—Archie —dijo el tío Henry bruscamente—, acompañe a la señorita Scarlett a casa. Éste no es sitio para ella. La política no es cosa para mujeres, y aquí se tratará de eso dentro de un minuto. Ande, Archie. Buenas noches, Scarlett.
Mientras iban hacia Peachtree Street, el corazón de Scarlett palpitaba atemorizado. ¿Qué efecto tendría para su seguridad aquel acto insensato del Parlamento? ¿No enfurecería a los yanquis haciéndolos caer sobre sus serrerías?
—Bien, señor —murmuró Archie—. He oído hablar de los conejos que disputaban frente a los perros, pero hasta ahora no lo había visto nunca. Los parlamentarios podían ponerse a gritar francamente: «¡Vivan Jeff Davis y los confederados del Sur!». Y hubiera sido lo mismo. Estos yanquis que aman a los negros se han empeñado en que sean nuestros amos. ¡Pero hay que admirar la valentía del Parlamento!
—¿Admirarla? ¡Son un hatajo de imbéciles! ¿Admirarlos a ellos? ¡Lo que había que hacer es matarlos! ¿No era mejor hacerse rati... radi..., o como sea, y tranquilizar a los yanquis en vez de irritarlos otra vez? Lo mismo conseguirán sometiéndose y es mejor rendirse en seguida que después.
Archie la miró fijamente con su ojo frío.
—¿Rendirse sin luchar? Las mujeres no tienen más orgullo que las cabras.
Cuando Scarlett contrató a diez presidiarios, cinco para cada una de sus serrerías, Archie sostuvo su amenaza y no quiso tener nada que ver con ella. Ni las súplicas de Melanie, ni las promesas de Frank de pagarle un sueldo más elevado, consiguieron inducirle a coger otra vez las riendas. Acompañaba gustoso a Melanie, a Pittypat, a India y a sus amigas hacia la ciudad, pero no a Scarlett. Ni siquiera guiaba el coche de otras señoras, cuando Scarlett iba en él. Era una situación enojosa la de verse juzgada por el viejo bandido; y más enojoso aún saber que su familia y sus amigos concordaban con el viejo.
Frank discutió largo tiempo antes de que ella contratase a aquellos individuos. Ashley, al principio, se negó a trabajar con ex presidiarios y, en contra de su voluntad, se dejó convencer únicamente después de una serie de llantos, súplicas y promesas de que cuando vinieran tiempos mejores ella contrataría obreros negros. Los vecinos manifestaron tan ostensiblemente su desaprobación, que Frank, Pitty y Melanie no se atrevían a levantar la cabeza. Hasta Peter y Mamita declararon que hacer trabajar a presidiarios traía mala suerte y que tendrían que lamentar su venida. Todos dijeron que no había que aprovecharse de las miserias y de los infortunios ajenos.
—¡Pues no hacíais objeciones cuando trabajaban esclavos! —exclamó Scarlett indignada.
¡Ah! Pero aquello era diferente. Los esclavos no eran miserables ni desdichados. Los negros estaban mejor en la esclavitud que ahora en la libertad, y, si no se creía esto, no había más que mirar alrededor. Pero, como suele suceder, la oposición tuvo por efecto hacer aún más decidida a Scarlett. Quitó a Hugh de la serrería, le confió un carro de transporte de madera y concertó los últimos detalles contratando a Johnnie Gallegher.
Parecía ser la única persona que ella supiera que aprobase lo de los presidiarios. Movió su cabeza redonda con un rostro de gnomo y dijo que era una medida inteligente. Scarlett miraba al menudo ex caballista, plantado firmemente sobre sus cortas piernas arqueadas, pensando: «Indudablemente, cuando montaba a caballo no debía de importarle mucho su cabalgadura. No le dejaría yo dar diez pasos sobre un caballo mío».
Pero no sentía ningún remordimiento en confiarle una cuadrilla de presidiarios.
—¿Y tendré manos libres con esta gente? —preguntó él con sus ojos fríos como ágatas grises.
—Completamente libres. Lo único que le pido es que ponga en marcha el taller y que sirva los pedidos de madera en la cantidad necesaria.
—Seré su hombre —dijo Johnnie concisamente—; le diré al señor Wellburn que me despido.
Viéndolo alejarse entre los grupos de albañiles y de carpinteros, Scarlett sintió aligerado su ánimo. Johnnie era efectivamente su hombre. Era duro y recio y no cabían tonterías con él. Frank lo había tratado de «irlandés» despectivamente; pero por esa misma razón le estimaba Scarlett. Sabía que un irlandés, cualesquiera que sean sus características personales, es un hombre determinado y valeroso. Y se sentía más unida a él que a muchos hombres de su propia clase, pues Johnnie conocía el valor del dinero.
La primera semana justificó todas sus esperanzas, porque rindió más con cinco presidiarios que cuanto Hugh había logrado nunca con sus cuadrillas de diez negros libres. Además, proporcionaba a Scarlett un descanso que ella no había gozado nunca desde que llegó a Atlanta el año anterior, porque la presencia de ella en la serrería no le gustaba; y se lo dijo con toda franqueza.
—Usted ocúpese de las ventas y déjeme a mí entendérmelas con la producción —le dijo él concisamente—. Un campamento de presidiarios no es lugar adecuado para una señora, y, si no se lo dice nadie, se lo digo yo, Johnnie Gallegher. Tengo que entregar su madera, ¿no es eso? Bueno, pues no necesito que me estén molestando todo el día como al señor Wilkes. Él necesita que lo molesten. Yo no.
Aunque de mala gana, Scarlett permaneció lejos de la serrería dirigida por Johnnie, pues temía que si iba allí con demasiada frecuencia él podía despedirse, lo cual sería la ruina. Su observación de que Ashley necesitaba ser estimulado la hirió en lo vivo, aun siendo más justa de lo que ella hubiera querida admitir. Ashley conseguía poco más de los presidiarios que lo que había conseguido de los obreros libres, y no hubiera sabido decir por qué. Además parecía avergonzarrse de tener a sus órdenes unos condenados, y en aquel período de penas habló a Scarlett.
Ésta hallábase preocupada por el cambio que aparecía en él. Veíanse muchos cabellos grises en su rubia cabeza; y ahora sus hombros se encorvaban ligeramente. Rara vez sonreía. No quedaba b¡en él ya nada del afable Ashley que había conmovido su imaginación acia ya tantos años. Parecía más bien un hombre torturado secretaente por un sufrimiento difícil de soportar; y su boca mostraba ía expresión torva y severa que la contrariaba y la sorprendía. Hubiera querido que se apoyase aquella cabeza sobre su hombro y acaldar sus cabeUos grises diciéndole: «¡Dime cuál es tu pena! ¡Yo sabré encontrar remedio para ti!»
Pero su aire serio y lejano la mantenía a prudente distancia.
Era uno de aquellos raros días de diciembre en los que el sol calienta como durante el veranillo de San Martín. Quedaban aún algunas secas hojas rojizas en el roble del corral de la tía Pitty, y la hierba agostada del prado era de un verde amarillento. Scarlett, con su niña en brazos, salió al porche y se sentó en una mecedora aprovechando un rectángulo de sol. Llevaba un vestido nuevo de lanilla verde guarnecido de metros y metros de encaje negro y cubría su cabeza con un nuevo gorrito de puntilla, negra también, que le había regalado la tía Pitty. ¡Qué placer verse bella de nuevo después de haber estado horrorosa durante tantos meses!
Se sentó meciendo a la niña y cantando por lo bajo, cuando oyó un ruido de cascos en el camino. Mirando curiosamente a través de los emparrados que trepaban por el porche, divisó a Rhett Butler, que cabalgaba hacia la casa.
Habíase marchado de Atlanta hacía meses, justamente después de la muerte de Gerald, antes de que hubiera nacido Ella Lorena. Scarlett no había sentido su falta, pero ahora hubiera deseado ardientemente no volver a verlo. Realmente la contemplación de su cara morena le producía una sensación de culpabilidad que la hacía temblar. Tenía sobre su conciencia algo que concernía a Ashley y no quería hablar de ello con Rhett; pero estaba segura de que él la obligaría a discutir, aun en contra de su voluntad.
Rhett paró ante la puerta y saltó a tierra con ligereza; mirándolo, ya nerviosa, pensó que se parecía grandemente a una ilustración de un libro que Wade quería estar siempre oyendo leer a su madre.
«Le faltan únicamente los pendientes y un cuchillo entre los dientes —pensó ella—. Bueno, pirata o no, hoy no me cortará el cuello, si puedo evitarlo.»
Viéndolo acercarse le saludó con la más dulce de sus • sonrisas. ¡Qué suerte haberse puesto el nuevo vestido y lucir aquel sombrero que la hacía tan bonita! Los ojos de él le dijeron que también la encontraban encantadora.
—¡Un nuevo niño! ¡Vaya, Scarlett, esto es una sorpresa! —dijo él riendo, y se inclinó para descubrir la fea carucha de Ella Lorena.
—¡No sea tonto! —dijo ella enrojeciendo—. ¿Cómo sigue usted, Rhett? Ha estado usted fuera largo tiempo.
—Sí. Déjeme coger al niño, Scarlett. ¡Oh! Sé como hay que coger a los niños. Tengo muchas raras habilidades. Bueno, realmente se parece a Frank. En todo, excepto en las patillas; pero ya le saldrán con el tiempo.
—Espero que no. Es una niña. —¿Una niña? Tanto mejor. ¡Los chicos traen tantas molestias! n
o
tenga usted más hijos, Scarlett.
Iba ella a contestarle duramente que no quería ya ni chicos ni chicas, pero se contuvo y sonrió, buscando rápidamente un tema de conversación que aplazase el mayor tiempo posible la discusión temida.
—¿Ha hecho usted un buen viaje, Rhett? ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo?
—¡Oh!... En Cuba..., en Nueva Orleáns... y en otros sitios. Tenga, Scarlett, tenga la niña. Empieza a babear y no puedo sacar el pañuelo. Es una niña monísima, pero me está mojando la pechera de la camisa.
Ella volvió a coger a la niña, y Rhett se apoyó con indiferencia en la baranda, sacando un cigarro de una petaca de plata.
—Siempre va usted a Nueva Orleáns —dijo ella con un ligero mohín— y no me dice usted nunca qué es lo que le lleva allí.
—Soy un tenaz trabajador, Scarlett, y quizá mi negocio sea lo que me lleva allí.
—¡Un tenaz trabajador usted! —rió ella con impertinencia—. Usted no ha trabajado en su vida. Es usted demasiado holgazán. Lo único que usted ha hecho es proporcionar recursos a los
carpetbaggers
en sus latrocinios, quedándose con la mitad de los beneficios, y corromper a los oficiales yanquis para que le dejen llevar a efecto sus planes despojándonos a nosotros, pobres contribuyentes.
Él echó hacia atrás su cabeza, riendo.
—¡Cómo le agradaría a usted tener el suficiente dinero para poder hacer otro tanto! —La sola idea...
Y empezó a enojarse.
—Pero quizá consiga usted algún día estar en condiciones de poder efectuar el soborno en amplia escala. Quizá se haga usted rica con los presidiarios que ha contratado.
—¡Oh! —dijo ella, un poco desconcertada—. ¿Cómo se las ha compuesto usted para estar ya al corriente de lo que se refiere a mi cuadrilla?
—Llegué anoche y pasé la velada en la cantina de «La Hermosa de Hoy», donde oye uno todas las noticias de la ciudad. Es un Banco de liquidación para el chismorreo. Resulta superior a la mejor reunión de señoras. Me han dicho que había contratado usted una cuadrilla de presidiarios y encargado al pequeño y feo Gallegher que los haga trabajar hasta morir.
—Eso es mentira —dijo ella, iracunda—. Él no los matará. Estaré a la mira.
—¿De verdad? —¡Claro que lo haré! ¿Cómo puede usted insinuar tales cosas?
—¡Oh! Perdóneme, señora Kennedy. Sé que sus motivos son siempre irreprochables. Sin embargo, Johnnie Gallegher es el matoncillo más frío que he visto nunca. Hará usted bien en vigilarlo, pues de otro modo corre usted el riesgo de tener jaleos cuando venga el inspector.
—Ocúpese de sus asuntos y no de los míos —dijo ella, indignada—. Y no hablemos más de los presidiarios. Todos se han puesto insoportables con ellos. Mi cuadrilla es asunto mío... y no me ha contado usted lo que ha hecho en Nueva Orleáns. Va usted allí con tanta frecuencia que todos dicen...
Ella se interrumpió. No había tenido la intención de hablar tanto.
—¿Qué es lo que dicen?
—Bueno..., que tiene usted allí un amorío. Y que estaba usted para casarse. ¿Es verdad, Rhett?
Sentía aquella curiosidad desde hacía tanto tiempo, que no había podido por menos de preguntárselo sin ambages. Y la idea de que Rhett fuera a casarse le causaba un ligero resquemor de disparatados celos. Los suaves ojos grises, en repentina alerta, se clavaron en ella provocando un leve rubor en sus mejillas.
—¿Le importaría mucho?
—Me disgustaría perder su amistad —dijo ella con afectación; y procurando adoptar una actitud indiferente se inclinó para ajustar el sencillo gorrito de Ella Lorena sobre la cabecita.
Él se echó a reír de repente y luego dijo:
—Míreme usted, Scarlett.
Ella alzó los ojos involuntariamente y su sonrojo aumentó.
—Puede usted decir a sus curiosas amigas que cuando me case será porque no habré podido conseguir de otro modo a la mujer que quiera. Y no he querido nunca a una mujer lo suficiente para casarme con ella.
Ahora ella se sintió realmente confusa y desconcertada, recordando aquella noche en que él le había dicho en el porche, durante el sitio: «Yo no soy de los que se casan», y sugerido, a todo evento, que fuera su amante... Recordó también el terrible día en que fue a verlo a la cárcel y aquel recuerdo la avergonzó. En el rostro de Rhett apareció lentamente una sonrisa maliciosa, mientras leía en los ojos de ella.
—Pero satisfaré su vulgar curiosidad, ya que me pregunta tan categóricamente. No es una novia lo que me lleva a Nueva Orleáns. Es un niño, un chiquillo.
—¡Un chiquillo!
La conmoción que le produjo aquella noticia inesperada hizo desaparecer su confusión.
—Sí; está bajo mi tutela y soy responsable de él. Está en la escuela de Nueva Orleáns. Y voy a verlo con frecuencia.
—¿Y a llevarle regalos?
«Hace eso —pensó ella— porque sabe perfectamente lo que le gustan a Wade los regalos.»
—Sí —dijo él brevemente, de mala gana.
—¡Muy bien! ¿Es guapo?
—¡Demasiado guapo, evidentemente!
—¿Y es un niño bueno?
—No. Es un perfecto demonio. Preferiría que no hubiese nacido. Los chicos son unas criaturas molestas. ¿Desea usted saber alguna otra cosa?
Parecía súbitamente irritado, como si lamentara haber hablado de aquella cuestión.
—Bueno, no hable más si no quiere —dijo ella suavemente, aunque la consumiera la curiosidad—. Pero no puedo figurármelo en su papel de tutor.
Y se echó a reír, esperando desconcertarlo.
—Ya lo supongo. Su imaginación es graciosamente limitada.