Lo que el viento se llevó (56 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Aquella calma le pareció más siniestra aún que la de las otras mañanas de la semana anterior, tan ominosamente silenciosa. Se levantó de la cama a toda prisa, sin los desperezos y encogimientos habituales, y se dirigió a la ventana, esperando ver el rostro de algún vecino o cualquier otra imagen alentadora. Pero la calle estaba desierta. Notó que las hojas de los árboles eran aún de un oscuro verdor, pero estaban secas y cubiertas de una espesa capa de polvo rojo y también observó que las abandonadas flores del jardín estaban ajadas y marchitas. Mientras miraba por la ventana, llegó a sus oídos un sonido lejano, débil y sordo como el primer distante trueno de una tormenta que se aproximara.

«Lluvia —pensó en el primer momento. Y su espíritu, campesino al fin, añadió—: ¡Ya nos hacía falta! —Pero, tras un instante de atención, díjose—: ¿Lluvia? No. ¡Nada de lluvia! ¡Cañonazos!»

Con el corazón palpitante se asomó a la ventana, procurando percibir de qué lado llegaba el lejano estruendo. Pero sonaba tan remoto que, por un instante, no supo acertar. E imploró: «¡Haz que suene por Marietta, Señor! O por Decatur. O por Peachtree Creek. Pero no por el sur. ¡No por el sur!» Se asió con fuerza a la barandilla de la ventana y aguzó el oído. El rumor parecía sonar más recio. Y venía del sur.

¡Cañoneo al sur! Al sur, donde estaban Jonesboro, Tara y Ellen.

¡Acaso los yanquis estaban en Tara en aquel momento! Volvió a escuchar; pero la sangre se agolpaba en sus oídos impidiéndole percibir el distante tronar. No, no podían estar aún en Jonesboro. De ser así, el cañón sonaría más débil, menos claro. Pero debían de estar al menos dieciséis kilómetros al sur hacia Jonesboro, probablemente cerca de la pequeña localidad de Rough and Ready. Y Jonesboro sólo estaba dieciséis kilómetros más abajo de Rough and Ready...

El cañón al sur podía significar el tañido fúnebre que señalase la hora de la caída de Atlanta. Pero para Scarlett, inquieta por su madre, luchar más al sur sólo significaba luchar más cerca de Tara. Comenzó a pasear por la alcoba, retorciéndose las manos y pensando por primera vez en la posibilidad de una derrota de los confederados, con todo lo que eso implicaba para ella. La idea de miles de hombres de Sherman acercándose a Tara le hizo sentir todo el horror de la guerra, algo que no habían conseguido hasta entonces los cañonazos del sitio, que hacían trepidar los cristales, las privaciones de ropa y alimento y las interminables hileras de moribundos. ¡El ejército de Sherman a pocos kilómetros de Tara! Incluso si eran derrotados, cabía que los yanquis se retirasen por el camino de Tara. Y Gerald no podría huir con tres mujeres enfermas.

Si al menos estuviese ella allí, no importarían tanto los yanquis. Mientras pisaba el suelo con los pies descalzos, el camisón se le envolvía en las piernas, le entorpecía. ¡Quería estar en casa, cerca de Ellen!

Le llegó de la cocina el ruido de la porcelana en que Prissy preparaba el desayuno. No se oía la voz de Betsy. La de Prissy, aguda y melancólica, se alzó cantando
Sólo unos pocos días de soportar la carga.
Aquel son impresionó a Scarlett, su tristeza la espantó, y entonces, envolviéndose en un chai y bajando al vestíbulo precipitadamente, se acercó a la parte posterior de la casa y gritó:

—¡No cantes eso, Prissy!

Oyó un áspero «Bien, señora»; respiró profundamente, sintiéndose avergonzada de sí misma.

—¿Y Betsy?

—No sé. No ha venido.

Scarlett se dirigió al dormitorio de Melanie y abrió un poco la puerta para mirar. Melanie yacía en el lecho, con un camisón de noche, los ojos cerrados y rodeados de un círculo oscuro, hinchado su rostro de forma de corazón, su delgado cuerpo deformado y feo. Scarlett, maligna, lamentó que Ashley no pudiese verla así ahora. Estaba más desagradable que cualquier otra embarazada que ella hubiese visto. Mientras la miraba, Melanie abrió los ojos y una leve y afectuosa sonrisa iluminó su rostro.

—Entra —dijo, volviéndose fatigosamente de lado—. Estoy despierta y pensando desde que salió el sol. Y quería preguntarte una cosa.

Scarlett entró en el dormitorio y se sentó en el lecho, iluminado por un sol deslumbrante. Melanie extendió la mano y oprimió la de Scarlett con un apretón cariñoso y confiado.

—Querida —dijo—. Estoy inquieta por los cañonazos. Suenan hacia Jonesboro, ¿no?

Scarlett emitió un gruñido confirmativo, sintiendo que el corazón le latía más de prisa al acudir de nuevo a su mente su preocupación.

—Sé que estás disgustada. La última semana, cuando supiste lo de tu madre, te hubieras ido a Tara de no ser por mí, ¿verdad?

—Sí —contestó Scarlett secamente.

—¡Qué buenas eres conmigo, querida! Ni siquiera una hermana hubiera sido mejor ni más valiente. ¡No sabes cuánto te lo agradezco y cuánto me disgusta hallarme en este estado! ¡Y te quiero tanto!

Scarlett la miró de hito en hito. ¿La quería? ¡Qué necia!

—He estado pensando, Scarlett, y quería pedirte un gran favor. —Su mano oprimió con mayor viveza la de su cuñada—. Si muero, ¿te encargarás de mi hijo?

Los ojos de Melanie estaban muy abiertos y brillaban con suave apremio.

—¿Lo harías?

Scarlett retiró la mano, sintiendo un terror que hizo su voz más áspera.

—No seas boba, Melanie. No morirás. Todas las mujeres creen que van a morir en el primer parto. Lo mismo me pasó a mí.

—No, tú no. Tú nunca temes nada. Lo dices para animarme. No temo morir, pero temo dejar al niño, si Ashley... Scarlett, prométeme que te encargarás del niño si muero. Así no temeré nada. Tía Pitty es demasiado vieja para cuidarse de un niño, y Honey e India son buenas, pero... Deseo que seas tú quien cuide a mi hijo. Prométemelo, Scarlett. Si es muchacho, edúcalo para que se parezca a Ashley, y, si es niña, entonces quisiera que se pareciera a ti.

—¡Qué condenación! —gritó Scarlett, saltando del lecho—. ¿No están las cosas bastante mal ya para que las pongamos peor hablando de muertes?

—Perdona, querida. Pero prométemelo. Creo que será hoy. Estoy segura de que será hoy. Anda, prométemelo...

—Bueno, bueno; te lo prometo —dijo Scarlett, mirándola con extraviados ojos.

¿Era posible que Melanie fuese tan necia que no supiese que ella quería a Ashley? ¿O lo sabía todo y pensaba que, merced a aquel amor, Scarlett cuidaría debidamente del hijo de Ashley? Sintió un vivo impulso de hacerle aquellas preguntas; pero murieron en sus labios cuando Melanie, tomando su mano, la apoyó a su propia mejilla. Ahora la calma había vuelto a sus ojos.

—¿Por qué crees que será hoy, Melanie?

—Porque tengo dolores desde la madrugada, aunque no muy agudos todavía.

—¿Sí? ¿Y por qué no me has llamado? Voy a enviar a Prissy a buscar al doctor Meade.

—No; aún no. Ya sabes lo ocupado que está, como todos. Envíale únicamente recado de que le necesitamos hoy. Envía recado también a la señora Meade y ruégale que venga a hacerme compañía. Ella sabrá cuándo debemos mandar llamar realmente a su marido.

—Bien; basta de ser tan altruista. Ya sabes que necesitas al doctor tanto como muchos de los que están en el hospital. Lo mandaré llamar en seguida.

—No, no lo hagas. A veces estas cosas se prolongan un día entero, y no puedo hacer que el médico permanezca aquí horas y horas mientras tantos pobres muchachos necesitan su asistencia. Llama a la señora Meade. Ella sabrá cuándo...

—Bien, bien —aceptó Scarlett.

21

Después de mandar el desayuno a Melanie, Scarlett envió a Prissy en busca de la señora Meade y se sentó con Wade para tomar el desayuno a su vez. Pero hoy no sentía apetito. Entre su nerviosa inquietud y el pensar que había llegado el momento para Melanie y su involuntario estremecimiento al sentir el cañón, no podía probar bocado. El corazón le latía de un modo extraño: con regularidad durante unos minutos; luego, golpeando tan fuerte y rápidamente que casi le hacía daño en al estómago. La pesada papilla de maíz se le pegaba a la garganta como cola, y jamás antes le había parecido tan repulsiva la mezcla de grano tostado y batatas que pasaba por café. Aquello, sin azúcar ni crema, era amargo como la hiél, y el sorgo que se empleaba «para endulzar» no lo mejoraba mucho. Después del primer sorbo, apartó la taza. Si no le sobraran razones, hubiera odiado a los yanquis simplemente porque le impedían tomar verdadero café con azúcar y mantequilla.

Wade estaba más tranquilo que de costumbre y ni siquiera elevaba hoy las quejas que cada mañana le sugería la papilla, que le desagradaba tanto. Comía en silencio las cucharadas que se llevaba a la boca y tragaba ruidosos buches de agua para pasarlas mejor. Sus dulces ojos oscuros, grandes y redondos como monedas de dólar, seguían todos los movimientos de su madre con una infantil turbación, como si los temores escondidos de ella se le hubiesen contagiado. Cuando hubo terminado, Scarlett le envió a jugar al patio trasero de la casa y le contempló mientras cruzaba la hierba dirigiéndose a su lugar de juegos, sintiendo verdadero alivio.

Luego se levantó y permaneció indecisa al pie de la escalera. Debía subir con Melanie y procurar distraer su mente de la preocupación por la prueba que la esperaba. ¡Tenía que haber elegido precisamente aquel día para dar a luz... y para hablar de muerte!

Tomó asiento en el escalón inferior y procuró serenarse. Se preguntaba cuál habría sido el resultado de la lucha del día anterior y del mismo día. ¡Era extraño que se diese una gran batalla a pocos kilómetros de allí y no se conociera el resultado! ¡Qué rara la tranquilidad de aquel barrio extremo de la ciudad en contraste con el tumulto del día de la batalla en Peachtree Creek!

La casa de tía Pittypat era una de las últimas en el extremo norte de la ciudad, y ahora que la batalla se mantenía en algún lugar hacia el sur no quedaban en las inmediaciones del edificio refuerzos que cruzasen a paso redoblado, ni ambulancias, ni tambaleantes filas de heridos que volviesen a la población.

Pensó que probablemente esas escenas se repetirían ahora al sur de la ciudad y agradeció a Dios no encontrarse allí. Por otra parte, nadie, excepto los Merriwether y los Meade, residían ahora en aquel extremo de la ciudad, y ello la hizo sentirse sola y abandonada. Hubiera deseado tener a su lado a tío Peter, quien no habría dejado de ir al Cuartel General para traer noticias. De no ser por Melanie, ella misma hubiera ido al centro en busca de informes, pero no podía hacerlo hasta que llegara la señora Meade. Pero ¿por qué no venía la señora Meade? ¿Y qué sería de Prissy?

Se levantó, salió a la terraza y escrutó las cercanías, buscando con los ojos a quienes esperaba. Sin embargo, la casa de los Meade quedaba oculta en un recodo umbroso de la calle y Scarlett no distinguió a nadie. Después de largo rato, apareció Prissy sola, andando tan perezosamente como si no tuviese nada que hacer en todo el día, ondulando sus faldas de lado a lado y volviendo la cabeza sobre el hombro para ver el efecto que ello producía. —¡Qué calma traes, hija mía! —gruñó Scarlett cuando Prissy abrió la puerta del jardín—. ¿Qué dice la señora Meade? ¿Vendrá pronto?

—No estaba —dijo Prissy.

—¿Adonde ha ido? ¿Cuándo vuelve?

—Escuche —repuso Prissy, complaciéndose en dosificar sus palabras, pronunciándolas poco a poco para dar más importancia a su mensaje—. La cocinera dice que la señora Meade ha salido muy temprano de mañana porque el señorito Phil ha recibido un balazo y la señora Meade ha ido en el coche, con el viejo Talbot y Betsy, para traerlo a casa. La cocinera dice que está muy grave y que probablemente la señora Meade no podrá venir.

Scarlett la miró fijamente, sintiendo deseos de sacudirla con violencia. Los negros gozaban siempre que podían ser portadores de malas noticias.

—Bien; no te quedes ahí como una estúpida. Vete a casa de la señora Merriwether y dile que venga o que mande a su mamita. ¡Rápido! —No está, señora Scarlett. He estado en su casa al venir para pasar un rato con su mamita. Y ha salido. La casa está cerrada. Deben de estar todos en el hospital.

—¡Así has tardado! Cuando yo te mande a algún sitio no tienes que ir a pasar ratos con nadie, sino ir adonde te digan. ¿Lo entiendes?

Vete...

Se detuvo y se devanó el cerebro pensando. ¿Qué amigos quedaban que pudiesen serle útiles? ¡Ah, la señora Elsing! Aunque no simpatizara mucho con ella, sentía gran afecto por Melanie.

—Vete a casa de la señora Elsing, explícaselo todo bien, y dile que haga el favor de acudir. Y ahora, Prissy, escúchame. El niño de la señorita Melanie está a punto de llegar y puede que hagas falta de un momento a otro. Así que date prisa y vuelve en seguida.

—Sí señora —repuso Prissy, bajando y poniéndose en marcha a paso de tortuga.

—¡De prisa!

—Sí, señora.

Prissy apresuró el paso imperceptiblemente y Scarlett volvió a entrar en la casa. Vaciló otra vez antes de subir para reunirse con Melanie. Tenía que explicarle el motivo de que no acudiese la señora Meade, y la noticia de que Phil estaba gravemente herido seguramente la impresionaría desagradablemente. Diría una mentira cualquiera, pues...

Entró en el aposento de Melanie y vio que el servicio del desayuno estaba intacto. Melanie yacía acostada de lado, con la cara muy blanca.

—La señora Meade estaba en el hospital, pero va a venir la Elsing —explicó Scarlett—. ¿Te sientes mal?

—No mucho —mintió Melanie—. ¿Cuánto tiempo tardó tu Wade en venir al mundo?

—Muy poco —afirmó Scarlett con una calma que se hallaba lejos de sentir—. Yo estaba en el patio y apenas me dio tiempo para entrar en casa. Mamita dijo que aquella facilidad era escandalosa... que ni que yo hubiese sido una negra.

—Espero ser yo también como una negra —dijo Melanie, esbozando una sonrisa que desapareció al punto, sustituida por una mueca de dolor.

Scarlett miró las estrechas caderas de Melanie y dudó mucho de que el final fuera feliz; pero dijo, tranquilizadora:

—¡Bah; no es tan terrible como crees!

—Ya sé que no. Pero temo ser un poquitín cobarde. Dime: ¿viene pronto la señora Elsing?

—En seguida. Bajo a por agua fresca para lavarte. Hace mucho calor.

Dedicó el menos tiempo posible a coger el agua, saliendo a la puerta a cada instante para ver si volvía Prissy. Pero, como no se veía ni rastro de ella, subió al cuarto de Melanie, le lavó el sudoroso cuerpo y peinó su negra cabellera.

Pasada una hora, sintió en la calle un característico pisar de pies de negro, y, mirando por la ventana, distinguió a Prissy, que volvía lentamente, ondulando la falda como antes y moviendo afectadamente la cabeza como si se hallase ante un vasto e interesado público.

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