—¡¿Cómo dices?! —gritó Elena.
—Que no me acuerdo de nada que no seas tú, mi madre o mi sobrino —repitió, desesperada—. Y…, y estoy aquí sentada en una preciosa habitación recién salida de la ducha y no sé quién es el hombre con el que supuestamente estoy casada. ¡Oh Dios! Pero ¿cuándo me he casado?
—¡Huy, pichurra!, ¿te has dado un golpe en la ducha?
—¡No lo séeeeeee!
—Te lo has debido dar porque no recordar quién es tu marido ¡tiene delito! —ironizó—. Ya quisieran muchas recordar lo que tú no recuerdas.
—Mi sobrino le abraza y le llama
tito
—prosiguió Gema sin escucharla—. Veo fotos de él y de mí besándonos en cientos de sitios y no sé cuándo me las hice. Dice que mi madre se ha ido al gimnasio con su amiga Paqui cuando eso no lo ha hecho en su vida, y ahora tú, mi amiga, la única persona que me puede ayudar a entender qué está ocurriendo, me llama y me confirma que estoy casada con él, y yo…, yo… ¡no recuerdo nada!
Elena reaccionó rápidamente y dijo antes de colgar:
—En media hora estoy en tu casa. Y por favor, no le digas a nadie lo que me acabas de decir a mí, o vas directa a la López Ibor.
Tras colgar, Gema suspiró. Al menos alguien acudía en su ayuda. Al sentir un escalofrío se levantó de la cama. Necesitaba vestirse. Miró a su alrededor y vio junto a la puerta del baño la puerta del supuesto armario. Con desgana se dirigió a ella, y al abrirla, se iluminó una estancia que la dejó sin habla.
Ante ella tenía el vestidor más impresionante que nunca había visto. Era igualito al que Mr. Big le encargaba a Carrie Bradshaw en la película
Sexo en Nueva York
. Blanquito, reluciente y todo ordenadito. Sin que pudiera remediarlo, entró y comprobó que a su izquierda toda la ropa era de hombre, y a su derecha, de mujer. Impresionada, tocó la tela de las prendas hasta que llegó a un vestido de noche de color plata.
—¡Guau, un Victorio y Lucchinooooooooooo! —exclamó.
Durante un rato disfrutó de la visión de aquellos maravillosos atuendos, y de repente, sus ojos dieron con unos zapatos rojos de tacón alto; no, altísimo.
—No puede ser… ¿Unos Manolos?
Los cogió y se los calzó. Resultaba increíble que fueran de su número. Pues claro, si se suponía que eran suyos, ¿cómo no iban a ser de su número? Caminó por el vestidor y sonrió al comprobar lo cómodos que eran aquellos fabulosos y caros zapatos; entonces, su vista se clavó en un vestido de raso rojo.
Cinco minutos después, ante un enorme espejo, Gema se miraba boquiabierta. El vestido le quedaba como un guante y con aquellos zapatos el conjunto era de escándalo. De pronto, se abrió la puerta de la habitación.
—Vida…, ya he vueltooooooooooo —oyó.
¡Su madre! Ella le aclararía todo aquel lío. Se quitó los zapatos con rapidez, salió del vestidor y, al verla, se quedó patitiesa.
—¿Mamá…?, ¿eres tú?
Una mujer con la misma cara que su madre le sonreía vestida con un chándal azul.
—¡Claro, vida! —Pero al ver cómo su hija la miraba se llevó las manos a la boca y gritó, corriendo hacia el espejo—: ¡Ay, ay!, ¡no me lo digas! No me queda bien lo que me he hecho en la peluquería.
—Mamá, ¿qué le ha pasado a tu pelo?
Frente al espejo, Soledad se lo tocó con coquetería y dijo:
—He ido con Conchita a…
—¡¿Conchita?! ¿Quién es Conchita?
Sorprendida por cómo la miraba, la mujer recordó que su nieto le había dicho que la tita se había levantado extraña.
—La muchacha que habéis contratado para que me acompañe —respondió. Y al ver que Gema ni parpadeaba, continuó—: Pues como te decía he ido con Conchita a la peluquería y…
—¿Has ido a la peluquería sin mí? ¿Desde cuándo? —preguntó, asombrada.
La mujer agarró a su hija del brazo con amor. La besó en la mejilla y, tras admirar lo bien que le quedaba aquel vestido rojo, murmuró con cariño:
—Lo sé, vida…, lo sé. Ya sé que tú me llevas encantada donde yo quiera, pero por fin me he dado cuenta de que te mereces que no te atosigue. Además, con Conchita me encanta salir a la calle, y voy muy segura en su coche. Tan segura como contigo.
Se había quedado atónita, y cuando fue a decir algo, su madre se le adelantó:
—Y oye…, tengo que decirte que incluso, a veces, Conchita me empieza a sobrar. He conocido un par de amigas en el gimnasio y cualquier día me voy con ellas de parranda.
Tal vivacidad a Gema le hinchó el corazón. Aquélla sí que era su madre. La mujer que antaño había conocido. No la mujer deprimida que la abrumaba. Por ello, fue incapaz de no sonreír, y bromeó:
—¿Tú, de parranda…? ¡Mamáaaaaaaa!
—Ni mamá ni memé. Creo que ya he guardado suficiente luto por tu padre, y gracias a Nicolay y las conversaciones que mantengo con él, me he dado cuenta de que la vida continúa y yo he de seguir adelante, por vosotros y en especial por el pequeño. —Gema estaba tan sorprendida que no podía ni hablar—. Además, Ágata, una de las amigas que he conocido en el gimnasio, me ha invitado a irme con ella a Benidorm. Es viuda como yo; tiene un apartamento allí y me ha comentado que se lo pasa pipa cada vez que va. Y mira…, creo que aceptaré. David está bien atendido aquí con vosotros y quizá me pueda escapar unos diítas.
—Me encanta verte así, mamá —asintió, emocionada.
—¡Aisss, hija…!, desde que apareció Nicolay en nuestras vidas todo ha cambiado. Me satisface muchísimo ver cómo ese muchacho te quiere y se desvive por ti, cómo adora a David y cómo me respeta y cuida de mí. Y en cuanto a mi cabello —dijo al comprobar que su hija la observaba—, me he animado y se acabaron las canas. ¿Te gusta?
—Estás estupenda. Pareces veinte años más joven.
—¡Aisss, no me seas exagerada! —rió la mujer. Y viendo que no le quitaba los ojos de encima, le preguntó—: Pero, vida, ¿por qué me miras así?
Sobrecogida y emocionada por ver a su madre sonreír como llevaba años sin hacerlo, la abrazó; era incapaz de decirle lo que le ocurría, así que comentó:
—Es que me encanta verte así, mamá. Me encanta.
Durante un rato, Soledad le contó a su hija cientos de cosas que ésta escuchó con atención. Le habló de lo maravilloso que era Nicolay con el niño y de lo mucho que se preocupaba por él. Sin querer romper ese momento tan especial, Gema sólo sonreía.
Cuando su madre se marchó de la habitación y se quedó sola sentada sobre la cama, no sabía si reír o llorar. ¿Cuál era su vida? ¿La de antes, o la de ahora? Intentó tranquilizarse y centrarse, pero le duró poco. La puerta se abrió de nuevo.
—¡Hola, pichurra! ¡Ya estoy aquí! Vamos a ver, ¿qué te pasa?
Con los ojos como platos, Gema miró a la joven que acababa de entrar y gritó:
—¡Elena!… Pero…, pero… ¿qué te ha pasado?
Su amiga la miró sorprendida y corrió hacia el espejo que había a su derecha.
—No me jorobes que ya me he manchado el vestido. Si es que soy la reina de la mancha —dijo. Pero al mirarse y ver que no tenía mancha alguna, le preguntó—: ¿Qué es lo que me pasa?
Gema, tragando saliva, la señaló.
—Estás…, estás ¿embarazada?
Con cariño, Elena se tocó su abultada barriga y, sonriendo, asintió.
—Pues sí, cariño…, de seis meses y dos semanas para ser más exactos. ¿Qué pasa?, ¿te acabas de dar cuenta hoy?
Cada vez más desconcertada, Gema se sentó en la cama y, tapándose la cara, murmuró:
—¡Dios mío!, creo que me estoy volviendo loca… Nada de esto puede ser real, ¿o sí?
—Pues no es por jorobarte, pero tengo que decirte que esto está pasando, que tú eres real y que mi embarazo también lo es.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes estar embarazada?
—¿De verdad necesitas que te explique cómo me he quedado embarazada? —preguntó con sorna Elena.
—¡Ay, no!
—Oye…, si tú lo necesitas —dijo, haciéndola reír—, ¡no hay problema! Rápidamente me meto en el ajo y te cuento cómo el idiota de Luis consiguió convencerme para que tuviera un hijo con él y…
—¿Me dijiste que Luis era el mejor amigo de Nicolay, no?
—Sí, hija, sí. Su mejor amigo, su compañero de equipo y mi perdición.
—¡Ay, Elena…, cuánto lo siento!
Elena sonrió y, desconcertándola como siempre, afirmó:
—Yo, no. Este bebé es un niño muy deseado y estoy convencida de que me hará muy feliz. Y ahora, vamos a ver, cuéntame qué te pasa y por qué estás tan rara.
Sin tiempo que perder, Gema le contó que lo último que recordaba era la mañana del desayuno en el centro comercial donde habían encontrado a aquel Papá Noel que concedía deseos y el accidente posterior con el coche.
—Pues recuerdas, ni más ni menos, lo que pasó. Anda que no nos reímos tú y yo cuando me contaste que habías conocido a un tal
Lobo Feroz
, y nos acordamos de que le habías pedido a Papá Noel un lobo, no un príncipe.
—¡Es ciertooooooo…! —asintió Gema, sorprendida—. Recuerdo eso.
—Lo que me parece muy fuerte es que no recuerdes nada más.
—Y tanto… Yo estoy flipando.
—¿De verdad no recuerdas nada de este último año?
—Nada.
—Ni siquiera tus buenos momentos con tu maridito. Ya sabes…, sexo, lujuria y desenfreno.
—Nada. Absolutamente nada.
—No me jorobes, pichurra, que me has dicho mil veces que éste ha sido el mejor año de tu vida.
Aquello hizo sonreír a Gema, que retirándose su claro pelo de los ojos, se mofó:
—No me digas eso. ¡Qué mala suerte la mía! Para una cosa buena que me pasa y no la recuerdo.
Ambas rieron, y Elena, sentándose a su lado, comentó:
—¿Sabes a qué me recuerda lo que dices que te pasa?
—¿A qué?
— A una película que protagoniza Nicolas Cage.
Gema asintió.
—Sí,
Family Man
, esa en la que se despierta en una familia que no es la suya y ve lo diferente que podría ser su vida si…
La puerta se abrió y apareció el sobrino de Gema. Estaba guapísimo vestido con aquel pantalón azul marino y aquella camisa de cuadritos azulados. Sus ojos se veían pizpiretos y llenos de vida.
—Tita…, ¿te queda mucho para bajar? —preguntó el crío.
—No, cariño. Ven y dame un beso.
El pequeño corrió hasta sus brazos y tirándose sobre ella la abrazó y la besó. Aquella cercanía y el suave olor de su piel a Gema la tranquilizaron, y más cuando el niño, al separarse de ella, dijo mirando a las dos jóvenes:
—¿A que no sabéis adónde me va a llevar un día de éstos el tito? —Al ver que ambas esperaban una contestación, gritó, abriendo los brazos—: ¡A jugar a casa de Iñaki y Estefanía!
Gema no sabía quiénes eran Iñaki y Estefanía, y mirando a Elena en busca de una respuesta, ésta dijo:
—¡Oh!, a casa de los hijos de Sergio Campos, compañero de equipo de Nicolay y Luis.
Gema asintió. Ahora ya sabía de quiénes hablaban.
—Eso es fantástico, cariño. ¿Y a qué vais a jugar? —dijo, sonriendo.
—No lo sé…, pero me encanta jugar con ellos. Son muy enrollados.
Entonces, el crío se bajó de sus brazos, e igual que había entrado se marchó. Gema miró a su amiga.
—¡Ay, Dios!, cómo me gusta verle tan feliz. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado para que David esté así?
Elena, intentando entender lo que le ocurría a su amiga, contestó:
—Creo que David necesitaba un cambio. Recuerdo lo tímido que era hace un año, pero chica, fue casarte con Nicolay, mudarte a esta casa y cambiarle de colegio, y el crío es otro.
—Es que…, es que se le ve feliz.
—Bueno…, desde mi humilde punto de vista, creo que Nicolay es el gran artífice de todo. Él se ocupa de llevarle y traerle del colegio, y eso a David parece que le motiva para todo, incluso para relacionarse con la gente. Piensa que antes el niño apenas salía de casa si no era contigo. Tu madre…
—Bueno…, bueno, mi madre —rió Gema—, cuando ha aparecido, me he quedado sin palabras. ¿Has visto qué color de pelo se ha puesto?
—No. ¿Se ha teñido el pelo? —preguntó, sorprendida, Elena.
—Ya te digo… Negro…, negro…, negro, y está guapísima. Y cuando me ha contado que sale de casa y va al gimnasio, y que hasta incluso tiene una amiga que la ha invitado de parranda a Benidorm…
—Mira,
bombón
—se mofó Elena—, intenta recordar todo lo bueno que ha sido tu vida desde que Nicolay entró en ella. Él es el verdadero artífice de que David y tu madre estén como están. —Al ver su cara de susto, prosiguió—: Vale…, no te asustes. Yo estaré a tu lado para todo lo que necesites, y ahora venga, bajemos a la fiesta. Seguro que tu guapo maridito te está esperando.
—¡Ay, Dios!, pero cómo voy yo a poder… si… yo…
—Podrás. Venga, ponte los Manolos rojos que compramos el otro día para este precioso vestido y bajemos.
Asombrada por que Elena supiera de la existencia de los Manolos, entró en el vestidor y, tras ponerse los zapatos, salió con la inseguridad instalada en la cara. Llegaron al salón cogidas de la mano, y aunque Elena intentó soltarse cuando varios amigos se acercaron, la otra no se lo permitió. Después de saludar a varias personas a las que Gema no recordaba, Elena se tensó y siseó:
—Anda, mira…, ahí están tu maridito y mi ex novio.
Gema clavó la mirada en su marido. Nicolay estaba imponente con aquel traje oscuro y su pelo rubio cayéndole sobre los hombros. Era el hombre que toda mujer quisiera para ella. Guapo, sexy, atractivo y deportista.
—¡Madre mía! —susurró, pasmada.
—Eso digo yo: ¡madre mía! —asintió Elena, repasando a su ex de arriba abajo. Pero volviéndose hacia su amiga, preguntó—: ¿En serio que no recuerdas que ese pedazo de tiarrón es tu marido?
—Y tan en serio.
Nicolay y Luis, al reparar en su presencia, sonrieron, y tras comentar algo entre ellos, caminaron hacia las jóvenes. Elena, al ver que su ex se acercaba y que la mirarba con aquellos ojos que la dejaban k.o., dijo para sorpresa de todos:
—Mira, Luis…, por tu bien, no te acerques a mí, o te juro por lo más sagrado que…
No pudo decir más porque Luis la tomó entre sus brazos y la besó. Cuando se separó de ella, le aclaró:
—Se acabó. Te quiero, y si tú quieres que nos casemos en Venecia el Día de los Enamorados porque te parece romántico, allí nos casaremos.
Gema, boquiabierta, miró a su amiga. ¡Venecia y el Día de los Enamorados! Eso también lo recordaba, y se alegró al ver cómo Elena sonreía con cara de tonta.