—¿Quiénes podrán ser...? —empezó ella de nuevo. Sus ojos entonces se fijaron en un negro que iba en primera fila, cantando. Era un verdadero gigante, de metro noventa y cinco de estatura, de piel negra como el ébano, que caminaba con la gracia salvaje de un vigoroso animal. Sus blancos dientes relampagueaban cuando abría la boca al cantar
¡Desciende, oh Moisés!
Seguramente no había en el país un negro tan alto y de tan fuerte voz sino Big Sam, el capataz de Tara. Pero ¿qué hacía Big Sam aquí, tan lejos de casa, especialmente ahora que no había capataz blanco en la plantación y Sam era el brazo derecho de Gerald? Scarlett se incorporó en su asiento para ver mejor y entonces el gigante la descubrió y en su negro rostro se dibujó una alegre expresión: la había reconocido. Se detuvo, dejó caer la pala y avanzó hacia ella llamando a los negros más próximos a él:
—¡Dios omnipotente! ¡Si es la señorita Scarlett! ¡Elias, Profeta, Apóstol! ¡Es la señorita Scarlett!
En las filas hubo cierta confusión. La muchedumbre se detuvo, indecisa, haciendo gestos alegres, y Big Sam, seguido de otros tres corpulentos negros, cruzó corriendo el camino hacia el coche, seguidos por el oficial, que gritaba:
—¡Volved a las líneas! ¡Volved o ya veréis...! ¡Ah, si es la señora Hamilton! Buenos días, señora; buenos días, señor. ¡Está usted provocando un verdadero motín, una insubordinación, señora! ¡Y bien sabe Dios el trabajo que me han dado estos muchachos toda la mañana!
—No les reprenda, capitán Randall. Son de nuestra casa, de Tara. Éste es Big Sam, nuestro capataz, y éstos, Elias, Apóstol y Profeta. Es comprensible que quieran hablarme. ¿Cómo estáis muchachos? ¿Adonde vais?
Estrechó la mano a todos. Su manecita blanca desaparecía en las grandes palmas negras. Los cuatro, contentísimos del encuentro, explicaban orgullosos a sus compañeros, lo buena y lo bella que era la señorita Scarlett.
—¿Qué hacéis tan lejos de Tara? ¡Seguramente os habéis escapado! ¡Va a haber que poneros grilletes para aseguraros! Ellos rieron, complacidos de la broma.
—¿Escaparnos? —contestó Big Sam—. No, señorita, no nos hemos escapado. Han ido a buscarnos, porque somos los más grandes y fuertes de Tara. —Y exhibió, orgulloso, sus dientes blancos—. Sobre todo, me buscaban a mí, por lo bien que canto. Sí, señora; fue a buscarnos el señor Frank Kennedy. —¿Por qué, Sam?
—¡Caramba, señorita Scarlett! ¿No lo sabe? Vamos a hacer agujeros para que los señores blancos se escondan en ellos cuando lleguen los yanquis.
El capitán Randall y los ocupantes del coche hubieron de reprimir la risa al escuchar aquella ingenua explicación de que los negros iban a abrir trincheras.
—El señor Gerald no quería dejarme marchar, porque decía que no podía hacer nada sin mí. Pero la señora Ellen dijo: «Lléveselo, señor Kennedy. La Confederación necesita a Big Sam más que nosotros.» Y me dio un dólar y me dijo que hiciera todo lo que los señores blancos me mandaran. Y por eso estamos aquí. —¿Por qué esto, capitán Randall?
—Es muy sencillo. Tenemos que reforzar las fortificaciones de Atlanta con más kilómetros de trincheras y el general no puede sacar hombres del frente para cavarlas. Y se están buscando los negros más robustos de la comarca para ello. —Pero una glacial insinuación de horror oprimió el pecho de Scarlett. ¡Más kilómetros de trincheras! ¿Para qué hacían falta más? El año último se habían construido, en torno a Atlanta, a casi dos kilómetros del centro de la ciudad, una serie de grandes reductos de tierra, con emplazamientos para baterías. Aquellas vastas obras, enlazadas con trincheras y pozos de tirador, se prolongaban, kilómetro, tras kilómetro rodeando por completo la plaza. ¡Más trincheras!
—Pero... ¿qué necesidad hay de que nos fortifiquemos más todavía? No creo que haga falta. Seguramente el general no permitirá que... —Nuestras fortificaciones actuales están muy cerca de la ciudad —dijo Randall, conciso—. O sea, que resultan demasiado próximas para defenderlas cómodamente... y con seguridad. Las nuevas llegarán bastante más lejos. Porque otra retirada, ya lo comprende usted, traería a nuestros hombres hasta Atlanta.
En el acto deploró su última observación, al ver los ojos de Scarlett dilatarse de espanto.
—Claro que seguramente no habrá más retiradas —se apresuró a añadir—. Las líneas que rodean Kennesaw son inexpugnables. Las baterías están colocadas en lo alto de las montañas y dominan todos los caminos, así que los yanquis no podrán forzar el paso.
Pero Scarlett vio que Randall bajaba los ojos ante la penetrante y a la vez indolente mirada de Rhett y se acongojó. Recordó la afirmación de Rhett: «Si los yanquis logran arrojarlo de las montañas a la llanura de Atlanta, le causarán una matanza horrenda.» —¿Usted cree, capitán?
—Claro que no. No se preocupe ni por un momento. El viejo Joe cree oportuno tomar todas las precauciones posibles y ésa es la única razón de que se hagan más trincheras... Bien: hemos de irnos. Encantado de verla... Muchachos, despedios de vuestra señorita, y en marcha.
—Adiós, muchachos. Si enfermáis u os lastimáis o si os pasa cualquier cosa, avisadme. Yo vivo al final de la calle Peachtree. Es casi la última casa de la ciudad. Esperad un momento. —Y buscó en su monedero—. ¡No llevo ni un centavo! Déjeme unas monedas, Rhett. Toma, Sam, compra tabaco para ti y para los muchachos. Sed buenos y obedeced al capitán Randall.
La fila dispersa volvió a formarse, y de nuevo se alzó la nube de polvo rojizo cuando reemprendieron la marcha y Big Sam reanudó su cántico:
¡Desciende, Moisés, desciende
a las tierras de Egipto!
¡Y di al viejo Faraón
que nos deje marchar libres!
—Rhett, el capitán Randall me ha mentido... Me ha mentido como todos los hombres mienten a las mujeres, por temor a nuestros desmayos. ¿No es cierto que me oculta la verdad? Si no hay peligro, ¿a qué vienen estas nuevas fortificaciones? ¿Y está el Ejército tan escaso de hombres que necesita recurrir a los negros?
Rhett fustigó la yegua.
—El Ejército están condenadamente escaso de hombres. ¿Por qué se llamaría, si no, a la Guardia Territorial? Y en cuanto a las trincheras, o como quiera usted llamarlas, se preparan para caso de sitio. El general se dispone a efectuar aquí su última resistencia.
—¿Un sitio? ¡Oh, haga volver el caballo! ¡Me voy a Tara inmediatamente!
—¿A santo de qué?
—¡Un sitio! ¡Un sitio, Dios mío! ¡Yo sé lo que es eso! Papá estuvo en uno (o no sé si fue el abuelo) y me ha hablado de ello...
—¿Qué sitio fue?
—El de Drogheda, cuando Cromwell asedió a los irlandeses. Papá dice que no tenían qué comer y que caían muertos de hambre en las calles. Al fin se comieron todos los gatos y ratas, y hasta los bichos más asquerosos. Y papá dice que acabaron comiéndose los unos a los otros, aunque yo no he sabido nunca si eso podía creerlo o no. Y cuando Cromwell tomó la ciudad, todas las mujeres fueron... ¡Un sitio! ¡Madre de Dios!
—Es usted la joven más disparatadamente ignorante que he visto en mi vida. El sitio de Drogheda ocurrió en el año mil seiscientos y Pico y su padre no podía vivir entonces. Además, Sherman no es Cromwell.
—No; pero es peor. Se dice... —Y en cuanto a los estrafalarios manjares que los irlandeses comieron durante el asedio... tanto me da comer un buen ratón en su salsa como uno de los platos que últimamente me sirven en el hotel. Creo que acabaré volviéndome a Richmond. Allí hay buena comida si se tiene dinero para pagarla.
Y sus ojos reían ante el terror que delataba la faz de Scarlett. Ésta, enojada, por haberlo exteriorizado, exclamó:
—¡No sé por qué ha estado tanto tiempo aquí! No piensa usted más que en estar cómodo y en comer... y en cosas por el estilo.
—No conozco mejor modo de pasar el tiempo que comiendo y... haciendo cosas por el estilo —repuso Rhett—. Y, en cuanto a quedarme aquí, se debe a que he leído muchas descripciones de asedios, de ciudades cercadas y todo eso, pero nunca lo he presenciado. Así que creo que me quedaré para asistir a ello. No es fácil que resulte herido, puesto que no soy combatiente, y al final habré vivido una experiencia más. Las experiencias nuevas, Scarlett, son muy útiles, porque Henrycen el espíritu.
—Mi espíritu está bastante Henrycido ya...
—Nadie lo sabe mejor que usted, pero yo diría..: En fin, me callo, por no ser grosero... Acaso también se me presente ocasión de salvarla durante el asedio. Yo no he salvado nunca a una mujer en peligro. Y también ello constituiría una nueva experiencia.
Scarlett comprendía que Rhett la embromaba, pero a la vez advertía cierta seriedad en sus palabras. Movió la cabeza.
—No necesito que nadie me salve. ¡Muchas gracias! Sé cuidarme yo misma.
—No diga eso, Scarlett. Piénselo, si quiere, pero nunca se lo diga a un hombre. Es lo que resulta molesto en las muchachas yanquis. Serían encantadoras si no se pasasen la vida diciéndole a uno que no le necesitan, que gracias... Y el caso, ¡válgame Dios!, es que suelen decir la verdad. Y, claro, los hombres las dejan que se las arreglen solas.
—¡Va usted muy lejos! —dijo ella, fríamente, ya que no existía en el Sur insulto peor para una mujer que ser comparada a una mujer yanqui—. Creo que exagera usted cuando habla de un asedio. Le consta que los yanquis no llegarán nunca a Atlanta.
—Estarán aquí este mismo mes. Le apuesto una caja de bombones contra... —Y sus ojos oscuros se fijaron en los labios de la joven—. Contra un beso.
Por un breve instante, el temor de la invasión yanqui oprimió el corazón de Scarlett; pero la palabra «beso» le hizo olvidar rápidamente tal temor. Ahora se sentía en terreno conocido y mucho más interesante que las operaciones bélicas. Exprimió, no sin trabajo, una sonrisa de triunfo. Desde el día en que le regalara el sombrero verde, Rhett no había hecho ni dicho nada que pudiese interpretarse como propio de un enamorado. Eludía siempre conversaciones personales, aunque ella se esforzaba en iniciarlas. Y ahora, sin que ella le provocase, hablaba de besos...
—No me agradan estas conversaciones —repuso Scarlett secamente y frunciendo el ceño—. Y, además, preferiría besar a un cerdo antes que a usted.
—Aquí no se trata de preferencias. Por otra parte sé que los irlandeses tienen gran simpatía por los cerdos. Creo que hasta los meten debajo de la cama... Lo malo, Scarlett, es que tiene usted urgente necesidad de besos. Todos sus galanes la han respetado demasiado, Dios sabe si porque la temían o porque usted se comportaba debidamente. El resultado es que procede usted con una altanería insoportable. Usted necesita que la besen y que lo haga alguien que sepa hacerlo bien.
La conversación no seguía el camino que Scarlett hubiera querido. Siempre le pasaba lo mismo con él. Era como un duelo en el que ella llevaba la peor parte.
—Y usted se considera la persona apropiada, ¿no? —dijo, sarcásticamente, reprimiendo a duras penas su enojo.
—Sí, si quisiera tomarme la molestia —repuso él, negligente—. Las mujeres dicen que sé besar bastante bien...
—¡Oh! —exclamó ella, airada ante aquel desprecio a sus encantos—. ¿Es posible que...?
Pero bajó los ojos, turbada, súbitamente. Él sonreía, mas en el fondo de sus ojos oscuros relampagueo un resplandor brillante y débil, cual una incipiente llamita.
—Supongo que se habrá usted extrañado con frecuencia de que yo no intentara una continuación de aquel casto beso que le di el día que le llevé el sombrero.
—Nunca he...
—Entonces, Scarlett, no es usted una muchacha sensible, y lo siento. Todas las muchachas sensibles se extrañan cuando los hombres no tratan de besarlas. Saben que no deberían desearlo y que deben considerarse ofendidas si un hombre lo intenta..., pero no por eso dejan de anhelarlo. Anímese, querida. Algún día la besaré y a usted le agradará. Pero ahora no. Le ruego que no sea tan impaciente.
Sabía que él se mofaba y, como siempre, sus burlas la ponían furiosa. Además, en cuanto él decía había tanta verdad como siempre. Pero esto tenía que terminar. Si alguna vez era tan insolente que osara tomarse libertades con ella, se lo mostraría.
—¿Tiene la amabilidad de dar la vuelta, capitán Butler? Deseo regresar al hospital.
—¿De verdad, hermoso ángel consolador? ¿Así que prefiere piojos y manchas a charlar conmigo? Muy bien: ¡lejos de mí el impedir a unas manos laboriosas que trabajen por nuestra gloriosa Causa! Hizo girar el caballo y volvió a Five Poínts.
—El motivo de que no lo volviera a intentar —continuó, amablemente, como si ella no le hubiese hecho entender que daba la conversación por terminada— es que yo estaba esperando que madurase usted un poco más. Yo soy muy refinado en mis placeres. Besarla a usted ahora no me agrada mucho. Nunca me ha atraído besar a las niñas.
Reprimió una sonrisa al ver, con el rabillo del ojo, la violencia con que palpitaba el pecho de Scarlett.
—Y además —prosiguió, suavemente— esperaba que el recuerdo del estimable Ashley Wilkes se disipara algo más.
La mención del nombre de Ashley hizo brotar en Scarlett una repentina pena. Sintió que le abrasaban los párpados ardientes lágrimas. ¿Disiparse el recuerdo de Ashley? No, nunca se disiparía, aunque llevase mil años muerto. Pensó en Ashley herido, agonizando en una lejana prisión yanqui, sin manta que le cubriese, sin nadie que le quisiera y apretase su mano... Y entonces sintió odio hacia el hombre bien nutrido que se sentaba a su lado, y que le hablaba con un sarcasmo casi a flor de su voz untuosa. Calló, demasiado enojada para hablar, y rodaron algún tiempo en silencio.
—Ahora he comprendido verdaderamente todo lo que se refiere a usted y a Ashley —continuó Rhett, al fin—. Desde que todo empezó con aquella tan poco elegante escena en Doce Robles, he tenido los ojos muy abiertos y he aprendido muchas cosas. ¿Cuáles? Pues que usted alberga hacia él una romántica pasión de colegiala a la que él corresponde en la medida que su honorable carácter se lo consiente. Y que la señora Wilkes no sabe nada y que, entre los dos, la están obligando a hacer un lindo papel... Yo lo comprendo todo, excepto una cosa, que pica mi curiosidad. El honorable Ashley, ¿ha puesto alguna vez en peligro la salvación de su alma dándole un beso?
Ella sólo contestó con un silencio de tumba y una desviación de cabeza.
—Bien: entonces la ha besado. Supongo, que sería cuando estuvo aquí de permiso. Y, ahora que probablemente ha muerto, guarda usted el recuerdo de ese beso en su corazón. Pero estoy seguro de que concluirá por olvidarlo, y entonces, yo...