—Ashley —comenzó a decir ella, sintiéndose sumergida en un pantano de confusión—, si tú temes que nos muramos todos de hambre, yo... yo... ¡Oh, Ashley, ya nos las compondremos! ¡Estoy segura de que sí!
Por un momento, él giró otra vez hacia ella sus ojos, grandes y de un gris cristalino, y en ellos se pintó la admiración. Luego, repentinamente, su mirada pareció remota otra vez, y ella comprendió, con el corazón oprimido, que él no había pensado en el hambre. Eran siempre como dos personas que se comunicaran en diferentes lenguajes. Mas Scarlett le amaba tanto que, cuando Ashley se alejaba en espíritu de ella, como ahora, era como si se nublase el sol dejándola expuesta a un frío glacial. Sentía deseos de asirlo por los hombros y apretarlo junto a su cuerpo para hacerle percibir que ella era de carne y hueso, no algo de sueño. ¡Oh, si hubiera podido sentirse tan unida a él como aquel día, tanto tiempo atrás, en que Ashley, a su regreso de Europa, se paró en la escalera de Tara para sonreírle!
—¡Morirse de hambre no es muy agradable! —dijo él—. Lo sé porque he pasado hambre, pero no es esto lo que me da miedo. Me asusta afrontar la vida sin la suave belleza de aquel mundo nuestro que fue y que ha desaparecido.
Scarlett pensó con desesperación que Melanie sabría comprender seguramente lo que él quería decir. Melly y él hablaban siempre de tales tonterías, de poesía, de libros, de sueños, de rayos de luna y de polvo de estrellas. Él no temía las mismas cosas que ella, ni las torturas de un estómago vacío, ni los azotes del viento invernal, ni el ser arrojados de Tara.
Se acobardaba ante temores que ella no había conocido jamás y que no podía ni concebir. Porque, en nombre de Dios, ¿qué había que temer en este destrozado mundo más que el hambre y el frío y el quedarse sin casa?
Ella había creído que, si escuchaba con más atención, sabría qué respuesta darle a Ashley.
—¡Oh! —exclamó, y la decepción de su voz era la de un chiquillo que abre un paquete lujosamente envuelto y ve que está vacío. Al notar su tono, él sonrió con pena, como excusándose. —Perdóname, Scarlett, por hablarte así. No puedo hacer que me entiendas porque tú posees un corazón de león junto con una completa ausencia de imaginación, y te envidio ambas cualidades. A ti jamás te importará afrontar realidades, y jamás ansiarás escapar de ellas como yo.
—¡Escapar!
Parecía que ésta fuera la única palabra inteligible que él hubiera pronunciado. Ashley, lo mismo que ella, estaba fatigado de la lucha y deseaba escapar. Su respiración se aceleró.
—¡Oh, Ashley! —exclamó—. Estás equivocado. Yo también deseo escapar. ¡Estoy tan cansada de todo!
Una escèptica sorpresa arqueó las cejas de él. Scarlett puso una mano, febril y apremiante, sobre el brazo de Ashley.
—Escúchame —comenzó a decir vertiginosamente, con palabras que se atropellaban las unas a las otras—. Estoy cansada de todo, te lo confieso. Me duelen hasta los huesos, y no puedo aguantarlo más. He luchado por la comida y por el dinero, he arrancado hierbajos y manejado el azadón, he recogido el algodón y hasta he arado; pero ya no puedo resistirlo más. Créeme, Ashley: ¡el Sur está muerto! ¡Está muerto! Lo tienen los yanquis y los negros libres, y los recién llegados del Norte, y no queda nada para nosotros. ¡Ashley, huyamos de aquí! Él la miró intensamente, inclinando la cabeza para observar más de cerca su fisonomía, ahora arrebolada.
—¡Sí, huyamos... dejándolos a todos! Estoy ya harta de trabajar para los demás. Alguien se ocupará de ellos. Siempre hay alguien que se ocupa de los que no pueden ocuparse de sí mismos. ¡Oh, Ashley, huyamos tú y yo! Podríamos marcharnos a México... En el ejército mexicano buscan oficiales, y podríamos ser felices allí. Yo trabajaré para ti, Ashley. Haré por ti cualquier cosa. Ya sabes que tú no amas a Melante...
Él iba a hablar con el aturdimiento reflejado en su semblante; pero ella detuvo sus palabras con un torrente de las suyas:
—Me dijiste que me amabas más que a ella aquel día... ¡Oh!, ¿te acuerdas de aquel día? ¡Y sé que no has cambiado! Y acabas de decir que ella no es más que un sueño... ¡Oh, Ashley, huyamos! Podría hacerte feliz. Y, de todas maneras —añadió con encono—, Melanie no puede..., el doctor Fontaine dijo que ella no podría ya tener más hijos, y yo podría darte...
Las manos de Ashley le apretaban los hombros tan fuertemente que le hacían daño. Se detuvo, falta de aliento.
—Habíamos quedado en que olvidaríamos ese día en Doce Robles —dijo él.
—¿Crees que jamás podría olvidarlo? ¿Lo has olvidado tú? ¿Puedes decir honradamente que no me quieres?
Él hizo una profunda aspiración de aire y contestó rápidamente.
—No, no te quiero.
—És mentira.
—Aun siendo mentira —dijo Ashley, y su voz tenía acentos de calma mortal—, no es cosa que pueda discutirse.
—¿Quieres decir que...?
—¿Crees que podría marcharme y abandonar a Melanie y al niño, aunque los odiase a los dos? ¿Destrozar el corazón de Melanie? ¿Entregarlos a una y a otro a la caridad de nuestros amigos? Scarlett, ¿estás loca? ¿No te queda el menor sentimiento de lealtad? Nunca podrás abandonar a tu padre y a tus hermanas. Es una responsabilidad que te incumbe, lo mismo que a mí me incumbe la de Melanie y Beau, y, tanto si no puedes más como si puedes, ahí los tienes, y has de llevar tu cruz. .
—Podría dejarlos a todos...; estoy harta de ellos..., harta de todo...
Ashley se inclinó hacia ella y, por un instante, Scarlett creyó, con el corazón palpitante, que él iba a cogerla entre sus brazos. Pero, en vez de hacerlo, Ashley le acarició una mano y le habló como si apaciguase a una chiquilla.
—Ya sé que estás cansada y harta de todo. Por eso hablas así. Has soportado una carga excesiva para tus hombros. Pero voy a ayudarte...; no seré siempre tan torpe.
—No hay más que una manera de ayudarme —dijo ella con voz apagada—, y es llevándome lejos de aquí y buscando los dos una nueva vida en otra parte donde tengamos alguna probabilidad de ser dichosos. Nada hay que nos retenga aquí.
—Nada —respondió él quedamente—. Nada..., excepto el honor.
Ella le miró con desilusionada ansiedad y vio, como si fuera la primera vez, cómo la media luna que formaban sus pestañas tenía el cálido matiz del trigo maduro, cuan erecta se asentaba su cabeza sobre su cuello desnudo y cómo aquel cuerpo erguido y esbelto había conservado el sello de raza y de dignidad a despecho de los grotescos harapos que lo cubrían. Sus ojos se encontraron, los de ella tiernos e implorantes, los de él tan remotos como dos lagos de montaña bajo un cielo gris.
Y ella leyó en los suyos el fracaso de todos sus sueños, de todas sus locas ansias.
Abrumada por el dolor de su corazón y por el cansancio, inclinó la cabeza, dejándola caer entre sus manos y rompió a llorar. Nunca la había visto él llorar. Nunca había creído que las mujeres de tan vigoroso temple pudiesen llorar, y a su vez se vio dominado por la ternura y el remordimiento. Se acercó a ella súbitamente, y un instante después la tomó entre sus brazos, anidada en ellos confortablemente, oprimiendo su oscura cabecita contra su corazón, y diciéndole:
—¡Querida mía! ¡Tú que eres tan valiente! ¡No llores! ¡No debes llorar!
De inmediato, percibió Ashley que todo cambiaba en ella al sentirse entre sus brazos, y notó que había algo mágico y enloquecido en aquel frágil cuerpecillo que se ceñía al suyo, y un resplandor cálido y dulce en aquellos ojos verdes que lo miraban. Parecía que ya no existiese el cruel invierno. Para Ashley, había vuelto la primavera, esa medio olvidada y fragante primavera de verdores y murmullos de fuentes, una primavera plácida e indolente, de días despreocupados en los que los juveniles deseos circulaban por sus venas. Se desvanecieron por encanto todos los años amargos y vio que los labios de ella, rojos y temblorosos, se abrían cerca de él y los besó.
En los oídos de ella retumbó un ruido extraño y profundo, como si hubiese puesto junto a ellos dos caracolas de mar, y a través de aquel fragor percibió oscuramente la trepidación de su corazón. Su cuerpo parecía fundirse con el de Ashley, y durante un incalculable momento permanecieron unidos el uno al otro, mientras los labios de él oprimían los de Scarlett ansiosa, insaciablemente.
Cuando súbitamente la soltó, a ella le pareció que no podía si quiera tenerse en pie, y su mano buscó a tientas la cerca para apoyarse. Levantó hacia él sus ojos, resplandecientes de amor y de triunfo.
—¡Me amas! ¡Me amas! Dilo..., ¡dilo!
Las manos de Ashley descansaron sobre los hombros de ella, y Scarlett percibió su temblor y se enorgulleció. Se inclinó ardientemente hacia él, pero Ashley la detuvo con la mano, mirándola con ojos de los que había desaparecido toda vaguedad, con ojos atormentados por la lucha y la desesperación.
—¡No te acerques! —dijo—. ¡No te acerques! ¡Si lo haces, serás mía aquí mismo!
Ella sonrió. Una sonrisa resplandeciente y cálida que hacía caso omiso del lugar y del tiempo, de todo lo que no fuese la memoria de la boca de él sobre la suya.
De pronto, él la cogió por los brazos y la sacudió violentamente, la sacudió hasta que sus negros cabellos se desparramaron sobre sus hombros, la sacudió con loca rabia hacia ella y hacia él mismo.
—¡No lo haremos! —gritó—. ¡Te juro que no lo haremos!
A Scarlett le pareció que el cuello se le iba a romper si él le daba otra sacudida. Los cabellos le cubrían los ojos, cegándola, y el arranque de Ashley la había aturdido. Se desasió de sus manos y lo miró fijamente.
En la frente de Ashley se habían formado pequeñas gotitas de sudor, y tenía las manos cerradas en forma de garras, como si le doliesen. La miró cara a cara, con penetrantes ojos grises.
—Es culpa mía..., no tuya, y no volverá a suceder, porque me voy a llevar a Melanie y al niño, y nos iremos.
—¡Iros! —exclamó ella con angustia—. ¡Oh, no!
—¡Sí, te lo juro! ¿Crees que podría quedarme aquí después de lo ocurrido? Cuando volviese a suceder...
—Pero, Ashley, no puedes marcharte. ¿Por qué habrías de marcharte? Me quieres...
—¿Deseas que te lo confiese? Pues bien, lo diré. Te quiero.
Se inclinó hacia ella con tan repentino furor que Scarlett retrocedió, casi incrustándose en el cercado.
—Te quiero. Te quiero por tu bravura y tu tenacidad, y tu brío y tu implacable dureza. ¿Cuánto te quiero? Tanto que, hace un momento, hubiera ultrajado la hospitalidad de la casa que nos ha acogido a mi familia y a mí, hubiera olvidado la esposa más buena que jamás pueda tener un hombre... Te quiero lo bastante para haberte poseído aquí mismo, sobre el barro, como un...
Ella se debatía en un caos de pensamientos y sentía en su corazón un punzante y frío dolor, como si un témpano lo hubiese atravesado. Y dijo, balbuciendo: —Si sentías todo eso y no te has hecho dueño de mí..., entonces, es que no me quieres.
—Jamás podré hacer que me comprendas.
Permanecieron mirándose en silencio. De pronto, Scarlett se estremeció, y vio, como si regresase de una larga jornada, que era invierno, y que los campos eran ásperos eriales, y que ella tenía frío. Vio también que aquel rostro impenetrable y lejano de Ashley, que ella conocía tan bien, había reaparecido, y era también un rostro invernal, asolado por el dolor y el remordimiento.
Hubiera dado la vuelta y le hubiera dejado, buscando el asilo de su casa para esconderse, pero se sentía demasiado exhausta para moverse. Incluso hablar representaba un trabajo, una fatiga.
—No me queda nada —dijo al fin—. No me queda nada. Nada que amar. Nada por qué luchar. Tú te vas, y Tara se va.
El la miró durante largos instantes, y después, inclinándose, cogió del suelo un puñado de tierra arcillosa y rojiza.
—Sí, algo te queda —dijo, y el espectro de su antigua sonrisa retornó a su faz, una sonrisa que parecía burlarse un poco de ella y de sí mismo—. Algo que tú amas más que a mí, aunque acaso no te des cuenta. Todavía tienes Tara.
Asió su mano, y depositando en la palma la húmeda arcilla, cerró sobre ella los dedos de Scarlett. Ahora, ni en las manos de ella ni en las manos de Ashley quedaban vestigios de fiebre. Scarlett miró un instante aquella rojiza pasta; nada significaba para ella. Le miró después a él y comprendió vagamente que había en él una integridad de espíritu que no podía ser rota ni por sus manos apasionadas ni por manos algunas.
Aunque ello le costase la vida, Ashley jamás dejaría a Melanie. Aunque se abrasase de pasión por Scarlett, jamás sería suyo, y haría lo indecible para mantenerse a distancia de ella. Nunca podría ella atravesar tal coraza. Las palabras «hospitalidad», «honor», «lealtad», significaban para él mucho más que para ella.
La arcilla continuaba, fría, en su mano, y ella la miró otra vez. —Sí —dijo—. Aún me queda esto.
Al principio, las palabras no tenían valor alguno para ella, y la arcilla era solamente arcilla. Pero, como un intruso, penetró en su mente el recuerdo de aquel mar de rojizo polvo que rodeaba a Tara, y pensó cuan querido le era y cuánto había luchado ella para conservarlo, así como cuánto tendría que luchar aún si quería conservarlo en adelante. Miró a Ashley otra vez, y no pudo por menos de preguntarse adonde había ido a parar aquella oleada de pasión. Podía pensar en él o pensar en Tara, pero no sentía nada porque su cuerpo había quedado limpio de toda emoción. —No necesitas marcharte —le dijo con voz firme—. No necesitáis moriros de hambre simplemente porque me haya ofrecido a ti. Esto no volverá a suceder nunca.
Dio media vuelta y se alejó camino de la casa a través de los desiguales campos, arrollando sus cabellos en un moño sobre su nuca. Ashley la contempló mientras se iba y observó cómo Scarlett erguía sus frágiles hombros conforme caminaba. Y este gesto penetró en su corazón mucho más profundamente que cualesquiera palabras que ella hubiera pronunciado.
Todavía tenía en su mano la bolita de arcilla roja cuando subió los peldaños de la escalinata central. Había evitado cuidadosamente la entrada de atrás, porque los agudos ojos de Mamita no hubieran dejado de notar que le pasaba algo serio. Scarlett no quería ver ni hablar a Mamita, le parecía que no podía hablar con ella ni con nadie, ni ahora ni nunca.
Ahora no experimentaba ya ningún sentimiento de vergüenza, de decepción o de amargura; sólo sentía flojedad en las rodillas y un gran vacío en el corazón. Apretó la arcilla tan fuertemente que se le escapó del puño mientras se repetía una y otra vez, monótona como un loro: «Todavía tengo esto. Sí, todavía tengo esto.»