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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (29 page)

BOOK: Lo es
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Sé que si Mike Small fuera alguna vez a un autocine, ella sería la que se quedaría sentada viendo la película. Me resultaría demasiado duro imaginarme cualquier otra cosa, sobre todo teniendo en cuenta que incluso me resulta duro imaginármela besándose con el jugador de fútbol americano ante la puerta de la casa de ella mientras su padre la espera dentro.

Las monjas me dicen que la señora Klein está perdiendo el juicio por la bebida y que está descuidando al pobre Michael, lo que queda de él. Van a llevárselos a sitios donde puedan estar cuidados, a residencias católicas, aunque será mejor no comentar a nadie lo de Michael, no vaya a ser que lo reclame alguna organización judía. La hermana Mary Thomas no está en contra de los judíos, pero no quiere perder un alma preciosa como la de Michael.

Uno de los huéspedes de Mary O'Brien ha vuelto a Irlanda para establecerse en las tres hectáreas de su padre y casarse con una muchacha de una casa próxima. Por dieciocho dólares a la semana yo puedo quedarme con su cama y comer por la mañana con libertad de todo lo que haya en la nevera. Los demás huéspedes irlandeses trabajan en los muelles y en los almacenes y traen a casa botes de fruta en conserva o botellas de ron y de whiskey de cajas que se cayeron por casualidad cuando se descargaba un barco. Mary dice que verdad que es maravilloso que siempre que dices que te apetece algo se caiga por casualidad una caja entera de eso mismo al día siguiente en el muelle. Hay domingos por la mañana en que no nos molestamos en preparar el desayuno, pues estamos muy a gusto en la cocina comiendo rodajas de piña en almíbar espeso, con vasos de ron para bajarlo. Mary nos recuerda que debemos ir a misa, pero nosotros estamos muy a gusto con nuestra piña y nuestro ron, y Timmy Coin no tarda en pedir una canción, aunque sea domingo por la mañana. Trabaja en la Refrigeradora Mercante y suele traer a casa una gran media canal de vacuno los viernes por la noche. Él es el único que se preocupa de ir a misa, aunque procura volver enseguida para no perderse la piña y el ron, que no pueden durar toda la vida.

Frankie y Danny Lennon son gemelos, irlando-americanos. Frankie vive en otro apartamento y Danny es huésped de Mary. El padre de los dos, John, vive en la calle, vaga por ahí llevando una pinta de vino en una bolsa de papel marrón y limpia el apartamento de Mary a cambio de una ducha, un bocadillo y unas copas. Sus hijos se ríen y cantan:
Ay, mi papá, qué maravilloso era conmigo.

Frankie y Danny estudian en el City College, que es una de las mejores universidades del país, y es gratuita. Aunque estudian contabilidad, están siempre apasionados por sus asignaturas optativas de literatura. Frankie dice que vio a una chica que leía en el metro
Retrato del artista adolescente
, de James Joyce, y cuenta el gran deseo que sintió de sentarse a su lado y hablar de Joyce con ella. Se pasó todo el trayecto desde la calle 34 hasta la calle 181 levantándose de su asiento y acercándose a la chica, sin atreverse nunca a hablar con ella y perdiendo siempre el asiento, que ocupaba otro pasajero. Al fin, cuando el tren paró en la calle 181 él se inclinó y le dijo:

—Un gran libro, ¿verdad?

Ella se apartó bruscamente y soltó un grito. Él quiso decirle: «Perdón, perdón», pero ya se estaban cerrando las puertas y él estaba en el andén, mientras la gente del tren lo miraba con hostilidad.

Les encanta el jazz y se comportan en el cuarto de estar como dos profesores locos, escuchan discos, llevan el ritmo chascando los dedos, me hablan de todos los grandes músicos que actúan en este disco de Benny Goodman, Gene Krupa, Harry James, Lionel Hampton, el propio Benny. Me dicen que éste fue el concierto de jazz más grande de todos los tiempos, y que fue la primera vez que se permitió actuar a un hombre negro en el escenario del Carnegie Hall.

—Y escúchalo, escucha a Lionel Hampton, todo terciopelo y deslizamiento, escúchalo y cómo entra Benny, escucha, y ahora llega Harry que manda unas pocas notas para decirte, atención, que vuelo, que vuelo, y Krupa toca bap-bap-bap-du-bap-di-bap, se mueven las manos, los pies, canta canta canta, y todo el condenado conjunto está enloquecido, hombre, enloquecido, y el público, escucha al público, pierde el juicio, hombre, requetepierde el juicio.

Ponen discos de Count Basie, señalan con el dedo y se ríen cuando el Conde toca esas notas solas, y cuando ponen discos de Duke Ellington dan vueltas por el cuarto de estar chascando los dedos y parándose a decirme: «Escucha, escucha esto», y yo escucho porque nunca había escuchado de este modo y ahora estoy oyendo cosas que no había oído nunca y tengo que reírme con los Lennon cuando los músicos cogen pasajes de las melodías y los ponen del revés y los desmontan y vuelven a montarlos como diciendo, mirad, hemos cogido prestada un rato vuestra pequeña melodía para tocarla a nuestra manera, pero no os preocupéis, mirad, os la devolvemos, y puedes tararearla, cariño, puedes cantar a esa tía, hombre.

Los huéspedes irlandeses se quejan de que esto no es más que un montón de ruido. Paddy Arthur McGovern dice:

—Si os gusta eso, está claro que no tenéis nada de irlandeses. ¿Por qué no ponéis unas canciones irlandesas en ese aparato? ¿Por qué no ponéis unos bailes irlandeses?

Los Lennon se ríen y nos dicen que hace mucho tiempo que su padre salió de las ciénagas.

—Esto es América, hombres. Ésta es la música —dice Danny. Pero Paddy Arthur quita a Duke Ellington del tocadiscos y pone al conjunto Tara Ceilidhe de Frank Lee y nos quedamos sentados en el cuarto de estar, escuchando, marcando el ritmo levemente y sin mover la cara. Los Lennon se ríen y se marchan.

29

La hermana Mary Thomas se enteró de alguna manera de mi nueva dirección y me envió una nota para decirme que sería muy bonito que me pasara a despedirme de la señora Klein y de Michael, lo que queda de él, y a recoger dos libros que me había dejado debajo de mi cama. Delante de la casa de apartamentos espera una ambulancia, y en el piso de arriba la hermana Mary Thomas está diciendo a la señora Klein que se tiene que poner la peluca y que no, que no puede consultar a un rabino, que allí donde va no hay rabinos y que más le valía ponerse de rodillas, rezar un misterio del rosario y pedir perdón, y al fondo del pasillo la hermana Beatrice está hablando con dulzura a Michael, lo que queda de él, diciéndole que se está abriendo un nuevo día más luminoso, que allí donde va habrá pájaros y flores y árboles y un Señor resucitado. La hermana Mary Thomas grita por el pasillo:

—Hermana, pierde el tiempo. No entiende una palabra de lo que le dice.

Pero la hermana Beatrice responde:

—No importa, hermana. Es una criatura del Señor, una criatura judía del señor, hermana.

—-No es judío, hermana.

—¿Tiene eso importancia, hermana? ¿Tiene eso importancia?

—Sí que tiene importancia, hermana, y le recomiendo que consulte con su confesor.

—Sí, hermana, así lo haré.

Y la hermana Beatrice sigue dirigiendo sus palabras alegres y sus himnos religiosos a Michael, lo que queda de él, que puede ser o no ser judío.

—Ah, casi me olvido de tus libros —me dice la hermana Mary Thomas—. Están bajo la cama.

Me entrega los libros y se frota las manos como para limpiárselas.

—¿No sabes que Anatole France está en el índice de la Iglesia Católica, y que D. H. Lawrence fue un inglés absolutamente depravado que ahora aúlla en lo hondo del infierno, el Señor nos libre? Si son esas cosas las que lees en la Universidad de Nueva York, temo por tu alma y pondré una vela por ti.

—No, hermana, estoy leyendo
La isla de los pingüinos
por gusto y
Mujeres enamoradas
para una de mis asignaturas.

Ella levanta los ojos al cielo.

—Oh, arrogancia de la juventud. Me da lástima por tu pobre madre.

En la puerta hay dos hombres que llevan batas blancas y una camilla y que van al fondo del pasillo a recoger a Michael, lo que queda de él. La señora Klein los ve y exclama:

—Rabino, rabino, ayúdeme en esta hora —y la hermana Mary Thomas la vuelve a sentar en su silla de un empujón. Vuelven a bajar por el pasillo, pisando pesadamente, los hombres de blanco que llevan en la camilla a Michael, lo que queda de él, y la hermana Beatrice, que le acaricia la coronilla que parece una calavera.


Alannah, alannah
—dice con su acento irlandés—, desde luego que no queda nada de ti. Pero ahora verás el cielo y sus nubes.

Baja con él en el ascensor, y a mí también me habría gustado bajar para escaparme de la hermana Mary Thomas y de sus comentarios sobre el estado de mi alma y sobre las cosas terribles que leo, pero tengo que despedirme de la señora Klein que está toda arreglada con su peluca y su sombrero. Me coge de la mano.

—Cuidarás de Michael, lo que queda de él, ¿verdad, Eddie?

Eddie. Esto me produce un dolor violento en el corazón y un recuerdo terrible de Rappaport y de la lavandería de Dachau, y me pregunto si lo único que voy a conocer en el mundo va a ser la oscuridad. ¿Conoceré alguna vez lo que prometía la hermana Beatriz a Michael, lo que queda de él, los pájaros, las flores, los árboles y un Señor resucitado?

Lo que aprendí en el ejército resulta útil en la Universidad de Nueva York. No levantes la mano nunca, que no se enteren nunca de cómo te llamas, no te presentes voluntario nunca. Los estudiantes que acaban de terminar el bachillerato, de dieciocho años, suelen levantar la mano para decir a la clase y al profesor lo que opinan. Si los profesores me miran directamente a mí y me preguntan algo, yo no puedo terminar nunca de responder porque siempre me dicen:

—Ah, ¿es un deje irlandés eso que noto?

A partir de entonces no tengo tranquilidad. Siempre que se habla de algún escritor irlandés, o de cualquier cosa irlandesa, todos se vuelven hacia mí como si yo fuera la autoridad. Hasta los profesores dan la impresión de que opinan que yo lo sé todo acerca de la literatura irlandesa y de la historia de Irlanda. Siempre que dicen algo de Joyce o de Yeats me miran como si yo fuera el experto, como si yo debiera asentir con la cabeza y confirmar lo que dicen. Yo me paso todo el tiempo asintiendo con la cabeza porque no sé qué otra cosa puedo hacer. Si llegase a negar con la cabeza manifestando duda o desacuerdo, los profesores profundizarían más con sus preguntas y pondrían de manifiesto mi ignorancia ante todos, sobre todo ante las chicas.

Pasa lo mismo con el catolicismo. Si respondo a una pregunta, advierten mi acento y éste significa que yo soy católico y que estoy dispuesto a defender a la Santa Madre Iglesia hasta verter la última gota de mi sangre. A algunos profesores les gusta echarme pullas burlándose de la virginidad de María, de la Santísima Trinidad, de la castidad de San José, de la Inquisición, del pueblo de Irlanda infestado de curas. Cuando hablan así yo no sé qué decir, porque ellos tienen el poder de bajarme la nota y de estropearme la nota media, con lo que yo no podría perseguir el sueño americano y aquello podría llevarme a Albert Camus y a la decisión diaria de no suicidarme. Tengo miedo a los profesores con sus altos grados académicos y con el modo en que pueden hacerme quedar por tonto ante los demás estudiantes, sobre todo ante las chicas.

Me gustaría ponerme de pie en esas clases y anunciar a todo el mundo que estoy demasiado ocupado para ser irlandés, o católico, o cualquier otra cosa, que trabajo día y noche para ganarme la vida, intento leer libros para mis asignaturas y me quedo dormido en la biblioteca, intento escribir trabajos de curso con notas a pie de página y bibliografía con una máquina de escribir que me falla en las letras «a» y «j», de manera que tengo que volver a pasar a máquina páginas enteras dado que es imposible evitar las letras «a» y «j», me quedo dormido en los vagones del metro hasta que llego a la última parada y me da vergüenza tener que preguntar a la gente dónde estoy, cuando ni siquiera sé en qué distrito estoy.

Si no tuviera los ojos rojos y acento irlandés podría ser americano puro y no tendría que aguantar a los profesores que me atormentan con Yeats y con Joyce y con el Renacimiento Literario Irlandés y con lo listos y lo ingeniosos que son los irlandeses y con lo hermoso y verde que es el país, aunque está infestado de curas y es pobre, con una población que está a punto de desaparecer de la faz de la tierra por la represión sexual puritana, y ¿qué opina de eso, señor McCourt?

—Creo que tiene razón, señor profesor.

—Ah, de modo que cree que tengo razón. Y, señor Katz, ¿qué opina usted de eso?

—Estoy de acuerdo con usted, señor profesor, supongo. No conozco a demasiados irlandeses.

—Señoras y caballeros, observen lo que acaban de decir el señor McCourt y el señor Katz. He aquí un punto de coincidencia entre el celta y el hebreo: los dos están dispuestos a adaptarse y a transigir. ¿No es así, señor McCourt, señor Katz?

Asentimos con la cabeza y yo recuerdo lo que decía mi madre: A un caballo ciego le da igual que asientas con la cabeza o que le guiñes el ojo. Me gustaría decir esto al profesor, pero no puedo correr el riesgo de ofenderle, con todo el poder que tiene de impedirme el acceso al sueño americano y de hacerme quedar por tonto delante de la clase, sobre todo de las chicas.

La profesora Middlebrook imparte la asignatura de Literatura de Inglaterra los lunes y los miércoles por la mañana en el cuatrimestre de otoño. Se sube a la pequeña tarima, se sienta, pone sobre la mesa el grueso libro de texto, lo lee, lo comenta y sólo mira a la clase para hacer alguna pregunta de vez en cuando. Empieza por
Beowulf
y termina por John Milton, quien, según dice ella, es sublime, ha caído algo en el olvido en nuestros tiempos, pero ya le llegará su hora, ya le llegará su hora. Los estudiantes leen el periódico, hacen crucigramas, se intercambian notas, estudian otras asignaturas. Después de mis turnos de toda la noche en diversos trabajos me resulta difícil mantenerme despierto, y cuando me hace una pregunta, Brian McPhillips me da un codazo, me dice en voz baja la pregunta y la respuesta y yo se la balbuceo a ella. A veces murmura algo mirando al libro y yo sé que me he metido en un lío, y ese lío se materializa en un aprobado al final del curso.

Con todos mis retrasos y mis faltas a clase y con tanto quedarme dormido en clase sé que me merezco un aprobado, y me gustaría decir a la profesora lo culpable que me siento y que yo no la habría culpado aunque me hubiera suspendido. Me gustaría explicarle que, aunque no soy un estudiante modelo, tendría que verme con el libro de texto de Literatura de Inglaterra, leyéndolo tan emocionado en la biblioteca de la Universidad de Nueva York, en los vagones del metro, incluso en los muelles del puerto y en los muelles de carga de los almacenes durante la hora del almuerzo. Debería saber que yo soy, probablemente, el único estudiante del mundo que ha tenido enfrentamientos con los hombres de los muelles de carga por un libro de literatura. Los hombres se burlaban de mí:

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