Authors: Graham Brown
—¿Cuánto tiempo lleva con ellos? —le preguntó.
—Siete años.
—Casi desde el principio —comentó él, mostrándole que sabía algo acerca de la organización—. ¿Y Gibbs?
—Desde el primer día —le contestó ella, nada divertida por el interrogatorio—. Como probablemente ya había usted supuesto.
Hawker había supuesto exactamente aquello, y eso reforzaba aún más su intención de decir que no, pero ella no le dio posibilidad de hacerlo.
—Mire —dijo poniéndose en pie—, puedo ver que esto no nos lleva a ninguna parte. No he venido aquí a jugar a nada. Solamente queríamos a un piloto estadounidense para lo que esencialmente es una expedición estadounidense. Obviamente, usted prefiere seguir aquí. Y, ¿por qué no…?
Miró alrededor.
—Lo que quiero decir es… ¿quién iba a querer dejar todo esto? Mi problema es el tiempo… no tengo mucho —le entregó una tarjeta—. Aquí tiene mi número, llámeme antes de mañana al mediodía si cambia de parecer. Si espera más, ya me habré buscado a otro.
Hawker la contempló con una cierta jocosidad y luego miró a través del hangar al magullado y viejo Huey. Fueran cuales fuesen las otras consideraciones, aquel trabajo estaría bien pagado. Más de lo que pudiera ganar en un año o dos en un lugar como Marejo. Por no mencionar la media docena de cosas del Huey que podría arreglar o reemplazar y cargárselas al NRI, cosas que no era posible que pudiese solucionar de ningún otro modo. Una simple elección, un simple compromiso: así era como siempre empezaban las cosas.
—Relájese —le dijo—, haré el trabajo. Pero tiene que entender que no acepto talones.
Ella se detuvo y lo miró a los ojos.
—Por alguna razón supusimos que no lo haría.
Los siguientes treinta minutos implicaron negociaciones sobre el calendario, el precio del chárter y los costes de operación. Formalidades, realmente, que pronto fueron dejadas a un lado. Cuando hubieron terminado, Hawker se puso en pie y la acompañó hasta el Land Rover que la esperaba.
—Espero estar en Manaos mañana por la noche —le dijo, sujetando la puerta, mientras ella subía al coche.
—Vale —le contestó ella con sus labios curvándose hacia arriba en una perfecta sonrisa—. Le veré entonces.
Hawker cerró la puerta, ella hizo girar la llave y el motor rugió recuperando la vida. Mientras se alejaba, la mente de él empezó a recordar la conversación y la decisión que acababa de tomar. Indudablemente en aquel viaje habría algo más que arqueología, pero era difícil determinar qué. La presencia de civiles sugería que era poco probable que pasase algo demasiado fuera de lo normal, pero la atención personal del director del NRI sugería justo lo opuesto. La contradicción le preocupaba, y ésa era una sensación enfermizamente familiar.
Se le ocurrió otra idea mientras contemplaba al Land Rover tomar la ruta principal: una de ese tipo que destella dentro de la mente de uno y luego hacer ver que desaparece, sólo para quedarse acechando en algún oscuro rincón y susurrar sin pausa desde el subconsciente.
Podía comprender por qué el NRI no quería a ningún piloto local: era por una cuestión de seguridad, fuera cual fuese el tipo de operación que tuvieran en mente. Pero el NRI era una gran organización que operaba en el mundo entero. Debían tener pilotos, posiblemente los tenían a montones, y nada puede ser más discreto que usar a uno de casa para hacer el trabajo. Entonces, ¿por qué demonios hacían aquello? ¿Por qué pasar por el problema y el gasto de contratarle a él, cuando les hubiese sido más fácil y mucho más seguro emplear a uno de los suyos? El pensamiento le estuvo molestando mientras el Land Rover se perdía hacia el sol poniente.
Y decidió que era una pregunta que no podía tener una respuesta agradable.
El hombre de la chaqueta negra miró al fondo del callejón que se abría ante él: una calle de polvo, tierra y adoquines de forma irregular, unidos con lo que parecía ser barro seco. La mayor parte de Manaos era moderno, incluso próspero, de un modo que no se había visto desde los tiempos del
boom
del caucho en los años veinte, pero toda ciudad tiene sus barrios bajos y Manaos no era una excepción. La calle irregular y sin nombre se hallaba en uno de ellos y, cuando empezó a caminar por ella, el hombre de la chaqueta negra pudo notar los ojos de sus habitantes clavados en él.
Su nombre era Vogel, y tenía una reunión de negocios a la que acudir en aquel ambiente tan poco alentador. Siguió hacia la parte de atrás de la calle, caminando entre edificios despintados que iban cediendo por la edad. A mitad del camino, allá donde la calle se inclinaba levemente hacia la derecha, dos gallinas picoteaban algo en una esquina y un perro flaco y holgazán jadeaba en silencio a la sombra. Justo más allá, un hombre que llevaba un estrecho sombrero de ala ancha estaba sentado sobre un bidón de veinte litros volcado, fumando un cigarrillo al sol de la tarde. Pareció darse cuenta de que Vogel se aproximaba, pero hizo poco más que mirar.
—¿Eres Rubio? —le preguntó Vogel, caminando hasta el hombre y sin lograr disimular su acento alemán.
El hombre alzó la cara, revelando un hueco entre sus dientes.
—Depende —le contestó—, de si tú eres Eichman o Hess.
Vogel ignoró la broma: no era el primero en tomarle el pelo por su acento en un lugar conocido por albergar a fugitivos nazis.
—Sabes quién soy —le dijo—, así que dime lo que pasó.
Rubio se puso en pie, lanzó el cigarrillo a los adoquines y echó hacia atrás su sombrero, para mostrar sus ojos y su frente.
—Hice lo que querías —contestó—. Ese Capitán ya no va a aceptarles un chárter. No importa lo mucho que le ofrezcan.
—Bien. ¿Qué más?
Rubio se encogió de hombros.
—No mucho más: se reunieron con otro vendedor. Le compraron más basura… ese par son como turistas comprando
souvenirs
. Y ayer la chica fue en coche a las montañas… ella sola.
Eso Vogel ya lo sabía. De hecho, no había mucho que los agentes del NRI hicieran que él no supiera por anticipado.
—El hombre va a volver a Estados Unidos —explicó—. Y no deseamos eso. Queremos que cojas a la chica, para que así él tenga que quedarse.
Rubio lo miró como si hubiera dicho alguna locura.
—Podíamos haberlo hecho ayer. ¿Por qué infiernos no nos lo dijiste? ¡Habría sido fácil!
Vogel lo entendía: habría sido una ocasión perfecta para capturarla, pero la gente para la que trabajaba continuaba dudando, prefería esperar y, si era posible, contener al NRI, por razones que no le revelaban. Lo explicó con una lógica clara, de ordenador:
—Ayer no queríamos eso, hoy lo queremos. ¿Crees que podrás hacerlo?
Cuando acabó buscó en el interior de su chaqueta, cogió un sobre lleno de billetes y se lo lanzó a Rubio, quien lo atrapó en el aire.
Al abrirlo y calcular lo que contenía, Rubio pareció decepcionado.
—¿Por raptar a alguien? ¿Por matar a los otros? Tendrás que darme más que esto; ahora ella está en el hotel, y tienen buena seguridad.
—Va a ir a contratar otro chárter —le dijo Vogel—, sabemos con quién está. Tendrá que inspeccionar el barco como la otra vez, puedes hacerlo entonces. Debería de ser fácil y eso debería cubrir los costes.
Rubio se recostó en la pared y negó con la cabeza.
—No, no creo que los cubra —golpeó con los nudillos la ventana y dos hombres, ambos más grandes que Vogel y Rubio, aparecieron en la puerta.
Uno llevaba una escopeta sobre su hombro, el otro un machete en la mano y mostraba una pistola metida en el cinto. Los ojos de Vogel volvieron a Rubio, quien había sacado una pistola negra de 9 milímetros de su propia cintura y tirado de la corredera una vez, para cargarla. La mantenía apuntada hacia el suelo, pero la intención era obvia.
Con una sonrisa satisfecha Rubio puso el pie sobre el bidón tumbado, se inclinó hacia adelante y le sonrió a Vogel.
—Creo que es hora de renegociar, ¿no?
La mirada de Vogel fue de un hombre al otro y finalmente volvió a Rubio. Finalmente mostró una sonrisa que pareció rajar su rostro de piedra.
—No, no lo creo.
En ese mismo instante el bidón fue arrancado de debajo del pie de Rubio por un disparo de rifle. El hombre cayó hacia delante, recuperó el equilibrio y alzó la vista presa del pánico. Unos brillantes puntos rojos danzaban a su alrededor, centrándose en su pecho y en el torso de los otros dos hombres. Uno de ellos se abalanzó hacia el interior del edificio, pero el otro se quedó helado. Rubio hizo lo mismo, esforzándose por mirar más allá de Vogel, buscando la fuente de aquellas miras láser, temiendo moverse y animar a que le disparasen.
Ahora era Vogel quien mostraba una sonrisa satisfecha. Se alzaba tieso y muy orgulloso.
—Entonces —dijo—, estamos de acuerdo…
Para el profesor Michael McCarter la jornada se había iniciado muchas horas antes en la fría oscuridad de una mañana de invierno en Nueva York. Desde allí había cruzado dos continentes y un océano, viajando en todo tipo de aparatos: desde una Super Shuttle azul con un calentador disfuncional, hasta un asiento de primera en un reluciente Boeing nuevecito. Había cambiado de avión tres veces, consumido varias raciones de lo que las aerolíneas llaman eufemísticamente comida y viajado más de catorce mil kilómetros. Ahora, a tan sólo algunos minutos de su destino, había empezado finalmente a preguntarse si todo aquello no sería un terrible error.
McCarter estaba sentado en la parte trasera del helicóptero de Hawker, en una estrecha banda de lona color crema que pasaba por ser un asiento. Por encima de su cabeza el motor gemía en un movimiento furioso, mientras los rotores golpeaban el aire con un sonido que estremecía su cuerpo, como el retumbar de un par de enormes altavoces de bajos. El aire tropical entraba en torrente por la puerta de carga que estaba abierta a su lado; tras ésta, oscuras formas verdes, que suponía serían árboles, pasaban en súbitos y violentos borrones. Dentro de la cabina todo se estremecía, saltaba y vibraba, sin duda contribuyendo a agrandar las finas grietas que había cerca de muchas de las junturas y los remaches.
—¿Qué infiernos estoy haciendo aquí? —se preguntó en voz baja.
Durante quince años, Michael McCarter había sido catedrático de arqueología en una prestigiosa universidad de la ciudad de Nueva York. Un hombre de color y en los años finales de la cincuentena, McCarter era alto y distinguido, con un toque de gris en sus sienes y gafas de montura metálica en su rostro. Hablaba con una voz profunda y resonante, que se prestaba perfectamente a dar importantes conferencias en salas de altos techos, y durante muchos años había sido un respetado orador en los circuitos universitarios. El interés del NRI por él era mucho más reciente, de los últimos meses como mucho. Muy educadamente, había rechazado en dos ocasiones sus propuestas, y luego ignorado todas las cartas, e—mails y telegramas que habían seguido. Pero, en lo que sólo podía describir como un momento de debilidad, había contestado a una llamada telefónica de Danielle Laidlaw, y ella había logrado convencerle, a pesar de todas sus prevenciones en sentido contrario, de que ésta era una oportunidad que no podía permitirse dejar pasar. Viendo ahora, a través de la puerta de carga abierta, objetos que estaban demasiado cerca y se movían demasiado deprisa, estaba seguro de que había tomado una decisión equivocada.
Se volvió hacia la carlinga, y apretó el botón de hablar en su intercomunicador.
—¿No deberíamos volar un poco más alto? —preguntó.
El piloto se giró y estudió a McCarter desde detrás de sus gafas oscuras. Su respuesta fue muy preocupante:
—Lo siento, profe. Estas cosas caen como una roca si el motor falla. Así que, si le da lo mismo, prefiero estar lo más cerca posible del suelo.
Naturalmente era mentira: los helicópteros tienen su propio modo de planear llamado «auto rotación», y algo de altitud adicional siempre ayudaba. Pero si hay algo que a los pilotos les guste más que mentirse los unos a los otros es mentir a los que no vuelan. McCarter miró a su alrededor.
—¿Y qué pasa si no me da lo mismo?
Esta vez Hawker se limitó a reír. Y el helicóptero siguió rozando los árboles.
McCarter se echó hacia atrás en su asiento y empezó a mirar la cabina, examinando el interior y estableciendo contacto visual con las otras personas que estaban allí dentro, todas ellas con los ojos vueltos hacia cualquier parte menos hacia la puerta abierta. Le acompañaban otros tres pasajeros: dos miembros del NRI, Mark Polaski y William Devers, y una estudiante graduada llamada Susan Briggs, que había aceptado llevar con él ante la insistencia del decano de la universidad.
De veintiséis años de edad y a punto de completar su doctorado en Estudios Arqueológicos, Susan era sin duda una estudiante brillante. También era bastante introvertida, un hecho que el psicólogo aficionado que McCarter llevaba dentro atribuía a una infancia con unos padres ricos pero ausentes… aunque no estaba totalmente seguro. Lo que sí sabía era que el decano era muy amigo de esos padres ricos y ausentes, y que si la joven no regresaba en las mismas condiciones en las que había partido, las cosas se iban a poner muy feas para él.
Para empeorar las cosas la chica sufría de asma y otra enfermedad, cuyo nombre se le escapaba en ese momento, y se había pasado tosiendo y estornudando buena parte del viaje. Y, sin embargo, no dejaba de estar animada y positiva, usando una retahíla interminable de superlativos y otras palabras que parecían significar muy diferentes cosas para ella y el resto de la gente joven de lo que representaban para él.
No podía decidir si su presencia era positiva o negativa, pero, sentada la más cercana a la puerta abierta y contemplando el terreno que pasaba volando, tenía el rostro iluminado. Por lo menos alguien estaba disfrutando del vuelo.
A su derecha estaba sentado Mark Polaski, que tendría unos cincuenta años, que ya desde primera hora de la mañana tenía la cara como mal afeitada y que estaba perdiendo la batalla contra la calvicie. Polaski había hablado muy poco, pero tenía un talante plácido, y parecía ser un tipo razonable. Lo bastante razonable como para que McCarter le repitiese su anterior pregunta, dándole unos golpecitos en el hombro:
—¿No cree que deberíamos de volar un poco más alto?
Polaski asintió con la cabeza.
—O ir por tierra, en un autobús, como la gente normal —contestó.