Authors: Graham Brown
—Más muertes —hizo notar.
—Sí —dijo respetuosamente Kaufman—, pero ninguna tan lamentable como la de Matt Blundin. Claro que supongo que no le dejó a usted otra opción…
El rostro de Gibbs se quedó en blanco, desprovisto de toda emoción. No había deseado matar a Blundin, pero, desde luego, el jefe de Seguridad no le había dejado otra alternativa. En su celo por hallar al culpable del robo de datos, Blundin había husmeado en lugares que se le había ordenado ignorar. Y al hacerlo, había descubierto los cabos sueltos en el montaje de Gibbs. Y, aunque no tenían relación alguna con la investigación, Blundin no había podido evitar tirar de ellos…
Más bien pronto que tarde se habría dado cuenta de que sólo Gibbs, y no Danielle ni ninguno de los oficinistas de la organización, podía cambiar los códigos de provisión de fondos. Y eso le habría llevado al dinero que faltaba, a las peticiones de fondos para proyectos que sólo existían en el papel y a los informes engañosos y transacciones no registradas que habían mantenido en marcha al proyecto Selva Pluvial. Y no hubiera pasado mucho tiempo antes de que Blundin se diera cuenta de lo que todo aquello significaba. Quizá ya estuviese enterado de todo y le hubiese estado dando a Gibbs tiempo para arreglar las cosas. Al fin y al cabo, había sido su amigo…
Kaufman rompió el silencio:
—Le doy veinticuatro horas. Piense bien su respuesta.
Gibbs puso su atención en el mundo exterior. Ahora estaban en el barrio de los negocios, tomaría un taxi desde allí. Miró al chofer por el retrovisor:
—Pare aquí.
A un gesto de cabeza de Kaufman el chofer obedeció y paró el Mercedes junto a la acera.
Kaufman le hizo una última advertencia:
—No sea estúpido —dijo—. Ya no tiene más opciones…
Gibbs salió del coche, cerró la puerta de un portazo y vio cómo el vehículo se alejaba. Ahora conocía a su enemigo, y sabía lo que tenía que hacer. La única cuestión era cómo hacerlo sin destruirse también a sí mismo.
El asiento trasero del taxi amarillo había visto pasar mucha vida: el vinilo rasgado por el que salían hilillos del relleno interior, las marcas de tinta, los grafitis y las manchas, todo ello testimoniaba una larga y agitada existencia. Desde ese trono real, Arnold Moore contemplaba las calles de Washington, ahora cubiertas de nieve, mientras pasaban lentamente ante él.
Ese año hacía un tiempo raro y otra tormenta había llegado a la capital de la nación, la cuarta en seis semanas; aunque se trataba de la menos molesta hasta el momento, ya que había llegado en un viernes y duraría sólo hasta el domingo por la noche.
No obstante, el sábado por la mañana la nieve seguía cayendo, cubriendo los árboles y el césped con un prístino manto blanco y dejando las calles remojadas por una capa de agüilla grisácea. Era suficiente para mantener a las masas de gente en casa, y Moore no recordaba haber visto nunca el distrito más vacío.
El taxi le llevó desde la parte de Virginia, rodando a lo largo del Jefferson Davis Parkway, cruzando luego el Potomac por el puente Arlington Memorial. El monumento a Lincoln se alzaba en la distancia, con su gran estructura de columnatas medio oculta por la nieve que caía.
Con ese tiempo la ciudad era un lugar distinto, con sus monumentos aún más espectaculares y grandiosos en su aislamiento, los estanques todavía más majestuosos en su silencio y vacío, todo más dignificado por la ausencia de turistas, vendedores y vagos.
Moore prefería a la ciudad así, especialmente en esta ocasión. Iba camino de una reunión: finalmente se había puesto en contacto con él alguien interesado en el proyecto Selva Pluvial. Con la ciudad tan vacía sería más fácil hablar abiertamente y descubrir un problema si éste se presentaba.
El taxi dejó a Moore ante el monumento. Caminó por la acera, con la capa de nieve crujiendo y quebrándose bajo sus pies.
Notando el aire helado, se subió las solapas de su grueso chaquetón de lana y hundió las manos en sus profundos y cálidos bolsillos: los mismos bolsillos en que había hallado la nota, justo dos días antes cuando estaba ante la puerta de su apartamento. Buscando sus llaves, su mano se había topado con un grueso trozo de papel cuya presencia le era extraña, una cartulina doblada y con una escritura que no era la suya. El texto decía simplemente: «llame» y facilitaba un número de teléfono. Bajo el número habían otras palabras: «podemos ayudarle». Nada más, ninguna mención al proyecto Selva Pluvial o el NRI, pero la conexión era indudable.
Moore se había quedando mirando al pedazo de papel, como en trance, durante un buen rato. Le molestaba no haberse dado cuenta de que se lo colocaban y sólo podía imaginarse cómo y dónde: camino de su casa, en alguna parte, tal vez mientras hacía cola en la cafetería, o en el atestado andén del metro.
Y, no obstante, nadie había chocado con él, ni le había empujado ni permanecido demasiado rato a su lado, nadie había intentado ninguna burda distracción de carterista. Tras subir al metro, Moore había estado sentado solo y había bajado en su estación habitual junto con muy pocos viajeros. Y, sin embargo, el trocito de papel había llegado a su poder. Eso le hacía sentirse viejo y lento, como si el paso del tiempo le estuviera embotando los sentidos.
De vuelta al presente, Moore se fijó en un coche que se le estaba acercando e hizo lo que pudo para apartar aquel pensamiento. El vehículo color marrón frenó un poco, pero giró la curva y siguió su camino, escupiendo una pequeña oleada de aguanieve tras de él.
Contempló cómo el coche se alejaba, y luego miró más allá, hacia el blanco horizonte. En algún lugar, Gibbs estaba escuchando. Y además había gente vigilándole, al menos tres grupos de apoyo. Dos coches y un tercer grupo a pie, aunque no sabía exactamente ni quién, ni dónde. Era muy posible que el coche que había pasado llevase a uno de los equipos de Gibbs.
Trató de no pensar tampoco en aquello: era una distracción y su actual tarea exigía toda su atención. Estaba a punto de encontrarse con alguien del enemigo, el mismo enemigo que había tratado de matar a Danielle. Su trabajo era intentar averiguar quiénes eran, y para lograrlo iba a tener que convencerles de que estaba a punto y dispuesto a traicionar al NRI, lo que no sería fácil, vista su reputación. Era una trampa montada por alguien que, sin duda, a su vez esperaba una trampa… o sea una tarea difícil, se mirase como se mirase. Pero con la repentina muerte de Matt Blundin unos días antes, era la única posibilidad que tenían.
Otro coche llegó por la calle: un Lexus blanco con sus faros amarillos antiniebla encendidos. Se acercó a él y se detuvo. Una ventanilla abierta mostraba a un hombre de unos veintitantos años, con una perilla cuidadosamente arreglada.
—¿Arnold Moore?
Moore asintió con la cabeza.
—¿Por qué no entra? —le sugirió el joven—. Podemos hablar mientras conduzco.
Moore negó con la cabeza:
—Me parece que no —señaló el aparcamiento—. Vaya a aparcar allí, hay mucho sitio. Luego vuelva aquí y daremos un paseo por este maravilloso paisaje invernal.
La cara del rubio mostró una mueca de disgusto ante aquella idea, pero, de todos modos, pisó el acelerador e hizo lo que le indicaba Moore. Un momento más tarde regresó a pie, caminado con aire despreocupado.
Moore estudió al hombre: era joven y apuesto, con un cabello rubio a mechas y un radiante bronceado, a pesar de ser pleno invierno. Vestía unos pantalones deportivos con la raya bien planchada y un jersey de cuello vuelto de cachemira.
—Cielos —susurró—, me han mandado a un instructor de esquí.
Cuando el hombre llegó a él, preguntó:
—¿Hacia dónde?
—¿Importa? —le dijo hoscamente Moore. Miró rápidamente en ambas direcciones y comenzó a caminar apartándose del monumento y yendo hacia el puente. Necesitaba seguir a cielo abierto.
El rubio miró a lo alto con expresión de impaciencia y empezó a seguirlo. Durante un minuto caminaron, sin palabras ni gestos; eran simplemente dos hombres caminando por la ladera que llevaba al puente.
—¿Cómo se llama? —preguntó finalmente Moore.
El rubio se echó a reír.
—Vale, nada de nombres —aceptó Moore—. Bueno, le llamaré Sven. Usted a mí me parece un Sven.
El otro no pareció disgustado con el nombre y los dos siguieron caminando. Moore con sus pesadas botas, bufanda color naranja y gruesas capas de algodón y lana; Sven con su jersey de cachemira y caros zapatos italianos, que la nieve estaba estropeando.
—Usted es el tipo del teléfono de la otra noche —supuso Moore.
—Muy observador —contestó el otro.
—¿Tiene usted una tintorería?
—¿Qué?
—Me preguntaba cómo me metió esa nota en el bolsillo —le dijo Moore—. No noté cuándo me la colocaron, así que pensé que ya vino dentro, desde la tintorería…
Sven siguió caminando y Moore le leyó el rostro.
—Eso no lo hizo usted…
—Yo sólo le respondí a la llamada.
—Era de imaginar —comentó Moore, con el tono de un veterano disgustado.
Dicho eso, apretó el paso, yendo hacia el puente mismo, por encima del río, en donde haría más frío y la delgada ropa de Sven le sería aún menos útil de lo poco que parecía serle.
Sven parecía darse cuenta de ello:
—¿Adónde demonios vamos?
—No vamos a ningún sitio —le contestó Moore, mirando hacia abajo, a las heladas y negras aguas del Potomac, oscuras y siniestras por el contraste con las blancas orillas—. Sólo estamos caminando. Estamos aquí en plena calle, en público, en un lugar donde es menos posible que le considere a usted una amenaza y me vea obligado a matarlo.
—Escuche… —empezó a decirle Sven, con la ira creciendo en su voz.
Moore le cortó, pero su tono era inquisitivo, y no irritado:
—¿Cree su gente que soy gay?
Sven se detuvo, aparentemente asombrado por el giro del interrogatorio.
—¿Cómo?
—¿Me han puesto la etiqueta de homosexual? —le aclaró Moore, encogiéndose de hombros—. Es una suposición razonable, puesto que nunca me he casado…
—No tengo ni idea —le contestó Sven—. Y, de todos modos, ¿a mí qué cojones me importa eso?
—Bueno, porque quizá usted sí que sea homosexual, Sven. ¿O tal vez debe hacerse pasar por uno?
Ahora Sven parecía más enfadado que confuso, pues al parecer no le gustaba nada la suposición.
—¿De qué mierda me está hablando?
Ahora la voz de Moore se hizo más cortante:
—Le estoy hablando de lo que usted está haciendo aquí. Me pregunto por qué su gente me ha mandado a un niño bonito para hacerme perder el tiempo. Es obvio que no sabe usted nada, que no está capacitado para discutir nada, así que me veo obligado a pensar que creen que soy gay y que de algún modo voy a considerarle a usted atractivo.
Dicho esto, Moore le dio la espalda al joven.
Sven le agarró por un hombro para darle la vuelta:
—Escúcheme, vejestorio…
Moore apartó la mano de un manotazo y clavó unos ojos llenos de profunda furia en los de Sven.
—No, escúchame tú, mierdecilla insignificante. No trato con correveidiles, ni con recaderos. Cuarenta años en este trabajo… eso es lo que yo tengo a mis espaldas. Así que, si la gente que te ha mandado tiene algo que decirme, será mejor que tengan los huevos de venir a verme ellos mismos. O, al menos, mandarme a alguien importante.
—No soy un chico de los recados —dijo Sven.
—Sí que lo eres. Eres un jodido don nadie, y no sabes una mierda acerca de esta operación. Ni siquiera sabes cómo tu gente entró en contacto conmigo.
El rostro de Sven estaba colorado por la ira.
—Venga, vamos… habla. Dime que me equivoco. Dime lo importante que eres y dime lo mucho que sabes…
—Sé bastante —dijo finalmente Sven—. Sé que le han apartado de un trabajo importante y que eso no le gusta. Sé que prácticamente su carrera ha terminado, y que eso tampoco le gusta. Habla usted de sus cuarenta años de servicio… yo diría que durante esos cuarenta años lo han estado utilizando y que ahora lo van a tirar a la basura, y eso le quema de mala manera por dentro o, para empezar, no habría venido aquí. ¿No es así?
Moore miró a Sven y poco a poco su ira fue desapareciendo.
—Sí —admitió al cabo, sinceramente—. De hecho, así es. Pero venir aquí ha sido un error.
Miró a Sven con algo de piedad en sus ojos.
—Vete a casa —le dijo—, vete antes de que te maten. ¿Realmente crees que va a pasar algo? ¿Realmente lo piensas? ¿Dónde demonios estaríamos si la gente cambiase de bando cada vez que se cabrea?
Sven no le contestó y Moore agitó la cabeza disgustado.
—Vuelve a casa y dile a tu gente que no estoy interesado. Diles que no basta con dinero para comprarme. Y que la próxima vez que quieran ofrecerme algo, será mejor que no me manden a un crío que aún se mea en la cama y al que le preocupa que el frío le corte los labios —Moore movió la cabeza aún con más desanimo que antes—. Tengo archivos que son más viejos que tú…
Moore le volvió a dar la espalda a Sven y miró por sobre la baranda de piedra del puente. Con una mano enguantada barrió la nieve del trozo que tenía ante él y recostó los antebrazos en el mismo, mirando a la negra agua que corría bajo el cielo gris-blanco.
—Cuarenta años y así es como acaba —murmuró—. ¡Vaya broma!
En una habitación caliente, lejos del puente, Gibbs escuchaba cada palabra y, por primera vez, empezó a comprender por qué Moore era tenido en tan alta estima. Había jugado su papel de modo magistral: Sven estaba furioso, lo bastante furioso como para contarle muchas cosas a Moore con tal de probar que no era el simple chico de los recados, o como para volver corriendo a sus superiores y decirles que Moore se lo había pensado mejor y tendrían que tentarle más si querían ganárselo. Lo que era un signo seguro de que iba de buena fe y aquello no era una trampa…
Casi era suficiente para hacerle desear a Gibbs que aquel drama fuera real. Pero la situación no era la que le habían hecho creer a Moore y, a pesar de su excelente trabajo, el agente estaba metido en una situación de la que no podía salir vencedor.
Allá en el puente, Sven sonrió por primera vez.
—¿Por qué no viene conmigo? Se lo podrá decir usted mismo…
Moore se volvió para mirar a Sven, con la espalda apoyada contra la baranda del puente. Se sentía tentado. Gibbs y él habían planificado una eventualidad de ese tipo: los dos coches podrían seguirlo hasta el lugar que Sven tuviera en mente. Pero le parecía que era una situación forzada, apresurada. Así que declinó la oferta: