—Roberto, tráete la botella de vodka del congelador.
El Roberto sopló:
—Empiezas fuerte, compadre...
—Acabo de ver cómo un compañero de colegio se estampaba contra un camión de basuras.
—¿El accidente? Vinieron a buscar a Leoncio y Tristón. ¿Es grave?
—No creo... Pero tengo el día un poco cruzao y esto ha sido el colmo. Tráete la botella, anda.
Se fue a por ella a la cocina interior, pero a medio camino le sonó el móvil y se paró en el fondo del local para atender la llamada. El bar estaba todavía concurrido, habían retirado ya la terraza de la calle pero dentro quedaba gente: una pareja, dos taxistas ante la tragaperras... En el reloj de pared las dos y media. Esperé mirándolo a que el Roberto terminara la discusión telefónica y llegara con el moscoscaya.
—Chupito de aguardiente para el señor —dijo, sirviéndome en un vasito helado.
Lo tomé de un trago.
—Otro.
Adentro.
—Otro más.
Aún tomé el cuarto y pedí una cerveza para diluir,
El Periódico
para disimular, y me fui a una mesa. La MTV emitía ese vídeo del Jamiroquai que ponen siempre y pasé a la portada del periódico: el Ministro de Nosequé advertía de Algo relacionado con Nosecuántos. En las páginas de opinión, hermosas odas a la Verdad Verdadera y críticas feroces a la Mentira Mendaz. Hice bien en retirarme del mundo. Pero el mundo se le acaba echando encima a uno quiera o no quiera. Se termina la pasta en la cartera o aparece un camión de basuras atravesado en mitad de la calle; mi Estupendo Hermano desaparece misteriosamente y a SP le machacan la pierna.
No et fiis mai de la calma
. Ni de la calma ni de nada. Sobre todo no te fíes de
Lady First
, no te fíes porque te ha caído bien y si alguien te cae bien estás perdido. Puedes proyectar tus buenos sentimientos sobre quien apenas interviene en tu vida, el parroquiano de un bar o una puta del Chino, pero nunca, repito, nunca, dejes que te caiga bien tu cuñada Gloria; ni siquiera debes llamarla «Gloria», es
Lady First
, un enemigo potencial.
—Roberto, ponme otra birra.
—Va.
—Oye, Roberto: ¿yo te caigo bien?
—Pues eso depende...
—Ah, ¿sí?: ¿y de qué depende?
—De lo que convenga responder en este momento.
Más cerveza. Las dos y media. Estaba ya borracho otra vez. Borracho y meditabundo, pero no resulta nada cinematográfico ponerse a pensar durante mucho rato. Hay que recurrir a la elipsis: mostrar el reloj del bar, al prota con su cerveza y su periódico, fundir a negro, volver al reloj, al cenicero, a la colección de cervezas vacías. Lamentablemente hay que machacarse la vida en tiempo real, pero precisamente por eso cunde más que las películas, y para cuando en el reloj eran las tres y media yo y había pergeñado un primer plan de acción respecto al asunto
The First
, así que, terminados ya los deberes, pensé en cómo demonios podía pasar el resto de la noche.
De esta vida sacarás / lo que metas nada más
: fue lo primero que me vino a la cabeza. Pero estaba sin blanca, y el Luigi, único prestamista posible a aquellas horas, no había aparecido por la barra. A veces se marcha a casa y cierra el Roberto. Otras anda por la vivienda interior del bar, cazando gatos en el patio o metiéndose algo por la nariz con algún cliente de confianza. Pregunté al Roberto.
—Está adentro, pasando cuentas.
Me levanté y atravesé la puerta de la trastienda golpeando antes con los nudillos. Encontré a Luigi en la habitación del fondo, sentado ante la mesa camilla en plena caos contable: una libreta, montones de facturas y una pequeña caja fuerte metalizada que rebosaba billetes y notas manuscritas.
—Oye, Luigi: te tengo que pedir un favor.
—Mientras no sea pasta...
—Siempre te la devuelvo, ¿no?
—Sí, pero dejo de verte el pelo hasta que puedes hacerlo, y mientras no te veo no haces gasto. Mal negocio.
—Te lo devuelvo mañana, en serio, por la mañana tengo que cobrar un pastón.
—¿Son imaginaciones mías o eso ya te lo he oído antes?
—Oye, Luigi, a ver: ¿cuándo te he mentido yo?
—Cada vez que te ha salido del nabo.
—Pero nunca en asunto de dinero. Necesito diez billetes: sólo diez billetes.
Estaba empezando a ablandarse. Lo indicaba su concentración cabizbaja en unos tickets del Caprabo.
—Y supongo que también querrás dejarme a deber lo de hoy, ¿no?
—Bueno, mañana te doy quince talegos, para compensar...
—Oye, que yo no soy La Caixa: mañana me das lo que me debas, ni más ni menos... Pero lo quiero mañana, ¿entendido?
Salí de allí lo más rápido que pude y tomé Jaume Guillamet arriba. No quedaban rastros demasiado evidentes del accidente del Berri, sólo minúsculos cristalitos que hacían brillar el asfalto a las luces de la calle y una plasta de serrín que había empapado el charquito de sangre. Seguí subiendo calle arriba hasta la altura del 15. Entonces me agaché un momento frente a la entrada del jardín, como el que se abrocha un zapato. Observé el poste de la luz y no me sorprendió en absoluto volver a encontrar un trapito rojo atado a él, más bien me alegró comprobar que mis expectativas se cumplían. Me sentí astuto, perspicaz, esa autocomplacencia que da a veces el alcohol: el mundo volvía a ser un sistema ordenado. Una vez comprobado el detalle seguí por Travesera hasta Numancia y empecé a bajar hacia la plaza España. Llegué al bar del Paralelo media hora hambriento. Llamé a la persiana cerrada. Luz en la mirilla. Enseñé la patita y me dejaron entrar por la puerta falsa.
Esqueixada
, tapa de pulpitos, albóndigas y una bomba picante. Comí despacio, degustando cada bocado, y empecé a sentirme mejor. Sólo me faltaba una buena giñada para quedar a gusto del todo. El váter estaba todo lo sucio que uno espera en un bar de Paralelo abierto de estrangis durante toda la noche, pero improvisé una funda higiénica con trocitos de papel y me, acomodé sobre el agujero cuidando que la punta del pijo no me tocara en la loza. Al terminar, me hice una paja rápida sobre el lavabo pensando en una presentadora de televisión que tiene unas tetas meritorias; no es que tuviera muchas ganas pero convenía descargar un poco para no correrme luego enseguida. Después me lavé escrupulosamente y me olí los sobacos: no problemo. Al salir a la calle no estaba ya borracho, y el llenar el buche me había hecho olvidar el sabor acre de la cerveza y el vodka.
La luz del día era todavía débil, el tráfico tranquilo. Me gustan estas horas, las cinco y media, las seis de la mañana. Hacia las siete la cosa empieza ya a ponerse fea y lo mejor es dejar que el relevo diurno haga rodar el mundo mientras uno duerme. Caminé un rato fumando un cigarro antes de parar un taxi. El que me tocó en suerte olía a jabón de afeitar de La Toja. Primeras noticias en la radio. Viernes veinte de junio, partido del mundial de Francia, la selección española concentrada no sé dónde; bla, bla, bla, un sonsonete agradable, combinado con la brisa de la ventanilla bajada y el ruido del motor diesel. Me apeé ante la Boquería y atravesé el mercado para permitirme el pase entre las paradas y admirar a alguna pescadera bien petrechada, expuesta en su trono de hielo como una reina de los mares, entre ofrendas de limón y clavo y fragancia de marisco semoviente. Recorrí después vericuetos y callejas, más pendiente de la ligera alegría que me despereza la bragueta que de seguir un camino preciso, pero llegue indefectiblemente a la placeta del hotel; siempre llego sin darme mucha cuenta. Lo que vi rondando no era muy estimulante y me metí en uno de los bares en espera de que se me ofreciera algo mejor. El dueño trasteaba en las neveras detrás de la barra: un tipo calvorota, con la piel de la frente comida de soriasis. La cafetera estaba enchufada y parecía dispuesta a cumplir con sus deberes electrodomésticos. Pedí un cortado. Si alguien no conoce el puterío en esta zona, sepa que el asunto funciona justo al revés que en Amsterdam; o sea: el cliente espera tras la cristalera de algún bar, dejándose ver, y las putas van haciendo un carrusel por la plaza; cuando una te gusta, le haces una señal y entra a detallar el negocio. A estas horas se retiran las del turno de noche y llegan las encargadas de atender al personal que ha terminado de abastecer de viandas al mercado. Siempre se encuentra algo mejor que en las saunas del Ensanche, territorio de carísimas filólogas que toman leche descremada y dicen
fellatio
, pero el asunto aquella mañana estaba un poco mustio, sólo había tres trotonas a la vista y ninguna de ellas de mi gusto. La más vieja de las tres debía de haber superado con creces los sesenta. Insistía frente al bar haciéndome gestos. Negué repetidamente con la cabeza sin perder la expresión amable, pero no fui lo suficientemente rotundo y acabó entrando a por mí.
—Hola, guapo. ¿Quieres venirte un rato?
—Otro día.
—Venga, que te voy a chupar bien los huevos.
—Gracias: los traigo chupaos de casa...
Le dio la risa:
—¡Hombre, mira qué guasón! Nos vamos a divertir, tú y yo; venga, vamos a la habitación y me calientas un poco el bacalao.
Me recordaba vagamente a la señora Mitjans, una de las habituales de las partidas de canasta de mi Señora Madre, así que quedaba rotundamente descartada. Por supuesto hube de negar quince veces más hasta que cambió de disco. La invité a tomar algo y pidió café con leche y cruasán. Procuré desentenderme de ella para que las de la calle vieran claro que aún estaba libre, pero fue difícil: en cuanto terminó el cruasán insistió reforzando la oferta con caricias, esas caricias que sólo la puta experta o la mujer enamorada saben hacer, como si estuvieran deseando tocarte palparte, sentirte. Cuesta trabajo resistirse a ese manoseo ávido; las putas lo saben y prueban suerte, te toquetean, hablan en susurros. Acabó por darse por vencida y volvió a la plaza sin renunciar a seguir haciéndome morritos por el camino. Pero ahora se había incorporado al carrusel que tenía buen aspecto, al menos vista de lejos. Espere a que pasara más cerca y me fijé mejor. Treinta y muchos quizá cuarenta y pocos, mujerona, pelo corto, muy bien de culo, tetas modestas, facciones tranquilas, seria muy seria. La miré a los ojos. No hizo muecas, sólo entró en el bar:
—¿Qué tal?
—Hola. ¿Aún trabajas?
—Acabo de empezar. Qué quieres.
—Un polvo. Corriente y moliente.
—Cuatro mil. Si quieres habitación, aparte.
—Bueno, había pensado en redondear cinco mil contando con las mil quinientas de una habitación en la esquina: está limpio...
No se lo pensó mucho.
—Bueno: tres mil quinientas si vamos al hotel.
Entramos en el moblé separados el uno del otro por un par de pasos. Hay algo en las putas que me recuerda a los camellos: suelen actuar en público como si no tuvieran ninguna relación contigo; y es recíproco. En el mostrador un chaval con la cara llena de recuerdos de un acné pertinaz le dio a ella un llavero con el número 37 y me cobró a mí la tarifa de una hora. Ascensor. Meterse con una puta barata en el ascensor de un hotel por horas significa casi siempre que te van a magrear la bragueta para ir ganando tiempo de camino, pero ésta no parecía estar por la labor, se limitó a mordisquearse un pellejo del dedo pulgar.
—¿Cómo te llamas?
—Pablo. ¿Y tú?
—Gloria.
Mierda.
La habitación era
beige
, creí haber estado antes en ella pero es difícil de saber porque todas se parecen. Gloria se encargó de retirar el cobertor y dejar a la vista las sábanas blancas, con los dobleces marcados, de una tranquilizadora pulcritud aparente. Se sacó un par de condones del bolsillo de los tejanos y los dejó sobre la mesilla. Después se sentó a los pies de la cama, se desnudó y fue hacia el pequeño lavamanos, desdeñando el bidé. Levantó una pierna apoyando el muslo sobre la loza y se acomodó de forma que le quedara el chocho al alcance del agua, que empezó a traerse con la mano desde el grifo. El rito de la ablución. Siempre me ha parecido un poco sórdido este momento de enjuagarse los bajos, pero esta vez había algo inesperadamente bello en aquella escena a la luz desviada de primera hora: las tetillas de pezones cónicos reflejadas en el espejo, el culo grande y lleno que rebosaba el seno del lavabo, el chap-chap del agua entrechocando con la vulva protuberante.
El baño de Venus
, o bien
Muchacha regando su flor
. Un buen óleo de aquello hubiera podido presidir una sala del Louvre, y una buena foto hubiera podido presidir un taller de reparación de coches. Me desnudé deprisa, molesto por la impetuosa erección atrapada en los pantalones, y me acerqué a mi Venus que ahora se frotaba suavemente la entrepierna con una toalla color rosa pastel. Había dejado la azul celeste para mí, aceptando distribución convencional de colores por sexo. La abrace por detrás y le pasé las manos bajo los brazos buscándole las tetas, que tomé como las pequeñas cornucopias de abundancia. «Espera, lávate y vamos a la cama», dijo, haciendo un gesto para desembarazarse. Me acerqué yo también al lavabo para cumplir con los ritos baptismales; puse la polla tiesa como un pepino al chorro del grifo y me sequé vagamente. El agua fría y el contacto áspero de la toalla consiguieron vencer en parte la tensión que me erguía el capullo. Ella se había echado en el lado derecho de la cama y esperaba mirándome, sin variar su expresión de absoluta seriedad. «Échate al otro lado, si no te importa le pedí. Ella se movió y me tendí en la cama, resoplando un poco por la excitación. «Déjame hacer a mí. ¿Puedo besarte?», pregunté. «Donde quieras menos en la boca». Empecé por el cuello, brevemente, y enseguida desemboqué en las tetas. Ahí me entretuve un rato en la delicia de gelatina, incluso más allá de cuando empecé a notar los pezones tiesos y la piel erizada alrededor de las aréolas. El rabo se me había puesto a cien otra vez. «¿Estás cómoda?» Asintió, tan seria y concentrada como siempre, observando mis paseos por su pecho con cierta curiosidad relajada. Deslicé la derecha hacia el centro de su pubis. Ella separó la pierna que apoyaba sobre la planta del pie y pude llegar con toda la longitud del dedo sobre el abultamiento húmedo y frío por el lavaje profiláctico. Poco a poco, entreteniendo aún la boca en las tetillas puntiagudas, fui presionando con el costado del índice para desplazar los labios y empecé a notar una humedad más cálida, una deliciosa tumefacción. Elegí al azar uno de los condones de la mesilla, me lo puse con las consabidas dificultades (sólo superables si uno no hace ni puto caso de las recomendaciones del fabricante) y empecé el movimiento de montar encima de ella, que se dispuso para alojarme. Noté los latidos de mi corazón en la base del cipote y procuré no hacerlo aterrizar directamente en la abertura de su entrepierna, sino que me alcé un poco para depositar los huevos en el nido y disfrutar un poco más de la sensación de estar simplemente así, entre sus piernas abiertas. En momentos como éste me dan siempre ganas de declarar mi amor incondicional, pero me reprimo y beso todo lo que encuentran mis labios, todo menos la boca, una boca de puta que no quiere ser besada por cualquiera y que en cambio se habrá comido cinco pollas antes de acabar la jornada. Cosas de putas. Cuando no pude más y decidí concederme el premio prometido le separé un poco más el muslo con la mano y me moví presionando con la punta del nabo, sin guía, hasta notar que acertaba. Empujé un poco y sentí ese atravesar cortinas de seda; un poco más; más aún hasta hundir la longitud completa de mi pequeño representante en la tierra, y una vez encajado me acomodé mejor sobre los codos procurando dejarla respirar bajo mis ciento veinte kilos. Ahí me hubiera quedado para siempre; pero no era posible quedarse para siempre, así que hubo que empezar a entrar y salir repetidamente para hacerse a la cuenta de que uno había pasado allí dentro mucho tiempo. La chica me dejó hacer sin molestarse en montar efectos especiales: sólo se le oía soltar el aliento brevemente contenido a cada uno de mis envites, lentos pero de presión creciente, que la obligaban a tensar la musculatura para resistir la compresión a la que la sometía sujetándola por los hombros. Cuando noté la inminencia del orgasmo la solté, apoyé las manos en lugar de los codos para no hacerle daño en los últimos empujones, y me corrí largamente, con ese mujido de Wookie que me sale cuando me voy a gusto. Después vino esa sensación de cosa blanda y húmeda que volvió a convertir mi polla en lo que suele ser, más ridícula si cabe bajo ese impermeable rematado en un depósito de pringue blanquecino.