Lo que el viento se llevó (83 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Así se lo dijo a Will Benteen una tarde, cuando él pudo ya sentarse en una silla, y quedó sorprendida ante la respuesta de su voz sin inflexiones:

—Déjela usted, señora Scarlett. Eso la consuela.

—¿La consuela?

—Sí, reza por la madre de ustedes y por él.

—¿Quién es «él»?

Los pálidos ojos del hombre la miraron desde detrás de las rubias pestañas, sin sorpresa. Nada parecía sorprenderle o emocionarle. Acaso había visto demasiadas cosas insospechadas para poder ya sentir emoción alguna. Que Scarlett pareciese ignorar el secreto del corazón de su hermana no le resultaba extraño. Lo aceptó como había aceptado el hecho de que Carreen encontrara alivio contándoselo a él, un extraño.

—Su novio, ese Brent, o como se llame, que murió en Gettysburg. —¿Su novio? —exclamó Scarlett—. ¡Qué novio ni qué calabazas! Tanto él como su hermano eran pretendientes míos.

—Sí, ya me lo dijo. Parece ser que todos los jóvenes de la comarca eran pretendientes de usted. Pero, aun así, se hizo novio de ella después de que usted le rechazara, porque cuando él estuvo por aquí de permiso quedaron prometidos. Ella me ha dicho que era el único muchacho que le ha interesado en su vida, y por eso ahora encuentra consuelo rezando por él.

—¡Vaya, esto sí que tiene gracia! —dijo Scarlett, sintiendo un leve alfilerazo de celos.

Miró con curiosidad a aquel hombre flaco y de encorvados hombros, con su cabello rojizo y sus ojos plácidos y firmes. Resultaba que sabía cosas de su propia familia que ella no se había preocupado de averiguar. ¡Conque era por eso por lo que Carreen andaba siempre suspirando y se pasaba el tiempo rezando! Bueno, ya se le curaría. Multitud de chicas habían perdido el novio, y hasta el marido, y se consolaban al fin. ¿No se había consolado ella totalmente de la muerte de Charles? Y conocía una muchacha de Atlanta que había quedado viuda tres veces durante la guerra, y todavía se interesaba por los hombres. Así se lo dijo a Will; pero éste movió la cabeza.

—La señorita Carreen no es de ésas —dijo con acento concluyente.

Era agradable charlar con Will porque tenía poco que decir, y en cambio era un oyente muy comprensivo. Scarlett le habló de sus problemas: arrancar hierbas, trabajar con el azadón, plantar, engordar a los cerdos, vigilar la leche de la vaca, y él le dio buenos y prácticos consejos, porque había sido propietario de dos negros y de una pequeña granja en el sur de Georgia. Sabía que ahora sus esclavos quedaban libres y que la granja estaba invadida por las hierbas y por las semillas de pino. Su hermana, único pariente que tenía, se había trasladado a Texas años antes, con su marido, y él había quedado solo en el mundo. Sin embargo, nada de eso parecía importarle, como tampoco parecía acordarse de la pierna que se había dejado en Virginia.

Sí, Will vino a ser un alivio para Scarlett después de los penosos días en que los negros murmuraban, y Suellen protestaba y lloraba constantemente, y Gerald preguntaba con demasiada frecuencia dónde estaba Ellen. A Will le podía contar todo. Incluso le contó cómo había matado al yanqui, y se enorgulleció cuando él comentó brevemente:

—¡Bien hecho!

En ocasiones, toda la familia solía ir a parar al cuarto de Will para descargar sus preocupaciones, incluso Mamita, que al principio se mantenía distante, ya que él no era «persona de calidad», puesto que sólo poseía un par de esclavos. Cuando Will pudo al fin andar por la casa, comenzó a ocupar sus ociosas manos en confeccionar canastos de listones de roble y en reparar todos los muebles estropeados por los yanquis. Era diestro para los trabajos en madera, y Wade andaba constantemente a su lado para que le hiciese juguetes, los primeros juguetes que el chiquillo había tenido. Estando Will en la casa, todo el mundo se sentía tranquilo al dejar a Wade y a los dos niños, mientras los mayores iban a trabajar, porque él sabía cuidarlos perfectamente, y sólo Melanie le superaba en habilidad para calmar a un chiquillo llorón, blanco o negro.

—Han sido ustedes muy buenas conmigo, señora Scarlett, siendo yo un extraño y sin conocerme siquiera. Les he dado mucho que hacer, muchas molestias, y, si no tienen inconveniente, voy a quedarme aquí y ayudar con mi trabajo hasta que pueda pagarles algo de lo que han hecho en mi favor. No puedo pagarlo todo, por supuesto, porque no hay nada con que un hombre pueda pagar el haberle salvado la vida.

Así, se quedó allí y, de modo gradual, casi imperceptiblemente, una buena porción de las cargas de Tara pasaron de los hombros de Scarlett a la huesuda espalda de Will Benteen.

Llegó septiembre, y con él la recolección del algodón. Will Benteen, sentado en la escalinata delantera, a los pies de Scarlett, al agradable calor de una tarde de principios de otoño, dejaba oír su voz plana, que disertaba sobre el elevado coste de limpiar y desfibrar el algodón en el nuevo ingenio cercano a Fayettevílle. No obstante, había averiguado ese mismo día en Fayetteville que podía reducir el gasto a una cuarta parte prestando el carro y el caballo durante dos semanas al propietario. Había aplazado la aceptación de la oferta hasta poder hablar del asunto con Scarlett.

Ella miró la flaca y alta figura que se apoyaba contra una columna del pórtico, chupando una paja. Indudablemente, como decía Mamita con gran frecuencia, Will era un don de los dioses, y la misma Scarlett se preguntaba más de una vez cómo habrían podido vivir sin él durante los últimos meses. Nunca tenía nada que decir, nunca parecía desplegar gran energía, nunca parecía tomar gran interés en todo lo que se hacía en derredor suyo; pero todo lo sabía, con respecto a todos y cada uno de los habitantes de Tara. Y hacía cosas. Las hacía en silencio, con paciencia y eficacia. Aunque sólo tenía una pierna, trabajaba con más rapidez que Pork. Y hacía trabajar a éste, lo que, para Scarlett, era cosa casi milagrosa. Cuando la vaca tuvo un cólico y el caballo contrajo una misteriosa dolencia que amenazaba con hacerle desaparecer del escenario de Tara, Will se pasó la noche al lado de los animales y los salvó. El hecho de que fuese muy astuto para las transacciones le hizo merecer el respeto de Scarlett, porque podía salir a caballo una mañana con un cesto o dos de manzanas, ñames y otros frutos del huerto y volver con semillas, trozos de paño, harina y otras cosas muy necesarias, que Scarlett sabía perfectamente que ella jamás hubiera podido conseguir, aunque se preciaba de buena comerciante.

Gradualmente, Will había llegado a ser como un miembro de la familia, y dormía en un catre en el pequeño cuarto ropero contiguo al aposento de Gerald. Jamás dijo nada acerca de marcharse de Tara, y Scarlett tenía buen cuidado de no preguntárselo, temerosa de que pudiese dejarlas. A veces pensaba que al fin ese hombre se marcharía, aunque no tuviese casa a donde ir. Pero, aun con esa idea, rogaba fervientemente que Will se quedase para siempre. ¡Era tan conveniente tener un hombre en la casa!

Pensó también que si Carreen tuviese siquiera el cerebro de un ratón podría ver que Will se había enamorado de ella. Scarlett habría quedado eternamente agradecida a Will si éste le hubiese pedido la mano de Carreen. Por supuesto, antes de la guerra no hubiera sido un pretendiente aconsejable. No pertenecía a la clase de los plantadores, aunque tampoco era un pordiosero blanco. Era simplemente un labrador modesto, educado a medias, que a veces cometía errores gramaticales y desconocía los finos modales que los O'Hara solían ver entre los caballeros amigos suyos. A decir verdad, Scarlett se preguntaba si podría o no llamársele «caballero», y decidió que no. Melanie le defendía calurosamente, diciendo que cualquiera que poseyese el buen corazón y la consideración hacia los demás que tenía Will era persona bien nacida. Scarlett sabía bien que Ellen se hubiera desmayado con la idea de que una hija suya se casase con un hombre así; pero ahora la necesidad había obligado a Scarlett a apartarse tanto de las enseñanzas de su madre, que tal pensamiento no la inquietaba en lo más mínimo. Los hombres escaseaban, las chicas tenían que casarse fuese como fuera y en Tara hacía falta un hombre. Pero Carreen, cada vez más profundamente sumergida en el libro de oraciones y cada día con menor contacto con la realidad, trataba a Will con la misma dulzura que a un hermano, pero lo consideraba poco más o menos como a Pork.

«Si Carreen poseyese el menor sentido de gratitud hacia mí por lo que yo he hecho por ella, se casaría con él, y no le dejaría que se marchase de aquí —pensaba Scarlett con indignación—. Pero no, tiene que pasar las horas gimiendo por un muchacho que probablemente jamás pensó en ella seriamente.»

En todo caso, Will se quedó en Tara, aunque Scarlett no sabía por qué. Hallaba tan agradable como práctica la actitud que tomó con ella, como de hombre a hombre. Se mostraba ceremoniosamente atento con Gerald, pero era siempre a Scarlett a quien se dirigía como cabeza de familia. Scarlett aprobó el plan de dar en alquiler el caballo, aunque esto significase para la familia quedarse sin medios de transporte temporalmente. Suellen sería la más afectada por tal situación. Su mayor placer era ir a Jonesboro o a Fayetteville y enterarse de todo el chismorreo del condado. Suellen jamás perdía las oportunidades de salir de la plantación y darse aires de grandeza ante gente que ignoraba que tenía que trabajar arrancando malas hierbas en el campo o haciendo las camas.

La «señorita Presumida» tendría que abstenerse de sus excursiones durante un par de semanas, pensó Scarlett, y a ella le tocaría soportar sus pesadeces y lloriqueos.

Melanie se unió a ellos en la galería, con el bebé en brazos, y tendiendo una manta vieja en el suelo puso allí a Beau para que aprendiese a gatear.

Desde la carta de Ashley, Melanie dividía el tiempo entre sentirse felicísima y experimentar ansiosas premuras. Pero, feliz o deprimida, estaba demasiado delgada, demasiado pálida.

El viejo doctor Fontaine diagnosticó que aquello era una dolencia femenina, y coincidió con el doctor Meade en opinar que nunca debía haber tenido el niño. Agregó con franqueza que otro parto la mataría. —Cuando estuve en Fayetteville hoy —dijo Will— encontré algo muy bonito que me pareció podía interesarles a ustedes, y me lo traje. Buscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una carterita de percal, reforzada con corcho, que Carreen le había confeccionado. Extrajo de ella un billete de banco confederado.

—Si le parece a usted que el dinero confederado es tan bonito, Will, a mí no me lo parece ciertamente —dijo Scarlett con sequedad, porque hasta la vista de aquel dinero repugnaba—. Tenemos tres mil dólares de billetes así en el baúl de papá, y Mamita me los está pidiendo siempre para tapar los agujeros en las paredes del desván, a fin de que no entren las corrientes de aire, y me parece que se los daré. Por lo menos, servirán para algo.

—El imperioso César, muerto y convertido en arcilla
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—dijo Melanie con triste sonrisa—. No lo hagas, Scarlett. Guárdalos para Wade. Algún día, estará orgulloso de poseerlos.

—Bueno, yo no sé nada acerca del imperioso César —dijo Will pacientemente—; pero lo que tengo es algo que va bien con lo que acaba usted de decir acerca de Wade, señora Melly. Es un poema pegado al dorso de este billete. Ya sé que a la señora Scarlett no le interesan mucho los poemas; pero quizás éste la complazca.

Dio la vuelta al billete. Sobre su reverso aparecía pegada una tira de papel moreno y ordinario, del que se usa para envolver, escrito con tinta pálida de confección casera. Will se aclaró la garganta y leyó despacio y con dificultad:

—El título es: «Unas líneas detrás de un billete confederado»:

Aunque no represente en esta tierra nada, y nada en las aguas que hay debajo, guarda, querido amigo, este recuerdo de una nación que fue, para mostrarlo...

Muéstralo a aquellos que prestar oídos quieran de este papel al fiel relato de una nación que vio muerta en la cuna la libertad que sus hijos soñaron...

—¡Oh, qué bello! ¡Qué conmovedor! —gritó Melanie—. Scarlett, no des esos billetes a Mamita para que los pegue en el desván. Son lo que dice el poema: «El recuerdo de una nación que fue.»

—¡Melly, no seas romántica! El papel es papel, y nosotros no tenemos casi nada, y yo estoy ya cansada de oír a Mamita quejarse de las rendijas del desván. Cuando Wade crezca, ya tendré yo billetes verdes del Norte en abundancia para poderle dar, en vez de esa basura confederada.

Will, que mientras se discutía había procurado atraer a Beau con el papelito para que se arrastrase sobre la manta, levantó la vista y, poniéndose una mano a modo de visera para resguardarse los ojos de la luz, miró hacia el sendero de entrada.

—Más visitas —anunció haciendo un guiño a causa de los rayos del sol—. Otro militar.

Scarlett siguió su mirada y contempló una visión ya muy familiar: un soldado barbudo que avanzaba lentamente por la avenida, bajo los cedros; un hombre con una andrajosa mezcla de uniformes grises y azules, con la cabeza inclinada por la fatiga, que arrastraba pausadamente los pies.

—Creí que ya se habían acabado los soldados —dijo Scarlett—. Esperemos que éste no traiga mucha hambre.

—La traerá —repuso Will sucintamente.

Melanie se levantó.

—Vale más que le diga a Dilcey que ponga otro cubierto —dijo— y que avise a Mamita que no haga desnudarse al pobre hombre con excesiva rudeza y...

Se interrumpió tan bruscamente que Scarlett se volvió para mirarla. La flaca mano de Melanie estaba ahora en su garganta, oprimiéndola como si se la desgarrase el dolor, y Scarlett podía ver las venas por debajo de la palpitante y blanca epidermis. El rostro de la joven se puso más pálido aún, y sus castaños ojos se dilataron enormemente.

«Va a desmayarse», pensó Scarlett, incorporándose de un salto para asirla por el brazo.

Pero, en un instante, Melanie se desasió de ella y descendió los escalones. Voló en dirección al sendero pareciendo planear como un pájaro, dejando que su descolorida falda flotase tras ella como una cola, y con los brazos tendidos. Scarlett comprendió la verdad como si recibiese un fuerte golpe. Retrocedió buscando el apoyo de una columna del pórtico cuando el visitante levantó su rostro cubierto por una descuidada barba rubia, y se detuvo mirando hacia la casa como si la fatiga le impidiese dar un paso más. Su corazón saltó, se paró y volvió a saltar al ver cómo Melanie, lanzando incoherentes gritos, se arrojaba en los sucios brazos del militar y cómo la cabeza de éste se inclinaba hacia ella. Arrobada, Scarlett dio dos rápidos pasos hacia delante; pero se vio detenida cuando la mano de Will agarró su falda.

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