Contra ninguno de aquellos pescadores en aguas turbias era más amargo el resentimiento que contra Rhett Butler. Rhett, al hacerse más difícil burlar el bloqueo, había vendido sus barcos y ahora se dedicaba abiertamente a especular en géneros alimenticios. Los comentarios que corrían sobre él abarcaban Atlanta, Richmond y Wilmington y hacían enrojecer de vergüenza a los que antes le habían abierto las puertas de sus casas.
Pese a tantas pruebas y tribulaciones, los diez mil habitantes de Atlanta se habían duplicado durante la guerra. Incluso el bloqueo sirvió para añadir prestigio a la ciudad. Desde tiempo inmemorial, las ciudades costeras habían dominado al Sur comercialmente y en los demás conceptos. Pero ahora, cerrados los puertos y tomadas o sitiadas muchas de las ciudades del litoral, la salvación del Sur dependía de sus propios recursos. Sólo los productos del interior tenían importancia, si el Sur quería ganar la guerra, y por lo tanto Atlanta era ahora un centro insustituible. La población de la ciudad sufría angustias, privaciones, enfermedades y muertes tan duramente como el resto de la Confederación, pero Atlanta, como ciudad, había ganado más que perdido en el curso de la guerra. Atlanta, corazón del Sur, latía fuerte y plenamente, y sus ferrocarriles eran las arterias por las que circulaban una incesante corriente de hombres, provisiones y pertrechos.
En otro tiempo, Scarlett se habría lamentado de sus ropas estropeadas y sus zapatos llenos de piezas y arreglos, pero ahora esto no la preocupaba, ya que la única persona que podía importarle no estaba allí para verla. Durante aquellos dos meses fue más feliz de lo que había sido durante años. ¿Acaso no había sentido acelerarse los latidos del corazón de Ashley cuando ella le ciñó el cuello con los brazos? ¿No había visto aquella expresión de su faz, que constituía una confesión más elocuente que todas las palabras? Sí, él la amaba. Ella, ahora estaba segura, y semejante convicción era tan agradable que incluso le permitía mostrarse más afectuosa con Melanie. Hasta sentía hacia su cuñada cierta compasión, mezclada con un ligero desprecio por su estupidez y su ceguera.
«¡Cuando la guerra termine! —pensaba—. Cuando termine, entonces...» A veces se decía también, con cierta punzada de terror: «Cuando termine, ¿qué?» Pero en seguida eliminaba de su mente ese pensamiento. Cuando la guerra acabase todo se arreglaría de un modo u otro. Si Ashley la amaba, él no podría seguir viviendo con Melanie, y esto era lo importante.
Sin embargo, no cabía pensar en el divorcio, porque Ellen y Gerald, católicos fervientes como eran, no le permitirían jamás casarse con un hombre divorciado. ¡Eso significaba dejar de pertenecer a la Iglesia! Scarlett, meditando al respecto, resolvió que, puesta a elegir entre Ashley y la Iglesia, optaría por Ashley. Pero ¡qué escándalo produciría semejante cosa! Las personas divorciadas sufrían el anatema, no sólo de la Iglesia, sino de la sociedad. A ningún divorciado se le recibía en parte alguna. Pero ella arrostraría también esto por Ashley. Sí: lo sacrificaría todo por Ashley.
Pero, en fin, fuera como fuese, todo iría bien cuando la guerra terminara. Si Ashley la amaba de verdad, él encontraría modo de conseguirlo. Ella le haría encontrar el medio. Y, cada día que pasaba, Scarlett se sentía más segura del cariño de él, más convencida de que él lo arreglaría todo satisfactoriamente cuando los yanquis fuesen derrotados. Era verdad que él había dicho que los yanquis dominaban la situación; pero para Scarlett esto era sencillamente una necedad. Sin duda estaba fatigado y perturbado cuando habló así. Por lo demás, a ella no le preocupaba gran cosa que los yanquis ganasen o no. Lo importante era que la guerra concluyese rápidamente y que Ashley regresase pronto a casa.
Entonces, mientras las violentas ráfagas del viento de marzo forzaban a todos a permanecer recluidos en casa, fue cuando Scarlett se enteró de la abominable novedad. Melanie, con los ojos refulgentes de alegría y la cabeza baja para disimular su orgullo, comunicó a Scarlett que iba a tener un hijo.
—El doctor Meade opina que será a fines de agosto o en septiembre —afirmó—. Yo me lo figuraba..., pero no he estado segura hasta hoy. ¿Verdad que es magnífico, Scarlett? ¡Con lo que te envidiaba a tu Wade y con lo mucho que deseaba tener un hijo! ¡Cuánto temor sentía de no tener siquiera uno! Porque yo, Scarlett, desearía una docena...
Scarlett, que se estaba peinando para acostarse cuando Melanie entró con la noticia, se interrumpió con la mano que empuñaba el peine suspendida en el aire.
—¡Dios mío! —exclamó.
Y por un momento no comprendió bien lo que aquello significaba. Después, de súbito, acudió a su mente el recuerdo de la puerta cerrada del dormitorio de Melanie y un dolor agudo como la herida de un cuchillo le desgarró el alma. Era un dolor tan punzante como si Ashley fuese su esposo y le hubiera sido infiel. Un hijo. ¡Un hijo de Ashley! ¿Cómo podía ser así cuando él la amaba a ella y no a Melanie?
—Ya sabía que te habías de sorprender —dijo Melanie, con voz entrecortada—. ¿Verdad que es maravilloso? No sé cómo escribírselo a Ashley, Scarlett. Creo que no sería tan embarazoso decírselo... o... En fin, no decirle nada, hacérselo comprender gradualmente. Me entiendes, ¿verdad?
—¡Dios mío! —repitió Scarlett, a punto de romper a llorar, dejando caer el peine y apoyándose en el borde del tocador para no tambalearse.
—No te pongas así, querida. Bien sabes que tener un niño no es una cosa tan trágica. Tú misma lo dices. No quiero que te disgustes por mí, aunque te agradezco el verte tan preocupada. Es verdad que el doctor Meade dice que yo soy... —y Melanie se ruborizó— muy estrecha; pero confía en que no haya complicaciones y... Dime, Scarlett, ¿escribiste tú a Charles cuando lo de Wade, o lo hizo tu padre en tu nombre? ¡Si yo tuviese una madre para que se encargara de ello! Porque, realmente, no veo cómo...
—¡Cállate! —gritó violentamente—. ¡Cállate! —¡Qué tonta soy, Scarlett! Lo siento. Claro: las personas felices somos siempre egoístas. Había olvidado a Charles, lo olvidé sólo un momento...
—¡Cállate! —volvió a decir Scarlett, esforzándose en dominar sus emociones y no dejarlas traslucir en su rostro. Porque era preciso que nunca, nunca, Melanie pudiese adivinar lo que ella sentía.
Melanie, la más discreta de las mujeres, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas al reconocer la crueldad que había cometido. ¿Cómo había hecho recordar a Scarlett las terribles circunstancias del nacimiento de Wade tan pocos meses después de la muerte del pobre Charles? ¿Cómo podía haber sido tan atolondrada?
—Permíteme ayudarte a desvestirte, querida —dijo Melanie humildemente—. Yo te arreglaré el cabello.
—Déjame sola —repuso Scarlett, con el rostro convertido en piedra.
Melanie, deshecha en lágrimas de repoche hacia sí misma, salió precipitadamente de la alcoba, dejando a Scarlett con los ojos secos, sí, pero con su orgullo herido y sus celos como compañeros de lecho. Scarlett pensaba que le sería imposible vivir por más tiempo bajo el mismo techo que la mujer que llevaba en su seno al hijo de Ashley. Se decía que debía volver a Tara, a aquella casa que era la suya. Imaginaba que no podría volver a mirar a Melanie sin delatar su secreto en su rostro. Y se levantó a la mañana siguiente con la decidida intención de preparar su equipaje inmediatamente después de desayunar. Pero mientras se sentaban las tres a la mesa, Scarlett, sombría y silenciosa, Pittypat desconcertada y Melanie entristecida, llegó un telegrama.
Era de Mose, el criado de Ashley, e iba dirigido a Melanie.
«He buscado por todas partes y no le encuentro. ¿Debo volver a casa?»
Ninguna sabía concretamente lo que aquello significaba, pero las tres mujeres se miraron con ojos dilatados por el terror, y Scarlett olvidó todos sus propósitos de marcha. Sin terminar el desayuno se hicieron conducir en coche al centro de la ciudad para telegrafiar al coronel de Ashley. Pero cuando llegaron a la oficina encontraron un telegrama para Melanie.
«Siento informar a usted que el capitán Wilkes ha desaparecido hace tres días durante una misión de reconocimiento. La tendré al corriente.»
El regreso a casa fue lúgubre. Tía Pittypat lloraba tapándose la cara con el pañuelo; Melanie permanecía pálida y rígida. Scarlett, en un rincón del carruaje, se mantenía muda y concentrada en sí misma. Ya en casa, Scarlett subió, tambaleante, las escaleras y, tomando su rosario, que estaba encima de la mesa, se arrodilló y trató de rezar. Pero las plegarias no acudían a sus labios. Y sobre su espanto infinito descendía una cierta sensación de que Dios había apartado su faz de ella en castigo de su pecado. Había amado a un hombre que era esposo de otra" e intentado arrebatárselo, y Dios la había castigado haciéndolo morir. Quería rezar, sí, pero no podía levantar los ojos al cielo. Quería llorar, pero las lágrimas no afluían a sus ojos; inundaban su pecho, impetuosas y cálidas, y le abrasaban las entrañas, pero no afluían.
Se abrió la puerta y Melanie entró. Su ovalado rostro parecía un corazón recortado en papel blanco entre el marco de sus cabellos negros. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como los de una niña asustada perdida en la oscuridad.
—Scarlett —dijo, tendiéndole las manos—, perdóname lo que te dije, porque... porque tú eres todo lo que me queda en el mundo. ¡Ay, Scarlett! Estoy segura de que mi amor ha muerto.
Y Scarlett, sin saber cómo, encontró a Melanie en sus brazos. Sus menudos senos temblaban al compás de sus sollozos. Las dos acabaron tendiéndose en el lecho, estrechamente enlazadas, con las caras unidas. Ahora Scarlett lloraba también y las lágrimas de una caían en las mejillas de la otra. Era muy doloroso el llorar, pero no tanto como no poder hacerlo. «Ashley ha muerto, ha muerto... ¡Y yo le he matado con mi amor!» Nuevos sollozos la estremecieron, mientras Melanie, experimentando una especie de consuelo en las lágrimas de su cuñada, le ceñía más estrechamente el cuello con los brazos.
—Al menos —cuchicheó—, al menos tengo un hijo...
«Y yo —pensó Scarlett, demasiado afectada ahora para albergar mezquinos sentimientos de celos—, yo no tengo nada... ¡Nada, excepto la expresión de su semblante cuando se despidió de mí!»
Los primeros informes daban a Ashley como «Desaparecido; créese que muerto», y así se lo citó en la lista de bajas. Melanie telegrafió al coronel Sloan una docena de veces y al fin llegó una carta de él, llena de manifestaciones de simpatía, detallando que Ashley había salido de reconocimiento con un destacamento y no había regresado. Había noticias de una viva escaramuza en el interior de las líneas yanquis. Mose, loco de dolor, había arriesgado su vida para buscar el cuerpo de Ashley, pero no encontró nada. Melanie, ahora extrañamente calmada, le envió telegráficamente dinero e instrucciones para que regresase.
Cuando en una nueva lista de bajas se leyó «Desaparecido; créese que prisionero», la alegría y la esperanza reanimaron la casa entristecida. Costaba gran trabajo hacer que Melanie abandonase la oficina de telégrafos. Acudía, además, a la llegada de todos los trenes en espera de carta. A la sazón se sentía mal y su estado se manifestaba en muchas formas molestas, pero se negaba a seguir los consejos del doctor Meade, quien insistía en que guardase cama. Una energía febril la poseía, impidiéndole estar tranquila. Por las noches, Scarlett, ya en el lecho desde largo tiempo antes, oía el continuo pasear de Melanie por el cuarto contiguo.
Una noche ésta volvió a casa desde el centro de la ciudad conducida por el atemorizado tío Peter y sostenida por Rhett Butler. Melanie se había desmayado en la oficina de telégrafos, y Rhett, que pasaba por allí y observó que la gente se aglomeraba, se apresuró a escoltarla a su casa. La acompañó, escaleras arriba, hasta su dormitorio, y mientras todos los de la casa, alarmados, preparaban ladrillos calientes, mantas y whisky, él la recostó sobre las almohadas del lecho.
—Señora Wilkes —preguntó bruscamente—, va usted a tener un niño, ¿no?
De no haberse sentido Melanie tan débil, enferma y abatida se hubiera quedado helada al oír tal pregunta. Incluso con sus amigas, le resultaba muy violento mencionar su estado, y en cuanto a las visitas del doctor Meade, constituían un auténtico tormento para ella. Por lo tanto, una pregunta hecha por un hombre, y más por Rhett Butler, resultaba inaudita. Pero ahora, débil y abandonada como se sentía, no supo más que asentir. Y una vez hecho esto, la cosa no le pareció tan terrible, dado lo amable y solícito que se mostraba Rhett.
—Entonces debe usted tener más cuidado. Tanto andar agitada de un lado a otro y tantas inquietudes no pueden ser buenas para usted y podrían traer algún percance al niño. Si me lo permite, señora Wilkes, pondré en juego ciertas influencias que tengo en Washington a fin de saber algo de su marido. Si ha caído prisionero, figurará en las listas de los federales... y si no... En fin, no hay nada peor que la incertidumbre. Pero necesito su promesa de cuidarse entre tanto. Si no, le juro por Dios que no moveré ni una mano.
—¡Es usted muy bueno! —exclamó Melanie—. ¿Cómo puede la gente decir de usted los horrores que dice?
Y entonces, doblemente abrumada al reparar en su falta de tacto y al recordar lo horrible que era haber estado hablando con un hombre acerca de su estado, comenzó a llorar débilmente. Scarlett, que en aquel momento acababa de subir corriendo las escaleras con un ladrillo caliente envuelto en una franela, halló a Rhett acariciando la mano de su cuñada.
Butler cumplió su palabra. Nunca supieron qué resortes había tocado, ni osaron preguntárselo, temiendo que ello implicase reconocer sus conexiones ocultas con los yanquis. Pasó un mes antes de que él llevase noticias, noticias que de momento les quitaron un peso de encima, pero que luego deslizaron en sus corazones una devoradora ansiedad.
¡Ashley vivía! Había sido herido y hecho prisionero y los informes le daban por recluido en Rock Island, un campo de concentración de Illinois. En el primer arrebato de alegría, ellas no pensaron en nada, salvo en que estaba vivo. Pero cuando comenzaron a recobrar la calma, se miraron unas a otras y exclamaron: «¡En Rock Island!», con el mismo tono de voz con que hubiesen podido decir: «¡En el infierno!» Porque si Andersonville era un nombre que sobresaltaba el corazón de los del Norte, Rock Island ponía pavor en el alma de los sudistas que tenían un allegado prisionero allí.
Cuando Lincoln se negó al canje de prisioneros, creyendo que ello apresuraría el fin de la guerra al cargar a los confederados con el peso de alimentar y atender los prisioneros unionistas, había millares de uniformes azules en Andersonville, Georgia. Los confederados estaban a media ración y carecían prácticamente de medicamentos e hilas para sus propíos heridos y enfermos. Tenían, pues, muy poco que compartir con sus prisioneros. Éstos comían lo que los soldados en el frente, es decir, tocino y guisantes secos. Con semejante dieta, los yanquis morían como moscas, a veces a razón de cien en un día. El Norte, indignado al saberlo, resolvió hacer más duro el trato de los prisioneros enemigos. Y en ningún lado eran peores las condiciones de vida que en Rock Island. Escaseaba la comida, había una manta para cada tres hombres, y la viruela, la fiebre tifoidea y la pulmonía convertían aquel lugar en un foco de infección. Tres cuartas partes de los hombres que entraban allí no salían vivos.