Lo que devora el tiempo (26 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Te estás volviendo paranoico, Thomas, pensó. No es buena señal.

Regresó al coche y dio la vuelta.

Épernay, una vez hubo encontrado el camino, era una ciudad pintoresca de avenidas arboladas y edificios largos con frentes cuadrados y tejados de teja muy inclinados. Oscurecía y Thomas estaba cansado. Encontró un pequeño y anónimo hotel donde cenó un rico estofado de venado y una tabla de quesos locales, muy parecidos al Brie. Cuando terminó subió a su espartana habitación. La cama era dura y muy estrecha, pero Thomas se durmió rápidamente, despertándose cuando ya era de día. No recordaba qué había soñado, pero se despertó angustiado, como si hubiera algo que tenía que hacer y que no podía recordar.

Thomas le dio las gracias a la señora del hotel por su desayuno de pan, queso y café au lait; estudió un mapa del centro de la ciudad y decidió no coger el coche.

En Épernay todo parecía estar orientado al champán, y en una calle ancha se alineaban a ambos lados las mansiones de las casas más famosas: Perrier Jouët, Mercier y, por supuesto, Moët et Chandon, con la estatua del monje que daba nombre a su marca más famosa: Dom Pérignon. Había otras casas, más pequeñas, casas cuyos fondos daban a los viñedos, que se alzaban por encima de la ciudad. Entre ellas, ya casi al final de la calle, Thomas encontró Demière.

No resultaba tan imponente como las otras casas de champán, era menos elegante, a medio camino entre una casa de labranza abandonada y un château pequeño y no muy bien conservado. Pero, al igual que muchos de sus vecinos, tenía un camino de grava tras la verja de hierro forjado, pintada de negro con adornos dorados. La verja estaba abierta y un cartel daba la bienvenida a la visita guiada de la bodega. Más o menos en la mitad de la avenida, había un Citroën verde aparcado junto a la acera, sin ocupantes. Thomas pasó disimuladamente junto a él y se metió en un estanco situado en la esquina, pero no fue capaz de saber si ese era el coche que había visto en Reims. En la tienda compró una linterna pequeña, que se metió en el bolsillo antes de regresar a Demier.

Una vez más, Thomas compró su entrada (doce euros en esa ocasión) y observó el vestíbulo mientras esperaba. A diferencia de la disposición más bien casual de Taittinger, la visita guiada de Demier estaba regulada y automatizada. Había dado por sentado que Demier era un productor menor que apenas lograba atraer la atención de los turistas, embelesados con los placeres que les esperaban al final de la carretera, pero el lugar estaba lleno de gente, casi todos ellos franceses. Demier era una casa de champán pequeña con un volumen de producción mínimo en comparación con gigantes como Moët et Chandon, pero generaba lo que se consideraba, al menos dentro del país, un champán de excelente calidad. La compañía poseía menos de cuarenta acres de viñedos y producía solo unos cientos de miles de botellas al año, pero afirmaban ser los únicos que seguían los métodos de producción de champán tradicionales al cien por cien, y sus precios así lo reflejaban. Thomas echó un vistazo a su carísima tienda y no vio ninguna botella que costara menos de ciento cincuenta dólares estadounidenses, y muchas de ellas multiplicaban varias veces ese precio. Thomas se preguntó si la gente podía de verdad notar la diferencia, si realmente podía gustarle algo tan escandalosamente caro, (¿mil dólares, dos mil, cinco mil por una botella?), o si bien todo aquello era una estratagema para atraer a aquellos con más dinero que sentido común.

Conforme el grupo de la visita era agrupado por tres trabajadores junto a un par de ascensores de acero inoxidable, Thomas escudriñó a la gente allí congregada y reconoció dos rostros familiares. Uno era el del estadounidense trajeado que había visto en Reims; el otro el del joven del abrigo que lo había seguido en el Citroën verde. El conductor probablemente también estuviera allí, pero Thomas no sabía cuál era su aspecto.

—Entre, por favor, señor —le dijo la empleada.

Thomas miró el ascensor con preocupación y dijo:

—Esperaré al siguiente.

Se dio la vuelta mientras la puerta se cerraba, dudando de si su perseguidor lo había visto, pero completamente seguro de que el estadounidense no. La empleada, una mujer de gesto serio con algunas canas en su cabello oscuro recogido en una coleta, asintió sin molestarse en ocultar su desagrado.

Turistas, estaría pensando. O peor, estadounidenses.

Thomas inclinó la cabeza a modo de disculpa y sonrió. Ella ni se inmutó, sino que siguió chasqueando los dedos mientras esperaba el segundo ascensor. Tan pronto como llegó, le indicó que entrara y comenzó la charla que sus compañeros habían dado para el grupo anterior, más numeroso, cuando habían bajado por el ascensor.

—Cuando lleguemos, les ruego que se dirijan al tren por su derecha…

—¿Tren?

La mujer lo miró.

—Sí, no es un tren de verdad. Son… coches eléctricos unidos. Cuando lleguen allí, diríjanse a la derecha y tomen asiento. El tren funciona mediante láseres, así que si toman fotos con flash, apunten a los laterales, no directamente hacia delante, pues pueden confundir a los controles direccionales y provocar un accidente.

Thomas, incapaz de controlarse, sonrió de manera burlona. La empleada lo miró. El ascensor aminoró el descenso y se paró.

Hacía frío en aquel pasillo de piedra, y casi todos los vestigios de modernidad y lujo del vestíbulo principal habían desaparecido. Allí solo había túneles excavados en la roca, tenuemente iluminados por las franjas de luz colocadas arriba. El tren, más bien una fila de carritos de golf, estaba esperando. Se sentó al final del todo, dos filas vacías por detrás de los últimos pasajeros, y se agachó cuanto pudo. Nadie de la parte delantera del tren se giró, pues estaban atendiendo a la guía. Estaba sentada en el extremo delantero del tren, en un asiento elevado que miraba hacia ellos. Nadie conducía y la guía no podía ver adónde se dirigían, de ahí el sistema de teledirección por láser, visible por los pequeños puntos rojos que se reflejaban en el túnel.

La mujer que había conducido a Thomas allí abajo asintió a la guía y regresó al ascensor. La guía puntualizó algunos aspectos más de la seguridad en un inglés muy inglés (todo «aes» largas y leves «tes» finales) cuando el tren se puso en marcha. Este emitió un leve zumbido eléctrico y comenzó a avanzar, doblando una esquina con una docena de nichos arqueados con botelleros. La guía hablaba constantemente con practicada cadencia, comentando las condiciones del terreno, las propiedades de la piedra caliza, una historia resumida del champán antes del siglo XVII. A continuación vinieron las biografías del monje Dom Pérignon y su infructuoso intento de quitarle el gas al vino, y la de la Veuve Clicquot, la viuda que había industrializado la producción de champán en el siglo XIX y perfeccionado los estantes en los que la levadura se almacenaba y sumergía. Thomas había leído u oído ya la mayoría de lo que estaba contando, pero había algo críptico en aquellas bodegas, y su tamaño era lo suficientemente grande como para mantener a raya su claustrofobia. Aquel sitio era un laberinto de túneles interconectados, cada uno de ellos resultaba ser tanto un área de almacenamiento por derecho propio como un camino para acceder a otro lugar.

—Hay diez kilómetros de túneles —dijo la guía—, la mayoría en el mismo nivel, aunque algunos no se han vuelto a abrir desde la última guerra.

Aquel paraje se hallaba a medio camino entre una ciudad subterránea y una enorme mina blanca. Que algunas partes estuvieran cerradas sugería cierta inestabilidad, pero prefirió no pensar en ello. Esa era la razón de que emplearan ese tren para los turistas, pensó. Así estaban controlados y hacían que la visita fuera divertida (ligeramente cómica, incluso), como si estuvieran en una atracción de Disneylandia. Sin el tren, la increíble red de túneles y pasillos podía resultar sobrecogedora, aterradora incluso, y eso antes siquiera de que alguien comenzara a usar frases como «inestabilidad estructural».

Seguía riéndose para sus adentros cuando, sin previo aviso, el tren se detuvo y las luces se apagaron.

Capítulo 50

El pánico tardó unos instantes en aflorar. Durante un segundo todos permanecieron sentados, como correspondía a unos turistas educados, mientras la guía cacareaba sugerencias tranquilizadoras por su micrófono apagado, esperando a que algo ocurriera. Pero cuando nada ocurrió, cuando la oscuridad prosiguió y el silencio (desprovisto de los zumbidos electrónicos de los que nadie se había percatado hasta que desaparecieron) se hizo mayor, todo se desbarató.

—¿Qué está ocurriendo? —gritó alguien.

—¿Se supone que es una broma o qué?

—Enciendan las luces. ¡No puedo quedarme aquí sentado, en la oscuridad!

—¿Por qué no hay luces de emergencia?

—¿Quién me ha tocado?

Entonces comenzaron a moverse, aunque no sabían hacia dónde. Bajaron del tren, temerosos de que pudiera dar un bandazo y matarlos a todos. Con tanto movimiento y charla febril, y los ruegos de la guía de que permanecieran en sus asientos, Thomas no estaba seguro de por qué sabía que al menos una persona se había bajado ya del tren y se había alejado de allí con rapidez. Lo percibió, un movimiento diferente a todo el caos que lo rodeaba: deliberado, resuelto. Le pareció oír pisadas a su derecha, zancadas seguras y enérgicas. Alguien que sabía adónde iba.

Thomas se bajó de su asiento y extendió las manos en la oscuridad, siguiendo aquellas pisadas que se alejaban mientras rebuscaba en su bolsillo en busca de la linterna. Ya casi estaba en el túnel perpendicular cuando una llama amarilla se iluminó en el tren. Alguien había encendido una cerilla. Mientras las sombras saltaban, se escuchó la voz de la guía.

—Permanezca en el tren, por favor. ¿Señor? ¡Señor!

Siguió caminando, encendió la linterna y echó a correr sin hacer ruido, atento a posibles sonidos de quienquiera que hubiese abandonado primero el grupo.

Alguien vio su luz y gritó «¡Allí!», como si llevaran semanas en el mar esperando a ser rescatados. Giró a la izquierda para que no lo vieran y siguió avanzando.

No sabía adónde iba y una vez hubo desaparecido del campo de visión de los que estaban en el tren se detuvo, intentando agudizar sus sentidos. Cerró los ojos, contuvo la respiración, y escuchó.

Había tres niveles de sonido. El primero, y más obvio, era el pánico de los turistas, en el lugar por el que había venido. No estaba a más de cien metros, pero las cuevas distorsionaban sus bravatas de indignación de modo que parecían acosarlo desde todos los flancos, cual espectros. El segundo, más bajo pero al menos igual de insistente, era el latido de su corazón. Le costó acceder al tercer nivel y tuvo que forzar su mente como si solo imaginándolo esta fuera a dejárselo oír, pero ahí estaba: enérgicas pisadas. Se dio la vuelta, con los ojos cerrados, siguiendo el sonido hasta ubicarlo, y echó a andar.

Estaba respirando de nuevo, pero su mente estaba tan pendiente de las pisadas que los otros sonidos se desvanecían, eliminados por su concentración. Las pisadas eran fuertes y resonaban levemente contra la piedra, no con el clac que harían unos zapatos de tacón de mujer, sino con el ruido sordo de las suelas de cuero, y algo más, otro sonido que no era capaz de ubicar. Un hombre, pensó, un hombre que sigue caminando, que sabe adónde va. Intentó identificar el otro sonido, y le pareció que era un clic metálico lo que puntuaba cada paso.

¿Recuerdas ese sonido?, pensó.

Así era, y el recuerdo le hizo acelerar el paso.

La luz de la linterna era insuficiente, su haz de luz amarillento y neblinoso, y al intentar mantener el ritmo de las pisadas Thomas estaba volviéndose imprudente. Si había algún botellero en mitad del túnel en vez de en las hornacinas laterales, se daría de bruces con él antes de verlo. Bajó el ritmo un segundo, escuchó las zancadas constantes de su presa y cogió velocidad de nuevo.

Cada tramo del pasillo era prácticamente idéntico al anterior y, conforme avanzaba, el alcance limitado de la luz de la linterna repetía los mismos contornos y formas de los arcos de piedra blanca, las mismas hornacinas y nichos oscuros y las entradas a los túneles laterales. Thomas tenía la sensación de estar adentrándose en las entrañas de la colina, y se percató de que tenía la mandíbula encajada. También estaba comenzando a sudar. Ninguna de esas dos cosas se debía al esfuerzo o a pensar en lo que podía ocurrir si seguía corriendo tras el hombre al que perseguía. Era el lugar lo que estaba comenzando a afectarle: los túneles, la oscuridad, el peso colosal de la piedra que se alzaba sobre él. A cada paso que se alejaba de las partes que veían los turistas, los techos parecían disminuir de altura y la piedra caliza parecía más resquebrajada e irregular. En esos momentos estaba corriendo con la cerviz inclinada, agachándose todavía más conforme el túnel iba ganando en profundidad.

Sigue respirando, se dijo a sí mismo.

Cogió aire y lo notó frío y húmedo en su garganta y pulmones. El dolor del hombro estaba comenzando a extendérsele de nuevo. Podía oler la piedra que lo rodeaba desde todos los flancos.

Inestabilidad estructural, recordó.

La linterna parpadeó y Thomas la agitó mientras seguía corriendo. Volvió a iluminar de forma continuada, pero Thomas sintió una punzada de pánico. Si se apagaba la linterna y no volvía la luz, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar hasta los ascensores? Si sacaban a los turistas de allí y no había ninguna voz que lo pudiera guiar de regreso, podría estar en ese laberinto durante días, semanas…

Las pisadas parecían haber desaparecido, pero de repente las escuchó con más fuerza, como si el propietario hubiese doblado una esquina en algún rincón del lugar. Thomas vaciló, seguro ya de que el resonar rítmico de las pisadas tenía el contrapunto de un tintineo metálico similar al de una campanilla.

Recordó el momento en el que había oído ese sonido por última vez y el recuerdo hizo que aflojara el paso unos instantes. Regresó a una oscuridad diferente, al porche de Evanston, escuchando aquellas pisadas por el lateral de su casa, a alguien entrando en su patio…

Y no olvides lo que pasó después.

Aquello era imposible de olvidar. Y casi inmediatamente recordó las hebillas laterales de los zapatos del estadounidense trajeado, el hombre que había afirmado ser viticultor, pero que hablaba como el ejecutivo de algún estudio cinematográfico.

No por vez primera en aquel viaje, Thomas se sintió manipulado y estafado, y de repente solo deseaba encontrar a aquel hombre con sus estilosos zapatos y hacerle pagar por su encuentro previo en la calle Sycamore. Ese pensamiento hizo que desapareciera su creciente malestar, así que giró una vez más hacia el sonido, corriendo lo más silenciosamente que podía, intentando que sus pisadas coincidieran con las zancadas del otro hombre para que este no pudiera oírlas.

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