No era justo. Había trabajado más que ninguna en preparar las cosas para la rifa. Había hecho medias y gorritos a la turca y cofias para los niños, zapatitos y encajes y bonitos cubiletes de porcelana pintada y vasitos de tocador. Había bordado media docena de cojines para divanes con la bandera de la Confederación (las estrellas eran un poco irregulares, ciertamente, algunas casi redondas, otras tenían seis o siete puntas, pero el efecto era bueno). El día anterior había trabajado hasta quedar cansadísima, en el viejo granero polvoriento de la armería, para tapizar de muselina amarilla, rosa y verde los mostradores alineados a lo largo de las paredes. Bajo la dirección de las señoras del comité hospitalario, el trabajo era difícil y de ningún modo divertido. No había diversión posible teniendo alrededor a las señoras Merriwether, Elsing y Whíting que daban órdenes como si tratasen con sus esclavos, y tenerlas que escuchar mientras se jactaban de que sus hijas estaban muy solicitadas. Para colmo, se quemó los dedos y le salieron dos ampollas al ayudar a Pittypat y a la cocinera a hacer pasteles para la rifa.
Ahora, después de haber trabajado como una jornalera, le tocaba retirarse cuando empezaba la diversión. No, no era justo que hubiese muerto su marido, que su niño chillara en la habitación de al lado y tener que permanecer alejada de cuanto era recreo. ¡Pensar que poco más de un año antes bailaba y llevaba vestidos claros en lugar de este negro fúnebre, y que coqueteaba con tres jóvenes! Ahora sólo tenía diecisiete años y sus pies tenían aún muchas ganas de brincar. ¡No, no era justo! La vida pasaba delante de ella, en el camino templado y soleado; la vida con los uniformes grises, las espuelas tintineantes, los vestidos de sedalina de flores y los banjos que sonaban. Trató de no sonreír ni de saludar con mucho entusiasmo a los hombres que conocía mejor, a los que había curado en el hospital, pero era difícil dominar los propios impulsos, difícil comportarse como si su corazón estuviese en la tumba... donde no estaba.
Sus saludos y sus señales fueron bruscamente interrumpidos por Pittypat, que entró en la habitación jadeando como siempre que subía la escalera y la apartó de la ventana sin ceremonias.
—Pero ¿te has vuelto loca, querida? ¡Saludar a los hombres desde la ventana de tu dormitorio! ¡Te aseguro, Scarlett, que estoy escandalizada! ¿Qué diría tu madre?
—Pero ellos no saben que es mi dormitorio.
—Se lo pueden imaginar y es lo mismo. No debes hacer estas cosas, cariño. Todos hablarían de ti y dirían que eres una descarada... De todos modos, la señora Merriwether sabe que es tu dormitorio.
—Y ciertamente esa gallina vieja lo dirá a los muchachos.
—¡Chit...! Dolly Merriwether es mi mejor amiga.
—¡Bah, una gallina vieja de todos modos! ¡Oh, Dios mío, perdóname, no llores! No había pensado que era la ventana de mi dormitorio... No lo haré más... Sólo me agradaba verlos marchar... Quisiera poder ir yo también.
—¡Scarlett!
—Sí, estoy cansada de estar en casa.
—Scarlett, prométeme que no dirás más estas cosas. ¡Figúrate las murmuraciones! ¡Dirían que no tienes respeto para la memoria del pobre Charles...!
—¡Pero no llores, tía!
—¡Oh, ahora también te he hecho llorar a ti...! —sollozó Pittypat, rebuscando el pañuelo en su bata.
Aquella minúscula pena subió finalmente a la garganta de Scarlett y ahora lloraba...; no, como creía Pittypat, por el pobre Charles, sino porque los últimos ecos de la risa y el estrépito de las ruedas iban desapareciendo. Melanie entró en la habitación con la frente arrugada y un cepillo en la mano, los cabellos negros, generalmente alisados con cuidado, libres de la redecilla y encrespados alrededor de su cara en una masa de rizos.
—¡Querida! ¿Qué ha sucedido?
—¡Charles! —sollozó Pittypat, abandonándose con alegría al placer del sufrimiento y escondiendo la cabeza en el hombro de Melanie.
—¡Oh...! —dijo Melanie, en tanto que al oír el nombre de su hermano su labio inferior empezaba a temblar—. Sé valiente, querida. No llores. ¡Oh, Scarlett!
Scarlett se tendió en la cama y sollozó con toda su fuerza. Sollozaba por su juventud perdida y por las alegrías que le estaban vedadas; sollozaba con la indignación y la desesperación de una niña que con las lágrimas obtuviera todo lo que quisiese. Pero ahora sabía que los sollozos no le servían para nada. Con la cabeza escondida entre las almohadas, lloraba y pateaba los gruesos edredones.
—¡Quisiera morirme! —gimió apasionadamente. Pero al oír esta exclamación dolorosa, las lágrimas de Pittypat cesaron y Melanie se precipitó hacia el lecho para consolar a su cuñada.
—¡Querida, no llores! ¡Piensa en lo que te quería Charles; esto debe ser un consuelo para ti! Piensa en tu precioso hijito.
La indignación ante esa incomprensión de sus parientes se mezcló en Scarlett con la desesperación de estar al margen de todo y le sofocó las palabras en la garganta. Fue una suerte, porque si hubiese podido hablar habría gritado la verdad con palabras enérgicas, a la manera de Gerald. Melanie le acarició el hombro y Pittypat trotó por la estancia bajando las persianas.
—¡No cerréis! —exclamó Scarlett, levantando de las almohadas su rostro rojo e hinchado—. No estoy aún lo bastante muerta para que se tengan que cerrar las persianas..., ¡y Dios sabe que quisiera estarlo! ¡Oh, marchaos y dejadme sola!
Hundió nuevamente la cara en las almohadas. Después de una conferencia entre murmullos, las dos mujeres salieron de puntillas. Oyó a Melanie decir en voz baja a la tía, mientras bajaban las escaleras: —Tía Pitty, quisiera que no le hablases de Charles. Sabes que le hace daño. ¡Pobre criatura, tiene una expresión tan extraña! Comprendo que se esfuerza por no llorar. No debemos afligirla más.
Scarlett golpeó la colcha con los pies, con una rabia impotente, buscando algo grosero que decir.
—¡Por los calzones de Job! —gritó finalmente, y se sintió algo aliviada. ¿Cómo podía Melanie contentarse con permanecer en casa, sin una sombra de diversión, y llevar luto por su hermano, cuando apenas tenía dieciocho años? Parecía que Melanie no supiese (o que no le interesase) que la vida corría con espuelas tintineantes.
«¡Pero es tan aburrida! —pensó Scarlett mientras golpeaba las almohadas—. No ha sido nunca tan cortejada como yo y por eso no siente como yo la falta de tantas cosas. Y después..., después, ella tiene a Ashley, mientras que yo... ¡Yo no tengo a nadie!» Ante esta nueva desgracia surgieron otras lágrimas.
Permaneció tristemente en su habitación hasta bien entrada la tarde; la vista de los excursionistas que volvían con los coches llenos de ramas de pino, lianas y heléchos no la alegró. Todos parecían felizmente cansados, mientras le hacían nuevas señas de salutación a las que ella respondió melancólicamente. La vida era monótona y sin esperanza y no valía la pena de ser vivida. La liberación llegó en la forma más inesperada, cuando, durante la hora de la siesta, la señora Merriwether y la señora Elsing, acudieron a la villa de ladrillos.
Asombradas por una visita a aquellas horas, Melanie, Scarlett y Pittypat se levantaron, se pusieron de prisa y corriendo los corpinos, se arreglaron los cabellos y bajaron al saloncito.
—Los niños de la señora Bonnel tienen el sarampión —anunció la señora Merriwether bruscamente, demostrando que hacía a la señora Bonnel personalmente responsable por haber permitido que semejante cosa ocurriese.
—Las muchachas MacLure han sido llamadas a Virginia —prosiguió la señora Elsing con su voz apagada, abanicándose lánguidamente como si ni esto ni lo otro tuviese mucha importancia—. Dallas MacLure está herido.
—¡Terrible! —exclamaron las tres visitadas a coro—. ¿Y está grave?
—No, sólo en un hombro —respondió alegremente la señora Merriwether—. Pero no podía suceder en un momento peor. Las muchachas se han marchado para traerlo a casa. No tenemos tiempo de quedarnos aquí a charlar. Debemos volver de prisa para decorar el local. Pitty, las necesitamos a usted y a Melanie esta noche para ocupar el lugar de la señora Bonnel y de las chicas Mac Lure.
—¡Pero no podemos ir, Dolly!
—No diga «no podemos», Pitty Hamilton —rebatió vigorosamente la señora Merriwether—. Tenemos necesidad de usted para vigilar a los negros que llevan los refrescos. Es lo que debía hacer la señora Bonnel. Y Melanie estará en el mostrador de la rifa de las MacLure.
—Pero no es posible... El pobre Charles murió sólo hace...
—Lo sé, pero no hay sacrificio demasiado grande por la Causa —intervino la señora Elsing con una voz dulce y decidida.
—Tendríamos mucho gusto en ayudarles, pero... ¿Por qué no ponen una chica guapa en el mostrador de la rifa?
La señora Merriwether tuvo una risita burlona que parecía salir de una trompeta.
—No sé cómo son las chicas de hoy. No tienen el sentido de la responsabilidad. Las que no ocupan ya su puesto encuentran tantas excusas, que no sé qué decirles. ¡Oh, no! Quieren no tener que hacer nada para poder coquetear con los oficiales: eso es todo. Tienen miedo de que detrás del mostrador, sus trajes nuevos no se vean bastante. Quisiera que ese capitán que burla el bloqueo..., ¿cómo se llama?
—El capitán Butler —sugirió la señora Elsing.
—Quisiera que hiciese entrar más aprovisionamiento para los hospitales y menos franjas y vestidos de volantes. ¡Hoy entrarán veinte vestidos, os lo aseguro! Vamos, Pitty, no hay tiempo para discutir. Debe venir. Todos comprenderán. Por lo demás, en la habitación trasera nadie la verá; y Melanie tampoco se verá mucho. El mostrador de las chicas MacLure está en el fondo y no es bonito. Allí nadie las notará.
—Creo que debemos ir —dijo Scarlett, tratando de dominar su agitación y de conservar una expresión seria y natural—. Es lo menos que podemos hacer por el hospital.
Ninguna de las visitantes había pronunciado su nombre. Ambas se volvieron para mirarla severamente. A pesar de su extrema necesidad, no habían pensado pedir a una viuda reciente que apareciese en una reunión mundana. Scarlett soportó sus miradas con expresión infantil e inocente.
—Creo que deberíamos ir a hacer lo que podamos, todas. Yo me quedaré en el mostrador con Melanie porque..., sí, me parece que es mejor dos. ¿No te parece, Melanie?
—Pero... —comenzó Melanie, turbada. La idea de aparecer en una reunión estando de luto era tan inaudita que permaneció aturdida.
—Scarlett tiene razón —afirmó la señora Merriwether, observando signos de debilidad en la resistencia de sus amigas. Se levantó y se arregló los volantes de la falda—. Todas..., sí, deben venir todas ustedes. No empiece a buscar excusas, Pitty. Piense que los hospitales tienen gran necesidad de dinero para comprar nuevas camas y medicinas. Sé que Charles estaría satisfecho de saber que ustedes ayudan a la causa por la que él ha muerto.
—Está bien —dijo Pittypat, débil, como siempre, ante esta personalidad más fuerte que la suya—. Si creen que la gente comprenderá las razones...
«¡Demasiado bello para ser verdad! ¡Demasiado bello para ser verdad!», cantaba el corazón de Scarlett, mientras se colocaba modestamente detrás del mostrador de las chicas MacLure. ¡Finalmente se encontraba en una reunión! Después de un año de apartamiento, de velos de crespón y de voces quedas, después de haber creído casi enloquecer de fastidio, ahora se encontraba en una reunión, la más grande que conoció Atlanta. Veía gente y luces, oía música y contemplaba los bonitos encajes, los vestidos, los adornos que el famoso capitán Butler había traído a través del bloqueo, en su último viaje.
Sentada en uno de los banquillos de detrás del mostrador, miró el largo salón que hasta aquella tarde había estado desnudo y sin adorno. ¡Cómo debían de haber trabajado hoy las señoras para haberlo puesto tan vistoso! Todas las velas y candelabros de Atlanta debían de estar allí, pensó; de plata con doce brazos, de porcelana con graciosas figuritas que adornaban su base, de latón antiguo, rígidos y dignos, velas de todas las medidas y de todos los colores, olorosas de resina, colocadas en los soportes de fusiles que ocupaban la sala en toda su longitud, en las mesas floridas, en los mostradores y hasta en los alféizares de las ventanas abiertas, donde la leve brisa templada del estío bastaba para agitar las llamas.
En el centro de la sala, la enorme lámpara de pésimo gusto, que algunas cadenas enmohecidas suspendían del artesonado, estaba completamente transformada por ramos de hiedra y de vides silvestres, que el calor empezaba ya a marchitar. Las paredes estaban decoradas con ramas de pino, que esparcían un olor penetrante y convertían los ángulos de la sala en graciosos cenadores donde se sentaban los acompañantes y las señoras de edad. Elegantes festones de hiedra y plantas trepadoras pendían también encima de las ventanas y se retorcían sobre los mostradores adornados de muselina colorada. Entre el verdor, en banderas y oriflamas, brillaban las estrellas de la Confederación sobre su fondo rojo y azul.
La plataforma construida para la orquesta era particularmente artística. Estaba completamente escondida a la vista por los ramos de follaje y las banderas estrelladas. Scarlett sabía que habían sido transportadas allí todas las macetas de la ciudad: begonias, geranios, laureles, jazmines... y hasta las cuatro hermosas plantas de caucho de la señora Elsing, a las cuales se les dio el puesto de honor en las cuatro esquinas.
En la otra extremidad de la sala, frente a la plataforma, las señoras se habían superado a sí mismas. En esta pared colgaban grandes retratos del presidente Davis y del «pequeño Alex» Stephens, el georgiano vicepresidente de la Confederación. Encima había una enorme bandera y debajo estaba el producto de todos los jardines de la ciudad: helechos, haces de rosas amarillas, blancas y bermejas, orgullosos gladiolos, mazos de capuchinas de varios colores, altas y rígidas ramas de malvaloca que alzaban sus corolas pardas y blancas sobre las otras flores. Entre ellos, las velas ardían, como en un altar. Las dos caras miraban hacia abajo la escena, dos caras muy diferentes, de dos jefes de gloriosas empresas: Davis, con el rostro delgado y los ojos fríos como un asceta, la boca sutil cerrada con una expresión firme; Stephens, con los ojos negros y ardientes profundamente hundidos en un rostro que había conocido enfermedades y dolores y había triunfado sobre éstos, con ardor e ironía; dos rostros que eran muy queridos.
Las señoras más ancianas del comité, en quienes recaía la responsabilidad de toda la rifa, iban de acá para allá con la importancia de naves bien aparejadas, empujando de prisa a las rezagadas, casadas y solteras, para que ocuparan sus puestos, y después entrando en las habitaciones adyacentes donde estaban preparados los refrescos. La tía Pittypat las seguía jadeando.