Lo que el viento se llevó (23 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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«Dios sabe —pensó Scarlett mientras escuchaba obediente la dulce voz de su madre— que las mujeres casadas no se divierten nada en absoluto; así que a las viudas más les valdría morir.»

Una viuda tenía que llevar horribles vestidos negros sin un adorno que los avivase, ni flores, ni cintas, ni encajes o joyas; sólo alfileres de ónice o collares hechos con el pelo del difunto. El velo de crespón negro que llevaba en la cofia debía llegarle hasta las rodillas y sólo podía ser acortado tres años después de la viudez, de modo que le llegase sólo hasta los hombros. Las viudas no podían charlar animadamente ni reír fuerte. Cuando sonreían, debían hacerlo de una manera triste y trágica y (ésta era la cosa más terrible) no podían, de ningún modo, demostrar que experimentaban placer en compañía varonil. Si algún hombre era tan grosero que le demostrase interés, ella debía persuadirle con una digna referencia de su marido. «¡Oh, sí! —pensaba Scarlett tristemente...—. Hay viudas que se vuelven a casar, pero cuando están viejas y arrugadas. Dios sabe cómo lo consiguen, con todos los vecinos ocupándose siempre de ellas. Generalmente, es con algún viejo desolado que debe atender a una gran plantación y a una docena de chiquillos.»

El matrimonio era ya de por sí una cosa desagradable, pero la viudez... ¡Oh, entonces la vida había terminado para siempre! ¡Qué engañados estaban aquellos que le decían que el pequeño Wade Hampton debía servirle de gran consuelo ahora que Charles no existía, y cómo la fastidiaba que le dijesen que ya tenía por quién preocuparse en la vida!

Todos afirmaban que sería muy dulce para ella conservar este recuerdo postumo de su amor; naturalmente, ella no los desengañaba; pero este pensamiento estaba lejos de su mente. Se interesaba poco por Wade y algunas veces le resultaba difícil recordar que era suyo.

Por la mañana, cuando se despertaba, en los primeros momentos, era todavía Scarlett O'Hara; el sol brillaba a través de las ramas del magnolio, delante de su ventana, los mirlos cantaban y el agradable olor a tocino frito llegaba a su olfato. Era de nuevo joven y despreocupada. De pronto oía llorar a un rorro hambriento y experimentaba un momento de sorpresa durante el cual pensaba: «¡Pero si hay un niño en casa!» Y entonces recordaba que era suyo.

¡Y Ashley! ¡Oh, más que nada Ashley! Por primera vez en su vida detestó Tara, el largo camino rojizo que conducía a la colina y al río, detestó los campos purpúreos con los verdes brotes del algodón. Cada palmo de terreno, cada árbol y cada arroyuelo, cada camino y sendero le recordaba a él. Ashley pertenecía a otra mujer y se había marchado a la guerra, pero su espíritu vagaba aún por los caminos en el crepúsculo y le sonreía con sus ojos grises y soñadores en la sombra del porche. Cada vez que el estrépito de herraduras llegaba del camino de Doce Robles, por un agradable momento pensaba: «¡Ashley!»

Ahora odiaba Doce Robles, que una vez había amado. Lo odiaba, pero se sentía atraída allí para poder oír a John Wilkes y a las muchachas hablar de Ashley y oírlos leer sus cartas de Virginia. Le hacían daño, pero quería oírlas. Le eran antipáticas India, tan rígida, y Honey, tan boba y criticona, y sabía que ella les era igualmente antipática. Pero no podía permanecer lejos. Cada vez que volvía a casa desde Doce Robles se acostaba malhumorada y rehusaba levantarse para bajar a cenar.

Este desprecio a la comida era lo que mayormente preocupaba a Ellen y a Mamita. Mamita le llevaba platos de alimentos tentadores, insinuando que ahora que estaba viuda podía comer cuanto quisiera; pero Scarlett no tenía apetito.

Cuando el doctor Fontaine dijo gravemente a Ellen que el dolor puede minar un temperamento exuberante y conducirlo a la tumba, la señora O'Hara palideció, porque éste era el temor que ella escondía en lo profundo del corazón.

—¿Y no se puede hacer nada, doctor?

—Un cambio de aires sería lo mejor para ella —respondió el doctor, ansioso de librarse de una enferma tan fastidiosa.

Así Scarlett partió, sin estusiasmo y con un niño, primero a visitar a sus parientes O'Hara y Robillard en Savannah y después a casa de la hermana de Ellen en Charleston. En Savannah fueron amables con ella, pero James y Andrew y sus mujeres, que eran viejos, preferían sentarse tranquilamente a hablar de un pasado que no tenía ningún interés para Scarlett. Igual sucedió con los Robillard.

Tía Pauline y su marido, un viejecito lleno de una cortesía formal y voluble y con el aire ausente de una persona que viviese en otro siglo, habitaban en una plantación junto al río, mucho más aislada que Tara. Sus vecinos más próximos vivían a una distancia de treinta kilómetros, que era necesario recorrer a través de sombríos caminos entre pantanos llenos de cipreses y encinas. Las encinas, con sus vestiduras de musgo gris, daban siempre escalofríos a Scarlett y le recordaban las historias de Gerald de espíritus irlandeses errantes entre la niebla color de ceniza. No había nada que hacer en todo el día más que punto; por la noche se escuchaba al tío Carey, que leía en alta voz las instructivas novelas de Bulwer-Lytton.

Eulalie, oculta en un jardín de altas paredes, en su caserón de la calle Battery de Charleston, no era más divertida. Scarlett, acostumbrada al amplio paisaje de colinas rojas, tuvo la impresión de estar en la cárcel. Había más vida social que cerca de tía Pauline, pero Scarlett no experimentaba ninguna simpatía por los visitantes, con sus tradiciones, su presunción y la importancia que daban al linaje. Sabía que todos la consideraban el producto de una
mésalliance
y que aún estaban estupefactos de que una Robillard se hubiese casado con un vulgar irlandés. Scarlett oía que tía Eulalie la defendía a espaldas suyas, cosa que la irritaba, porque, como a su padre, a ella le tenía sin cuidado la estirpe de la familia. Estaba orgullosa de lo que Gerald había conseguido sin otra ayuda que su sagaz cerebro irlandés.

¡Además, aquellos charlestonianos se vanagloriaban tanto de lo de Fort Sumter! Señor, ¿no comprendían que si no hubiesen sido ellos los primeros en cometer la tontería de disparar el primer tiro que había conducido a la guerra habrían sido otros tan locos como ellos los que lo hubieran hecho? Acostumbrada a las voces agudas de la Georgia de la altiplanicie, las voces graves y melosas de la llanura le parecían una afectación. En algunos momentos le daban ganas de gritar. Durante una visita de ceremonia llegó a tal punto su desesperación que recurrió al léxico de Gerald, con gran escándalo de su tía. Entonces decidió volver a Tara. Era mejor vivir atormentada por el recuerdo de Ashley que por el acento de Charleston.

Ellen, ocupada día y noche en duplicar el producto de la plantación para ayudar a la Confederación, se aterrorizó cuando vio volver a su hija mayor, delgada, pálida e irritable. También ella sabía lo que era tener el corazón partido; ahora, acostada junto a Gerald, que roncaba, pasaba la noche pensando en lo que debía hacer para aliviar el dolor de Scarlett. La tía de Charles, Pittypat Hamilton, había escrito varias veces pidiéndole que dejase a Scarlett acercarse a Atlanta para pasar allá una larga temporada; ahora por primera vez Ellen consideró con seriedad la propuesta.

«Estoy sola con Melanie en esta enorme casa —escribía Pittypat—, sin protección varonil, ahora que mi querido Charles ha muerto. Es verdad que tengo a mi hermano Henry, pero la delicadeza me impide escribir mucho acerca de él. Melanie y yo nos sentiremos más tranquilas y seguras con Scarlett en casa. Tres mujeres solas están mejor que dos. Quizás Scarlett encuentre un poco de alivio a su dolor curando (como dice Melanie) a nuestros pobres soldados en los hospitales de nuestra ciudad... Y, además, Melanie y yo tenemos tantas ganas de ver al pequeño...»

Así, el baúl de Scarlett fue cerrado de nuevo conteniendo sus trajes de luto, y ella partió para Atlanta con Wade Hampton, su niñera Prissy, gran cantidad de advertencias sobre el comportamiento a observar de parte de Ellen y Mamita y cien dólares en billetes de la Confederación, que le dio Gerald. No deseaba particularmente ir a Atlanta. Tenía a tía Pittypat por la vieja más fastidiosa que conocía, y la idea de vivir bajo el mismo techo que la mujer de Ashley le repugnaba. Pero el condado, con todos sus recuerdos, le hacía la vida imposible y cualquier cambio era bien recibido.

S
EGUNDA
P
ARTE
8

En el tren que la conducía hacia el Norte, aquella mañana de mayo de 1862, Scarlett pensaba que era imposible que Atlanta fuese tan aburrida como habían sido Charleston y Savannah y, a pesar de su antipatía por Pittypat y por Melanie, tenía cierta curiosidad por ver cómo había cambiado la ciudad después de su última visita, en el invierno anterior a la guerra.

Atlanta le había interesado siempre más que cualquier otro lugar, porque cuando era niña Gerald le había dicho que ella y Atlanta tenían precisamente la misma edad. Cuando fue mayor, Scarlett descubrió que Gerald había alterado un poco la verdad, como era su costumbre cuando una ligera modificación podía mejorar una historia. Atlanta tenía sólo nueve años más que ella y esto la hacía una ciudad •extraordinariamente joven en comparación con todas las demás ciudades que Scarlett conocía. Savannah y Charleston tenían la dignidad de sus años; por una corría ya el segundo siglo y la otra entraba en el tercero; a sus jóvenes ojos le causaban la impresión de viejas abuelas que tomaban plácidamente el sol. Pero Atlanta era de su misma generación, tosca como suele ser la juventud, y tan obstinada e impetuosa como ella.

La historia que le había contado Gerald estaba fundada en el hecho de que ella y Atlanta fueron bautizadas en el mismo año. Nueve años antes del nacimiento de Scarlett, la ciudad se llamó Terminus y después Marthasville; únicamente el año en que nació Scarlett la denominaron Atlanta.

Cuando Gerald fue a establecerse a la Georgia septentrional, Atlanta no existía, ni aun en forma de aldea; el lugar estaba salvaje y desierto. El año siguiente, esto es, en 1836, el Estado autorizó la construcción de un ferrocarril que conducía al Norte a través del territorio recientemente cedido por los indios iroqueses. El destino del ferrocarril (Tennessee y el Oeste) era claro y definido, pero su punto de partida en Georgia estaba aún incierto, hasta que, después de un año, un ingeniero colocó un poste en la tierra roja para indicar el término meridional de la línea: Atlanta, nacida Terminus, empezó a existir.

Entonces no había ferrocarriles en Georgia septentrional y muy pocos en otros lugares. Durante los años que precedieron al casamiento de Gerald con Ellen, la pequeña colonia, a treinta y cinco kilómetros al norte de Tara, se convirtió lentamente en una aldea y poco a poco la línea férrea se extendió aún más hacia el norte. La construcción del ferrocarril verdaderamente había empezado. De la vieja ciudad de Augusta, un segundo camino de hierro atravesó el Estado hacia occidente, para unirse con la nueva línea de Tennessee. Desde la antigua Savannah, una tercera vía fue construida hasta Macón, en el corazón de Georgia, y después hacia el norte, a través de la comarca donde vivía Gerald, hasta Atlanta, para unirse con las otras dos, dando así al puerto de Savannah una salida al oeste. En el mismo punto de unión, en la joven Atlanta, fue construida una cuarta línea que volvía hacia el sudoeste, hacia Montgomery y Mobile.

Nacida de un camino de hierro, Atlanta se desarrolló al mismo tiempo que los ferrocarriles. El conjunto de las cuatro líneas unía el oeste, el mediodía, la costa y, a través de Augusta, la parte septentrional con el este. Atlanta, pues, había llegado a ser el punto de cruce para los viajes de norte a sur y de este a oeste; así la pequeña aldea surgió a la vida.

En un lapso poco mayor que los diecisiete años de Scarlett, Atlanta llegó a ser una pequeña ciudad de diez mil habitantes y era el centro de la atención de todo el Estado. Las viejas ciudades, más tranquilas, miraban hacia la joven ciudad más tumultuosa con la sensación de una gallina que ha empollado un pato. ¿Por qué era tan diferente de las otras ciudades de Georgia? ¿Por qué se desarrollaba tan pronto? Después de todo, pensaban, no tenía nada especial: solamente sus ferrocarriles y un puñado de gentes que se abrían camino hacia delante a fuerza de codazos.

Los fundadores de la ciudad, que la llamaron sucesivamente Terminus, Marthasville y Atlanta, eran verdaderamente gentes llenas de voluntad. Hombres inquietos y enérgicos, de las viejas regiones de Georgia y de otros Estados más lejanos, eran atraídos a esta ciudad, que se extendía alrededor del nudo ferroviario. Llegaban allá con entusiasmo. Levantaron sus negocios alrededor de las cinco calzadas de rojo fango que se cruzaban cerca de la estación, construyeron sus hermosas casas en las calles Washington y Whitehall, a lo largo de la margen del terreno que innumerables generaciones de indios calzados con abarcas habían hollado formando un camino que se llamaba Peachtree Trail. Estaban orgullosos del lugar, orgullosos de su desarrollo, orgullosos de sí mismos. Las viejas ciudades decían lo que les parecía de Atlanta, pero ésta no se preocupaba.

Scarlett había querido siempre a Atlanta por las mismas razones por las que condenaba a Savannah, Augusta y Macón. Como ella, la ciudad era una mezcla de nuevo y de viejo, en lo que lo viejo estaba siempre en conflicto con lo nuevo vigoroso y terco, y siempre sacaba la peor parte. Por otro lado, había algo de personal, de excitante, en una ciudad que había nacido, o por lo menos había sido bautizada, en el mismo año que ella había venido al mundo.

La noche precedente había sido lluviosa; pero, cuando Scarlett llegó a Atlanta, un sol cálido intentaba con valentía secar las calles, que estaban transformadas en torrentes de fango rojo. En el espacio abierto alrededor de la estación, el suelo estaba surcado y hollado por el continuo afluir del tráfico, hasta parecerse a una enorme porqueriza; de vez en cuando, los vehículos se hundían en el barro hasta media rueda. Una caravana incesante de carruajes militares y de ambulancias cargaban y descargaban trenes de abastecimiento y heridos, aumentando el fango y la confusión cuando llegaban y partían; mientras sus conductores blasfemaban, los mulos se clavaban en el fango y lo salpicaban a varios metros de distancia.

Scarlett estaba en la plataforma del tren. Era una graciosa figura palidísima, con su traje de luto y su velo de crespón que llegaba casi al suelo. Dudaba porque no quería ensuciarse los zapatos y las faldas, y entretanto miraba a la hilera de carros, coches y calesas, tratando de descubrir a Pittypat. No se veían trazas de la obesa y colorada señora. Mientras Scarlett miraba ansiosamente, un viejo negro delgado, con espesos cabellos ensortijados y aspecto de digna autoridad, avanzó hacia ella sobre el fango, con el sombrero en la mano.

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