«La deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer...»
Las uñas de Scarlett penetraron profundamente en sus palmas. «Si me ha olvidado, yo haré que me recuerde. Haré que me desee otra vez.»
Y si no quería casarse con ella, pero todavía la deseaba, ésa era otra manera de conseguir el dinero. Después de todo, ya le había propuesto una vez que fuese su amante.
En la grisácea penumbra del salón, Scarlett libró una batalla decisiva con los tres lazos más fuertes de su alma: la memoria de Ellen, las enseñanzas de su religión y su amor por Ashley. Sabía que lo que se proponía hacer habría de parecer odioso a su madre, aun en ese sereno y lejano cielo en donde estaba seguramente. Sabía que la prostitución era un pecado mortal. Y sabía que, amando como amaba a Ashley, su plan constituía una doble prostitución.
Pero todo ello desaparecía ante la implacable frialdad de su mente y el acoso de la desesperación. Ellen estaba muerta, y acaso la muerte diera la facultad de comprenderlo todo. La religión prohibía fornicar bajo pena del fuego del infierno, pero si la Iglesia creía que ella iba a omitir algún medio de salvar a Tara y salvar del hambre a su familia..., bueno, que fuera la Iglesia la que se preocupara... Ella, no. Por lo menos, no ahora. Y Ashley no la quería. Sí, la quería. El recuerdo de aquella cálida boca sobre la suya bien se lo dejaba comprender. Pero nunca se marcharía con ella. Era extraño; marcharse con Ashley no le parecía un pecado, pero con Rhett...
En aquel grisáceo atardecer de invierno Scarlett llegó al final de la larga senda que había emprendido la noche de la caída de Atlanta. Había empezado a recorrer esa senda como una chica mimada, egoísta e inexperta, desbordante de juventud, de entusiasmo, fácilmente asombrada ante la vida.
Ahora, el final de la senda, nada quedaba de aquella joven. El hambre, la dura labor, el miedo, la constante tensión, los terrores de la guerra y los terrores de la Reconstrucción habían hecho desaparecer toda ternura, toda emoción, todo lo que en ella había de juvenil. Alrededor de lo más íntimo de su ser se había formado una dura corteza, y poco a poco, capa por capa, esa corteza se había hecho más gruesa durante aquellos interminables meses.
Pero, hasta ese día mismo, la sostenían aún dos esperanzas. Había esperado que, terminada la guerra, la vida recobraría gradualmente su ritmo de antes. Había esperado que el regreso de Ashley significaría un cambio en su existencia. Ahora, una y otra esperanza se habían disipado. El ver a Jonnas Wilkerson junto a la entrada principal de Tara le había hecho comprender que para ella, lo mismo que para el Sur, la guerra no terminaría jamás. La enconada lucha, las brutales represalias, no hacían más que comenzar. Y Ashley estaba aherrojado para siempre por palabras que eran más irrompibles que cualquier grillete.
La paz era un fracaso para ella. Y con Ashley ella había fracasado también. Ambas cosas le fallaban a la vez, y era como si esa corteza formada alrededor de su ser hubiese quedado ya petrificada. Se había convertido en lo que la abuela Fontaine había mencionado, en una mujer que ha visto lo peor y ya no tiene miedo a nada, ni a la vida, ni a su madre, ni a perder el amor, ni a la opinión pública. Sólo el hambre y su pesadilla del hambre podían causarle temor.
Una curiosa sensación de ligereza, de libertad, se difundió por todo su ser, ahora que su corazón había quedado acorazado contra todo lo que la ligaba todavía a los tiempos que se fueron y a la Scarlett de antes. Había tomado una decisión y, gracias a Dios, no temía llevarla a cabo. Nada tenía que perder y estaba resuelta.
Si pudiese inducir a Rhett a casarse con ella, todo iría perfectamente. Pero, si no podía..., entonces conseguiría el dinero de otro modo. Por un breve momento, se preguntó con impersonal curiosidad qué era lo que se esperaba de una «amante». ¿Insistiría Rhett en tenerla en Atlanta, como la gente decía que tenía a aquella mujer, la Watling? Si la hacía quedarse en Atlanta, tendría que pagarle bien..., pagar lo bastante para compensar el coste de su ausencia de Tara. Scarlett lo ignoraba todo de la parte oculta de la vida masculina y carecía de medios para conocer exactamente qué arreglos implicaría todo ello. Y si llegase a tener un hijo... ¡Oh, eso sería una cosa terrible!
«No quiero pensar en ello ahora. Ya tendré tiempo para pensarlo más tarde», y rechazó la desagradable hipótesis al fondo de su mente, para que no pudiese influir en su resolución. Diría por la noche a la familia que iba a Atlanta a buscar dinero, a hipotecar la finca si era necesario. Era todo lo que necesitaban saber hasta el mal día en que averiguasen de qué se trataba.
Al pensar ya en la acción, su cabeza se irguió y sus hombros se enderezaron. La cosa no iba a ser muy fácil, por supuesto. Antes, había sido Rhett quien solicitaba sus favores, y ella la que dominaba. Ahora, la solicitante era ella, y una solicitante que no se hallaba en situación de poner condiciones.
«Pero no me dirigiré a él como una pordiosera. Iré como una reina que dispensa mercedes. Él nada sabrá.»
Se aproximó al oblongo espejo de cuerpo entero y se miró en él, manteniéndose con la cabeza alta. Y, al verse enmarcada por la agrietada moldura dorada, vio a una extraña. Realmente podía decirse que se veía por primera vez desde hacía un año. Dirigía una mirada al espejo todas las mañanas para comprobar si tenía la cara limpia y el pelo pasablemente peinado, pero siempre andaba demasiado escasa de tiempo para mirarse con algo más de atención. Pero ¡esta extraña que veía...! No era posible que aquella mujer con las mejillas hundidas fuese Scarlett O'Hara. Scarlett O'Hara tenía una fisonomía linda, de expresión vivaz y coqueta.
El rostro al que ahora miraba no tenía nada de bonito y no mostraba tampoco aquella gracia que ella conocía tan bien. Estaba pálido y tenso, y las negras cejas que resaltaban sobre el blanco cutis semejaban las alas de un pajarillo asustado. En todo aquel rostro había una expresión dura, acosada...
«¡No estoy ahora lo suficientemente bonita para gustarle! —pensó, y otra vez la invadió la desesperación—. ¡Estoy tan delgada, tan terriblemente delgada!»
Se tocó las mejillas, pasó frenética la mano por sus huesudas clavículas, sintiéndolas sobresalir aun por debajo de la ropa. Y sus senos habían quedado demasiado pequeños, casi tan pequeños como los de Melanie. Tendría que ponerse volantes en el delantero del corpino para hacerlos parecer más abultados, a pesar de que siempre miraba con menosprecio a las amigas que recurrían a tales subterfugios. ¡Volantes y frunces! Eso hizo nacer en ella otro pensamiento. Su ropa. Se miró el vestido, extendiendo el remendado vuelo de su falda entre ambas manos. A Rhett le gustaban las mujeres ataviadas con elegancia, a la moda. Recordó con nostalgia el vestido de volantes que había llevado cuando se quitó el luto, el otro vestido que se puso con la capota de plumas verdes que él le había traído, y recordó los aprobadores piropos que él le dirigió. Recordó también, con aborrecimiento enconado por la envidia, el vestido a cuadros rojos, las botas con caña roja y borlas y el sombrero plano de Emmie Slattery. Todo eso era chillón, pero nuevo y a la moda, y ciertamente llamaba la atención. ¡Oh, cuánto deseaba ella llamar la atención! Especialmente la de Rhett Butler. Si la viese con el vestido viejo, comprendería que las cosas iban mal en Tara. Y no debía saberlo.
¡Qué loca había sido al creer que podría ir a Atlanta y rendirlo a sus pies en cuanto ella se presentase allí, cuando ahora era una mujer de cuello flaco y ojos de gato hambriento vestida con ropas harapientas! Si no había logrado que él le propusiese matrimonio cuando estaba en el apogeo de su belleza y tenía preciosos vestidos, ¿cómo esperar que lo hiciera ahora que estaba tan fea y se vestía tan pobremente? Si lo que contaba tía Pitty era cierto, Rhett debía tener mucho más dinero que nadie en Atlanta, y probablemente le sobrarían facilidades para elegir mujeres a su gusto, honradas o no. «Bien —pensó gravemente—; yo tengo algo que no tienen otras mujeres, aun las más bonitas..., y es una cabeza que ha tomado una firme resolución. Y si tan sólo tuviese un vestido decente...» Pero no había en Tara un solo vestido en buen uso, un vestido que no hubiese sido remendado y vuelto del revés un par de veces.
«¡Cómo estamos!», pensó con desaliento, mirando al suelo. Vio la alfombra de terciopelo color verde musgo, ahora gastada, manchada y destrozada por las docenas de hombres que sobre ella durmieron, y esa alfombra de su madre la deprimió más todavía, porque comprendió que Tara estaba tan harapienta como ella. La habitación, toda ella, la deprimía, medio a oscuras como estaba. Yendo hacia la ventana, la abrió un momento, descorrió la persiana y dejó penetrar en la estancia los últimos resplandores del crepúsculo invernal. Cerró otra vez la ventana, apoyó la cara sobre las cortinas de terciopelo y miró por encima del prado hacia los oscuros cedros del pequeño cementerio.
La cortina de terciopelo verde musgo daba una sensación de rugosa suavidad, y Scarlett se frotó un poco la cara con ella, como un gato. Y, de pronto, se fijó en los dos cortinones.
Un minuto después, arrastraba por el suelo una pesada mesa con tablero de mármol, cuyas mohosas ruedecillas rechinaron como protestando. La llevó hasta la ventana y, recogiéndose la falda, se subió encima y se puso de puntillas para llegar hasta la pesada barra que sostenía los cortinones. Casi no alcanzaba, y tiró de las cortinas con tanta impaciencia que los clavos que sujetaban la barra se desprendieron, y barra y cortina cayeron al suelo con estrépito.
Como por arte de magia, se abrió la puerta del salón y apareció la negra faz de Mamita, mostrando en cada una de sus arrugas tanta curiosidad como desconfianza. Miró con desaprobación a Scarlett, de pie sobre la mesa y con la falda levantada por encima de las rodillas, dispuesta a saltar al suelo. La expresión de triunfo y excitación que iluminaba su rostro inmediatamente engendró en Mamita confusas sospechas.
—¿Qué quiere usted hacer con las cortinas de la señora Ellen? —preguntó.
—¿Y qué haces tú escuchando tras de las puertas? —preguntó Scarlett, saltando ágilmente al suelo y recogiendo en una brazada una de las pesadas y polvorientas cortinas.
—No se trata de eso ahora —replicó Mamita, aprestándose al combate—. No tiene usted por qué tocar los cortinones de la señora Ellen, arrancando barras y clavos y haciéndolos caer al suelo. La señora Ellen tenía mucho cariño a esas cortinas y no he de ser yo quien permita que las traten así.
Scarlett volvió hacia Mamita sus ojos verdes, ojos que ahora brillaban con febril gozo, ojos que parecían ser los de aquella niña traviesa que hacía rabiar a Mamita en los tiempos felices que la fiel negra tanto echaba de menos.
—Corre al ático y bájame la caja de patrones para vestidos, Mamita —exclamó, dándole un suave empujón—. Voy a hacerme un vestido nuevo.
Mamita se encontró dividida entre dos sentimientos: indignación ante la idea de que los noventa kilos de su voluminoso cuerpo pudiesen correr a ninguna parte y menos al ático, y el nacimiento de una horrible sospecha.
De un tirón arrancó las cortinas de los brazos de Scarlett y las apretó contra sus monumentales y caídos pechos, como si fuesen sagradas reliquias.
—No será de los cortinones de la señora Ellen de donde sacará usted el vestido, si era eso lo que pensaba hacer. Mientras yo conserve el aliento, no le dejaré hacerlo.
Por un momento, la expresión que Mamita solía calificar interiormente de «la de toro que embiste» pareció asomarse a la fisonomía de su joven ama, pero pronto se distendió en una de aquellas sonrisas a las que Mamita no sabía resistir. Sin embargo, la vieja esclava no se dejaba engañar. Sabía que Scarlett empleaba esta sonrisa sólo para ablandarla, y ella no estaba dispuesta a ceder.
—Mamita, no seas mala. Tengo que ir a Atlanta a buscar dinero, y necesito un vestido decente.
—No necesita usted otro vestido. Ahora ninguna señora de verdad tiene vestidos nuevos. Llevan los viejos y los llevan con orgullo. No hay razón para que una hija de la señora Ellen no pueda llevar los trapos que le dé la gana, y todo el mundo le tendrá el mismo respeto que si vistiese de seda.
La expresión «de toro que embiste» comenzó a dibujarse nuevamente. «Señor —pensaba Mamita—, es curioso cómo, con el tiempo, la señora Scarlett se parece más al señor Gerald que a la señora Ellen.»
—Vamos, Mamita, ya sabes que tía Pitty nos escribió que la señorita Fanny Elsing se casa el sábado, y, naturalmente, yo voy a la boda. Tengo que ir con un vestido presentable.
—El vestido que lleva usted ahora está tan bien como el vestido de la novia, seguramente. La señorita Pitty escribió que los Elsing hoy día son muy pobres.
—Pero ¡necesito otro vestido! Mamita, ya sabes que hemos de encontrar dinero. Las contribuciones...
—Sí, señora, sé lo de las contribuciones, pero...
—¡Ah!, ¿lo sabes?
—Dios me dio oídos para que oyese, ¿no? Especialmente cuando el señor Will nunca se molesta en cerrar la puerta.
¿Había algo de que Mamita no estuviese enterada? Scarlett se maravillaba de que un corpachón tan grande, que hacía trepidar el piso de madera cuando andaba por él, pudiese moverse tan inaudiblemente cuando su propietaria quería escuchar una conversación.
—Bueno, si has oído todo eso, supongo que habrás oído también a Jonnas Wilkerson y a Emmie...
—Sí, señora —contestó Mamita con ojos como brasas. —Entonces, no seas mala, Mamita. ¿No comprendes que tengo que ir a Atlanta y buscar el dinero para la contribución...? Tengo que encontrar dinero. ¡Sin falta! —Golpeó sus pequeños puños uno contra el otro—. ¡Por Dios santo, Mamita! Quieren ponernos a todos en la calle, y ¿adonde iremos? ¿Vas a discutir conmigo una bagatela como las cortinas de mamá, cuando esa asquerosa Emmie, que la mató, se propone trasladarse aquí y dormir en la cama en que dormía mamá?
Mamita se apoyaba sobre un pie y sobre otro, alternativamente, como un elefante inquieto. Percibía vagamente que acabaría transigiendo.
—No, señora, no quiero ver a esa asquerosa en esta casa, ni vernos nosotras en la calle, pero...
Con escrutadores ojos y aire acusador, miró a Scarlett y preguntó:
—¿De quién piensa usted recibir el dinero, para necesitar un vestido nuevo?
—Eso... —dijo Scarlett, cogida por sorpresa—, eso es cosa mía.
Mamita le dirigió una aguda mirada, lo mismo que cuando Scarlett era pequeña y conseguía enhebrar plausibles excusas para sus travesuras. Parecía leer en su mente, y Scarlett bajó involuntariamente los ojos: era la primera vez que experimentaba un sentimiento de culpabilidad por lo que se proponía hacer.