Lo que devora el tiempo (24 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—Entonces tiene que suponer que fue vendida o reclamada por el propietario original.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, si alguien muere en posesión de un bien que le fue dado por otra persona, ese bien puede revertirse al dador.

—Pero Saint Evremond murió bastante antes de la revolución.

—Pero su familia tenía intereses en la región de Champaña —dijo Hazlehurst, que sin duda había estado meditando sobre ello—, y hay una marca de champán con su nombre. ¿No tendría sentido que su bien revertiera en esa casa?

Thomas supuso que sí, aunque solo fuera porque no se le ocurrían más opciones.

—¿Dónde está?

—La casa de champán Taittinger, la que produce la marca Saint Evremond, se encuentra en Reims, en la plaza Saint Nicaise. Está a menos de un kilómetro al sudeste de la catedral.

—Impresionante —dijo Thomas, que seguía sonriendo—. Gracias. —Lo busqué en Google —dijo el sacristán, satisfecho consigo mismo.

Capítulo 46

Thomas encontró un establecimiento de Hertz de alquiler de coches y escogió un mamotreto de coche (un Peugeot granate) de todos los que le mostró un hombre, con un bigote entrecano tan ancho como su boca, que apisonó el vacilante y elemental francés de Thomas con un inglés fluido y una mirada lacónica que se endureció cuando Thomas pidió un automático.

—No hay automáticos —dijo—. Tienen que pedirse por adelantado.

Thomas se encogió de hombros, firmó y cogió las llaves, comentando para sus adentros (y no por vez primera) lo poco que parecían cundirle los dólares.

Tardó algo de tiempo en cogerle el tranquillo a la palanca de marchas del Peugeot. Metió una y otra vez todas las marchas mientras el hombre del bigote lo observaba con manifiesto desdén desde la ventana. Cuando lo arrancó, el coche dio un bandazo, pero Thomas logró enderezarlo y salir a la vía de acceso para tomar la rotonda y coger la A26 en dirección a Reims.

Ya en la autopista, en dirección sur, a Thomas le sobresaltó ver señales de carretera que se hacían eco de las guerras libradas más recientemente que la campaña de Enrique V. La segunda guerra mundial había dejado su impronta en la región y en esos momentos estaba atravesando un corredor que dividía la tierra conquistada brevemente tras el Día D desde la región de las Ardenas hasta el este, donde la ofensiva aliada quedó casi estancada en la Batalla de las Ardenas. Pero no era la segunda guerra mundial la que le estaba susurrando desde las señales de la carretera. Era la primera guerra mundial.

Arras, Vimy, el Somme, Bapaume, Cambrai, el río Marne… Aquellos nombres hacían que a Thomas le dieran escalofríos, pero tan solo eran palabras inquietantes que evocaban vagas imágenes: incontables bajas para un puñado de metros de terreno y los atroces horrores de la guerra de trincheras. Al igual que la mayoría de los estadounidenses, Thomas sabía poco de la primera guerra mundial. No había quedado tan grabada como la guerra civil anterior y la segunda guerra mundial posterior. Quizá se debiera a que Estados Unidos había entrado tardíamente en la guerra, a que sus bajas habían sido comparativamente pocas, y a que la impronta emblemática de inutilidad y devastación de la guerra había quedado en cierto modo minada por los sombríos conflictos posteriores, especialmente Vietnam. O quizá se debiera a que la gente la había olvidado. Por lo que Thomas sabía, su instituto no enseñaba en las clases de historia lo que anteriormente se llamó la Gran Guerra, y la historia como asignatura se estaba viendo continuamente erosionada por otras tales como economía, que las autoridades consideraban mucho más útiles.

Thomas cayó en la cuenta de que estaba pensando en Ben Williams de nuevo, que había participado en la representación de Julio César en su clase hacía seis años, y que había muerto de uniforme en Iraq. En Estados Unidos las guerras parecían siempre tan remotas que a menudo se convertían en algo heroico y glamuroso. Se preguntó si los franceses pensarían en esos términos, allí, donde el terreno se había empapado de sangre prácticamente cada cuarenta años desde los tiempos en los que ni siquiera habían oído el nombre de América.

Había unos doscientos veinticinco kilómetros a Reims, y Thomas se maldijo por no haberse quedado en el tren hasta Lille. Pero, por muy largo que fuera, el viaje no era tumultuoso y sí casi pintoresco incluso, pues el campo iba abriéndose conforme conducía hasta atravesar enormes y abiertas extensiones, considerablemente más grandes y obviamente más cultivadas que los pastos ingleses. En ocasiones los cultivos (de semilla de colza, le dio la sensación) eran de un amarillo verdoso increíblemente vívido. En todas las demás partes, campos de grano o de alguna hierba larga cuyo nombre desconocía se extendían a lo largo de cientos de metros desde la carretera, moteados con pacas inmensas, cual ruedas de gigantescas carretas.

Reims, para su pesar, era una ciudad más nueva de lo que se había esperado, y mucho más industrial. Thomas dudaba mucho que hubiese algo anterior a la segunda guerra mundial. Aparcó en la calle de l’Université, a unos cien metros de la catedral donde en 1429 (y en Enrique VI, parte I) el delfín había sido coronado Carlos VII, desafiando así a Inglaterra, por Juana de Arco: santa Juana de Arco para George Bernard Shaw, la enigmática e inquietante Juana Pucela para Shakespeare. Thomas no recordaba la obra bien, y no le había gustado especialmente.

Aparcó y salió del coche. El trayecto le había anquilosado el hombro, pero no podía estirarlo por miedo a que se le reabriera la herida. Se lo sujetó con la mano izquierda y lo giró un par de veces, pero no se atrevió a hacer más que eso.

Caminó primero hacia la catedral, no porque quisiera verla, sino porque sabía que allí habría guías de la región en inglés, en las tiendas que abarrotaban la plaza circundante. Encontró una tienda situada entre una pastelería y un banco. Compró una Rough Guide de Francia sin compararla con otras y un pain au chocolat en la pastelería contigua, y a continuación regresó al coche masticando y pensando en su mujer, a la que le encantaba la buena repostería.

Giró a la izquierda y después caminó con brío hacia el bulevar Víctor Hugo hasta llegar a la oficina central de Taittinger, un edificio moderno y extrañamente triangular con la puerta principal en el vértice y las paredes llenas de ventanas. En el interior había una impresionante maqueta de la igualmente impresionante abadía de Saint Nicaise, que había estado en ese lugar desde la Edad Media, pero que en la actualidad había desaparecido, destruida no durante una de las guerras mundiales, tal como había dado por sentado Thomas, sino durante la revolución francesa. De nuevo le impactó la dimensión y violencia de la historia de la región. No era de extrañar que, en comparación, los estadounidenses se sintieran tan desarraigados que anhelaran una dimensión histórica de sus vidas y familias. En Europa la historia estaba en todas partes, amontonada cual montañas de piedras bien talladas, muchas de ellas manchadas de sangre.

Pagó los siete euros de la entrada a una apropiadamente efervescente recepcionista que le dijo que podía caminar a sus anchas por el interior, así que descendió a las bodegas, pasando junto a estantes de botellas vacías con el nombre de Taittinger y barriles de madera apilados. Las botellas estaban colocadas en empinadas diagonales, cual polvorientos bancos para lanzacohetes. Conforme iba descendiendo fue adentrándose en el pasado y, al menos en algunos lugares, en el pasado lejano.

Tal como podía leerse en los carteles informativos, Taittinger había comprado los restos de la abadía y las bodegas hacía relativamente poco, devolviéndolas al propósito original que los monjes escogieron para ellas. Hacía frío, así como cierta humedad en el aire, y Thomas (a quien nunca le habían gustado los espacios oscuros y cerrados) sintió cierto desasosiego.

Capítulo 47

El champán tiene que almacenarse durante años bajo tierra mientras madura, y las botellas se giran e inclinan de manera periódica para impedir que el poso se asiente en el cuello de la botella. Cuando está lista, la botella se sumerge en salmuera a muy baja temperatura y después se descorcha para a continuación retirar el tapón formado por los posos. Se añade un poco de azúcar a la botella y vuelve a sellarse. El método, laborioso, largo y especializado, seguía realizándose de manera tradicional, le dijo una guía cuando Thomas le preguntó. Un hombre con un traje color gris oscuro resopló ante tal afirmación, lo que hizo que la guía lo mirara.

—Estas bodegas datan de la época romana —dijo la guía para recuperar la atención de aquellos que seguían mirando al hombre del traje—. Fueron excavadas en la piedra caliza en el siglo IV, aproximadamente cuando Atila el Huno combatía contra las regiones romanas en el norte…

Thomas miró al hombre y este lo miró de manera incrédula.

—Todos dicen eso —dijo el sujeto, claramente estadounidense—, pero en estos días es una sandez. Resulta pintoresco, ya sabe, que todo sea hecho a mano como antiguamente. Curioso. Apropiado para una película: travellings de un entrañable anciano dando la vuelta a las botellas bajo una luz tenue. Pero si fuera verdad, sería una pérdida de tiempo y dinero. Actualmente todo el mundo lo hace de manera mecánica. Es más rápido y eficiente y no se pierde sabor. El sabor está en la mezcla de las uvas, los aditivos, la levadura, y cosas así. El proceso no importa una mierda. Les gusta fingir que siguen haciéndolo así para complacer a los turistas.

Refunfuñó durante toda su alocución, pero a Thomas su iconoclasia le resultó divertida.

—Dicen que lo hacen a la manera tradicional —recalcó Thomas.

—Claro —dijo el estadounidense—. Pero usted qué ve aquí: ¿mil botellas como mucho? Estos tipos deben de producir cerca de seis o siete millones de unidades al año. ¿De veras cree que tienen a un hombre que camina por las bodegas con una vela en la mano, cual monje medieval de un docudrama, y que gira tantos centímetros las botellas, una por una? Tendrían que ser tontos.

—Parece que sabe usted del tema —dijo Thomas con una sonrisa.

—Digamos que estoy en el negocio —dijo el hombre con una sonrisa discreta—. Pero eso será mejor que quede entre usted y yo. ¿Y usted?

—Soy profesor —dijo Thomas—. Estoy de vacaciones, o algo así. ¿Ha hecho muchas de estas visitas guiadas?

—Oh, sí —dijo mientras contaba con los dedos, con una mezcla de bravuconería y aburrimiento—. Martel, Piper-Heidsieck, Mumm, Pommery, Veuve Clicquot-Ponsardin, Lanson. Y esas son solo las que están aquí en Reims. Vi Bollinger en Ay, y mañana estaré en Épernay: Mercier, Perrier Jouët, Castellane y Moët et Chandon. Cualquier cosa que necesite saber acerca del vino efervescente, soy su hombre.

A Thomas le dio la sensación de que la guía había estado escuchando la conversación y que frunció el ceño al oír la referencia al vino efervescente. Quizá fueran las frías y tenuemente iluminadas hornacinas en la piedra blanca, la silenciosa seriedad de los turistas o algún vestigio de los orígenes monásticos del lugar, pero Thomas se sentía como si estuviera en una iglesia, una casa de misterios eternos no solo reducibles al vino espumoso. El estadounidense sonrió de manera burlona. Sin duda se estaba divirtiendo.

Era de mediana edad, rostro delgado y constitución fuerte y musculosa. Su cabello comenzaba a clarear en la coronilla y tenía la manía de pasarse los dedos entre este, como si calculara las bajas sufridas en el día, pero en aquel hombre había una confianza sin fundamento que a Thomas le resultaba atrayente.

Siguieron avanzando juntos, yendo de expositor en expositor, admirando los arcos abovedados con sus arbotantes de piedra y los interminables pasadizos laterales repletos de champán apilado y empaquetado.

—Los lugareños le dirán que son los fósiles en la caliza, bajo los viñedos, los que hacen el champán —dijo el estadounidense, impertérrito—, o el clima. O las técnicas de maduración. O los siglos de tradición y la manera en que las uvas se han desarrollado. Más sandeces.

—Entonces, ¿qué es? —dijo Thomas, tragándose el anzuelo.

—Depende de a qué se refiera. No estoy hablando de sabor, aroma, distribución de burbujas y todas esas cosas, porque creo que se puede simular todo eso en un montón de lugares. Me refiero a lo que hace que el champán sea champán.

—Creo que no le sigo —dijo Thomas.

—Para poder llamarse champán, de acuerdo a una ley internacional, tiene que provenir de aquí, ¿lo sabía?

—Algo había oído.

—El champán se define por la región —dijo el estadounidense, en esos momentos abiertamente desdeñoso, y con el volumen suficiente como para que Thomas fuera consciente de que las personas a su alrededor los estaban mirando—. Haz el mismo producto en cualquier parte y tan solo es vino espumoso producido de acuerdo con el method champenoise. Eso será a lo máximo que puedas aspirar. El método del champán. Que Dios lo ampare si decide llamar a esas botellas champán a menos que usted sea una de esas enormes compañías estadounidenses que han logrado encontrar alguna laguna jurídica en la legislación.

Bufó de nuevo para puntualizar su afirmación.

—¿Trabaja para una compañía de caldos estadounidense? —preguntó Thomas.

—Una compañía de champán estadounidense —puntualizó.

—Sí, de champán, claro —dijo Thomas—. ¿Es nueva?

El hombre asintió, pero apartó la vista como si no quisiera decir más. Quizá rondara la cincuentena, pero se movía como un hombre joven. Su voz (rica, seca y sonora, cual cañón empapado de vino) salía de su garganta con estilo y mando, algo que parecía habitual en él. Tan solo ese amago de pregunta acerca de para quién trabajaba había parecido silenciarlo.

—No sé nada del champán —dijo Thomas.

—¿Le gusta?

—Sí —respondió Thomas, encogiéndose de hombros.

—Entonces ya sabe suficiente.

—Pero ¿cómo se diferencian los realmente buenos de los que lo son menos?

—Oh, todos son más o menos iguales —dijo, y esa vez apartó la vista, de manera que su autoconfianza sonó más bien a bravuconería—. ¿Es la única bodega que va a visitar? —preguntó.

—No lo sé aún —dijo Thomas.

—¿Está buscando algo en particular?

Thomas se puso tenso de inmediato.

—La verdad es que no —respondió—. ¿Por qué?

—Resulta extraño —dijo el viticultor—. Ya sabe, alguien que no es un asiduo del champán, de vacaciones por aquí y visitando bodegas. Parece un, ¿cómo se dice?, un subterfugio. Como una trampa. Sí.

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