—¿Ha nacido ya el niño de la señora Wilkes? Sería peligroso hacerle recorrer cuarenta kilómetros en ese vehículo destartalado. De modo que valdría más dejarla en casa de la señora Meade.
—Los Meade no están en casa. Y no puedo abandonarla.
—Muy bien. Irá en el carromato. ¿Dónde está esa papanatas que tiene usted a su servicio?
—Haciendo el baúl.
—¿El baúl? No se puede llevar un baúl en ese coche. Apenas cabremos todos en él, y tiene las ruedas en tal estado que se desprenderán a la primera ocasión. Llámela y dígale que ponga en el coche el colchón de pluma más pequeño que haya en la casa.
Scarlett no acertaba a moverse. Rhett asió con fuerza su brazo y algo de la vitalidad que animaba su cuerpo pareció transmitirse al de ella. ¡Si pudiese sentirse tan indiferente y serena como él! Rhett la empujó hasta el vestíbulo; pero ella continuó allí, mirándole con expresión desvalida. Los labios de Butler murmuraron burlones:
—¿Conque ésta es la heroica joven que me aseguraba no temer a los hombres ni a Dios?
Rompió a reír y soltó el brazo de Scarlett. Ella le miró con odio.
—No tengo miedo —dijo.
—Sí lo tiene. De aquí a un minuto se desmayará. Y yo no llevo frasquito de sales.
Ella golpeó el suelo con el pie, incapaz de encontrar otro modo de expresar su ira y, sin pronunciar palabra, cogió una lámpara y subió las escaleras en silencio. El la siguió de cerca y Scarlett oyó su queda sonrisa. Aquella risa le recorrió la espina dorsal. Entró en el cuarto de Wade y lo halló a medio vestir, acurrucado en los brazos de Prissy, sollozando e hipando quedamente. Prissy lloriqueaba. El colchón de Wade era pequeño, y Scarlett le ordenó que lo bajase al coche. Prissy se desasió del niño y obedeció. Wade la siguió por las escaleras, interrumpidos sus sollozos por el interés que despertaban en él los acontecimientos.
—Venga —dijo Scarlett, dirigiéndose a la puerta de Melanie. Y Rhett la siguió, sombrero en mano.
Melanie yacía muy quieta, con la sábana hasta la barbilla. Su rostro estaba mortalmente pálido, pero sus ojos, hundidos y rodeados de surcos oscuros, estaban serenos. No mostró sorpresa al ver a Rhett en su alcoba, pareciendo aceptarlo como un hecho natural. Se esforzó en sonreír débilmente, pero la sonrisa expiró antes de alcanzar las comisuras de sus labios.
—Nos vamos a Tara —explicó Scarlett rápidamente—. Están llegando los yanquis. Rhett nos llevará. No hay más remedio, Melly.
Melanie trató de asentir débilmente con la cabeza, e hizo un ademán mostrando al pequeño. Scarlett cogió al niño y lo envolvió presurosamente en una tupida toalla. Rhett se acercó al lecho.
—Procuraré no lastimarla —dijo tranquilo, plegando la sábana en torno a Melanie—. Intente pasar los brazos alrededor de mi cuello.
Melanie lo intentó, pero sus brazos cayeron, inertes. Él se inclinó, deslizó un brazo bajo sus hombros y otro bajo sus piernas y la levantó con delicadeza. Melanie no lanzó un solo grito, pero Scarlett pudo ver que se mordía los labios y que su rostro palidecía aún más.
Scarlett alzó la lámpara para alumbrar a Rhett y se dirigió hacia la puerta. En aquel momento Melanie señaló la pared con fatigado ademán.
—¿Qué pasa? —preguntó amablemente Rhett.
—Por favor —repuso Melanie, esforzándose en señalar—. Charles...
Rhett la miró creyendo que deliraba, pero Scarlett comprendió y se sintió irritadísima. Sabía que Melanie quería el retrato de Charles que colgaba de la pared, debajo de su espada y su pistola. —Por favor —susurró Melanie otra vez—. La espada... —Ah, bueno —repuso Scarlett. Y después de alumbrar a Rhett, que bajaba con cuidado las escaleras, volvió atrás y descolgó la espada y la pistola. Ambas cosas, unidas al niño y a la lámpara, resultaban embarazosas. Era muy típico de Melanie eso de ocuparse en recoger las cosas de Charles, estando todos a dos dedos de la muerte y con los yanquis pisándoles los talones.
Cuando descolgaba la fotografía, dirigió una ojeada al rostro de Charles. Los grandes ojos oscuros de él se cruzaron con los suyos. Scarlett se detuvo un momento para examinar la fotografía. Aquel hombre había sido su esposo, había compartido su lecho por algunas noches y le había dado un hijo con sus mismos ojos oscuros y dulces. Y, sin embargo, ella apenas podía recordarle.
El niño que llevaba en brazos crispaba los puñitos y lloraba quedamente. Ella le dirigió una mirada. Por primera vez se dio cuenta de que era hijo de Ashley, y lamentó con todas las energías que conservaba que no fuese de ella, de ella y de Ashley...
Prissy llegó trepando por las escaleras y Scarlett le entregó el niño. Bajaron a la carrera. La lámpara proyectaba inciertas sombras en las paredes. Scarlett vio un sombrero en el vestíbulo y se lo puso precipitadamente, anudándose las cintas bajo la barbilla. Era el sombrero de luto de Melanie y no se ajustaba bien a su cabeza, pero no recordaba bien dónde había dejado el suyo.
Salió del edificio y bajó las escaleras de la terraza, sosteniendo la lámpara y esforzándose en que el sable no le golpease las piernas. Melanie estaba recostada en el asiento trasero del coche y a su lado se hallaban Wade y el niñito envuelto en la toalla. Prissy subió y lo cogió en brazos. El coche era muy pequeño y de bordes muy bajos. Las ruedas, inclinadas hacia dentro y vacilantes, parecían prontas a desprenderse al primer movimiento. Scarlett miró el caballo y se le afligió el corazón. Era un animal pequeño y esquelético, con la cabeza colgante, casi entre los remos delanteros. Tenía el lomo lleno de mataduras y señales de los arneses y respiraba como no hubiera respirado ningún caballo sano.
—No es un animal magnífico, ¿eh? —rió Rhett—. Da la impresión de que se nos va a morir entre las varas. Pero es el mejor que pude encontrar. Algún día le contaré con todo detalle cómo y dónde lo robé y lo poco que me faltó para que me asestaran un tiro al hacerlo. Nada sino mi adhesión a usted podía decidirme a semejante cosa, es decir, a convertirme en ladrón de caballos a estas alturas de mi vida... En ladrón de caballos... ¡y de qué caballo! Permítame ayudarla a subir.
Le cogió la lámpara y la posó en el suelo. El pescante del coche era una simple y estrecha tabla de lado a lado. Rehtt levantó a Scarlett y la encaramó al pescante.
Mientras se recogía la falda, pensó que sería admirable ser hombre y tan fuerte como Rhett. Con Rhett a su lado no temía nada, ni al ruido, ni al fuego, ni a los yanquis.
El saltó al pescante junto a ella y empuñó las riendas.
—¡Aguarde! —gritó Scarlett—. He olvidado cerrar la puerta.
Rhett rompió en una carcajada y agitó las riendas sobre el lomo del caballo.
—¿De qué se ríe?
—De usted..., que quiere encerrar a los yanquis fuera... —dijo él.
El caballo arrancó, despacio y a la fuerza. La lámpara seguía encendida en la acera, proyectando en torno suyo un circulillo de luz amarillenta que iba empequeñeciéndose a medida que se alejaban.
Rhett dirigió el caballo hacia poniente por la calle Peachtree y el traqueteante coche comenzó a dar tumbos en la calle desigual con una violencia que arrancó a Melanie un gemido rápidamente sofocado. Oscuros árboles se entrelazaban sobre sus cabezas, las sombrías casas silenciosas se alineaban a ambos lados y las blancas empalizadas de los cercados brillaban débilmente como filas de piedras sepulcrales. La estrecha calzada era como un tenebroso túnel a través de cuya densa bóveda de hojas penetraba el lúgubre resplandor rojizo del cielo, haciendo correr ante el coche sombra tras sombra, que se agitaban como enloquecidos espectros. Cada vez era más intenso el olor a humo, y la cálida brisa traía en sus alas un caos de sonidos procedentes del centro de la ciudad: gritos, rodar de los pesados carros militares y pisar de innumerables pies en marcha. En el momento en que Rhett hacía embocar al caballo otro camino lateral, una nueva e imponente explosión desgarró el aire y una especie de monstruoso cohete de llamas y humo se elevó en el cielo.
—Debe ser el último convoy de municiones —opinó Rhett, tranquilo—. ¿Cómo no se lo han llevado esta mañana, esos necios? Tenían tiempo sobrado. En fin, peor para nosotros... Creo que rodeando el centro de la ciudad podremos evitar el fuego y la multitud ebria de la calle Decatur y llegaremos al extremo sudoeste de la ciudad sin peligro. Pero en todo caso hemos de cruzar la calle Marietta, y la explosión última o mucho me engaño o ha ocurrido precisamente allí.
—¿Es preciso que... que atravesemos el fuego? —balbuceó Scarlett.
—Si nos damos prisa, no —repuso Rhett.
Y saltando del coche desapareció en la oscuridad de un patio. Al volver llevaba en la mano una pequeña rama de árbol con la que golpeó inflexiblemente al lastimado lomo del animal. El caballo inició un desesperado trote, jadeando penosamente, y el coche adelantó entre tumbos que lanzaban a los viajeros unos contra otros, como trigo agitado en una criba. El niño gemía, Prissy y Wade gritaban y se asían a los lados del carromato, pero Melanie no emitió un solo quejido.
Cerca de la calle Marietta empezaron a aclararse los árboles. Altas llamas se elevaban sobre los edificios iluminando calles y casas con un resplandor más intenso que la luz del día, creando monstruosas sombras que se retorcían como velas desgarradas en las vergas de un navio que zozobra.
Los dientes de Scarlett rechinaban sin cesar, pero era tal su terror que ni siquiera lo advertía. Tenía frío y tiritaba, a pesar de que el calor de las llamas casi les quemaba los rostros. Se encontraba en el infierno. De haber podido recuperar las fuerzas que faltaban a sus piernas temblorosas, habría saltado del coche y huido, enloquecida, por la calle oscura que habían seguido, para buscar de nuevo refugio en casa de la tía Pittypat. Se acercó más a Rhett, oprimió su brazo con temblorosos dedos y le miró, ansiosa de palabras, de consuelo, de algo que la tranquilizase. En el crudo resplandor bermejo que los envolvía, el moreno perfil de Rhett se destacaba neto, como la cabeza de una moneda antigua, hermoso, decadente y cruel. Cuando ella le tocó, se volvió. Sus ojos brillaban con una luz tan temible como la del fuego. A Scarlett le pareció alborozado y desdeñoso, como si gozara la situación, como si acogiese con alegría el infierno al que se acercaban.
—Mire —le dijo él, poniendo la mano sobre una de las largas pistolas que llevaba a la cintura—, si alguien se acerca al caballo por su lado, dispare sobre él. ¡Ya le interrogaremos más tarde! Pero no vaya, en su turbación, a disparar sobre el caballo.
—Yo tengo... tengo una pistola —murmuró ella, oprimiendo el arma que llevaba en el regazo, completamente segura de que si viese la muerte cara a cara el susto le impediría oprimir el gatillo. —¿Sí? ¿Dónde la ha cogido? —Es la de Charles. —¿Charles? —Sí. Mi marido...
—¿Es posible, querida, que haya tenido usted alguna vez marido? —susurró él, riendo suavemente. ¿Por qué no tendría más seriedad? ¿Por qué no se apresuraría más?
—¿Cómo podría, si no, tener un hijo? —repuso, irritada.
—Hay otros medios... sin necesidad de marido.
—¿Quiere usted callar y darse prisa?
Pero Rhett tiró bruscamente de las riendas. Estaban muy cerca de la calle Marietta, a la sombra de un almacén no alcanzado aún por las llamas.
—¡De prisa! —no tenía otra palabra en la mente—. ¡De prisa! ¡De prisa!
—Soldados —dijo Rhett.
El destacamento bajaba por Marietta, entre los edificios incendiados a paso lento, con fatiga, los fusiles puestos de cualquier modo, gachas las cabezas, demasiado cansados para redoblar la marcha, demasiado cansados para reparar en la vigas que se desprendían a derecha e izquierda y en el humo que los envolvía. Iban tan haraposos que no se distinguía a los oficiales de los soldados, salvo, cuando, aquí y allá, se advertía un sombrero con el ala levantada y sujeta por un distintivo coronado por las letras C.S.A.
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Muchos iban descalzos y algunos llevaban vendada la cabeza o un brazo. Pasaron sin mirar a los lados, tan silenciosos que, a no ser por el rumor de sus pisadas, se los hubiera podido tomar por espectros.
—Mírelos bien —dijo la voz burlona de Rhett— y así podrá contar a sus nietos que vio usted la retaguardia de la Gloriosa Causa en retirada.
Repentinamente ella lo detestó, lo detestó de tal modo que por un momento aquel impulso superó a su miedo, lo convirtió en pequeño e insignificante. Sabía que su salvación y la de los demás del coche dependía de Rhett únicamente, pero lo detestaba por burlarse de aquellas huestes andrajosas. Pensó en Charles, muerto, y en Ashley, que podía estarlo, y en todos los hombres jóvenes, alegres y valerosos que yacían en sus tumbas, y olvidó que en otro tiempo ella incluso los había tomado por locos. No articuló palabra, pero la ira y la aversión brillaban en sus ojos mientras contemplaba fijamente a Rhett.
Al fin pasó el último de los soldados, una figura menuda que iba en la postrera fila, arrastrando el fusil por el suelo. Se tambaleó, se detuvo y miró a los otros con su rostro sucio, embotado por la fatiga como el de un sonámbulo. Era tan bajo como Scarlett, hasta el punto de que su fusil parecía tan alto como él, y su cara mugrienta no tenía señal de barba. Scarlett, acongojada, pensó que debía de tener dieciséis años como máximo. Sin duda pertenecía a la Guardia Territorial, e incluso era muy posible que hubiese dejado el colegio para unirse a las tropas.
Mientras le miraba, las rodillas del muchacho se doblaron lentamente y su cuerpo se desplomó en el polvo. Dos hombres se separaron en silencio de la última fila y se dirigieron hacia él. Uno, alto y esquelético, con negra barba que le llegaba hasta la cintura, entregó su fusil y el del muchacho al otro hombre. Luego se echó el caído al hombro, con tanta facilidad como si se tratara de un juego de manos. A continuación echó a andar tras la columna, curvados los hombros bajo el peso, mientras el agotado muchacho se enfurecía como un niño atormentado por los mayores, y gritaba:
—¡Maldito seas! ¡Bájame! ¡Bájame! ¡Puedo andar solo! El barbudo no contestó y desapareció con su carga tras un recodo de la calle.
Rhett permanecía con las riendas flojas en la mano, mirándolos con una extraña expresión de disgusto en su rostro moreno. Luego sonó un crujir de vigas cercanas y Scarlett vio una delgada lengua de fuego elevarse sobre el tejado del almacén a cuya sombra se hallaban. En el acto, las llamas se elevaron hacia el cielo, triunfales como banderas y pendones de combate. El humo ardiente se introdujo en su nariz. Wade y Prissy empezaron a toser. El niño emitió débiles sonidos quejumbrosos.