Hace tiempo que para Gema nada tiene sentido. La joven se debate entre su aprensiva madre y su sobrino, mientras intenta salir adelante con un modesto sueldo de auxiliar administrativa en una oficina.
Una tarde de compras navideñas, Gema y su amiga Elena se topan con un hombre disfrazado de Papá Noel que las invita a pedir un deseo. Aunque en un primer momento Gema se muestra reticente, por fin accede y se atreve a soñar con lo que más anhela. Lo que ella no sabe es que en ocasiones los deseos se cumplen y, además, de la manera más extraña…
Megan Maxwell
Llámame bombón
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Crubiera06.02.13
Megan Maxwell, 2013.
Diseño portada: Shutterstock
Editor original: Crubiera (v1.0)
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22 de diciembre de 2011
En la cafetería de un gran centro comercial de Madrid, Gema y Elena, dos buenas amigas, desayunaban crujientes churros con café.
—¿En serio que la sosa de administración se ha liado con Jesús, el buenorro de contabilidad?
—Ya te digo. Confirmado —asintió Gema.
Elena, tras mojar un churro en el café, le dio un mordisco y susurró:
—¡Qué fuerte…! ¿Adónde vamos a llegar?
Reían y disfrutaban de los últimos cotilleos de la oficina cuando se percataron de que se les hacía tarde. Llamaron al camarero y, después de pagar sus desayunos, se encaminaron hacia la salida.
Era Navidad. Una época adorada por muchos, pero que a Gema no le gustaba. La entristecía demasiado. Siempre había creído en la magia de la Navidad, hasta que el 18 de diciembre de seis años atrás un fatal accidente se había llevado por delante a su hermano y a su cuñada, y el año siguiente, una enfermedad, a su padre. Eso había acabado con la magia y, en especial, con sus creencias.
Cuando salían del centro comercial un enorme Papá Noel las paró y, tendiéndoles una huchita, les dijo con una sonrisa:
—¡Jou, jou, jou! ¡Feliz Navidad! ¿Una ayuda para cumplir deseos navideños?
Gema negó con la cabeza, pero al ver a su amiga abrir el bolso, decidió imitarla. Tras echar un par de euros en la hucha, ésta se iluminó. Aquello las hizo sonreír, y el enorme Papá Noel dijo:
—Ahora debéis pedir un deseo de Navidad.
Las muchachas se miraron, y Elena, divertida, preguntó:
—Esta modalidad de pedir deseos es nueva, ¿verdad?
El Papá Noel de turno asintió, y entonces Elena añadió alegremente:
—Deseo que un tío guapo, cachas y con pasta se vuelva loco por mí y quiera casarse conmigo el Día de los Enamorados en Venecia.
Gema sonrió al escucharla, y la amiga, encogiéndose de hombros, exclamó:
—¡Por pedir, hija, que no quede! Y oye…, ¿hay algo más romántico que casarse en Venecia el 14 de febrero?
El supuesto Papá Noel sonrió y, mirando a la otra joven, le preguntó:
—Y tu deseo ¿cuál es?
—Salud —dijo suspirando.
—Pichurra, de verdad, qué sosa eres para pedir deseos —la recriminó Elena, mirándola—. Pide algo diferente, algo realmente increíble, algo que te gustaría que ocurriera. Y si no crees en los príncipes azules y toda su parafernalia, pide un lobo macizo, que al menos te comerá mejor.
Aunque primero se quedó boquiabierta por lo que su amiga acababa de decir delante de aquel extraño, Gema se echó a reír de inmediato y repuso:
—Vale, vale… Deseo ver sonreír a mi madre y que mi sobrino olvide sus inseguridades. Y venga, ya de paso, un lobo feroz.
El hombre les guiñó el ojo, risueño, y antes de alejarse dando unos cómicos saltitos, dijo:
—¡Jou, jou, jou! ¡Que la magia de la Navidad os conceda vuestros deseos!
Media hora después, y ya en sus puestos de trabajo, Gema, mientras miraba por la ventana, se quejó:
—¡Ay, Diosss! ¿Por qué? ¿Por qué justamente hoy se tiene que poner a nevar?
Elena sonrió al oírla, y dejando a un lado la carpeta que llevaba en la mano, se acercó hasta la ventana donde Gema, apoyada, miraba al exterior y le preguntó:
—¿Qué esperabas, pichurra? Estamos en Navidad.
—¡Maldita Navidad y maldita nieve! Hoy no llego a mi casa ni a las mil y monas. ¡Ya lo verás!
—Venga, venga…, reina del drama, ¡no exageres!
—Te lo digo en serio… No sé conducir cuando nieva. Con lo patosa que soy seguro que me doy un leñazo.
Ante aquellas palabras y el gesto simpático de su amiga, Elena tuvo que sonreír. Si alguien conocía bien a Gema, ésa era ella. Llevaban trabajando más de diez años juntas y ambas se habían contado sus vidas de pe a pa.
—Tranquilízate, mujer… Verás como pronto dejará de nevar. Además, está lloviznando y cuando pasa eso la nieve no cuaja, y…
—No cuaja, no cuaja… ¡Odio la Navidad! —se quejó Gema, sentándose ante su mesa.
Sin que pudiera evitarlo, Elena suspiró, y observándola mientras la otra cogía unos papeles, supo el porqué de aquel mal humor. En esa época del año, mientras todos cantaban «¡Ay del chiquirritín!», Gema revivía el drama ocurrido tiempo atrás.
En los últimos años, Elena había intentado que su amiga retomara su vida. Pero no era fácil. De la noche a la mañana a la joven le habían caído cientos de obligaciones que se había empeñado en cumplir al ciento por ciento.
—Pásame el contrato de tu derecha, que lo archivo —le pidió Gema justo en el momento en que comenzó a sonar la melodía de
Corazón latino
en su móvil. Era su madre—. ¡Hola, mamá!
—¡Hola, tita! Soy yo, David.
Al reconocer la voz de su salado sobrino de siete años, sonrió y dijo:
—¡Hola, maestro Pokémon! ¿Qué pasa, cariño?
Al niño le encantaba que lo llamara así.
—Tita, dice la yaya que te pregunte si cuando vengas me llevarás a la papelería de Sagrario para darle a Papá Noel mi carta. No quiero que se le olvide traerme el juego para la Play de los Pokémon y…, y el perrito.
—Tú tranquilo, cariño. Papá Noel es muy listo y seguro que no se le olvida —sonrió Gema al pensar que ya tenía ese juego guardado en su armario—. En cuanto a lo del perrito, Papá Noel sabrá si lo trae o no.
—Pero yo lo quiero, tita.
—Lo sé, cielo…, lo sé.
David llevaba años queriendo tener una mascota, pero Gema no podía darle ese capricho. Su madre se negaba a bajar a la calle sola, el niño era muy pequeño para pasear a un perro sin la compañía de un adulto, y ella, con su trabajo y los cientos de obligaciones, no tenía tiempo para ocuparse de un animal.
—Pero tita, ¿me llevarás a la papelería? —insistió el pequeño.
—¡Ufff, cielo!, con esta nevada creo que me voy a demorar bastante. Además, esta tarde unos señores tienen que ir a casa y…
—Porfiiiiiiii, titaaaaaaaaaaaaaa. Porfiiiiiiiiiiiiiii…
Oír la vocecita de su sobrino, al que adoraba, le llegó al corazón. Desde que su hermano Lolo había muerto y ella había tomado las riendas de la vida de su sobrino, siempre había intentado hacer lo mejor por y para él. Había pasado de ser una chica alocada que se divertía con sus amigas a una chica responsable que tenía que cuidar de su madre y de un niño introvertido y con algunos problemas.
—Intentaré llegar prontoooooooooooo.
—¡Yupiiiiil! Te quiero, tita. Eres la mejor del mundo mundial.
Aquello la hizo sonreír, y tras oír el sonoro beso que su sobrino le envió a través del teléfono, escuchó la voz de su madre.
—Hola, vida. Cuando salgas, ¿vendrás directa a casa, verdad?
—Lo intentaré, mamá. Lo intentaré —resopló al sentirse presionada.
—Es que he visto que ha comenzado a nevar, y bueno…, ya sabes que me angustio por todo. Y luego está el niño, que quiere ir a ver a Papá Noel y…
—No te preocupes, mamá; intentaré llegar a tiempo —suspiró Gema—. Por cierto, ¿has comido algo y has pedaleado en la bicicleta?
—No, tesoro. Ya sabes que por la mañana no me entra nada en el estómago.
—Pero tienes que desayunar. La doctora te dijo claramente que para tomarte la medicación debías tener el estómago lleno. ¿Acaso lo has olvidado?
—No, pero no me entra.
—Mamá, vamos a ver —resopló, malhumorada—, hay dos cosas que tienes que hacer. La primera es ejercicio, para eso compré la bicicleta estática. Tu cuerpo lo necesita y…
—¡Aisss, vida mía!, no me atosigues. Y no comencemos con lo de siempre.
—Mamáaaaaaaaa…
—Vale, hija…, no te pongas pesada. Ahora me tomaré un yogurcito o algo así y pedalearé mientras veo en la televisión a Ana Rosa.
—Te vendría mejor que te tomaras un sándwich. Hazme caso.
—Que no…, que yo hasta el mediodía tengo el estómago cerrado —protestó la mujer, e intentó desviar el tema—. Por cierto, acabo de llamar al ambulatorio y pedir cita con mi doctora para mañana por la mañana, y el lunes con el callista.
—¿Con la doctora? ¿Qué te pasa ahora, mamá? —suspiró Gema sin querer mirar a Elena, que con seguridad la observaba con gesto de reproche.
—Se me están acabando las pastillas y quiero tenerlas antes de que me quede sin ninguna. Ya sabes que me pone muy nerviosa pensar que se me acaban.
—Pero, mamá —protestó Gema—, si te quedan pastillas para un mes.
—Un mes pasa rápido —se defendió la mujer.
Gema quiso gritar, quiso decirle que necesitaba espacio, que la dejara respirar, pero en vez de eso murmuró:
—Escucha, mamá: mañana, que es sábado, tengo cita en la peluquería y…
—¡Aisss, vida…! —la interrumpió la mujer, alterada—, no me irrites que sabes que rápidamente se me dispara la tensión.
—Mamáaaaaaaa, no empieces con tus cosasssssssss.
Pero como siempre, tras decir aquello se oyó un gemido lastimero y, con el corazón en un puño, Gema escuchó:
—No entiendo por qué te molesta tanto tener que llevarme al ambulatorio cuando sabes que con la única persona que salgo de casa a la calle y voy en coche es contigo —sollozó la mujer—. No tengo a nadie más. ¿A quién se lo voy a pedir? ¿Con quién iba a salir a la calle si no es con mi hija?
Con resignación, Gema escuchó las desdichas de su madre —algo que oía día sí, día también—, y tras conseguir tranquilizarla, antes de colgar, murmuró ante la sonrisa tonta de su amiga Elena:
—De acuerdo, mamá… Te llevaré a la doctora. Y al callista. Tranquila.
Sin perder un segundo, Elena, que había escuchado la conversación con gesto de «¡otra vez!», siseó:
—Vaya…, veo que tu mami sigue sin darse cuenta de que necesitas vivir tu vida. ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Hasta cuándo se lo vas a permitir?
Gema no respondió. Prefirió callar. Entonces, Elena, sentándose en el borde de la mesa, le preguntó con astucia:
—Por cierto, Charo, Lorena y yo iremos en Navidad y Nochevieja a las fiestas del Buddha, ¿te apuntas?
—No. Cenaré con mi madre, mi sobrino y mis tíos, y no saldré.
—¡Qué planazo! —se mofó su amiga al escucharla. Y al ver que la otra no se daba por aludida, soltó—: ¡No me jorobes, mujer! ¿Cómo no te vas a venir? Vamos todas las amigas juntas a un lugar lleno de guaperas famosetes más buenos que la madre que los parió, ¿y no vas a venir?
—No me apetece.
—Venga ya…, eso no te lo crees ni borracha. Dime mejor que no vienes porque te sientes en la obligación de no dejar solos a tu madre, al enano y a tus tíos. —Gema no respondió, y Elena prosiguió—: Pero bueno, ¿me vas a decir que quedarte con el Imserso en tu casa jugando a las siete y media o al cinquillo es mejor plan que salir con nosotras de marcha?