—Al de Limerick le dan la tierra oscura y al del Norte le dan la parcela llena de piedras.
Trabajamos hasta que oscureció y hasta que estuvimos tan débiles de hambre que no éramos capaces de levantar una piedra más. No nos importaba nada que mi padre llevase la horquilla y la pala, y nos hubiera gustado que nos llevase a cuestas a nosotros también. Nos dijo que éramos unos chicos mayores, buenos trabajadores, que nuestra madre estaría orgullosa de nosotros, que tomaríamos té y pan frito, y se puso en marcha delante de nosotros dando esas largas zancadas suyas hasta que a la mitad del camino de vuelta a casa se detuvo de pronto.
—Vuestro hermano Michael —dijo—. Le prometimos moras. Tendremos que volver por la carretera hasta los arbustos.
Malachy y yo protestamos tanto diciendo que estábamos cansados y no éramos capaces de dar un paso más, que mi padre nos dijo que volviésemos a casa, que él mismo iría por las moras. Le pregunté por qué no podía coger las moras al día siguiente, y él dijo que había prometido las moras a Michael para esa noche, no para el día siguiente, y se marchó con la pala y la horquilla al hombro.
Cuando Michael nos vio empezó a llorar, moras, moras. Se calló cuando le dijimos:
—Papá está en la carretera de Rosbrien cogiéndote las moras, así que deja de llorar y déjanos comer el pan frito y tomar el té.
Podríamos habernos comido una hogaza entera entre los dos, pero mi madre dijo:
—Dejad algo para vuestro padre. Qué tonto es —dijo, sacudiendo la cabeza—, haber vuelto hasta allí para coger las moras.
Después miró a Michael, que estaba a la puerta atento al callejón esperando que apareciera mi padre, y volvió a sacudir la cabeza, pero menos.
Michael no tardó en ver a mi padre y subió corriendo por el callejón gritando:
—Papá, papá, ¿has traído las moras?
Oímos que papá decía:
—En seguida, Michael, en seguida.
Dejó la pala y la horquilla de pie en un rincón y vació los bolsillos de su abrigo en la mesa. Había traído moras, moras negras, grandes y jugosas, de esas que se encuentran en lo alto de los arbustos y por detrás, donde no llegan los niños, moras que había recogido a oscuras en Rosbrien. Se me hizo la boca agua y pregunté a mi madre si podía comerme una mora, y ella me dijo:
—Pídesela a Michael, son suyas.
No me hizo falta pedírsela. Me dio la mora mayor, la más jugosa, y dio otra a Malachy. Ofreció moras a mi madre y a mi padre pero ellos dijeron que no, gracias, que las moras eran de él. Nos ofreció a Malachy y a mí otra mora a cada uno y nosotros la aceptamos. Yo pensé que si yo tuviera unas moras como esas me las quedaría todas para mí, pero Michael era diferente, y quizás no se le ocurría otra cosa porque sólo tenía cuatro años.
Desde entonces fuimos a la parcela todos los días menos los domingos y la despejamos de rocas y de piedras hasta que llegamos a la tierra y ayudamos a mi padre a plantar patatas, zanahorias y coles. A veces lo dejábamos solo y vagábamos por la carretera, buscábamos moras y nos comíamos tantas que nos daba diarrea.
Mi padre dijo que no tardaríamos en recoger nuestra cosecha, pero que él no estaría para recogerla. En Limerick no había trabajo y los ingleses buscaban a gente que trabajara en sus fábricas bélicas. A él le costaba trabajo aceptar la idea de trabajar para los ingleses después de cómo nos habían tratado, pero el dinero era tentador, y en vista de que los americanos habían entrado en la guerra, sin duda se debía de tratar de una causa justa.
Se marchó a Inglaterra con centenares de hombres y de mujeres. La mayoría de ellos enviaban dinero a sus casas, pero él se gastaba el suyo en las tabernas de Coventry y se olvidó de que tenía familia. Mi madre tenía que pedir dinero a su madre y fiado en el colmado de Kathleen O'Connell. Tenía que pedir comida de limosna en la Conferencia de San Vicente de Paúl o donde se la dieran. Decía que sería un gran alivio para nosotros y que estaríamos salvados cuando llegara el momento de recoger nuestras patatas, nuestras zanahorias, nuestros riquísimos repollos. Ah, entonces sí que comeríamos bien, y si Dios era bueno podía enviarnos un hermoso pedazo de jamón, y aquello no era pedir demasiado cuando se vivía en Limerick, la capital del jamón de toda Irlanda.
Llegó el día, y ella puso en el carrito al niño nuevo, Alphie. Pidió prestado un saco de llevar carbón al señor Hannon, el vecino.
—Lo llenaremos —dijo. Yo llevaba la horquilla y Malachy llevaba la pala, para que no sacara los ojos a la gente con las púas. Mi madre nos dijo:
—No agitéis esas herramientas u os daré un buen lapo en los morros.
Un golpe en la boca.
Cuando llegamos a Rosbrien había otras mujeres que cavaban en las parcelas. Si había algún hombre en el campo es que era viejo y no estaba capacitado para trabajar en Inglaterra. Mi madre saludó por encima del muro bajo a algunas mujeres, aquí y allá, y cuando no le respondieron ella dijo:
—Deben de haberse quedado sordas todas de tanto agacharse.
Dejó a Alphie en el carrito delante del muro de la parcela y dijo a Michael que cuidara del niño y que no fuera a buscar moras. Malachy y yo saltamos el muro, pero ella tuvo que sentarse en él, pasar las piernas por encima y bajarse por el otro lado. Se quedó sentada un momento y dijo:
—No hay nada en el mundo como una patata nueva con sal y mantequilla. Daría los dos ojos por una.
Cogimos la pala y la horquilla y fuimos a la parcela, pero bien podíamos habernos quedado en casa para lo que cogimos allí. La tierra estaba todavía fresca, recién movida y excavada, y los hoyos donde habían estado las patatas, las zanahorias y los repollos hervían de lombrices.
—¿Es ésta la parcela buena? —me preguntó mi madre.
—Lo es.
La recorrió de arriba abajo. Las otras mujeres se afanaban agachándose y recogiendo cosas del suelo. Me di cuenta de que quería decirles algo, pero también me di cuenta de que ella comprendía que era inútil. Fui a recoger la pala y la horquilla y ella me gritó:
—¡Déjalas! Ya no nos sirven de nada, ahora que se han llevado todo.
Yo quise decir algo, pero ella tenía la cara tan pálida que temí que me pegase y volví atrás, saltando el muro.
Ella cruzó también el muro, sentándose, pasando las piernas por encima, quedándose sentada otra vez, hasta que Michael dijo:
—Mamá, ¿puedo ir a buscar moras?
—Puedes —dijo ella—. Puedes, qué más da.
Si al señor Calitri le gusta este relato puede que me lo haga leer ante la clase y los demás levantarían los ojos al cielo y dirían: «Más miseria.» Puede que las chicas tuvieran lástima de mí por lo de la cama, pero ya es suficiente, sin duda. Si sigo escribiendo acerca de mi infancia miserable me dirán: «Basta, basta, la vida ya es bastante dura, nosotros tenemos nuestros propios problemas.» De modo que, a partir de ahora, escribiré relatos que cuenten que mi familia se traslada a las afueras de Limerick donde todo el mundo está bien alimentado y limpio de bañarse una vez a la semana, por lo menos.
Paddy Arthur McGovern me advierte de que si sigo escuchando esa música de jazz ruidosa voy a acabar como los hermanos Lennon, tan americanizado que me voy a olvidar del todo de que soy irlandés, y qué seré entonces. No me sirve de nada decirle cuánto podían emocionarse los Lennon con James Joyce. Él me diría:
—Ay, James Joyce, y una leche. Yo me crié en el condado de Cavan y por allí nadie había oído hablar de él, y si no miras por donde andas acabarás largándote a Harlem a bailar el
jitterbug
con las chicas negras.
Me dice que él va a un baile irlandés el sábado por la noche, y que si tengo sentido común iré con él. Sólo quiere bailar con chicas irlandesas, porque si bailas con las americanas no sabes nunca lo que te llevas.
En la Casa Jaeger, en la avenida Lexington, está Mickey Carton con su conjunto y Ruthie Morrissey canta
El amor de una madre es una bendición
. En el techo gira una gran bola de cristal que salpica el salón de baile de puntos plateados que flotan. En cuanto Paddy Arthur entra por la puerta ya está bailando el vals con la primera chica a la que invita a bailar. No le cuesta ningún trabajo sacar a las chicas a bailar, y cómo va a costarle trabajo con su metro ochenta y cinco, su pelo negro y rizado, sus cejas negras y espesas, sus ojos azules, el hoyuelo que tiene en la barbilla, su modo tranquilo de ofrecer una mano que dice: «Arriba, muchacha», de una manera tal que la muchacha no soñaría con decir que no a aquella aparición de hombre, y cuando salen a la pista, sea cual sea el baile, vals,
fox-trot, lindy, two-step
, él la lleva sin dirigirle casi una mirada, y cuando vuelve a acompañarla a su asiento ella es la envidia de todas las chicas que sueltan risitas en los asientos que están a lo largo de la pared.
Viene al bar, donde yo me estoy tomando una cerveza por si sirve para darme valor. Me pregunta por qué no bailo.
—Desde luego, ¿de qué vale venir aquí si no bailas con esas chicas estupendas que están a lo largo de la pared?
Tiene razón. Las chicas estupendas que están a lo largo de la pared son como las chicas del Hotel Cruise de Limerick, con la diferencia de que llevan vestidos que no se verían nunca en Irlanda, de seda y tafetán y de tejidos que a mí me resultan desconocidos, rosados, pardos rojizos, azules claros, adornados aquí y allá con lacitos de encaje, vestidos que no llevan hombreras, tan rígidos en la parte delantera que cuando la chica se vuelve a la derecha el vestido se queda donde está. Llevan el pelo sujeto con alfileres y peinetas por miedo a que les caiga abundantemente hasta los hombros. Se quedan sentadas con las manos en el regazo, sujetando bolsitos de fantasía, y sólo sonríen cuando hablan entre ellas. Algunas chicas se quedan sentadas pieza tras pieza, sin que les hagan caso los hombres, hasta que se ven obligadas a bailar con las chicas que están a su lado. Recorren la pista dando pisotones y cuando termina la pieza van al bar a tomar gaseosa o naranjada, la bebida de las parejas de chicas.
No puedo decir a Paddy que prefiero quedarme donde estoy, a salvo en el bar. No puedo decirle que ir a cualquier clase de baile me produce una sensación de vacío y de náuseas, que aunque una chica se levantara a bailar conmigo yo no sabría qué decirle. Podría conseguir bailar un vals,
tachán, tachán
, pero jamás podría parecerme a los hombres que están en la pista, que susurran cosas al oído a las chicas y les hacen reír con tantas ganas que apenas son capaces de bailar durante un minuto entero. Buck solía decir, en Alemania, que si eres capaz de hacer reír a una chica, ya le has llegado hasta media pierna.
Paddy vuelve a bailar y viene al bar con una chica que se llama Maura, y me dice que Maura tiene una amiga, Dolores, que es tímida porque es irlando-americana y me pregunta si quiero bailar con ella, en vista de que yo nací aquí y que haríamos buena pareja porque ella no conoce los bailes irlandeses y yo no hago más que oír esa música de jazz constantemente.
Maura mira a Paddy y sonríe. Él le devuelve la sonrisa y me guiña un ojo a mí.
—Perdonad. Voy a ver si Dolores está bien —-dice ella, y cuando se ha marchado, Paddy me dice en voz baja que piensa irse con ella a su casa después. Es camarera jefe del restaurante Schrafft y tiene apartamento propio, ahorra para volver a Irlanda y ésta va a ser la noche de suerte de Paddy. Me dice que debo ser amable con Dolores, que nunca se sabe, y vuelve a guiñarme un ojo.
—Creo que esta noche voy a encontrar mi agujero —dice.
Mi agujero. Eso mismo me gustaría a mí, claro, pero yo no lo diría de ese modo. Me gusta más decir lo que decía Mikey Molloy en Limerick, lo llamaba la excitación. Si eres como Paddy y las mujeres irlandesas se echan en tus brazos, lo más probable es que las confundas y todas pasan a ser un agujero, hasta que conoces a la chica que te gusta y ésta te hace darte cuenta de que no ha venido al mundo para tirarse de espaldas para darte gusto a ti. Yo no podría pensar eso jamás de Mike Small, ni siquiera de Dolores, que está allí al lado, sonrojándose y tímida como yo. Paddy me da un codazo y me dice, hablando por el lado de la boca:
—Invítala a bailar, por el amor de Dios.
Lo único que me sale es un murmullo, y tengo la suerte de que Mickey Carton está tocando un vals y Ruthie canta
Hay un bello condado en Irlanda
, que es el único baile en el que puedo no quedar por tonto. Dolores me sonríe y se sonroja y yo me sonrojo a mi vez y los dos paseamos nuestros sonrojos por la pista mientras nos flotan por la cara puntitos plateados. Si yo me tropiezo, ella me sigue de tal modo que el tropiezo se convierte en un paso de baile, y al cabo de un rato creo que soy Fred Astaire y que ella es Ginger Rogers y la hago girar, convencido de que las chicas que están a lo largo de la pared la admiran y se mueren de ganas de bailar conmigo.
Termina el vals y aunque yo estoy dispuesto a salir de la pista por miedo a que Mickey se arranque con un
lindy
o con un
jitterbug
, Dolores se queda quieta como diciendo: «¿Por qué no bailamos esto?» Y pisa con tanta seguridad y tiene un tacto tan ligero que yo miro a las demás parejas, lo garbosas que son, y no me cuesta ningún trabajo hacerlo con Dolores, sea lo que sea, y la empujo, tiro de ella y la hago girar como una peonza hasta que estoy seguro de que todas las chicas me observan y envidian a Dolores, hasta que estoy tan pagado de mí mismo que no me doy cuenta de que hay una chica sentada cerca de la puerta que lleva una muleta que asoma por donde no debía, y cuando mi pie se engancha con ella salgo volando y caigo en los regazos de las chicas estupendas que están sentadas a lo largo de la pared, las cuales se me quitan de encima con rudeza y con hostilidad comentando que a algunas personas no se les debía dejar pasar a la pista de baile si no saben aguantar lo que beben.
Paddy está en la puerta rodeando a Maura con el brazo. Se ríe, pero ella no. Maura mira a Dolores como para manifestarle su condolencia, pero Dolores me ayuda a levantarme y me pregunta si me encuentro bien. Se acerca Maura y le dice algo al oído y luego me dice a mí:
—¿Quieres ocuparte de Dolores?
—Sí.
Paddy y ella se marchan y Dolores dice que a ella también le gustaría marcharse. Vive en Queens y me dice que en realidad no tengo por qué acompañarla hasta su misma casa, que el tren E es bastante seguro. No puedo decirle que me gustaría acompañarla hasta su casa con la esperanza de que me invite a pasar y de que pueda haber algo de excitación. Sin duda tiene apartamento propio, y es posible que sienta tanta lástima de mí por haberme tropezado de ese modo con la muleta que no tenga valor de hacerme marchar y estaríamos los dos en su cama en menos de nada, calientes, desnudos, locos el uno por el otro, perdiéndonos la misa, quebrantando el sexto mandamiento una y otra vez y sin que nos importase un pedo de violinista.