Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (2 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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La cosa es que de camino al súper me desvié un poco para comprobar la numeración de Jaume Guillamet.

Viniendo por Santa Clara, el primer número que vi fue el 57, sólo tuve que remontar la calle un centenar de metros. Ya de lejos me di cuenta de cuál había de ser la casa que interesaba a
The First
. Había pasado por delante tantas veces que nunca se me había ocurrido fijarme, pero saltaba a la vista que era un edificio inverosímil en aquel contexto: una casucha de principios de siglo, con un jardincillo cercado por una tapia del que emergían un par de árboles altos. Resultaba difícil entender cómo demonios seguía allí ese resto, entre bloques de ocho o nueve plantas, con las ventanas cegadas y el jardín interrumpiendo toda la anchura de la acera. Por su culpa todo aquel tramo de calle parecía un cuadro de Delvaux, o Magritte: ruinas, estatuas, estaciones sin trenes ni pasajeros, esa especie de ausencia, de inmovilidad inquietante: el retrato de lo que falta. Desde luego no pensaba llamar al timbre si es que lo había, la parte razonable que queda en mí aconsejaba dejar ese paso para cuando me hubiera duchado, vestido con ropa limpia y pensado en algún buen pretexto que ofrecer a quien pudiera abrirme; pero sí que me detuve un poco pasando por delante. La tapia se alzaba unos dos metros, y la hiedra que la rebosaba parecía bien alimentada, sugería que el edificio no estaba del todo deshabitado. Rodeé el jardincillo en busca de la puerta de acceso, por ver si había algún letrero, o un timbre, y distraído en la observación pisé una mierda de perro al doblar la primera esquina del saliente. Auténtica mierda de perro, de las que casi no se encuentran desde que todo el mundo anda recogiéndole los cagarros a su euro-mascota con una bolsa de Marks & Spencer. Traté de desembarazarme refrotando contra el canto del bordillo, pero la plasta estaba amazacotada en el rinconcillo curvo que forma el tacón y tuve que quitarme el zapato. Busqué a mi alrededor un papel o algo con que limpiarme, y, atado al poste de teléfono que se alzaba pegado a la tapia, encontré uno de esos trapitos rojos que suelen colgarse al extremo de una carga cuando sobresale por detrás del coche. No llegué a quedar convencido de no atufar a perro de marca en cuanto entrara en el súper, pero terminé por dejarlo estar cuando el trapito quedó intocable.

Como el trabajo de investigación estresa enseguida, con eso di por terminada mi jornada laboral. Así que solté el trapito en el puto suelo (me gusta comprobar a simple vista que vivo en Barcelona, y no en Copenhague) y me fui camino del súper antes de que cerraran.

En el Día siempre parece que estén rodando una película del Vietnam, no sé qué pasa, pero es más barato que el Caprabo de la Illa, donde en cambio uno siempre espera encontrarse a Fret Aster y Yinyer Royers bailando una polca en la sección de congelados. Añadí a las previsiones de abasto todas las chuminadas de compra compulsiva que me fui encontrando entre el desorden de cajas sin abrir, como recién soltadas en paracaídas desde un Hércules, y tras la enorme cola de la caja comprobé satisfecho que la cuenta no superaba demasiado las cuatro mil pelas. Además, en el colmo de la previsión, se me ocurrió pasar por el estanco a comprar un Fortuna pa los porros.

Al llegar a casa aún tuve paciencia para no fumarme el primero hasta haberme duchado (incluso yo mismo empecé a notar que olía a oso bailarín), pero en cuanto salí del agua como un tritón triunfante ni siquiera me molesté en secarme y me senté en el sofá a liar. Cargué bien el canuto, y después de los dos días de abstinencia no tardé en notar un cosquilleo agradable. Lástima que el estado general de la sala no acompañara a la pulcritud de mi persona, recién duchada y desodorizada. Mis resabios burgueses siempre se exacerban después de una ducha, quizá por eso me ducho lo menos que puedo, así que me quedé mirando fijo al televisor apagado con la esperanza de que en la contemplación de la nada se me pasaran las ganas de limpiar. Pero es increíble lo reveladora que puede llegar a ser una tele apagada: te refleja a ti delante de ella: una caña.

Sólo el timbre del teléfono fue capaz de devolverme al planeta Tierra.

—Siií.

—Buenos díaaaas. Le llamo de Centro de Estudios Estadísticos con motivo de un estudio general de audiencia de medios. ¿Sería tan amable de atendernos durante unos segundos?, será muy breve.

Era la voz de una chica tele-márqueting, con esa extrema dulzura que sin embargo no puede ocultar la mala leche típica del que detesta su trabajo. Pero lo peor es que el rollo de la encuesta tenía toda la pinta de ser sólo una excusa para intentar venderme algo, y eso sí que me jode.

Decidí ponérselo difícil:

—¿Una encuesta...? Qué bien: me encantan las encuestas.

—Ah, ¿sí?, pues está de suerte... ¿Me podría decir su nombre, por favor?

—Rafael Bolero.

—Rafael Bolero qué más.

—Trola: Rafael Bolero Trola.

—Muy bien, Rafael, ¿cuántos años tienes?

—Setenta y dos.

—¿Profesión?

—Pastelero.

—Pas-te-le-ro, estupendo. ¿Te gusta la música?

—Uf: horrores.

—¿Siií?: ¿y qué tipo de música?


El Mesías
de Haendel y
La Raspa
. Por este orden.

La tía estaba empezando a titubear, pero no se dio por vencida. Todavía preguntó si oía la radio, si veía la tele, si leía periódicos y cuáles y al fin, después de soltarme el rollo entero, abordó la cuestión:

—Muy bien, Rafael... Pues mira: en agradecimiento por tu colaboración, y como veo que te gusta la música clásica, te vamos a regalar una colección de tres CD's, casets o discos completamente gratis. Sólo nos tendrás que abonar los gastos de envío: dos mil cuatrocientas doce, ¿te parece bien?

—Ay, pues lo siento mucho, pero tendría que consultarlo con mi marido...

Mi voz es inequívocamente masculina, del tipo cavernoso, y la tía estaba ya alucinando. Fue el momento justo de lanzarme a saco:

—Huy, perdona, no te extrañes, es que verás, somos una pareja de hecho homosexual, ¿no sabes?, vivimos juntos desde que salimos del centro de desintoxicación y montamos la pastelería, va para seis meses. Y mira por dónde un cliente que también es gay y nos compra lionesas (porque, me está mal el decirlo, pero tenemos unas lionesas di-vi-nas...), pues resulta que nos inició en la Hermandad de la Luz por Antonomasia..., ¿pero ya conoces la Hermandad, supongo?

—Pues... no...

—Uh, pues tienes que conocerla. Nosotros estamos encantados. Fíjate que por las mañanas mi marido va a hacer apostolado y yo me quedo en la pastelería; y por la tarde invertimos el turno... ¿Así que tú no has visto la Luz todavía?

—No, no...

—¿No?, pues no te apures que eso se arregla enseguida. A ver, ¿cómo te llamas?

La tía estaba ya acojonada del todo.

—No, es que...

—O mejor, mira: dame tu dirección y esta tarde vengo a verte y charlamos, ¿qué te parece?

—No, perdone, es que no nos permiten dar la dirección...

—¿Que no te permiteeen...? Eso no es problema: yo inmediatamente te localizo la llamada en el ordenador y envío a una Gran Hermana Lésbica para que hable con tu jefe, ¿vale? Ah, ya me salen los datos en pantalla, a ver..., ¿llamas de Barcelona, verdad? Si esperas un momento me saldrá enseguida la dirección exacta...

No resistió más, oí el clic del teléfono colgado a toda prisa.

Misión cumplida. Le di una larga calada al porro y me fui a poner agua a hervir para los espaguetis de excelente humor. En aquel momento no sabía qué es lo que estaba pasando en Miralles & Miralles; ni sabía, desde luego, en qué berenjenal estaba a punto de meterme.

Carga delantera sobresaliente

Me despertó de la siesta un trueno descomunal, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrm, justo mientras soñaba con unas criaturas pérfidas dotadas de la singular facultad de hincar sus piernecillas en tierra, convertirlas en raíces, y sobrevivir indefinidamente en forma vegetal. Hasta tenían nombre: borzogs, se llamaban: un extraño híbrido entre la ortiga y el duende. Uno se paseaba tranquilamente entre ellos sin sospechar nada y, de repente, zas, cobraban movimiento, sacaban las raíces del suelo convertidas de nuevo en piernas, y te mordían las pantorrillas con saña, la madre que los parió.

Eran más de las siete de la tarde. Llovía a lo bestia, tormenta de primavera, breve pero jevi, y acabé de despejarme mirando la cortina de agua desde la ventana. Barcelona mola cuando llueve: los árboles recuperan el verde, los buzones el amarillo, los techos de los autobuses el rojo vivo, lavados por el agua abundante. No sé qué coño pasa con los autobuses de Barcelona que desde arriba se ven siempre llenos de mierda. Menos cuando llueve fuerte y todo se pone verde, azul, rojo, colores primarios sobre gris marengo, y la ciudad parece de juguete, un Scalextric, o un Tente. Puse café al fuego para afrontar el segundo despertar del día, mucho más plácido este de la tarde, y le di a la palanquita de la radio. Sonó algo lento, con voz de negra melosa y largos fraseos de saxo. Después encendí el ordenador y lo dejé arrancando mientras liaba un porro y salía el café. Enseguida me apalanqué delante de la pantalla y conecté con el servidor. A ver. Doce mensajes. Tres de ellos pura propaganda; los otros nueve tenían más chicha. Los revisé superficialmente para empezar a discriminar: John desde Dublín que hola qué tal,
I've been writting some Primary Sentences these days and here I send you a few
, etcétera; los de la Oficina General de Patentes que no podían facilitarme la información solicitada, bla-bla-bla; Lerilyn desde Virginia, que no soportaba a sus compatriotas y que echaba mucho de menos Barcelona, besos con V y hasta pronto sin H... Me detuve un poco más en una nota del Boston Philosophy College que me invitaba a dar una charla en los cursos de verano. Por supuesto no pensaba asistir, pero me recreé un rato en ella para fortalecer mi ego. En la calle no soy nadie, pero en la Red tengo un nombre y entre mis resabios burgueses me queda un resto de vanidad. Los otros seis mensajes venían de la lista de direcciones del Metaphisical Club y desconecté para leerlos tranquilamente. Por lo que pude empezar a ver todos hacían referencia a mi último envío. «Si toda palabra inaugura un concepto, basta decir "todo aquello que no existe" para que todo aquello que no existe cobre realidad», trataba de contrariarme un tal Martin Ayakati, con cierta lógica no por defectuosa menos meritoria.

Me propuse ser ordenado e ir respondiendo a medida que leía. Le di al botón de respuesta y empecé a redactar en castellano:

«Decir "todo aquello que no existe" inaugura, efectivamente, un concepto; pero no trae a la existencia más que a ese concepto que inaugura, es decir, una cierta entidad de la que nada sabemos excepto que recibe el nombre de "Todo aquello que no existe". Téngase en cuenta que del mismo modo que una mujer puede llamarse "Rosa" y eso no significa que haya de tener espinas...» Había empezado a entrar en calor cuando sonó el teléfono. Estaba visto que aquél era el día de las interrupciones telefónicas.

—Siií.

—Llevo un cuarto de hora llamándote y comunicas.

Era
The First
. Debía de haber llamado mientras recibía el correo.

—¿Qué coño quieres ahora?, hemos quedado para el lunes, ¿no?

—Ya no. Olvídate del asunto.

—¿Queé?

—Que te olvides. Ya no me interesa la información.

—Ah ¿no?, pues a mí sí que me interesan las cincuenta mil pelas.

—Estoy seguro de que no habrás empezado aún a trabajártelas.

—Pues sí: me han ocupado espacio mental. Y un trato es un trato: me debes la pasta.

—Bueno, quédate con las quince mil que te he adelantado.

Eso sí que era raro. Había que aprovechar la oportunidad para sangrarlo.

—Las quince mil ya no las tengo; y he rechazado otro encargo contando con que me darías el viernes las treinta y cinco restantes, así que ya me explicarás.

—Vale, no me marees: pásate mañana por aquí y te doy el resto. Pero olvídate del asunto, ¿me oyes?: olvídate.

Curioso:
The First
me regalaba cincuenta mil pelas por todo el morro, sin discutir, ni regatear, ni meterse conmigo. Algo gordo se traía entre manos, seguro, o eso al menos sugería la vehemencia de sus palabras, «olvídate», un imperativo extraño, «olvídate», ahora sé que lo dijo alarmado, pero en aquel momento me pareció sólo impaciente, una impaciencia que me venía bien para darle final a la conversación antes de que tuviera ocasión de arrepentirse por haberme prometido el dinero:

—Muy bien, me paso mañana. Oye, ahora estoy ocupado... Y si has de volver a llamar haz el favor de no dar esos timbrazos.

—Espera, hay otra cosa.

—Qué pasa.

—Papá: se ha roto una pierna.

—¿Una pierna?... ¿Para qué?

No era broma, es que me sorprendió la noticia. Mi Señor Padre no hace nunca nada sin motivo que lo justifique.

—Un accidente. Un coche la ha dado un golpe. Me ha llamado desde el hospital y he ido a buscarlo. Mamá está un poco histérica, ¿no te ha llamado?

—No... ¿Es grave?

—No. Lo han enyesado hasta la rodilla. Tiene para poco más de un mes, pero se ha puesto de mal humor porque pensaban trasladarse a Llavaneras este fin de semana y quedarse ya todo el verano. Pásate a verlos cuanto antes, haz el favor, los dos están un poco nerviosos.

Era la primera vez que
The First
me hacía una petición semejante, pero lo verdaderamente raro, lo alarmante, era que lo hiciera «por favor». Quizá el accidente de nuestro Señor Padre lo había puesto nervioso —quién sabe si bajo el pretaporté de Lorenzo Barbuquejo a mi Estupendo Hermano le quedaba todavía alguna entraña—, pero desde luego seguía siendo inaudito que soltara la pasta con tanta facilidad.

Levanté otra vez el teléfono y marqué el número del cuartel general de los Miralles. No sé: debió darme un subidón de amor filial.

Se puso directamente mi Señora Madre, lo que no era tampoco muy habitual. A las primeras palabras noté que se le había pasado el susto, pero aún estaba alterada. Le pregunté por qué no me había avisado enseguida del accidente, más que nada por mostrar alguna solicitud.

—¿Tú crees, Pablo José, que con todo lo que ha pasado tengo la cabeza para nada? Además, he llamado y no estabas, y después con el trajín se me ha olvidado. Tu hermano ha ido a buscarlo al hospital.

—¿Está por ahí? ¿Puede ponerse?

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