Llévame a casa (14 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

BOOK: Llévame a casa
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La explicación pareció tranquilizarla. Yo, sin embargo, a partir de ese momento, procuré morderme la lengua antes de hablar.

Y ahora tengo la lengua llena de llagas.

Porque el sentimiento ha ido creciendo imparable, muy a pesar de las adversidades, de su reticencia y de mis propios miedos, que también los tengo. Aunque yo haga todo lo posible por luchar contra ellos y olvidarlos.

La quiero y siento que me estoy enamorando de ella sin poder evitarlo. Vale. Olvidemos sus miedos y sus fantasmas, dejémoslos a un lado; la imagen que ella me ofrece es la de alguien que he estado buscando siempre, que se ajusta casi a la perfección a la persona con la que deseo compartir mi vida. Y eso sí que asusta.

Pasamos el día juntas, remoloneando en casa y viendo películas de vídeo. Nuestro único compromiso social de hoy es quedar con sus amigos. Y eso no ocurrirá hasta medianoche, por lo que no hay ninguna prisa. Me acurruco junto a ella y el bol de palomitas y finjo estar muy interesada en las desventuras y peripecias de Carmen Maura en
La comunidad
cuando la verdad es que mi cabeza no deja de darle vueltas a un único tema.

Desde que esta mañana me dijo que Jose se va a vivir con Chus no he podido dejar de pensar en ello. Por un lado, siento una envidia atroz por esa pareja que ha decidido llevar a cabo un proyecto de vida en común. Por el otro, pienso que no debería albergar ese sentimiento cuando yo misma también podría llevarlo a cabo. Bastaría con pronunciar una serie de sencillas palabras:

«¿Quieres vivir conmigo?». Aunque sé que en el fondo no es tan sencillo como parece. Sobre todo teniendo en cuenta cómo es Silvia y lo que piensa al respecto. O lo que no piensa. Porque tampoco estoy muy segura de su postura. Pero sabiendo de sus miedos y de su aversión a todo lo que huela a serio compromiso no resulta difícil adivinar cuál sería su respuesta.

Llevo todo el día diciéndome a mí misma que es una locura. Y cuanto más trato de convencerme para desechar la idea, tanta más fuerza y aplomo cobra en mi interior. Apenas llevamos dos meses. Nunca creí que a mí me pudiera pasar esto. He tenido muchas relaciones, algunas de varios años incluso y, aunque con estas últimas sí hubo un planteamiento de convivencia por ambas partes, como una evolución natural dentro de la pareja, nunca sentí este deseo vehemente que ahora me domina.

Un amigo mío me comentaba una vez el motivo por el cual parecía que las parejas homosexuales iniciaban su convivencia más prematuramente que otras. Argumentaba que gays y lesbianas, al vivir sus relaciones en un clima de semiocultamiento, al no tener que responder, en la mayoría de los casos, a los deseos y las expectativas de sus respectivas familias, al no tener que, en definitiva, ajustarse al protocolo heterosexual del noviazgo con vistas a boda, el plan ahorro vivienda y la connivencia de su entorno, resultaba mucho más fácil empezar a vivir juntos. Y porque, además, si la relación no funciona, puesto que no existen lazos contractuales que hayan legitimado esa unión ante la sociedad ni, en la inmensa mayoría de los casos, hijos que pudieran quedar desprotegidos, una ruptura, desde un punto de vista meramente práctico, resulta mucho menos trágica. Cada uno se va por su lado y punto. Una opinión como otra cualquiera.

Hago repaso mental de estos dos meses de relación. Para cualquiera resultaría obvio que, a pesar de tener cada una su casa, estamos prácticamente viviendo juntas. Silvia se queda a dormir aquí tres o cuatro días a la semana. Y no ha sido extraño que alguno de los días restantes me haya ido yo a pasar la noche con ella. Incluso cuando hace poco empezó a trabajar de nuevo y comenzó a ir más ajustada de tiempo y horarios, la tónica no varió ni un ápice. Sigue quedándose a dormir tanto como antes, madruga mucho y duerme poco. Va a su casa lo justo para comprobar que sigue en el mismo sitio y sacar al perro (afortunadamente, Jose le pasea todo lo que ella no puede, de lo contrario el piso sería un campo de minas con forma de cagarruta). Hace semanas, casi desde el principio, que su ropa se mezcla con la mía en la lavadora. Vamos a la compra juntas, y yo ya estoy empezando a acostumbrarme a cocinar para dos y a preparar por las noches la comida que ambas nos llevaremos al trabajo bien guardadita en un tupperware. Lo único que nos diferencia de Jose y Chus es que las cosas de Silvia y su perro siguen en un piso que no es el mío. Y que ninguna de las dos ha planteado todavía la posibilidad de solucionar eso.

Los títulos de crédito me avisan de que la película ya ha acabado. Silvia para la cinta y salta un canal cualquiera de la televisión.

—Oye, Ángela —me dice Silvia en tono circunspecto, lo que provoca que mi corazón se desboque en cuestión de un segundo.

—Dime —le contesto, quizá esperando que me diga algo referente a lo que me está consumiendo.

—¿Te has fijado en mi amiga Marta?

Mi estómago acusa un golpe de vacío y decepción.

—Sí, ¿por qué?

—Ya sé que no la conoces mucho pero, ¿tú crees que está bien?

La imagen de Marta se me representa en la cabeza. Sólo la he visto las noches que hemos salido de copas y por tanto la impresión que he recibido de ella es muy determinada. Pupilas dilatadas, mandíbula desencajada, perpetuamente colocada. En esas circunstancias resulta fácil adivinar que no he llegado a mantener una conversación que me permitiera conocerla.

Durante mi estancia en el Reino Unido viví bastante a fondo la noche londinense y los estragos que puede causar si alguien se entrega con demasiada devoción a ella, al house y a las pastillas. De Fabric a Heaven, creo que me recorrí los clubes más importantes de la ciudad. Eso, sin contar alguna escapadita que otra a Ibiza con mi eventual grupo de extasiados. He bajado en picado y he vomitado bilis, he tenido resacas de tres días y unas pupilas que no dejaban ver el iris. Y la estampa que hasta ahora me ha ofrecido Marta no difiere mucho de la de mis amigos más enganchados de aquella época. O de la mía propia en mis momentos de menor lucidez y mayor cuelgue. Mis seis años en Londres los tengo guardados en lo más oscuro de mi memoria. Coqueteé con las drogas de un modo más que esporádico. Me costó mucho esfuerzo, y muchas noches sin dormir dejarlo atrás. De hecho, a Silvia sólo se lo he comentado a grandes rasgos y de pasada.

—Hombre, la verdad es que se la ve un poquito colgada, para qué nos vamos a engañar… —digo al fin.

—Ya, por eso lo digo. Siempre ha sido bastante juerguista y quizá demasiado curiosa con las drogas. Pero nunca la había visto así. Y su vuelta tan repentina de Barcelona me extraña mucho. Estaba fija en su empresa antes de irse. Y ese traslado le suponía ascenso y mejora de sueldo. Además, le pagaban el alquiler durante dos años. Y el piso no era nada barato, créeme. Resulta difícil pensar que haya querido dejarlo todo tan de repente.

—Quizá se ha agobiado. Esos ascensos conllevan mucha responsabilidad. Tal vez no ha podido aguantarlo.

—No sé…

—Pues cielo, si tanto te preocupa, habla con ella y averigua si le pasa algo más grave.

Se queda pensativa durante un momento.

—Sí, quiero hacerlo. Lo difícil va a ser encontrar el momento adecuado. —Se echa hacia adelante en el sofá, casi a punto de levantarse—. Voy a ducharme, ¿cenamos por ahí o comemos algo aquí antes de irnos?

Meneo la cabeza negativamente.

—No, mejor cenamos aquí. Tenemos tiempo de sobra. Se levanta y se dirige al baño dejándome tumbada en el sofá, mirando al techo, sola a merced de una droga mucho más poderosa que la creada en laboratorios ilegales. La química que segrega tu propio cerebro cuando crees haber encontrado a la persona con la que quieres pasar el resto de tu vida.

Chus y Jose son los primeros en llegar, tan sólo quince minutos después de la hora fijada. Tras ellos van llegando los demás. Risas y bromas. Quizá la conversación de esta tarde sobre Marta me hace observarla con mayor atención que en otras ocasiones. Esta noche también llega colocada. O ha empezado pronto o aún le dura la mierda que se pillaría anoche. Silvia la mira con una expresión impotente. Sabe tan bien como yo que ahora resultaría inútil intentar hablar con ella.

Tardamos diez minutos en decidir a dónde ir a tomar la primera. Cuando por fin nos ponemos en marcha, Jose me engancha del brazo.

—¿Te ha contado ya Silvia las buenas noticias? —me pregunta jovial.

—Sí, que Chus y tú os vais a vivir juntos, ¿no? —contesto sonriéndole.

—Sí. Casi no me lo creo, tía… Me hace muchísima ilusión aunque me da un poco de palo dejarla sola con el piso… Que tenga que buscar a alguien y todo eso.

—Ya… ¿Y tú cómo estás?

—Pues la verdad que un poquito acojonado, para qué te voy a mentir. Aunque no me importa. Es algo que siempre me ha dado mucho miedo pero creo que por fin merece la pena arriesgarse. Así que ahora que nos hemos decidido a dar el paso —respira hondo—, pues allá que vamos, de cabeza a la piscina. Además, presiento que con Chus la cosa va a ir bien, aunque uno no pueda estar nunca seguro de estas cosas…

Asiento con la cabeza pero no digo nada.

—Y tú con Silvia, ¿qué tal?

—Bien, bien —me apresuro a contestar—. La cosa parece que funciona aunque, bueno, tú ya sabes cómo es con algunas cosas…

Me mira y parece que va a decir algo. No lo hace. Sin embargo por su mirada intuyo que él ha pensado lo mismo que yo.

Dentro del local en el que hemos entrado, yo sigo charlando animadamente con Jose y con Chus, que también se ha unido. Silvia hace lo propio con Inma y Marga. Todos miramos furtivamente a Marta, que deambula bailando sola de un lado a otro con una copa vacía en una mano y un cigarrillo en la otra. De repente, alguien dice de irnos a otro sitio, y todos cogemos nuestros abrigos y levantamos el campamento. Según vamos saliendo nos quedamos en la puerta para decidir dónde iremos ahora. De repente Jose exclama:

—¡Hostia puta!

—¿Qué pasa? —le espeto entre divertida y extrañada.

—Carolina —es lo único que me dice al tiempo que señala con la mirada a una chica que está hablando con Silvia en un tono de lo más agresivo.

En otras ocasiones en las que hemos salido, sé que nos la hemos cruzado, pero siempre fui avisada demasiado tarde y, sin conocerla, no pude saber quién, de entre la marea de gente que abarrota los bares cada fin de semana, era la famosa ex novia de mi novia. Ahora que puedo despejar la incógnita, su presencia me causa tanta curiosidad como rechazo. Así que esa chica alta y de cabello muy largo con un rostro que aún conserva ciertos rasgos aniñados es la causante más directa de los miedos de Silvia… Me adelanto instintivamente y con recelo hasta donde está justo a tiempo de escuchar cómo Silvia le dice, con voz de gran cabreo:

—¡Vete a dormir la mona, anda! ¡Y a ver si me dejas en paz de una puta vez!

Acto seguido echa andar con rapidez. Yo miro hacia atrás, a la tal Carolina, que se refugia en un grupo de gente, y a nuestro propio grupo, para instarles con la mirada a movernos. Cuando por fin vuelvo a ponerme a la altura de Silvia, la cojo suavemente del brazo para tratar de tranquilizarla. Y su rápido caminar, unido a su palpable cabreo y contrariedad, le hacen rechazar mi contacto y seguir andando como si nada. Por fin, tras recorrer un par de manzanas, aminora el paso y decide meterse en el primer bar que se cruza en su camino. Allí va directa a la barra, donde la oigo pedirse un whisky solo, algo que no es habitual en ella. Está visto que la única forma que parecemos tener todos de encarar la vida es empapándola en drogas y alcohol.

—Lo siento —me dice con voz conciliadora un rato y varios tragos de whisky después. Los demás, tras alcanzarnos y entrar también en el bar, se mantienen a una distancia prudencial con cara de circunstancias—. No sé por qué me he puesto así.

—Venga, no pasa nada, cielo —la tranquilizo acariciándole el brazo y dándole un beso en la mejilla—. Es normal que te cabree verla. ¿Qué te ha dicho?

—La verdad es que no lo sé. Debía estar puesta de algo. Sólo farfullaba. Lo único que le he entendido es que me decía con mucha chulería que teníamos que hablar. Y claro, yo le he dicho que no tenía nada que hablar con ella.

Se queda callada, mirando fijamente los hielos de su copa. De repente, como si quisiera dar el asunto por zanjado, lo apura de un trago. A continuación me besa. Siento la quemazón del whisky en mis labios. Se supone que el alcohol desinfecta las heridas pero hace mucho tiempo que dejé de creer en esa afirmación.

A pesar del desencuentro con Carolina y del nerviosismo posterior, la actitud de Silvia cambia radicalmente. De un momento a otro empieza a abrazarme y besarme sin apenas dejarme respirar. Los ánimos se han relajado y los demás nos miran con sonrisas pícaras y cómplices. Ella no deja de susurrarme al oído que me quiere, una y otra vez, y lo acompaña con más y más besos. Yo me dejo llevar, sintiéndome más feliz a cada minuto que pasa. Nos hemos tomado un par de copas y estamos bastante alegres. Por eso no pienso demasiado antes de hablar. Por eso hasta yo misma me sorprendo cuando de repente me oigo a mí misma diciendo:

—¿Sabes? A lo mejor ni siquiera tienes que buscar compañero de piso.

Ella me sonríe, visiblemente achispada.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Conoces tú a alguien que busque habitación?

Niego enérgicamente con la cabeza al tiempo que una gran y estúpida sonrisa ilumina mi cara. La aferro más fuertemente por la cintura y la atraigo hacia mí.

—No —niego con rotundidad.

—¿Entonces? —pregunta ella con inocencia.

—Bueno… —empiezo. Luego decido que cuanto antes lo suelte, más fácil será—. Verás, había pensado en pedirte que te vinieras a vivir conmigo —le suelto de corrido.

En honor a la verdad, no esperaba que se pusiera a dar saltos de alegría. Lo que no creía era que su rostro adoptaría una expresión que me helaría la sangre. Su mirada se torna dura y acusadora. Rechaza mi abrazo y pone distancias entre su cuerpo y el mío.

—Espera un momento, Ángela. Me parece que quieres ir demasiado rápido con esta historia.

—Bueno, tranquila —le digo presa del pánico, intentando calmarla—. No es que te diga que te vengas mañana mismo. Podemos hablarlo con más calma y…

—No, Ángela —me corta tajantemente—. Te estás precipitando. No me voy a ir a vivir contigo. Apenas te conozco, no sé si eres la persona adecuada, es una locura hacer algo así tan pronto…

—Sí, de acuerdo, tienes razón, llevamos poco tiempo pero estamos bien juntas, joder, Silvia, prácticamente vivimos juntas, pasas más tiempo en mi casa que en la tuya…

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