Llena de furia, Scarlett cruzó el patio posterior dirigiéndose a la casa en busca de Melanie para desahogarse con ella, declarando que iría a pie a las serrerías y que contaría a todo Atlanta que se había casado con un monstruo y que no quería que la tratasen como a una niña estúpida y traviesa. Llevaría una pistola y mataría a quien la amenazase. Había ya matado a un hombre y le agradaría, sí, le agradaría matar a algún otro. Iría... Melanie, que no se atrevía a aventurarse hasta su propio porche, sé quedó aterrada ante semejantes amenazas.
—¡Oh! No debes arriesgarte. ¡Me moriría si te ocurriera algo! ¡Oh, te lo ruego!
—¡Quiero ir! ¡Quiero ir! ¡Iré a pie!
Melanie la miró y vio que no se trataba del histerismo de una mujer debilitada por el reciente parto. En el rostro de Scarlett había la misma terquedad, idéntica decisión que Melanie había visto tantas veces en el rostro de Gerald O'Hara cuando se empeñaba en hacer una cosa. Abrazó a Scarlett, estrechándola fuertemente contra ella.
—La culpa es mía por no ser valiente como tú y por tener encerrado en casa a Ashley en vez de hacerle ir a las serrerías. ¡Oh, querida! ¡Soy tan miedosa! Mira, le diré a Ashley que ya no tengo miedo y permaneceré contigo y con tía Pitty; así él podrá volver al trabajo y... Ni siquiera en su interior quería Scarlett admitir que Ashley fuera incapaz de resolver la situación por sí solo.
—¡Nada de eso! ¿Cómo quieres que pueda trabajar Ashley si está preocupado por ti a todas horas? ¡Todos sois odiosos! ¡Hasta el tío Peter se niega a venir conmigo! ¡Pero no me importa! Iré sola. Recorreré el camino paso a paso y encontraré una cuadrilla de negros en algún sitio...
—¡Oh, no! ¡No debes hacer eso! Podría ocurrirte algo terrible. Dicen que el caserío de Shantytown en la carretera de Decatur está lleno de negros y tienes que pasar por allí. Deja que piense... Prométeme, querida, que no harás nada hoy y yo pensaré algo. Prométeme que te irás a acostar. Tienes mala cara. Prométemelo.
Como su rapto de furor la había dejado extenuada para cualquier cosa, Scarlett, ceñuda, lo prometió y, volviendo a la casa, rechazó con arrogancia toda tentativa de paz por parte de su familia.
Aquella tarde una extraña y escuálida figura pasó el cercado que separaba los corrales de Melanie y de Pitty. Era evidentemente uno de aquellos hombres de los que hablaban Mamita y Dilcey llamándolos «inmundicias que la señorita Melanie recoge en los caminos y deja dormir en su bodega».
En los sótanos de la casa de Melanie había tres aposentos que sirvieron antaño de alojamiento para los criados y de bodega. Ahora Dilcey ocupaba uno de ellos, y los otros dos estaban constantemente ocupados por una chusma miserable de paso por allí. Sólo Melanie sabía de dónde venían y adonde marchaban, y nadie sabía en dónde los recogía. Quizás era cierto lo que decían los negros: que ella efectuaba su redada por las calles. Pero, de igual modo que las personas importantes eran acogidas en su gran salón, así los desdichados encontraban alojamiento en su bodega, donde eran alimentados y tenían un lecho; y luego volvían a marchar con paquetes de víveres. Generalmente, los ocupantes de los aposentos eran antiguos soldados de la Confederación, gentes rudas e ignorantes, sin casa ni familia, que vagaban por el Condado con la esperanza de encontrar trabajo.
Con frecuencia, campesinas morenas y ajadas, que iban en compañía de una turba de chiquillos silenciosos, pasaban así la noche; mujeres a quienes la guerra había dejado viudas, privándolas de sus granjas, y que andaban buscando a sus parientes dispersos y perdidos. A veces los vecinos se escandalizaban por la presencia de extranjeros, que hablaban muy poco o nada el inglés; gentes atraídas hacia el Sur por el espejismo de una fortuna fácilmente lograda. Incluso un republicano había dormido allí; pero nadie creía los cuentos de Mamita, porque, como es natural, hasta la caridad de Melanie debía tener un límite.
«Sí —pensó Scarlett, sentada en el porche bajo el pálido sol noviembre, con la niña sobre sus rodillas—, debe ser uno de los pordioseros de Melanie. Es realmente un pordiosero.»
El hombre que cruzaba el patio posterior tenía una pierna de Boadera, como Will Benteen. Era alto y flaco, calvo y con la barba gris, tan larga que le llegaba a la cintura. A juzgar por su aspecto, debía tener más de sesenta años a juzgar por su arrugada cara, pero su cuerpo no mostraba las señales de la edad. Era larguirucho y desgaritado, aunque, a pesar de su pierna de madera, se movía con la agilidad de una serpiente.
Subió los escalones y se acercó a ella, y antes de que hablase, por la manera de arrastrar las erres y por su deje especial, Scarlett supo que era de la montaña. A pesar de sus ropas sucias y andrajosas, ofrecía, como muchos montañeses, un aspecto de feroz y reconcentrado orgullo, que no permitía confianzas ni toleraba bromas. Tenía la barba manchada de jugo de tabaco, la nariz aguileña y las cejas espesas; de sus orejas asomaban unos pelos que les daban el aspecto de unas orejas de lince. En lugar de un ojo mostraba una hendidura de la que arrancaba una cicatriz que le cruzaba diagonalmente la mejilla. El otro ojo era pequeño, claro y frío, un ojo inmóvil y cruel. Llevaba en el cinturón una pesada pistola, del cual también sobresalía el mango de un cuchillo de monte.
Respondió fríamente a la mirada de Scarlett y se apoyó en la baranda antes de hablar. En su único ojo había una expresión de desprecio, no especialmente dedicada a ella, sino a su sexo entero.
—La señorita Wilkes me ha mandado a usted para que me dé trabajo —dijo, conciso. Hablaba rústicamente, como quien no está acostumbrado a hacerlo y a quien sus palabras acuden casi con dificultad—. Me llamo Archie.
—Lo siento, pero no tengo trabajo para usted, señor Archie.
—Archie es mi nombre de pila.
—Perdone usted. ¿Cuál es su apellido?
Él vaciló un instante.
—Eso es asunto mío —dijo—. Con Archie basta.
—No me importa saber cómo se llama. No tengo nada para usted.
—Me parece que lo tiene. La señora Wilkes estaba asustada pensando que quería usted ir de paseo sola como una loca, y me ha mandado aquí para que la acompañe.
—¿De veras? —exclamó Scarlett, indignada tanto de la rudeza de aquel hombre como de la intromisión de Melanie.
El único ojo de Archie se clavó en ella con una animosidad impersonal.
—Sí. Una mujer no debe producir quebraderos de cabeza a sus hombres. Si no tiene usted más remedio que ir de paseo, la acompañaré. Odio a los negros... y también a los yanquis. Se pasó al otro carrillo el pedazo de tabaco que estaba mascando y, sin esperar a que le invitasen, se sentó en los escalones.
—No diré que me guste acompañar a las mujeres; pero la señora Wilkes ha sido buena conmigo dejándome dormir en su bodega y me ha mandado aquí para que la acompañe.
—Pero... —empezó Scarlett vacilante. Y luego se detuvo y lo miró. Después de un momento inició una sonrisa. No le agradaba el aspecto de aquel viejo malhechor, pero su presencia simplificaría las cosas. Llevándolo al lado podría ir a las serrerías y a la ciudad, visitar a los clientes. Nadie podría creerla en peligro y el aspecto de aquel hombre era suficiente para evitar jaleos.
—Convenido —contestó—. Es decir, si mi marido consiente.
Después de una conversación privada con Archie, Frank dio de mala gana su aprobación y envió unas líneas a las cuadras para que sacasen el caballo y el coche. Le irritaba y le producía desilusión que la maternidad no hubiera transformado a Scarlett como él había esperado; pero, si ella estaba decidida a volver a aquellos malditos talleres, entonces Archie sería bienvenido.
Así empezó aquella relación que desde el principio asombró a Atlanta. Archie y Scarlett hacían una extraña pareja: el sucio y truculento viejo con su pierna de madera llena de pegotes de barro, y la linda y elegante muchacha con la frente arrugada en una expresión abstraída. Se los veía a todas horas y en todos sitios, en las cercanías de Atlanta, hablándose rara vez, desagradándose evidentemente uno a otro, pero ligados ambos por una recíproca necesidad, él de dinero y ella de protección. Al menos, dijeron las señoras de la ciudad, era mejor que ir de paseo tan descaradamente con el tal Butler. Sentían curiosidad por saber a dónde había ido a acabar sus días Rhett, que partió bruscamente de la ciudad tres meses antes y de quien nadie, ni siquiera Scarlett, conocía el paradero.
Archie era un hombre callado que no hablaba nunca a no ser que le dirigiesen la palabra y que contestaba generalmente con gruñidos. Todas las mañanas salía de la bodega de Melanie e iba a sentarse en los escalones de la casa de Pittypat, mascando tabaco y escupiendo hasta que salía Scarlett y Peter traía el coche de la cuadra. El tío Peter temía a aquel hombre muy poco menos que al diablo o al Ku Klux Klan; y hasta Mamita pasaba junto a él en silencio y atemorizada. Él odiaba a los negros y sabía que le temían. Había reforzado su armamento con otra pistola más y su fama se difundió entre la población negra. No tuvo nunca necesidad de sacar la pistola o de poner su mano en el cinturón. El efecto moral era suficiente. Ni un negro se atrevía siquiera a reír cuando Archie se hallaba inmediato.
Una vez Scarlett le preguntó con curiosidad por qué odiaba a los negros y se quedó sorprendida cuando él contestó concretamente, ya que en general respondía a todas las preguntas diciendo: «Eso es asunto mío».
—Los odio como todos los montañeses. No los hemos querido nunca ni los hemos utilizado jamás. Ellos son los que han provocado la guerra. Los odio también por esto.
—Pero ¿usted ha peleado en la guerra?
—Ése es un privilegio de los hombres. Odio también a los yanquis, más aún de lo que odio a los negros. Los odio casi tanto como «dios a las mujeres charlatanas.
Aquellas rudas y francas palabras provocaban en Scarlett un furor silencioso contra Archie. Pero ¿qué hubiera hecho sin él? ¿Cómo hubiera podido moverse con tanta libertad? Él era rudo, sucio y,
a
veces, maloliente, pero servía a sus fines. La acompañaba a las serrerías y a visitar a los clientes, escupiendo y contemplando el espado mientras ella hablaba y daba órdenes. Si se apeaba del coche, bajaba detrás de ella y seguía sus pasos. Cuando estaba ella entre los trabajadores, negros o soldados yanquis, rara vez permanecía él a más de un paso de su codo.
Muy pronto Atlanta se acostumbró a ver a Scarlett con su guardia de corps, y las señoras se habituaron a envidiar su libertad de movimientos. Desde que el Ku Klux Klan inició los linchamientos, las señoras vivían realmente enclaustradas y ni siquiera iban a la ciudad de compras, como no se reunieran en grupos de media docena por lo menos.
Sociables por naturaleza, aquella reclusión forzada las humillaba; y empezaron a pedir a Scarlett que les prestase a Archie. Y ésta, cuando no lo necesitaba, era lo suficientemente amable para cedérselo a las otras señoras.
Y bien pronto Archie llegó a ser una institución en Atlanta, y las señoras se disputaban sus ratos libres. Rara vez pasaba una mañana sin que un chiquillo o un criado negro llegasen a la hora del desayuno con una nota que decía: «Si no va usted a utilizar a Archie esta tarde, le ruego que me lo deje. Voy a llevar unas flores al cementerio». «Tengo que ir a la modista.» «Me agradaría que Archie acompañase a la tía Nelly a tomar el aire.» «Tengo que ir de visita a la calle Peters y el abuelo no se siente bien para acompañarme. Si Archie pudiese...»
Acompañaba a todas, solteras, casadas y viudas, y demostraba a todas el mismo inflexible desprecio. Era evidente que no le gustaban las mujeres, a excepción de Melanie, lo mismo que no le gustaban los negros ni los yanquis. Desde el principio les chocó su rudeza, pero las señoras acabaron por acostumbrarse a él y por considerarlo como a los caballos que guiaba, olvidando su verdadera existencia. Una vez, la señora Merriwether contó a la Meade los detalles completos del parto de su sobrina sin acordarse de la presencia de Archie, sentado en la delantera del vehículo.
En ningún otro momento hubiera sido posible semejante situación. Antes de la guerra, Archie no hubiera sido admitido ni siquiera entre las fregonas. Pero ahora era bienvenida su tranquilizadora presencia. Tosco, ignorante, sucio, era un baluarte entre las señoras y los terrores de la Reconstrucción. No era ni amigo ni criado. Era un guardia de corps asalariado que protegía a las señoras cuando sus maridos trabajaban de día o estaban ausentes del hogar por la noche.
Parecíale a Scarlett que, cuando llegaba Archie, su Frank se ausentaba de noche con mucha frecuencia. Decía que necesitaba hacer el balance del negocio y que de día le quedaba muy poco tiempo después de las horas de trabajo. O bien eran unos amigos enfermos a quienes tenía que ir a visitar. Se había constituido la Asociación de los Demócratas, que se reunían todos los miércoles para discutir el modo de recobrar el voto, y Frank no faltaba nunca a ninguna reunión. Scarlett juzgaba que aquella asociación servía para muy poco, como no fuera para ensalzar los méritos del general Juan B. Gordon sobre los demás generales, excepto Lee, y para reanudar imaginariamente la guerra. Ella no veía indicio alguno de que tales actividades transformasen la situación. Pero a Frank debían agradarle mucho tales reuniones, porque permanecía fuera hasta altas horas aquellas noches.
También Ashley iba a visitar enfermos y frecuentaba asimismo las reuniones democráticas, ausentándose generalmente las mismas noches que Frank. Aquellas noches, Archie escoltaba a Pitty, a Scarlett y a Wade y a la pequeña Ella por el corral hasta casa de Melanie, y las dos familias pasaban las noches juntas. Las señoras cosían mientras Archie, tumbado sobre el sofá del salón, roncaba sonoramente. Nadie le había invitado a ocupar el sofá, que era el mueble mejor de la casa, y las señoras gemían en secreto cada vez que él se tumbaba, colocando sus botas sobre la fina tapicería que forraba aquel mueble. Pero ninguna de ellas tenía valor para protestar. Especialmente después de haber observado que afortunadamente se dormía con facilidad, pues de otro modo el ruido de la charla femenina, parecida al cacareo de una banda de gallinas, le hubiera vuelto loco con seguridad.
Scarlett se preguntaba a veces, maravillada, de dónde habría venido Archie y cuál habría sido su vida antes de ir a alojarse en la bodega de Melanie, pero no encontraba nunca respuesta. Había algo en aquel rostro con un solo ojo que no fomentaba la curiosidad. Lo único que sabía era que su acento delataba su origen de las montañas norteñas y que había hecho la guerra y perdido la pierna y el ojo poco antes de la rendición. Fueron unas palabras pronunciadas en un acceso de cólera contra Hugh Elsing las que esclarecieron y revelaron la verdad del pasado de Archie.