—Sí. A mí los guaperas famosetes me parecen tíos insustanciales. Vamos, que no me pueden aportar nada bueno, excepto problemas.
Incrédula por esa contestación, Elena gritó:
—¡¿Te has vuelto loca?!
—Sí, rematadamente loca, ¡loquísima! Por cierto, adoro jugar al cinquillo y a la carta corrida con los del Imserso.
Con el ceño fruncido, Elena se levantó y volvió a su sitio. Una vez allí cogió un bolígrafo y, señalando a su amiga, dijo con afectación:
—Pichurra, lo asumo. Eres un caso perdido. ¡La reina del drama! Perdiste la cabeza con tantas responsabilidades y no la has vuelto a recuperar. Y me da igual lo que me digas. ¡No lo entiendo! No entiendo que quieras perderte un fiestón donde puedes conocer hombres interesantes que te halaguen y te hagan subir la moral.
Al captar el dramatismo que destilaba la voz de su amiga, finalmente Gema, mirándola y sonriendo, murmuró:
—Venga, no te pongas así. Ya sabes que a mí esas fiestas llenas de creídos no me gustan. Pero prometo salir con vosotras el día de Reyes, ¿vale?
—¿Adónde? ¿A la cabalgata para recoger caramelos con tu sobrino? Con un poco de suerte, Baltasar te sentará en sus piernas y te dará azotitos por ser una niña muyyyyy malaaaaaaaa.
Esa ocurrencia hizo que ambas soltaran una carcajada y se sintieran ya más tranquilas.
—Elena, no te pongas así —la exhortó Gema— . Quizá ésta sea mi vida y no haya de esperar nada más.
—¡No digas tonterías, por Diosssss!
—Mi vida no es fácil, Elena. Y sabes que llevo una mochila a mis espaldas que no estoy dispuesta a dejar de atender por ningún machomán, por muy guapo y rumboso que sea.
Elena puso los ojos en blanco.
—Mira, sólo te voy a decir una cosa —dijo— . Eres joven, guapa y estilosa, pero aun así los hombres interesantes, con sustancia o sin ella, no van a ir a buscarte a tu casa. Por lo tanto, como no ocurra un milagro o ese machomán te salga en un Kinder Sorpresa no sé dónde lo vas a encontrar.
—Vale…, vale…, corta el rollo que te conozco —se apresuró a decir Gema sonriendo al ver que la otra iba a comenzar con su tabarra habitual. Y para cambiar de tema, añadió—: Por cierto, ¿sabes que hoy me van a dar un presupuesto para arreglar las puertas de mi casa?
—¡Oh Dios!, ¡qué emocionante! —se mofó Elena mientras comenzaba a teclear en el ordenador.
A las seis y media, Gema, ya en su coche, circulaba por la Castellana. Como era de esperar había mucho tráfico y, a causa de la nieve, la gente iba atontada. Tras arrancar y frenar varias veces, optó por cambiar de música. Metió un CD de Chenoa y se puso a cantar una canción que le gustaba.
Dibujo todo con color y siento nanananana en mi corazón.
Ya nadie más puede pasar…
Dibujo cosas sin dolor y siento nananana sin ton ni son.
Qué bueno es… sentirse bien
Y poder romper las rutinas que ciegan mi ser.
La nieve comenzó a caer de nuevo, y Gema maldijo justo en el momento en el que se pasaba un semáforo en ámbar. De pronto, varios coches que circulaban delante de ella chocaron, y ella frenó. Salvó el golpe. Pero al mirar por el espejo retrovisor intuyó que el impresionante Porsche negro que se había saltado como ella el semáforo en ámbar no podría frenar. Asustada, se agarró con fuerza al volante, quitó el pie del freno como siempre había oído y esperó con los ojos cerrados a que aquel vehículo la embistiera por detrás. Y así fue. ¡Zasssss! Su coche se desplazó unos metros tras un brusco golpe. Histérica y con las pulsaciones a mil, ni se movió.
—Señorita, ¿está bien? —oyó segundos después.
Como pudo asintió con la cabeza mientras pensaba: «Lo sabía…, sabía que la puñetera nieve me la iba a jugar».
Cuando el hombre vio cómo ella sacudía la cabeza se tranquilizó, y tras respirar, aliviado, dijo moviéndose con celeridad:
—Deme un segundo que ahora mismo la saco.
Se oyó un golpe seco al abrirse con fuerza la puerta, que se había quedado trabada. En seguida, Gema sintió que las fuertes manos de alguien la agarraban para sacarla del coche.
La gente que había alrededor se arremolinaba, gritaba, protestaba y maldecía mientras ella, aún asustada, se negaba a abrir los ojos. Notó que la sentaban en el suelo.
—Nicolay…, Nicolay, ¿estás bien? —preguntó un hombre acercándose al joven que había llevado a Gema en brazos.
—Sí…, perfectamente. ¿Y tú?
—Bien…, no te preocupes —respondió, apurado.
Nicolay contempló a la joven que había sacado del coche, y mientras se quitaba el abrigo para ponérselo a ella, le dijo al otro:
—Llama a José. Dile lo que nos ha pasado y que mande un coche a buscarnos —le indicó—. ¡Ah!, de paso, avisa a la grúa. El coche, tal y como ha quedado, no se puede mover. —Tras dar esas instrucciones, se dirigió a Gema— : Señorita, míreme y así sabré que está usted bien.
—No puedo.
—¿Por qué no puede? —preguntó, sorprendido; su acento era extranjero.
—¡Ay, Dioss…! —gimoteó la chica con los ojos cerrados—. Creo que se me han metido cristales en los ojos. Con seguridad me quedaré ciegaaaaaaaaaaa. ¡Madre mía…, qué disgusto le voy a dar a mi madre! ¡De ésta me la cargo!
Nicolay no quería sonreír, no era momento para ello, pero al escuchar la retahíla de cosas que decía la joven y contemplar los gestos que hacía con la boca y la nariz no pudo evitarlo. Miró hacia el coche de donde la había sacado y, al ver los cristales en perfecto estado, se acercó más a ella y murmuró:
—Dudo que sea lo que usted dice. Los cristales de su coche están intactos.
—¿De verdad?
—Se lo prometo, bombón. Abra los ojos.
Con gesto lastimero, la joven abrió primero un ojo y después otro, pero en vez de enfocar su mirada en el hombre que, agachado frente a ella, la observaba, miró su coche y exclamó:
—¡Ay, Diosssssssss! ¡Ay, Diossssssss! Mi pobre
Arturo
parece un acordeón. ¡Y ahora me quedo sin coche en plenas Navidades! ¡Ay, Diosssssssss! Y encima hoy no llegaré a tiempo para que mi sobrino le dé su carta a Papá Noel. ¿Por qué? ¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?
Nicolay entendió que
Arturo
era el automóvil y le indicó:
—Por eso no se preocupe. El coche es un bien material que se puede reponer. Lo importante es que a usted no la haya pasado nada.
Sin apenas escucharle, Gema se levantó del suelo y, tras ver el Porsche negro espachurrado detrás, dijo:
—Toda la culpa la tiene el imbécil del Porsche. Él se ha saltado el semáforo que yo he pasado en ámbar y por su culpa ahora estoy así, y
Arturo
, peor. ¡Uf…!, estoy algo mareada.
—No se mueva, por favor —le pidió el joven, sujetándola—. Los del Samur ya vienen hacia aquí y rápidamente la atenderán. En cuanto al imbécil del Porsche, quizá no le haya dado tiempo a frenar. Por cierto, me llamo Nicolay. ¿Cómo se llama usted?
—Gema, y por favor, tratémonos de tú, que parece que estoy en la oficina hablando con el estirado de mi jefe con tanto formalismo. —Y llevándose las manos a la cara, gimoteó—: ¡Ay, Diosss…!, cuando le diga a mi madre que no tenemos coche le va a dar un patatús.
Aquel comentario hizo que Nicolay sonriera. Sin que pudiera evitarlo escaneó a la joven. La coleta alta y rubia dejaba ver un bonito cuello, y los ojos vivarachos le encantaban. No era una mujer despampanante, y menos con aquel traje azul, pero se la veía bonita y su manera de gesticular le divertía.
Ajena a lo que el hombre pensaba, Gema miró a su alrededor y gruñó:
—Seguro que el idiota del Porsche, al que le saldrá el dinero por las orejas, mañana mismo tiene otro coche de sustitución esperándole en la puerta de su casa. La diferencia entre él y yo es que yo no tengo dinero para eso y… ¿Dónde está, que le voy a decir cuatro cositas?
Nicolay, que hasta el momento había permanecido a su lado, se puso ante ella y, sin darle tiempo a que siguiera buscando con la mirada, respondió:
—Aquí me tienes. Yo soy el imbécil del Porsche.
En ese instante, Gema sintió que la sangre se le helaba. Ella no era tan agresiva ni borde. Levantando la mirada hacia el hombre que había estado a su lado en todo momento sintió que se quedaba sin palabras. Era alto, ojos claros y… ¿Dónde había visto antes ese rostro?
Pero lo supo rápidamente, cuando varios de los conductores implicados en el choque se acercaron hasta él, y, uno de ellos, mientras el resto tomaba fotografías bajo la nieve con los móviles, dijo:
—Me daría un autógrafo, señor Ratchenco.
No podía creer que tuviera ante ella a Nicolay Ratchenco, el pichichi de la Liga española, aquel al que llamaban el
Lobo Feroz
. Tragó en un intento de deshacer el nudo de emociones que se le había quedado atascado en la garganta. El tiarrón que la miraba con esos ojos claros era el mismo que su sobrino veneraba y al que veía en la televisión día sí, día también.
El joven jugador, con una incómoda sonrisa, sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa caqui de Ralf Lauren y comenzó a estampar su firma sin dejar de observar los movimientos de Gema.
Aún boquiabierta por el efecto que le había causado que aquel tipo fuera Ratchenco, se alejó como pudo del bullicio al ver llegar a la policía y caminó hasta su coche. Lo observó con gesto de horror y sin que pudiera evitarlo pensó: «¡Aisss,
Arturo
…, qué te han hecho!».
El futbolista firmó autógrafos, sin demasiadas ganas, durante unos minutos. Le apetecía prestar atención a la joven pálida que, desesperada, miraba su coche y gesticulaba. Con la ayuda de varios policías, logró quitarse de encima a la gente, pero de pronto oyó una voz a su lado que le decía:
—Creo que lo más sensato es que te vayas en un taxi antes de que llegue la prensa. Yo me encargaré del coche, y por favor, ponte tu abrigo o enfermarás.
Nicolay sabía que su amigo llevaba razón. Lo más inteligente era abrigarse y marcharse de ese lugar. Pero aquella muchacha y su palidez le atraían como un imán. Por ello, mirándole, respondió:
—Enrique, no me marcharé sin solucionar antes el estropicio que he organizado.
El ruido de una ambulancia consiguió que más gente se arremolinara a su alrededor. Enrique Sanz, amigo y representante de Nicolay, al ver el alboroto que se estaba originando con la presencia del futbolista allí, habló con los policías, y éstos, echándole una mano, comenzaron a retirar a la gente hacia atrás.
Nicolay, al que en ese momento nada le importaba, se acercó hasta la joven, que con gesto desconcertado sacaba unos papeles de la guantera.
—Gema, quiero que sepas que siento lo ocurrido —dijo.
—¡Oh, sí!, no lo dudo —se mofó ella.
—Te estoy hablando en serio, bombón.
—Y yo también. —Y mirándole con el ceño fruncido, gruñó—: Y como me vuelvas a llamar
bombón
, te juro que te tragas los dientes.
Asombrado por aquella amenaza fue a contestar, pero al ver que ella clavaba los ojos en él, calló, dispuesto a escuchar.
—Mira, no me cuentes rollos patateros que ya tengo bastante con los míos. Rellenemos los papeles del seguro para que me pueda marchar. Estoy congelada y tengo cientos de cosas que hacer, y ahora sin coche, gracias a ti, todo se complicará.
Nicolay la observó, sorprendido. Ninguna mujer le hablaba así. Al contrario. Debido a su condición, todas las féminas que se cruzaban en su camino babeaban por él. Tal actitud llamó poderosamente su atención.
—De acuerdo —respondió— . No volveré a llamarte
bombón
.
—¡Perfecto!
—Y si me lo permites, hago un par de llamadas y antes de una hora tienes un coche de sustitución en la puerta de tu casa hasta que te arreglen el tuyo. No te preocupes por nada; yo te lo solucionaré.
«Yo te lo solucionaré», repitió ella mentalmente. ¿Cuánto tiempo llevaba sin oír eso?
La seguridad que transmitía su voz y aquella manera de mirarla le resecaron a Gema hasta el alma. Nunca un tío tan guapo, y sobre todo tan deseado, le había prestado la más mínima atención. Y allí estaba ella, junto al buenorro por el que más se suspiraba en España, calándose bajo la nieve y con una pinta que no quería ni imaginar. Finalmente, regañándose a sí misma por pensar en lo que no debía, respondió:
—Vamos a ver, aclaremos algo. Acepto tus disculpas; seguro que no pretendías empotrarte en mi pobre
Arturo
, ¡pero así ha ocurrido y lo tengo que aceptar! No es preciso que hagas ninguna llamada, y menos aún que mandes ningún coche a la puerta de mi casa. Sólo y exclusivamente necesito que cumplimentemos los papeles del seguro para que me arreglen el coche y no me desplumen.
Aquella contestación y la sinceridad de su tono a él le hicieron sonreír, y sin mediar palabra, le abrochó el abrigo que le había dejado. Le quedaba enorme, pero hacía mucho frío y, por su palidez, debía estar congelada. Tras ese gesto excesivamente íntimo, Gema reparó en que el futbolista estaba en mangas de camisa, e intentando desabrochar lo que él había abrochado, le indicó:
—Pero tú estás tonto. Anda, déjate de caballerosidades y ponte el abrigo. Vas a coger una pulmonía.
—No, por favor —insistió él con su acento ruso—. Estás temblando y es lo mínimo que puedo hacer por ti.
De pronto, una extraña sensación les atenazó a ambos el estómago. ¿Qué ocurría allí?
Nicolay estaba dispuesto a alargar aquel momento con ella, así que miró alrededor en busca de cobijo para intentar escapar del bullicio y en especial de ser el centro de las miradas de todos.
—¿Qué te parece si entramos en esa cafetería y rellenamos el papeleo? Te invito a un café, o a lo que quieras.
Gema, todavía atontada, lo miró. Le habría encantado entrar allí con él y tomarse un café, o incluso veinte. Pero tras echar un vistazo a la gente que se arremolinaba a su alrededor y los señalaba, respondió con gesto indiferente:
—Pues va a ser que no.
—¡¿No?!
—No —repitió con la cara empapada por la nieve—. No quiero nada de ti, excepto lo que te he pedido, ¿entendido?
—Te invito a cenar —insistió él. Los retos le gustaban, y ella de pronto se había convertido en uno.
—No.
Boquiabierto por la segunda negativa, sonrió como sólo él sabía que tenía que hacerlo a las mujeres.
—Nadie rechaza una invitación así. Piénsalo
bom
…, Gema.
Aquel comentario a ella le hizo gracia, y tras quitarse los copos de nieve que salpicaban su cara, contestó: