Por un momento, su autojustificación le dio valor; pero siguió mirando al salón con disgusto. El mostrador de las chicas MacLuré se veía poco, como había dicho la señora Merriwether; había largos intervalos durante los cuales nadie se acercaba y Scarlett no tenía nada que hacer sino mirar con envidia a la gente feliz. Melanie notaba su mal humor, pero, atribuyéndolo al recuerdo de Charles, no hacía ninguna tentativa de conversar. Se ocupaba de colocar los artículos en el mostrador de la forma más atrayente, mientras Scarlett miraba malhumorada el salón. Hasta los haces de flores, bajo los retratos de Davis y Stephens, le desagradaban.
«Parece un altar —pensó, encogiendo la nariz—. ¡Y el modo en que los ensalzan, como si fuesen el Padre y el Hijo!» Llena de imprevisto terror por la propia irreverencia, empezó precipitadamente a hacer el signo de la cruz, como para excusarse.
«Pero es verdad —discutió con su propia conciencia—. Todos los rodean como si fuesen santos, y no son más que hombres, y ni siquiera agradables a la vista.»
En realidad, Stephens no tenía la culpa de su aspecto, habiendo sido siempre de salud enfermiza, pero Davis... Miró el rostro altivo, de rasgos precisos como el de un camafeo. Era principalmente su perilla lo que más la fastidiaba. «Los hombres —pensó— deberían ir completamente rasurados, o de lo contrario usar bigotes y barba entera. Aquellos cuatro pelos dan la impresión de que es medio barbilampiño.» No reconocía en aquella cara la fría y tenaz inteligencia que gobernaba a una nación entera.
No, no era feliz ahora, aunque experimentó al principio una gran alegría. El estar en la fiesta no le bastaba. Nadie se ocupaba de ella; era la única mujer sin marido y no tenía cortejadores, mientras que durante toda la vida fue siempre el centro de la atención, dondequiera que estuviera. ¡No era justo! Tenía diecisiete años y sus pies golpeaban nerviosamente el pavimento, deseosos de saltar y bailar. Tenía diecisiete años, un marido en el cementerio de Oakland y un niño en la cuna, en casa de tía Pittypat; todos estaban convencidos de que ella debía estar contenta con su suerte. Tenía el seno más hermoso que cualquiera de las muchachas presentes; la cintura más delgada y los pies más pequeñitos, pero ninguno se ocupaba de ella, como si yaciese junto a Charles, en la tumba, y estuviese esculpida allí la inscripción «Charles y su amada esposa».
No era una muchacha que podía bailar y coquetear, no era una esposa que pudiera sentarse con las otras a criticar la forma de bailar y coquetear de las muchachas. No era lo bastante anciana para ser viuda. Las viudas debían ser viejas, para no sentir deseos de bailar, coquetear o ser admiradas. No, todo esto era injusto; era injusto tener que hablar en voz queda y bajar los ojos cuando los hombres, aunque fuesen simpáticos, se acercaban a su mostrador.
Todas las muchachas de Atlanta estaban rodeadas de hombres, aun las más feas. ¡Tenían todas vestidos tan bonitos! Ella, por el contrario, parecía una corneja, vestida de sofocante tafetán negro, con las mangas largas hasta las muñecas, el escote cerrado hasta la barbilla y ni siquiera sombra de encajes o adornos, ni alhajas, excepto el triste alfiler de ónice de Ellen. Miraba a las muchachas, colgadas del brazo de los hombres, agradables y elegantes. Todo ello simplemente porque Charles Hamilton había muerto de sarampión. Ni siquiera tuvo en la batalla un fin glorioso del que ella pudiese enorgullecerse.
Con un gesto de rebeldía, apoyó los codos en el mostrador y miró descaradamente a la multitud, desatendiendo las advertencias de Mamita, tantas veces repetidas, de no apoyar los codos porque los hacía ponerse feos y arrugados. ¿Qué le importaba que se le pusieran feos? Probablemente ya no encontraría posibilidad de enseñarlos. Miraba ávidamente los vestidos que pasaban delante: seda color crema con guirnaldas de capullos de rosa, raso rojo con dieciocho volantes bordeados de terciopelo negro, tafetán azul claro con diez metros de tela en la amplia falda adornada de caídas de encaje; senos ostentosos, flores preciosas y perfumadas. Maybelle Merriwether se acercó al mostrador inmediato del brazo de su admirador. Su vestido de muselina verde manzana era tan vueludo que hacía aparecer su cintura tan fina como la de una avispa. Aquel vestido favorecedor guarnecido con un encaje de Chantilly color marfil, llegado de Charleston en la última expedición que había atravesado el bloqueo, Maybelle lo ostentaba orgullosamente, como si hubiese sido ella y no el capitán Butler quien efectuó aquella hazaña.
«¡Qué bien estaría yo vestida así! —pensó Scarlett con el corazón lleno de una envidia salvaje—. ¡Ésa tiene la cadera ancha como una vaca! Ese verde es mi color y daría mayor realce a mis ojos. ¿Por qué diantre las rubias se atreven a ponerse ese color? A su piel le da un reflejo de manteca rancia. ¡Y pensar que yo no podré llevarlo nunca, ni aun cuando me quite el luto! No, ni aunque vuelva a casarme. Tendré que llevar el gris, el morado, el violeta, todo lo más el lila.»
Por un momento consideró la injusticia de todo esto. ¡Qué breve era el tiempo de las diversiones, los bellos vestidos, el baile y la coquetería! ¡Pocos años, demasiados pocos! Después se casaba una y llevaba vestidos oscuros y tristes, los niños desfiguraban la línea del cuerpo y las caderas se ensanchaban; una permanecía sentada en los rincones con otras mujeres casadas y serias y se levantaba a bailar sólo con el marido o con algún señor viejo que le molía los pies. Si no se hacía así, las otras señoras murmuraban, la reputación de una mujer quedaba manchada y su familia en el índice. ¡Qué pérdida de tiempo, pasar toda la infancia aprendiendo el modo de atraer a los hombres y conservarlos, y después gozar de estos conocimientos sólo un año o dos! Examinando su educación, completada por Ellen y Mamita, se daba cuenta de que había sido buena, porque siempre le había dado inmejorables resultados. Había reglas que era necesario seguir: si las seguía, vería coronados sus esfuerzos.
Con las señoras de edad era necesario ser dulce e ingenua, porque las viejas son astutas y vigilan a las muchachas como gatos prontas a arañar a la más pequeña indiscreción de la lengua o de los ojos. Con los señores de edad, una joven debía ser vivaz e impertinente y casi (pero no completamente) coqueta: así la vanidad de los viejos imbéciles se estimulaba. Esto los rejuvenecía y entonces os pellizcaban las mejillas diciendo que erais una pillina. En tales ocasiones, era necesario enrojecer, de otro modo los pellizquitos se hacían más audaces y después los señores dirían a sus hijos que erais unas descaradas.
Con las muchachas y las casadas jóvenes debíais ser toda dulzura, besándolas cada vez que las vieseis, aunque fuese diez veces al día, y poniéndoles el brazo alrededor de la cintura, soportando que ellas hiciesen otro tanto con vosotras, aun cuando esto os molestase. Admirabais ciegamente sus trajes y sus niños; las embromabais hablando de sus cortejadores o las cumplimentabais por sus maridos; reíais afirmando con modestia que vuestros encantos no tenían comparación con los de ellas. Y, sobre todo, no había que decir nunca lo que verdaderamente opinabais sobre cualquier tema, como ellas no os decían nunca sus verdaderos pensamientos.
Debíais dejar en paz, completamente, a los maridos de otras mujeres, aunque en otro tiempo hubiesen sido vuestros admiradores y aunque os agradasen. Si erais demasiado simpáticas con los maridos jóvenes, las mujeres dirían que erais unas impúdicas, y éste era el modo de adquirir una mala reputación y de no encontrar un cortejador.
Pero con los jóvenes... ¡ah, la cosa era diferente! Podíais reíros tranquilamente de ellos, y, cuando venían rápidamente a preguntar por qué reíais, podíais negaros a decírselo y reír aún más fuerte, desafiándolos a adivinar las razones. Con los ojos podíais prometer las cosas más excitantes; así ellos trataban de maniobrar para llevaros aparte. Cuando alguno lo conseguía, entonces debíais mostraros muy ofendidas y mucho más irritadas si intentaba besaros. Le obligabais a pediros perdón por haberse portado como un villano y después le perdonabais, tan suavemente que permanecía a vuestro lado, tratando de besaros por segunda vez. A veces, aunque no con frecuencia, se lo permitíais. (Ellen y Mamita no le enseñaron esto, pero ella sabía que era una cosa de gran efecto.) Entonces os poníais a llorar y manifestabais que no sabíais qué os había pasado y que estabais seguras de que ya nadie os respetaría. Él os secaría las lágrimas y las más de las veces os pediría en matrimonio, justamente para mostraros lo que os respetaba. Y entonces... ¡oh, entonces había tantas maneras de comportarse con los jóvenes! Y ella las conocía todas: el matiz de la larga mirada oblicua, la media sonrisa detrás del abanico, el mover de las caderas de forma que las faldas se balanceasen como campanas, la risa, la adulación, la dulce simpatía. Todo este galimatías no había fallado nunca en conseguir su objeto... excepto con Ashley.
No, no valía la pena aprender todas estas maniobras para servirse de ellas tan breve tiempo y después abandonarlas para siempre. ¡Qué hermoso sería no casarse nunca, y continuar poniéndose bellos vestidos verde pálido y ser siempre cortejada! Pero si se continuaba así mucho tiempo, una se convertía en solterona como India Wilkes, y todos decían «¡pobrecita!» en un tono de odiosa compasión. No, a fin de cuentas era mejor casarse y conservar el respeto de sí misma, aunque una no pudiese divertirse más.
¡Qué antipática era la vida! ¿Por qué había sido ella tan idiota como para casarse con Charles y terminar su vida a los dieciséis años? Su ensoñación indignada y desesperada fue interrumpida cuando la gente empezó a colocarse a lo largo de las paredes y las señoras recogieron sus miriñaques para impedir que un choque los levantase, mostrando más de lo que era correcto de sus pantalones. Scarlett se empinó para ver por encima de la multitud y advirtió que un capitán subía a la plataforma de la orquesta. Éste gritó una orden y la mitad de la compañía formó. Durante unos minutos hicieron unos brillantes ejercicios que provocaron el sudor de sus frentes y los gritos y los aplausos de los espectadores. Scarlett aplaudió débilmente junto con los demás, y, cuando los soldados, después de escuchar la orden de «rompan filas», rodearon los mostradores donde se distribuían ponches y limonadas, ella se volvió hacia Melanie, pensando que era preferible empezar a fingir sobre la Causa lo mejor posible. —Bonito, ¿verdad? —dijo.
Melanie estaba ordenando en el mostrador algunos artículos. —Muchos de ellos estarían bastante mejor con uniforme gris y en Virginia —respondió sin cuidarse de bajar la voz.
Algunas madres, orgullosas de sus hijos que estaban en la Milicia, oyeron la observación. La señora Guiñan se puso roja y después palideció, porque su hijo Willie, de veinticinco años, estaba en la compañía.
Scarlett se asombró al oír semejantes palabras en boca de Melanie y delante de todos.
—¡Melanie! —exclamó.
—Sabes bien que es verdad, Scarlett. No hablo de los niños ni de los viejos. Hay muchos en la Milicia que podrían tener en la mano un fusil, y eso es precisamente lo que debían hacer en estos momentos.
—Pero..., pero... —empezó Scarlett, que no había pensado nunca en esto—, alguno debe permanecer en casa para... —¡Qué diantre, si lo había dicho Willie Guiñan para justificar su presencia en Atlanta!—. Alguno debe también permanecer en casa para proteger al Estado de una invasión.
—Nadie nos ha invadido ni nos invadirá —replicó rápidamente Melanie, mirando hacia el grupo de la Milicia—. El mejor medio para tener lejos a los invasores es ir a Virginia a luchar contra los yanquis. En cuanto a la historia de que la Milicia debe impedir una sublevación de los negros..., es la cosa más absurda que he oído en mi vida. ¿Por qué había de levantarse nuestra gente? Ésta es una buena excusa para los cobardes. Apuesto que derrotaríamos a los yanquis en un mes si las milicias de todos los Estados fuesen a combatir. ¡Eso es!
—¡Pero, Melanie! —exclamó de nuevo Scarlett, mirándola asombrada.
Los ojos negros de Melanie ardían de cólera. —Mi marido no ha tenido miedo de ir, tampoco el tuyo. Preferiría que hubiesen muerto los dos antes de verlos aquí, en casa... ¡Oh, querida, perdóname! ¡Qué cruel e imprudente soy!
Apretó el brazo de Scarlett como para excusarse y ésta la miró sorprendida. En aquel momento no pensaba en Charles. Pensaba en Ashley. ¿Si muriese también él? Se volvió de prisa y sonrió automáticamente al doctor Meade, que se acercaba al mostrador.
—Valientes muchachas —dijo saludándolas—. Han sido muy gentiles en venir. Sé que para ustedes ha sido un sacrificio; todo sea por la Causa. Ahora les diré un secreto. He encontrado un modo de hacer dinero para el hospital, pero temo que alguna señora se escandalizará. Se detuvo y sonrió mientras se rascaba la barbilla caprina. —¿Qué es? ¡Díganoslo, sea bueno!
—Verdaderamente, es mejor dejarlo adivinar. Pero vosotras, muchachas, deberíais defenderme si los miembros de la Iglesia proponen expulsarme de la ciudad por esto. Por lo demás, es para el hospital. Ya veréis. No se ha hecho nunca nada de este género.
Prosiguió pomposamente hacia un grupo de «carabinas» instaladas en un ángulo y, mientras las dos jóvenes discutían la posibilidad de aquel secreto, se acercaron dos señores de edad, los cuales dijeron en voz muy alta que deseaban diez metros de encajes. «¡Bah, mejor son viejos que nada!», pensó Scarlett midiendo el encaje y resignándose púdicamente a ser acariciada en las mejillas. Los viejos se volvieron hacia el mostrador de los refrescos y otros ocuparon sus puestos. Su mostrador no tenía tantos clientes como los otros, donde resonaban las risas agudas de Maybelle Merriwether y la risita opaca de Fanny Elsing y las alegres respuestas de las muchachas Whiting. Melanie vendía objetos inútiles a los hombres que no sabían qué hacer con ellos, tranquila y serena como un comerciante, y Scarlett ajustaba su talante al de su cuñada.
Delante de todos los mostradores, exceptuando el suyo, había corros de muchachas que charlaban y de hombres que compraban. Los pocos que se acercaban al suyo hablaban de la propia camaradería universitaria con Ashley; decían que era un soldado valiente, o bien mencionaban respetuosamente a Charles, afirmando que su muerte fue una gran pérdida para Atlanta.
La música empezó el ritmo animado de
Johnny Booker, ayuda a este negro
y a Scarlett le dieron ganas de gritar. Deseaba bailar. Sentía necesidad de ello. Miró al otro lado del salón y golpeó el suelo con los pies; sus ojos ardían con una llama verde. A través de la sala vio a un hombre recién llegado y aún detenido en el umbral de la puerta; se sobresaltó al reconocerle y observó atentamente aquellos ojos de corte oblicuo en su rostro terco y rebelde. Sonrió éste comprendiendo la invitación de Scarlett, que cualquier hombre habría podido ver.