—Eso es verdad, Scarlett. Pero dime, ¿adonde quieres ir tú? Muchas veces lo he pensado. Yo no deseo ir a ningún sitio. Sólo deseo ser yo mismo.
¿Adonde quería llegar Scarlett? Era una pregunta tonta. Dinero y seguridad. Y luego... Su imaginación se confundía. Tenía dinero, y tanta seguridad como se puede tener en este inseguro mundo. Pero, ahora que lo pensaba, no era bastante. Ahora que lo pensaba despacio, esto no la había hecho feliz, aunque sí sentirse menos agobiada, menos temerosa del mañana. «Si tuviera dinero, y seguridad, y a ti —pensó, mirándole con ansia—, habría llegado adonde deseaba ir.» Pero no pronunció las palabras, temerosa de romper el encanto que reinaba entre ellos, temerosa de que su mente se cerrase para ella. —Sólo deseas ser tú mismo —dijo, riendo con un poco de burla—. No ser yo misma ha sido siempre mi mayor preocupación. En cuanto a dónde quería ir, creo que realmente he llegado: deseaba ser rica y tener tranquilidad, y...
—Pero, Scarlett, ¿no se te ha ocurrido nunca que a mí no me importa ser rico o no?
No; a Scarlett no se le había ocurrido nunca que hubiera alguien a quien no le importara ser o no rico.
—Entonces, ¿qué deseas?
—Ahora ya no lo sé. Lo supe hace tiempo, pero casi lo he olvidado. Principalmente que me dejen en paz; que la gente que no aprecio no me acose para obligarme a hacer cosas que no me gustan. Acaso quisiera que volviesen los tiempos pasados, pero no volverán nunca; y me persigue su recuerdo y el del universo desplomándose ante mis ojos.
Scarlett apretó los labios con terquedad. No era esto; no sabía lo que significaba. El tono de su voz hacía resurgir aquellos días como nada lo hubiese hecho, y la hería en el corazón al recordar. Pero desde aquel día en que en el jardín de Doce Robles, enferma y desolada, se había prometido no volver nunca la vista atrás, siempre había cumplido su propósito.
—Me gustan más los días presentes —dijo ella, aunque no se atrevió a mirarlo mientras hablaba—. Ahora siempre están ocurriendo cosas divertidas, fiestas o cosas por el estilo. Todo tiene un brillo nuevo. Aquellos días eran tan sombríos... —(¡Oh, aquellos días lánguidos y calurosos, hasta la hora del crepúsculo campesino! Las alegres risas de los braceros. La dorada vida, el tranquilizador conocimiento de que mañana había de traer horas iguales...)
—Prefiero los tiempos presentes —dijo otra vez; pero su voz era trémula.
Él se deslizó de la mesa, riendo suavemente incrédulo. Poniéndole la mano bajo la barbilla, la obligó a levantar la cabeza hacia él.
—Scarlett, ¡qué mal sabes mentir! Sí, la vida es más brillante ahora, por un lado. Ésta es la equivocación. Aquellos tiempos no tenían brillo, pero tenían un encanto, una belleza, un sereno resplandor que...
Su mente empezó a luchar; bajó los ojos. El sonido de su voz, el contacto de su mano, estaban abriendo suavemente puertas que ella había cerrado para siempre. Tras aquellas puertas estaba la belleza de los pasados días, y una triste ansia de ellos surgió en su interior. Pero sabía que, por muy bello que fuera, lo que había al otro lado de aquellas puertas era algo que tenía que permanecer fuera. Nadie puede atravesarlas con una carga de tristes recuerdos. Nadie, absolutamente nadie. Él le soltó la barbilla y, cogiendo entre las dos suyas una de las manos de Scarlett:
—¿Te acuerdas? —dijo; y ante el encanto de su voz, las desnudas paredes del despachito desaparecieron, y los años volvieron atrás, como si ellos cabalgaran juntos por caminos reales en una primavera feliz. Al hablar, la presión de sus dedos se hizo más fuerte, y su voz tenía la magia triste de las viejas canciones medio olvidadas. Podíase oír el tintineo del bocado cuando cabalgaban bajo los árboles, camino del picnic y de los Tarleton, y la despreocupada risa de los gemelos, ver el sol reflejándose en su dorado cabello y advertir el orgullo con que dominaba su montura. Había música en su voz: la música de violines y de banjos a cuyo son bailaban en la casa blanca que ya no existía. Sentía el lejano ladrido de los perros por el oscuro pantano en aquellas húmedas noches de otoño y el olor de las macetas enguirnaldadas de acebo en tiempo de Navidad, y las sonrisas de todos, los negros y los blancos. Y volvían en tropel los viejos amigos, riendo cual si no hubieran muerto tantos años atrás: Stuart y Brent con sus largas piernas, su cabello jaro y sus bromas inocentes; Tomás y Boyd, tan salvajes como potros sin domar; Joe Fontaine con sus expresivos ojos negros; Cade y Raiford Calvert con sus movimientos lánguidos y graciosos; también estaban Juan Wilkes, y Gerald, congestionado por el brandy. Y un susurro y una fragancia: era Ellen. Y, sobre todo, una sensación de seguridad saber que el mañana sólo podía traer la misma felicidad que el hoy había traído.
Su voz se detuvo, y durante un largo momento se miraron a los ojos, y entre ellos estaba la feliz juventud perdida que tan inconscientemente habían compartido...
«Ahora ya sé por qué no puedes ser feliz —pensó Scarlett tristemente—. Nunca lo había comprendido antes. Ni siquiera podía comprenderlo, porque yo tampoco era por completo dichosa. ¡Pero estamos hablando como hablan los viejos! —pensó con triste sorpresa—. Los viejos que miran cincuenta años atrás. Y nosotros no somos viejos. ¡Es simplemente que han ocurrido tantas cosas! Ha cambiado todo tanto, que parece que pasaron cincuenta años. Pero no somos viejos.»
Mas cuando miró a Ashley ya no lo encontró joven y radiante. Tenía la cabeza inclinada y parecía no darse cuenta de que aún estrechaba entre las suyas la mano de ella, y vio que el cabello que había sido dorado era ahora gris, gris plata, como la luz de la luna en el agua serena. La radiante belleza había huido de la tarde abrileña y la suave dulzura del recuerdo era amarga como la hiél.
«No debía haberle dejado que me hiciera mirar atrás— pensó con pena—. Yo tenía razón cuando decidí no hacerlo nunca. Hace demasiado daño. Le arrastra a uno el corazón hasta que no se puede hacer otra cosa que mirar atrás. Eso es lo que le ocurre a Ashley; no puede ya mirar adelante. No puede ver el presente, teme al futuro, y por eso mira al pasado. No lo comprendía antes; nunca hasta ahora he comprendido a Ashley. ¡Oh, Ashley, amor mío, no mires al pasado! ¿Qué bien puede reportarte? No te dejaré que me vuelvas a hacer hablar de los viejos tiempos. Esto es lo que ocurre cuando se contempla la felicidad que fue: este dolor, este descorazonamiento, esta tristeza...»
Se puso en pie; su mano estaba aún entre las de él. Tenía que irse, no podía seguir allí pensando en los días pasados y viendo su rostro, cansado, triste y frío como estaba ahora.
—Hemos cambiado mucho desde aquellos días, Ashley —dijo, tratando de dominar su voz, luchando con la pena que atenazaba su garganta—. Teníamos otras ideas entonces. ¿Verdad? —Y luego, apresuradamente—: ¡Oh, Ashley! ¡Nada ha ocurrido como nosotros habíamos pensado!
—No importa; la vida no está obligada a darnos lo que esperamos de ella. Tomamos lo que nos da, y debemos estar agradecidos, si no nos da nada peor.
Su corazón estaba embotado por el dolor, de cansancio, al pensar en el largo camino recorrido. Acudió a su memoria la Scarlett O'Hara ansiosa de pretendientes y de trajes bonitos, y que había intentado un día, cuando aún era tiempo, ser una gran dama como Ellen.
Sin darse cuenta, las lágrimas brotaron de sus ojos y rodaron silenciosas por sus mejillas, y se quedó en pie, muda, contemplándole, como una pobre niña herida. Él no dijo una palabra, pero la estrechó cariñosamente entre sus brazos, apretó su cabeza contra su hombro e, inclinándose, apoyó su mejilla en la de ella. Scarlett se apretó contra él y le enlazó sus brazos. El calor de los brazos de él secó sus lágrimas. Y era agradable estar en sus brazos sin pasión, sin nerviosidad, estar allí como una amiga querida. Sólo él, que compartió sus recuerdos y su juventud, que conocía sus principios y su presente, podía comprender.
Oyó fuera ruido de pasos, pero no prestó atención, pensando que eran los carreteros que marchaban a sus casas. Permaneció un momento escuchando el suave latido del corazón de Ashley. Y de repente Ashley se separó de ella, asustándola con su violencia. Le miró sorprendida, pero Ashley no la estaba mirando. Miraba, por encima de su hombro, hacia la puerta.
Scarlett se volvió. Allí estaba India, con el rostro pálido y los ojos llameantes, y Archie, con su mirada malévola. Detrás de ellos se hallaba la señora Elsing. Nunca pudo saber cómo habían salido del despacho. Pero salió inmediatamente —porque se lo mandó Ashley—, dejando a éste y a Archie hablando agriamente en el cuartito y a India y a la señora Elsing fuera, volviéndole la espalda. La vergüenza y el miedo la acuciaban de regreso a casa, y, en su imaginación, Archie, con su barba patriarcal, asumía las proporciones de un ángel vengador salido de las páginas del Antiguo Testamento.
En casa no había nadie. Las muchachas habían ido a un funeral y los niños estaban jugando en casa de Melanie.
Melanie... Scarlett se quedó helada al acordarse de ella mientras subía la escalera de su cuarto. Melanie se enteraría de esto. India había dicho que se lo diría. ¡Oh! India sería feliz diciéndoselo, sin preocuparse de si hería a Melanie, si haciéndolo podía injuriar a Scarlett. Y la señora Elsing hablaría también, aunque realmente ella no había visto nada, pues estaba detrás de India y de Archie a la puerta del despacho. Pero hablaría exactamente igual. Toda la ciudad sabría la noticia a la hora de la cena. Todos, hasta los negros, estarían enterados antes del desayuno del día siguiente. En la fiesta de esta noche, las mujeres se reunirían en los rincones para murmurar discretamente y con malicioso placer. Scarlett Butler caía de su alto y poderoso pedestal. Y la historia iría creciendo, creciendo. No había manera de impedirlo. No se detendrían en el mero hecho de que Ashley la estrechaba entre sus brazos mientras sollozaba. Antes de la noche la gente diría que había sido sorprendida en adulterio. ¡Y había sido una cosa tan inocente, tan dulce! Scarlett pensaba desesperada: «¡Si nos hubieran cogido aquellas Navidades en que lo licenciaron, cuando le di un beso de despedida; si nos hubieran cogido en la huerta de Tara, cuando le supliqué que huyera conmigo! ¡Oh! ¡Si nos hubieran cogido cualquiera de las veces en que éramos realmente culpables, no hubiera sido tan terrible! ¡Pero ahora, ahora! ¡Cuando estaba en sus brazos como una amiga!...»
Pero nadie querría creerlo. No tendría una sola amiga que se pusiese de su parte, ni una sola voz se levantaría para decir: «Yo no creo que estuviese haciendo nada malo». Se había complacido demasiado en ofender a antiguos amigos, para pretender encontrar entre ellos un defensor. Sus nuevas amistades, que sufrían sus desaires en silencio, acogerían con entusiasmo la ocasión de insultarla. Todo el mundo creería cualquier cosa que se dijera de ella, aunque lamentaría que un hombre tan considerado como Ashley Wilkes estuviese mezclado en un asunto tan inmoral. Como solía ocurrir, toda la falta se la achacarían a la mujer y mirarían con benevolencia la culpa del hombre. Y en aquel caso tendrían razón; ella había ido a sus brazos.
¡Oh! Podría soportar los pinchazos, las indirectas, las sonrisas encubiertas, todo lo que la ciudad entera pudiese decir, si había de soportarlas. ¡Pero Melanie, no! ¡Oh, Melanie, no! No sabía por qué le importaba más Melanie que cualquier otra persona. Estaba demasiado apurada y asustada por un sentimiento de antigua culpabilidad, para tratar de comprenderlo. Pero se echó a llorar al pensar en la expresión de los ojos de Melanie cuando India le dijese que había sorprendido a Ashley abrazando a Scarlett... ¿Y qué haría Melanie cuando se enterara? ¿Separarse de Ashley? ¿Qué otra cosa podría hacer que fuese digna? «¿Y qué haríamos entonces Ashley y yo? —se dijo—. ¡Oh, Ashley se morirá de vergüenza y me odiará por atraer esto sobre él!» De repente se secaron sus lágrimas, apoderándose de ella un súbito terror. ¿Y Rhett? ¿Qué haría su marido?
Tal vez no se enterase nunca. ¿Cómo era ese viejo dicho tan cínico de que el marido es siempre el último que se entera? Tal vez nadie se atreviera a decírselo. Hacía falta ser bastante valiente para contarle a Rhett semejante cosa, porque Rhett tenía la fama de pegar un tiro primero y pedir explicaciones después. «¡Dios mío, haz que no haya nadie lo bastante valiente para decírselo!» Pero recordó el rostro de Archie en el despacho del depósito, sus ojos incoloros, fríos, llenos de odio a ella y a todas las mujeres. Archie no temía a Dios ni a los hombres y odiaba a las mujeres perdidas. Las había odiado lo suficiente para matar a una. Y había dicho que se lo contaría a Rhett. Y se lo diría, pese a todo lo que Ashley pudiese hacer para disuadirle. A menos que Ashley lo matase, Archie se lo diría a Rhett creyéndolo su deber de cristiano.
Se desnudó y se metió en la cama; su imaginación daba vueltas sin parar. ¡Si por lo menos pudiera cerrar la puerta y quedarse en aquel lugar seguro para siempre y no volver a ver a nadie nunca jamás! Tal vez Rhett no se enterase esta noche. Diría que le dolía mucho la cabeza y que no se sentía capaz de ir a la fiesta. Por la mañana ya habría discurrido alguna cosa, alguna defensa para contener su ira.
—No quiero pensarlo ahora —dijo desesperada, hundiendo el rostro en la almohada—. No quiero pensarlo ahora; ya lo pensaré luego, cuando pueda aguantarlo.
Oyó volver a las muchachas a la caída de la noche, y le pareció que estaban muy calladas mientras preparaban la comida. ¿O era su culpable conciencia? Mamita fue a llamar a su puerta, pero Scarlett le mandó marchar diciéndole que no quería cenar. Pasó el tiempo y por fin oyó los pasos de Rhett, que subía las escaleras. Estuvo en tensión mientras le sentía subir, reunió todas sus fuerzas para enfrentarse con él, pero Rhett pasó de largo y entró en su habitación. No se había enterado de nada. Menos mal que aún respetaba su fría súplica de no volver a poner los pies en su alcoba, porque, si la viera ahora, su rostro la delataría. Tenía que dominar sus nervios para decirle que se encontraba enferma y que no podía ir a la reunión. Bueno, tenía tiempo suficiente para tranquilizarse. ¿O sería ya la hora? Desde el terrible momento de aquella tarde, el tiempo se había deslizado quedamente. Oyó a Rhett moverse en su cuarto bastante rato, hablando de vez en cuando con Pork. Todavía no podía reunir el valor necesario para llamarlo. Continuaba acostada, temblando en la oscuridad.
Transcurrido mucho tiempo, Rhett llamó a la puerta, y ella, procurando dominar su voz, contestó: