviendo sólo del recuerdo de una boca. Todo el mundo tenía labios y lengua, y esto era lo terrible, que ninguna lengua era igual y que seguramente jamás encontraría otra como la de él. Y sobre todo cuando me tumbaba en la cama o estaba viendo la televisión junto a Fred y Karin me venían imágenes de escenas que no habían existido en que Alberto estaba desnudo y yo también y me cogía la cabeza con las manos mirándome fijamente y luego cerraba los ojos porque había llegado el momento de hacer el amor a fondo. A veces me lo imaginaba todo con tanto detalle que no lo podía soportar y tenía que levantarme y salir al jardín. Y en el jardín era aún peor, porque por lo menos sentada junto a Fred y Karin tenía que tragarme la decepción y resistir.

—¿Y qué pasó en la arena? —pregunté, aunque ya no me fiaba de Julián al cien por cien, por la sencilla razón de que tenía una manera diferente de ver las cosas y unos objetivos más claros que los míos. Ahora mi objetivo era Alberto.

—Cuando estaba en la arena llegó una chica y estuvieron dando una vuelta.

El corazón me dio un salto.

—¿Sólo una vuelta?

—No sé qué decirte, ahora los jóvenes sois de otra manera. Los amigos os besáis como si fueseis novios. No sabría decirte qué relación tienen. No llegó ni a una hora lo que estuvieron juntos.

Qué ridícula. Mil veces ridícula. Yo no significaba nada para él y por eso no había vuelto a aparecer, no quería comprometerse conmigo, puede que incluso se hubiese arrepentido.

No pude evitar sentirme triste, y la tristeza puso las cosas en su sitio. El mundo de pronto dejó de tener esa capa de merengue que lo había cubierto desde lo del puerto y el beso. Volvía a ser real y serio. Y en el mundo real ocurren cosas terribles, como que matasen a Elfe. Se podría decir que la muerte de Elfe acudió en mi ayuda, un bálsamo para mi alma.

Salí del coche de Julián y me metí en el todoterreno. Tantas precauciones para qué. Estaba harta. No miré la hora. Cuando llegué al gimnasio, Karin estaba esperando con cara de pocos amigos, pero de peor humor estaba yo. No le abrí la puerta ni la ayudé a subir, dejé que se las arreglara mientras yo veía volar a los pájaros y a la gente que pasaba y mi vida que se me iba. Mi hijo me dio una patada. Por lo menos lo tenía a él y toda la compasión del mundo por mí misma. Notaba la mirada retorcida y difícil de Karin en mi perfil. Ya no podía hacerme daño. Su daño no era nada al lado del de Alberto.

6. La eterna juventud

Sandra

Karin sufría unos bajones preocupantes, cuatro días bien y cinco mal, hasta que llegaba Martín con un paquete del tamaño de una mano que Karin se llevaba a su habitación. Al principio no me fijé en la relación que había entre el paquete y la salud de Karin, pero poco a poco una cosa llevó a la otra. Los ojos veían que el paquete llegaba y que Karin mejoraba y luego la mente hacía su trabajo hasta que no tuve más remedio que sospechar que había gato encerrado. ¿Qué había en el maldito paquete? Nunca lo dejaban al alcance de mi mano. Si Karin estaba en la cama cuando Martín llegaba, se lo subía él mismo o Fred, o bajaba ella. Si estaban fuera, abría la salita-biblioteca con una llave que sacaba del bolsillo, lo dejaba allí y se guardaba de nuevo la llave. Lo que al principio me parecían simples costumbres se habían ido convirtiendo en auténticos misterios: el uniforme, el paquete, la cruz de oro, la puerta cerrada. Quizá había estado tan ocupada buscando la cruz de oro que no me había percatado de algo tan sencillo. A esto se debía de referir Julián cuando me decía una y otra vez que tuviera los ojos bien abiertos y que uno se cree que no está viendo nada cuando está viendo muchas cosas. Seguro que, como el paquete, habría muchas más señales interesantes, por lo que ellos siempre tendrían la mosca tras la oreja sobre qué podría haber descubierto yo. Cuando me metieron en su casa, en la mismísima boca del lobo, ni se les pasaba por la cabeza que alguien tan joven como yo, tan alejada de su mundo, alguien despistado que no sabía qué hacer con su vida, que vomitaba en la playa más sola que la una cuando la encontraron, alguien que ni siquiera había ido a la universidad, no se les pasaba por el magín que ese alguien se fuese a tropezar con otro alguien como Julián y que este Julián descorriese un velo y que detrás de ese velo estuviese la verdad.

A principios de noviembre, Karin llevaba varios días bajo mínimos, con la artrosis por las nubes y muy fatigada, no podía ni subir la escalera y Fred dijo que tendrían que ir pensando en instalar una silla mecánica, algo a lo que siempre se había negado Karin por la sensación de decrepitud que daban esas sillas. Se pasaba el día en la cama. Yo tampoco me encontraba bien, tosía, estornudaba y a veces me notaba como si tuviese décimas.

Fred estaba muy preocupado por su mujer, su cara de por sí seria se había vuelto mucho más seria aún, como si cada rasgo y cada arruga y pequeño músculo pesaran toneladas de cemento. Se pasaba el día observando el empeoramiento de Karin y subía y bajaba las escaleras constantemente nervioso. Cada diez minutos preguntaba si habían traído algún paquete, de vez en cuando le parecía oír el timbre de la puerta. Supuse que Martín no llegaba con el paquete tal como estaba previsto y que era vital para que Karin se recuperase. El pastel se iba descubriendo y según estaba el ambiente de un momento a otro me enteraría de todo, y yo por una parte quería saber, saciar la curiosidad, pero por otra me daba miedo que ellos supieran que sabía y poniéndome el anorak encima le dije a Fred que me marchaba.

—No puedes irte ahora —dijo con cara de cabreo.

—Tengo que hacer unas cosas. Tengo que ir a la farmacia a comprarme algo para el catarro.

—No te preocupes por el catarro, eso no tiene importancia.

No me gustaba el tono de Fred, su ira contenida que podía estallar de un momento a otro.

—De verdad, lo siento —dije—. Vendré en cuanto pueda.

—¡No! —dijo Fred. Y añadió algo en noruego o alemán, para el caso era igual, que daba mala espina.

Pensé que si llegábamos al forcejeo yo sería más ágil, pero él era más grande, aunque fuese tan viejo, y tenía fuerza, podía abrir las conservas que yo no podía abrir y si había sido oficial de alto grado de las SS sabría un montón de formas de inmovilizarme. Podría darle una patada en los huevos con mis botas de montaña, pero no estaba segura de acertar y después de haberlo intentado la situación se volvería terrible. Me quedé en el sitio, con el anorak puesto, mirándole y tosiendo, una tos más nerviosa que de catarro.

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