Lo que devora el tiempo (22 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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La de Julia McBride era la ponencia principal, pero después de escuchar la de Angela, Julia parecía más nerviosa de lo que nunca la había visto. La ponencia era consistente y fue bien recibida, pero no parecía encontrarse a gusto, y cuando Chad respondió a una pregunta sobre la ropa y comenzó a hablar acerca del atuendo de los sirvientes en general, Julia lo cortó de malas maneras. Una vez hubo concluido, estuvo ordenando sus hojas durante una eternidad. Thomas estaba seguro de que estaba intentando evitar tener que hablar con nadie. Aunque eso podría haber sucedido de todas maneras, porque era Angela la que había congregado a un buen grupo de admiradores.

—Un debate interesante —dijo una mujer junto a él.

Thomas miró y vio que era Katrina Barker.

Hora de volver a dejar constancia de tu no pertenencia a este mundo.

—Sí —acertó a decir—. ¿Quién iba a decir que pudiera sacarse tanto material de un botón?

Ella comenzó a asentir, pero cogió el juego de palabras y comenzó a reírse.

—Excelente —dijo, agitando un dedo mientras se adentraba entre la multitud como si del Queen Mary se tratara.

Thomas abandonó la sala, recorrió el pasillo y salió por la puerta delantera antes de decidir que iba a marcharse. Permaneció demasiado tiempo dudando, y cuando decidió volver a entrar, se encontró con la acechante figura de la señora Covington.

—Si pretende entrar, tendrá que estar inscrito —dijo, entonando las palabras cual pastor anglicano.

Thomas se dio la vuelta y se disponía ya a marcharse cuando alguien se colocó junto a él. Chad.

—Buena ponencia —dijo Thomas.

—Podía haber estado mejor —dijo.

No miró a Thomas, por lo que no hubo gratitud o educación siquiera en su rostro.

—¿No te quedas a que los editores te soliciten incluirla en sus publicaciones? —preguntó Thomas.

—No, tengo que hacerle un recado a la profesora McBride, como corresponde a alguien de mi talla.

—Estoy seguro de que ella está muy orgullosa de tu trabajo.

—¿De veras? —dijo Chad con una mirada desdeñosa—. ¿Y qué sabe usted de eso?

—Mira —dijo Thomas, volviéndose para mirarlo—, no estoy de humor para ser condescendiente con un niñato con ínfulas como tú, así que acepta el cumplido y cierra la boca, ¿quieres?

Fue como si lo hubiera abofeteado. El chico se empequeñeció, como si hubiera retrocedido una década, y se sonrojó. Abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada.

—Lo siento —dijo Thomas—. He recibido una mala noticia…

—No pasa nada —dijo Chad mientras bajaba la mirada. La humildad infantil estaba tornándose de nuevo en hosquedad adolescente.

—Resulta obvio que ella te valora, es todo lo que he dicho —dijo Thomas—. Julia, me refiero.

—Sí, me valora cuando necesita que alguien le compre una memoria USB —dijo Chad con el ceño fruncido—. Pero a la hora de responder a las preguntas acerca de mi trabajo, es otra historia.

—Estoy seguro de que no habría organizado un debate si no respetara tu trabajo.

—Oh, claro que lo respeta —murmuró—. Quizá demasiado.

—¿Qué quieres decir?

El chaval se ruborizó de nuevo y bajó la vista cual crío al que han pillado hablando en la iglesia.

—Nada —dijo—. Olvídelo. Tengo que irme. Nos veremos después.

Y se marchó al trote por una calle lateral. Thomas no estaba seguro de si había sido el resultado de los miedos profesionales del chico unidos al desaire que le había hecho, pero de lo que sí estaba seguro era de que Chad estaría reprendiéndose en esos momentos por lo que quiera que hubiese dejado entrever.

Capítulo 42

De vuelta al hotel, la dueña lo recibió con expresión ofendida.

—Un tal agente Robson quiere que lo llame —dijo.

Le dio las gracias, pero ninguna explicación mientras ella luchaba por contenerse para no decirle que esa era una casa de huéspedes respetable, y que si iba a manchar su reputación sería mejor que hiciera la maleta…

—¿Puedo hacer una llamada internacional? —preguntó Thomas.

Era una mujer musculosa, con el cabello gris a lo paje y oscuros y brillantes ojos.

—¿Adónde? —preguntó. No parecía sorprendida. Thomas supuso que su respuesta no cambiaría nada, algo que en cierto modo rebajaba la presión.

—Japón —dijo.

Ella no hizo ningún gesto, pero algo le pasó fugazmente por la mirada.

—Me temo que no tenemos modo alguno de cobrar a nuestros huéspedes por llamadas al extranjero —dijo con educación.

—Es importante —dijo Thomas—. Puede cronometrarla y hacer un cálculo aproximado. O cobrármela cuando reciba la factura telefónica.

—No disponemos de los medios para hacer eso —dijo, como si hubiera sugerido algo incorrecto.

—Pagaré por adelantado —dijo, sacando un puñado de monedas del bolsillo y dejándolas en la mesa del teléfono—. Y puede cargarme más en mi factura si considera que no es suficiente. No importa cuánto sea. No me importa.

Ella observó el dinero y a continuación lo miró bajo la tenue luz del pasillo. Thomas supo entonces que le interesaban las historias de la gente.

—¿Le importa usar este?

—No hay problema.

Miró el reloj. Thomas se dio la vuelta y marcó. Para cuando Kumi respondió, la dueña se había marchado a la cocina.

Su mujer parecía cansada, pero contenta de oírlo.

—La operación es mañana —dijo.

—¿Mañana?

—No querían esperar, por si acaso. Han pasado unos días desde los resultados de la biopsia…

—Siento no haber llamado antes.

—No pasa nada, Tom. De verdad. Pero sí, me operan mañana. No puedo comer nada esta noche y tengo que levantarme a las cinco, así que me voy a ir ahora a la cama…

—¿Quieres que vaya? —le cortó—. Puedo ir. Puedo ir ahora mismo al aeropuerto.

—Y yo estaré inconsciente cuando llegues —dijo. A Thomas le pareció que había sonreído—. No, Tom. Todavía no. Dame tu número de teléfono de allí y yo se lo daré a Tasha Collins, del consulado. De un modo u otro lograrán contactar contigo cuando la operación haya acabado. Probablemente sepas algo antes que yo.

—¿Cómo es eso?

—Estaré dormida.

—Ah.

—Oye, Tom…

—¿Sí?

—Si son malas noticias —dijo—. Si te dicen que no han podido extirpármelo, o que es mayor de lo que pensaban, o que ya se ha extendido…

—¿Sí? —dijo rápidamente para que ella no dijera nada más.

—Entonces quiero que vengas. Por favor.

—Claro.

Thomas avisó a la dueña de que le había dado su número a Kumi y cuando la mujer comenzó a parecer enfadada, le dijo la razón. Esta parpadeó y asintió con rapidez.

—Le daré el inalámbrico —dijo—. Puede llevárselo a su habitación para que tenga más privacidad.

—De acuerdo —dijo Thomas—. Gracias.

—¿Quiere almorzar algo? Puedo hacerle un sándwich.

—Estaría muy bien —dijo Thomas, agradecido tanto por su consideración como por la comida.

—Jamón y pepino, ¿le parece?

—Perfecto. Gracias, señora…

—Hughes.

—Gracias, señora Hughes.

—En un momento se lo preparo —dijo ella—. Mientras, puede llamar al policía.

Le dio las gracias de nuevo, respiró profundamente y a continuación marcó el número de la comisaría, intentando discernir bajo la tenue luz del recibidor los números que había escrito la dueña de la pensión.

—Ah, señor Knight —dijo Robson—. Esperaba tener noticias de usted. He estado investigando sobre sus maleantes. Sus huellas dactilares, más concretamente.

—¿Y?

—Y nada, lo que es extraño —dijo el policía—. Usted dijo que rondarían la treintena, ¿verdad?

—Así es.

—Que dos insignificantes maleantes hayan eludido el registro nacional de huellas dactilares durante todo ese tiempo significa dos cosas. O bien se trata de ciudadanos modelo que se han vuelto criminales porque hay algo en usted que no les gusta…

—¿O?

—O son muy buenos en eso de mantenerse lejos de los problemas, lo que sugeriría lo contrario.

—¿Y lo contrario es…?

—Que se trata de profesionales que saben lo que hacen. Si los han pagado para seguirlo, atacarlo, entonces pueden volver a hacerlo. Verá, señor Knight. No sé cómo son las cosas en el lugar de donde usted viene, pero aquí la mayoría de los delincuentes son ladronzuelos, y no muy brillantes. Los cerebros criminales solo se encuentran en las obras de ficción.

—¿Por qué tengo la sensación de que ahora viene un «no obstante»?

—Bueno, he dicho la mayoría. Hay unos pocos que también son inteligentes y completamente entregados a su trabajo. Si lo que hacen es acosar a la gente, amenazarla, matarla incluso, entonces tendrán una reputación que mantener.

—¿Cree que esos tipos eran sicarios?

—Creo que, psicológicamente hablando, la gente normal de esa edad no se dedica a perseguir de manera arbitraria a nadie en monumentos. Creo además que su habilidad para evitar que se les hayan tomado las huellas durante años de actividad nefaria sugiere cierta profesionalidad. A los profesionales así no les gusta dejar inacabados sus encargos. Da una mala impresión de cara a futuros clientes.

—¿Me está diciendo que debería cubrirme las espaldas? —dijo Thomas.

—¿Tiene que estar ahora mismo en Kenilworth, señor Knight?

—No, la verdad es que no. ¿Por qué?

—Si yo fuera usted, pensaría seriamente en poner pies en polvorosa.

—¿Cree que debería marcharme de la ciudad?

—«No os preocupe el orden de salida —dijo, aparentemente satisfecho consigo mismo—, y salid ya». Shakespeare.

Capítulo 43

Thomas se pasó toda la noche y las primeras horas de la mañana sentado, leyendo distraídamente los sonetos de Shakespeare, esperando a que sonara el teléfono. De tanto en cuando alzaba la vista y miraba a la nada mientras sus pensamientos iban convirtiendo la incertidumbre en plegarias. Unas semanas atrás, cuando un testigo de Jehová se había presentado en la puerta de su casa de la calle Sycamore, Thomas se había definido como un «católico en el límite del agnosticismo», una definición que había desconcertado al joven de color y que había hecho que se marchara por donde había llegado. Thomas lo recordó y se preguntó si estaba enfadado con Dios, como la gente parecía estar cuando le ocurría alguna tragedia, y concluyó que no lo estaba. Desde que Kumi se lo contó, no creía haber pensado en Dios hasta ese momento. ¿Acaso se debía a que su fe no era lo suficientemente sólida en primer lugar, o porque su versión de Dios no interfería con el orden natural de las cosas? Pensó en las palabras de aquella canción de XTC que había causado furor en las radios universitarias a finales de la década de los ochenta, esa acerca de si Dios hacía diamantes o enfermedades, si Dios nos había hecho a nosotros o si había sido al revés. Dear God, se llamaba. No había pensando en ella en años. Estaba incluida en el álbum que olía a campiña inglesa, aquel cuyas canciones provenían de las pequeñas ciudades y paisajes pastorales que lo envolvían en esos momentos.

A las tres y doce minutos de la mañana sonó el teléfono. Se abalanzó sobre él y oyó la voz de una mujer estadounidense.

—Hola, ¿es usted Thomas?

—Sí.

—¿Soy Tasha Collins? —dijo. No fue una pregunta, sino que tenía una de esas voces que suben el tono al final de cada oración de manera que parecen preguntas—. ¿La amiga de Kumi en el consulado?

—Sí, sí. ¿Cómo está ella?

—Está bien. Descansando. ¿La operación ha ido bien? Han extirpado el tumor y he hablado con el cirujano después. Me ha dicho que el tumor era pequeño, grado dos, pero que cree que lo han extirpado todo. —Parecía como si estuviera leyéndolo—. Los márgenes son buenos y no se ha ramificado, han tomado muestras de los nódulos linfáticos para asegurarse, pero las perspectivas son buenas. Lo han cogido pronto.

—¿Y ella está bien?

—Sí. Como ya le he dicho, está descansando. ¿Podrá abandonar el hospital en unas pocas horas? Estará en casa por la noche, hora nuestra.

—Gracias —dijo Thomas.

Thomas durmió durante dos horas, le dejó una nota a la señora Hughes, hizo la bolsa y pidió un taxi para que lo llevara a la estación de tren. Allí estuvo en el andén, esperando el primer tren a Londres, sintiendo el frío de la mañana y respirando como si llevara semanas sin hacerlo. La llamaría desde Londres. Pero por el momento… Por el momento todo iba si no bien, al menos mejor que antes, y la diferencia era extraordinaria.

Una vez hubo llegado a la ciudad, llamó a la abadía de Westminster y dejó un mensaje para el sacristán quien, le aseguraron, llegaría en breve. Cogió el metro a Westminster y, aunque se hallaba rodeado de personas con la mirada fija en sus periódicos o iPods, fue todo el camino sonriendo.

En la abadía, Thomas preguntó a un vigilante de seguridad y encontró al sacristán en la parte sur de la abadía propiamente dicha.

—Señor Knight, tengo algunas noticias para usted —dijo Hazlehurst mientras se acercaba a él.

Thomas estrechó la mano de aquel hombre menudo y lo siguió mientras este le contaba sus hallazgos con regocijo.

—La tumba del Poets’ Corner pertenece, en efecto, a Charles de Saint Denis, lord de Saint Everemond. Fue desterrado de la corte de Luis XIV por cierta impropiedad política y, aunque el asunto se resolvió posteriormente y volvió a restablecerse su relación con la corona francesa, jamás regresó a Francia. Vivió en Londres, fue poeta, ensayista y dramaturgo, conocido por sus hábitos epicúreos y las sofisticadas compañías que frecuentaba. Dominaba el arte de las citas ocurrentes, una especie de Noel Coward del siglo XVII. Celebraba los placeres de la carne cada vez que se le presentaba la oportunidad, una religión a la que se mantuvo fiel durante toda su extensa vida. Escribió una obra titulada Sir Politick Would-Be, supuestamente de estilo inglés; mantuvo correspondencia con ciertas damas destacadas (filósofas, hedonistas, mujeres de la alta sociedad); también tuvo al menos una larga aventura con una mujer considerablemente más joven; mantuvo una muy buena relación con la monarquía inglesa, especialmente con Carlos II; vivió más de noventa años, algo extraordinario para aquella época, y fue enterrado en el crucero sur.

—¿Y el champán?

—Bueno, aquí es donde la cosa se pone interesante —dijo el sacristán—. ¿Sabía usted que el champán no era espumoso en un principio? No, yo tampoco. Este hombre, Saint Evremond, era de la región de Champaña, aunque su vino era mucho menos valorado entonces. Los vinos populares eran mucho más pesados y dulzones. La cuestión es que fue él quien introdujo el champán en Inglaterra y, aunque parece haber cierto desacuerdo al respecto, también fue quien creó las burbujas por las que lo conocemos hoy.

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