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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (33 page)

BOOK: Lo es
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Mike se seca las lágrimas y dice que no se puede tener todo, y aunque yo no digo nada me pregunto por qué no se puede tener todo, o por lo menos por qué no se puede darlo todo. ¿Por qué no se puede limpiar la casa, lavar la ropa, llenar la tartera, y además besar, abrazar y arropar? Esto no puedo decírselo a Mike porque ella admira a su abuela por lo dura que era, y yo preferiría oír que la abuela podría haber abrazado, besado y arropado.

Mientras Bob está en el campamento del Cuerpo de Formación de Oficiales para la Reserva, Mike me invita a visitar a su familia. Vive en Riverside Drive, cerca de la Universidad de Columbia, con su padre, Alien, y su nueva madrastra, Stella. Su padre es capitán de un remolcador de la Compañía de Remolcadores Dalzell, que opera en el puerto de Nueva York. Su madrastra está embarazada. Su abuela, Zoe, ha venido de Rhode Island a pasar una temporada hasta que Mike se instale y se acostumbre a Nueva York.

Mike me dice que a su padre le gusta que lo llamen capitán, y cuando yo le digo: «Buenos días, capitán», él carraspea hasta que las flemas le resuenan en la garganta y me aprieta la mano hasta que crujen los nudillos para que me entere de lo hombre que es. Stella dice: «Hola, cariño», y me besa en la mejilla. Me dice que ella también es irlandesa y que es agradable ver que Alberta sale con chicos irlandeses. Hasta ella dice: «Chicos», y eso que es irlandesa. La abuela está echada en el sofá del cuarto de estar con las manos detrás de la cabeza, y cuando Mike me presenta, Zoe sacude el flequillo hacia delante y dice:

—¿Cómo te va?

Se me escapa de la boca la respuesta.

—Qué bien vive, echada en el sillón.

Ella me mira fijamente y sé que he dicho lo que no debo, y me siento incómodo cuando Mike y Stella van a otra habitación para mirar un vestido y yo me quedo de pie en el centro del cuarto de estar mientras el capitán fuma un pitillo y lee el
Daily News
. Nadie me habla, y yo me pregunto cómo es capaz Mike Small de marcharse y dejarme allí de pie con el padre y la abuela que no me hacen caso. Yo no sé nunca qué decir a la gente en estas situaciones. ¿Debería preguntar: «¿Qué tal marcha el negocio de los remolcadores?», o debería decir a la abuela que ha criado estupendamente a Mike?

Mi madre, en Limerick, jamás dejaría a nadie en el centro de la habitación de esa manera. Le diría: «Siéntese y nos tomaremos una buena taza de té», porque en los callejones de Limerick está mal visto no hacer caso a alguien, y está peor visto todavía olvidarse de la taza de té.

Es raro que un hombre como el capitán, que tiene un buen trabajo, y su madre que está en el sofá no se molesten en ofrecerme algo o si quiero sentarme. No sé cómo es capaz Mike de dejarme así de pie, aunque sé que si le sucediera alguna vez a ella, se limitaría a sentarse y a hacer que todos se sintieran alegres, tal como hace mi hermano Malachy.

¿Qué pasaría si me sentara? ¿Me dirían: «Hombre, qué frescura la tuya, sentarte sin que te inviten»? ¿O no dirían nada y se esperarían a que me marchara para hablar de mí a mis espaldas?

Van a hablar de mí cuando no esté delante, en todo caso, y comentarán que Bob es un chico mucho más agradable y que está muy atractivo con su uniforme del Cuerpo de Formación de Oficiales para la Reserva, aunque quizás hubieran dicho lo mismo de mí si me hubieran visto con mi uniforme caqui de verano y con mis galones de cabo. Lo dudo. Seguramente lo preferirán a él, con su título de bachiller y sus ojos limpios y sanos y su futuro halagüeño y su carácter alegre, bien ataviado con el uniforme de oficial.

Y yo sé por los libros de historia que a los irlandeses no los apreciaron nunca allí en Nueva Inglaterra, que había por todas partes letreros que decían «Irlandeses abstenerse».

Bueno, yo no quiero pedir nada a nadie y estoy dispuesto a darme media vuelta y a largarme, cuando aparece por el pasillo Mike, tan rubia y tan sonriente, y dispuesta a ir a dar un paseo y a cenar en el Village. Me dan ganas de decirle que no quiero tener nada que ver con la gente que te deja plantado de pie en el centro de la habitación y que pone letreros rechazando a los irlandeses, pero ella es tan viva y alegre y tiene los ojos tan azules, es tan limpia y tan americana que creo que si me dijera que me quedase allí de pie para siempre, yo haría como un perro, menearía la cola y le obedecería.

Después, bajando en el ascensor hacia la calle, me dice que he dicho a la abuelita algo que no debía, que la abuelita tiene sesenta y cinco años y trabaja mucho cocinando y limpiando la casa y que no le gusta que le hagan comentarios de listillo porque se pasa unos minutos descansando en el sofá.

Lo que quiero decirle yo es: «Ay, que se joda tu abuela y su cocina y su limpieza. Tiene comida y bebida, ropas y muebles de sobra, y agua corriente fría y caliente y no le falta el dinero, y ¿de qué demonios se queja? Hay por todo el mundo mujeres que crían familias grandes y que no vienen con lamentaciones, y tu abuela está allí reposando sobre el culo y quejándose de que tiene que cuidar de un apartamento y de unas pocas personas. Que se joda tu abuela, vuelvo a decir».

Esto es lo que quiero decir, sólo que tengo que tragarme mis palabras por si Mike Small se ofende y no vuelve a verme nunca más, y es muy difícil ir por la vida sin decir lo que te viene a la boca. Es difícil estar con una chica guapa como ella porque a ella no le costaría nada nunca encontrar a otro y seguramente yo tendría que buscarme una chica que no fuera tan bonita y a la que no le importasen mis ojos enfermos y que no tenga el bachillerato, aunque puede que una chica que no fuera tan bonita me ofreciera una silla y una taza de té y puede que yo no tuviera que tragarme las palabras constantemente. Andy Peters siempre me dice que la vida es más sencilla con las chicas de aspecto corriente, sobre todo con las que tienen las tetas pequeñas o no tienen tetas, porque siempre agradecen la menor atención que se les presta, y una de ellas podría incluso amarme por mí mismo, como dicen en las películas. Yo no puedo pensar siquiera que Mike Small tiene tetas, teniendo en cuenta cómo reserva todo el cuerpo para la noche de bodas y para la luna de miel, y a mí me causa dolor imaginarme a Bob, el jugador de fútbol americano, haciendo la excitación con ella en la noche de bodas.

El jefe de muelle de carga del Almacén Baker y Williams me ve en el metro y me dice que puedo trabajar en verano, cuando los hombres se van de vacaciones. Me deja trabajar de ocho a mediodía, y el segundo día, después de terminar, voy a pie hasta los Almacenes Portuarios para ver si puedo tomarme un bocadillo con Horace. Suelo pensar que es el padre que me hubiera gustado tener, a pesar de que él es negro y yo soy blanco. Si yo dijera aquello a alguien del almacén me echarían del muelle de carga a carcajadas. Él mismo debe saber cómo hablan de los negros, y sin duda oye flotar en el aire la palabra
negro
. Cuando yo trabajaba con él en el muelle de carga me preguntaba cómo era capaz de no recurrir a los puños. En vez de ello, bajaba la cabeza y echaba una sonrisita, y a mí me daba la impresión de que quizás fuera un poco sordo o retrasado mental, si no fuera porque yo sabía que no era sordo y que el modo en que hablaba de que su hijo estaba estudiando en Canadá demostraba que si hubiera tenido la oportunidad habría ido a la universidad él mismo.

Sale de una casa de comidas de la calle Laight, y cuando me ve, sonríe.

—Oh, hombre. Algo me debía decir que venías. Tengo un bocadillo gigante de un kilómetro, y cerveza. Comemos en el muelle, ¿de acuerdo?

Me dispongo a bajar hasta el muelle por la calle Laight, pero él me obliga a desviarme. No quiere que los hombres del almacén nos vean. Le fastidiarían todo el día. Se reirían y preguntarían a Horace cuándo había conocido a mi madre. Eso me da ganas de desafiarles y me incita todavía más a ir por la calle Laight.

—No, hombre —dice él—. Ahórrate tus emociones para cosas más importantes.

—Esto es una cosa importante, Horace.

—No es nada, hombre. Es ignorancia.

—Deberíamos defendernos.

—No, hijo.

Dios, me está llamando hijo.

—No, hijo. No tengo tiempo de defenderme. No quiero entrar en su terreno. Yo escojo mis peleas. Tengo un hijo en la universidad. Tengo una mujer que está enferma y sigue limpiando oficinas por la noche en la calle Broad. Cómete tu bocadillo, hombre.

Es de jamón y queso untados de mostaza, y lo bajamos con un litro de cerveza Rheingold, pasándonos la botella el uno al otro, y yo tengo el pensamiento y la sensación repentina de que jamás olvidaré esta hora en el muelle con Horace, con las gaviotas que vuelan en círculo esperando lo que les pueda caer y los barcos en fila a lo largo del Hudson esperando a que los remolcadores los atraquen o los saquen hasta la bocana, con el tráfico que transcurre a nuestras espaldas y por encima de nuestras cabezas por la autopista del West Side, y por la radio, en una oficina de los muelles, Vaughn Monroe canta
Botones y lazos
, Horace que me ofrece otro trozo de bocadillo diciéndome que no me vendría mal ponerme unos kilos de carne en los huesos, y su mirada de sorpresa cuando estoy a punto de dejar caer el bocadillo, cuando casi lo dejo caer por la debilidad que tengo en el corazón y por cómo caen las lágrimas en el bocadillo y yo no sé por qué, no puedo explicárselo a Horace ni a mí mismo con la fuerza de esta tristeza que me dice que esto no volverá, este bocadillo, esta cerveza en el muelle con Horace que me hace sentirme tan feliz que lo único que puedo hacer es llorar por la tristeza de todo esto, y me siento tan estúpido que me gustaría apoyar la cabeza en su hombro, y él lo entiende porque se acerca a mí, me rodea con el brazo como si yo fuera su propio hijo, los dos negros o blancos o nada, y no importa porque lo único que puedo hacer es dejar el bocadillo y baja una gaviota donde lo he dejado y se lo traga y nos reímos, Horace y yo, y él me pone en la mano el pañuelo más blanco que he visto en mi vida, y cuando quiero devolvérselo sacude la cabeza.

—Quédatelo —me dice, y yo me digo a mí mismo que guardaré ese pañuelo hasta mi último suspiro.

Le cuento lo que decía mi madre cuando llorábamos: «Ay, debes de tener la vejiga cerca del ojo», y él se ríe. No parece importarle que volvamos a subir por la calle Laight, y los hombres del muelle de carga no dicen nada de él ni de mi madre, porque es difícil hacer daño a unas personas que ya se están riendo y que están fuera de tu alcance.

33

A veces la invitan a cócteles. Me lleva con ella y yo me siento confuso viendo el modo en que la gente está de pie nariz con nariz, charlando y comiendo cositas encima de trozos de pan duro y de galletas saladas, sin que nadie cante ni cuente un cuento como hacían en Limerick, hasta que empiezan a mirar el reloj y dicen: «¿Tienes hambre? ¿Quieres que vayamos a comer algo?», y se van marchando, y a eso lo llaman una fiesta.

Es el Nueva York de la parte alta, y a mí no me gusta nada, sobre todo cuando un hombre de traje habla con Mike, le dice que es abogado, me señala a mí con un gesto de la cabeza, le pregunta por qué va con un tipo como yo, en nombre del cielo, y la invita a cenar como si ella debiera largarse con él y dejarme con el vaso vacío, con todo duro y sin que nadie cante. Naturalmente, ella dice: «No, gracias», aunque se nota que se siente halagada y yo suelo preguntarme si le gustaría ir con el señor Abogado de Traje en vez de quedarse conmigo, con un hombre de un barrio pobre que no fue a la escuela secundaria y que mira el mundo con unos ojos que son como agujeros de meadas en la nieve. Sin duda le gustaría casarse con alguien que tuviera los ojos sanos y azules y la dentadura blanca e impecable, que la llevara a cócteles, e irse a vivir los dos a Westchester, donde ingresarían en el club de campo, jugarían al golf y tomarían martinis y retozarían por la noche bajo los efectos de la ginebra.

Yo ya sé lo que prefiero, el Nueva York del centro, donde hay hombres con barbas y mujeres con el pelo largo y con collares que leen poesías en los cafés y en los bares. Sus nombres salen en los periódicos y en las revistas, Kerouac, Ginsberg, Brigid Murnaghan. Cuando no viven en áticos y en casas de vecindad, recorren el país. Beben vino en grandes jarras, fuman marihuana, se echan en el suelo y les enrolla el jazz. Les enrolla. Así es cómo hablan, y chascan los dedos, tienen marcha, hombre, tienen marcha. Son como mi tío Pa de Limerick, nada les importa un pedo de violinista. Si tuvieran que ir a un cóctel o que ponerse una corbata, se morirían.

Una corbata fue la causa de nuestra primera desavenencia y de la primera vez que vi el genio de Mike Small. Íbamos a ir a un cóctel, y cuando me reuní con ella ante su casa de apartamentos de Riverside Drive ella me dijo:

—¿Dónde tienes la corbata?

—Está en casa.

—Pero esto es un cóctel.

—No me gusta llevar corbata. En el Village no la llevan.

—A mí no me importa como vayan en el Village. Esto es un cóctel y todos los hombres llevarán corbata. Ahora estás en América. Vamos a Broadway, a una tienda de ropa de hombres, a comprarte una corbata.

—¿Por qué voy a comprarme una corbata si tengo una en casa?

—Porque yo no voy a esa fiesta contigo tal como vas.

Se apartó de mí, subió por la calle 116 hasta Broadway, levantó la mano, saltó a un taxi sin mirar atrás para ver si yo la seguía.

Yo cogí el tren en la Séptima Avenida hasta Washington Heights, ciego de sufrimiento, maldiciéndome a mí mismo por mi terquedad y temiendo que ella me abandonase definitivamente por un señor Abogado de Traje, para poder pasarse el resto del verano yendo a cócteles con él hasta que Bob, el jugador de fútbol americano, volviese del Cuerpo de Formación de Oficiales para la Reserva. Hasta puede que deje a Bob por el abogado, que termine la carrera y se vaya a vivir a Westchester o a Long Island, donde todos los hombres llevan corbata, donde algunos tienen una corbata para cada día de la semana y otra encima para los actos sociales. Podría ser feliz yendo al club de campo bien vestida y recordando lo que decía su padre: una dama no está bien vestida hasta que no se pone guantes blancos hasta los codos.

Paddy Arthur bajaba por las escaleras, muy arreglado, sin corbata, camino de un baile irlandés, y me preguntó por qué no iba con él, que a lo mejor me encontraba otra vez con Dolores, ja, ja.

Volví atrás y bajé de nuevo las escaleras diciéndole que no me importaba no volver a ver a Dolores en esta vida ni en la otra después de lo que me había hecho, atraerme para hacerme coger el tren E e ir hasta el Queen's Village haciéndome creer que podía haber algo de excitación al final de la noche. Antes de coger el tren que va hacia el centro, Paddy y yo nos paramos a tomarnos una cerveza en un bar de Broadway y Paddy me dijo:

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